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Mare nostrum

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Ferragut lo reconoció inmediatamente: era un jarro antiguo peruano.

–Sí; es una huaca—dijo ella—. Yo también he estado allá… Nos dedicábamos á fabricar antigüedades.

Freya interpretó mal el gesto que hizo su amante. Creyó que se asombraba ante lo inaudito de esta fabricación de recuerdos incásicos. «Alemania es grande. Nada se resiste al poder de adaptación de su industria…»

Y los ojos de ella brillaron con un fuego de orgullo al enumerar estas hazañas de falsa resurrección histórica. Habían llenado museos y colecciones particulares de estatuillas egipcias y fenicias recién hechas. Luego habían fabricado en tierra alemana antigüedades del Perú para venderlas á los viajeros que visitaban el antiguo Imperio de los incas. Unos indígenas á sueldo se encargaban de desenterrarlas oportunamente, con gran publicidad. Ahora, la moda favorecía al arte negro, y los coleccionistas buscaban los ídolos horribles de madera tallados por las tribus del interior de África.

Pero lo que interesaba á Ferragut era el plural empleado por ella al hablar de tales industrias. ¿Quién fabricaba las antigüedades peruanas?… ¿Era su marido el sabio?…

–No—dijo Freya tranquilamente—; fué otro: un artista de Munich. Tenía escaso talento para la pintura, pero una gran inteligencia para los negocios. Volvimos del Perú con la momia de un inca, que paseamos por casi todos los museos de Europa, sin encontrar quien la comprase. Un mal negocio. Guardábamos al inca en nuestro cuarto del hotel, y…

Ferragut no se interesó con las andanzas del pobre monarca indio arrancado al reposo de su tumba… ¡Uno más! Cada confidencia de Freya sacaba un nuevo antecesor de las tinieblas de su pasado.

Al salir de la cervecería, el capitán marchó con aspecto sombrío. Ella, por el contrario, reía de sus recuerdos, viendo á través de los años, con un optimismo halagador, esta lejana aventura de su época de bohemia; regocijándose al evocar la carroña del inca paseada de hotel en hotel.

De pronto estalló la cólera de Ulises… El oficial holandés, el sabio naturalista, el cantante que se pegó un tiro, y ahora el falsificador de antigüedades… Pero ¿cuántos hombres había en su existencia? ¿Cuántos quedaban aún por llegar?… ¿Por qué no los soltaba todos de una vez?…

Freya quedó sorprendida por la violencia del exabrupto. Le daba miedo la cólera del marino. Luego rió, apoyándose con fuerza en su brazo, tendiendo el rostro hacia él.

–¡Tienes celos!… ¡Mi tiburón tiene celos! Sigue hablando. No sabes lo que me gusta oírte. ¡Quéjate!… ¡pégame!… Es la primera vez que veo á un hombre con celos. ¡Ah, los meridionales!… Por algo os adoran las mujeres.

Y decía verdad. Experimentaba una sensación nueva ante esta cólera viril provocada por el despecho amoroso. Ulises se le aparecía como un hombre distinto á todos los que había conocido en su existencia anterior, fríos, acomodaticios y egoístas.

–¡Ferragut mío!… ¡Mi mediterráneo! ¡Cómo te amo! Ven… ven… Necesito recompensarte.

Estaban en una calle céntrica, junto á la esquina de un callejón que formaba una cuesta de rellanos. Ella le empujó, y á los primeros pasos en la estrecha y obscura vía se abrazó á él, volviendo la espalda al movimiento y la luz de la gran calle para besarlo con aquel beso que hacía temblar las piernas del capitán.

Aplacado en su cólera, siguió quejándose durante el resto del paseo. ¿Cuántos le habían precedido?… Necesitaba conocerlos. Quería saber, por lo mismo que esto le causaba un daño horrible. Era el sádico deleite del celoso que persiste en arañar su herida.

–Quiero conocerte—repitió—. Debo conocerte, ya que me perteneces. ¡Tengo derecho!…

Este derecho, invocado con una testarudez infantil, hizo sonreír á Freya dolorosamente. Largos siglos de experiencia parecieron asomar en el fruncimiento melancólico de su boca. Brilló en ella la sabiduría de la mujer, más cauta y previsora que la del hombre, por ser el amor su única preocupación.

–¿Por qué quieres saber?—preguntó con desaliento—. ¿Qué adelantas con eso?… ¿Serás acaso más feliz cuando sepas?…

Calló durante algunos pasos, y luego dijo sordamente:

–Para amar no es preciso conocerse. Todo lo contrario: un poco de misterio mantiene la ilusión y aleja la hartura… El que quiere saber nunca es dichoso.

Siguió hablando. La verdad tal vez era buena en las otras cosas de la existencia, pero resultaba fatal para el amor. Era demasiado fuerte, demasiado cruda. El amor se asemejaba á ciertas mujeres, bellas como diosas á una luz artificial y discreta, horribles como monstruos bajo los resplandores quemantes del sol.

–Créeme: repele esas quimeras del pasado. ¿No te basta el presente?… ¿No eres feliz?

Y necesitando convencerla de que lo era, pobló aquella noche el cerrado misterio del dormitorio con una serie interminable de voluptuosidades feroces, exasperadas, que hicieron caer á Ulises en un anonadamiento pesado y dulce á la vez.

Tenía la convicción de su vileza. Adoraba y detestaba á esta mujer que dormía á su lado con un cansancio impuro… ¡Y no poder separarse!…

Ansioso de encontrar una excusa, evocó la imagen de su cocinero tal como era cuando filosofaba en el rancho de la marinería. Para desear los mayores males á un enemigo, este varón cuerdo formulaba siempre el mismo anatema: «¡Permita Dios que encuentres una mujer arreglada á tu gusto!…»

El piadoso y malhablado Caragòl no designaba á la mujer por entero, circunscribiéndose á nombrar la parte más interesante de su sexo; pero la maldición era la misma.

Ferragut había encontrado la mujer «arreglada á su gusto» y era esclavo para siempre de su suerte. La seguiría, á través de todos los envilecimientos, hasta donde ella quisiera llevarle; cada vez con menos energía para protestar, aceptando las situaciones más deshonrosas á cambio del amor… ¡Y siempre sería así! ¡Y él, que se consideraba meses antes un hombre duro y dominador, acabaría por suplicar y llorar si ella se alejaba!… ¡Ah, miseria!…

En las horas de tranquilidad, cuando la hartura les hacía conversar plácidamente como dos amigos del mismo sexo, Ulises evitaba las alusiones al pasado y le dirigía preguntas sobre su vida actual. Le preocupaban los trabajos misteriosos de la doctora; quería conocer la parte que tomaba Freya en ellos, con el interés que inspiran siempre las acciones más fútiles de la persona amada. ¿No pertenecía él á la misma asociación por el hecho de obedecer sus órdenes?…

Las respuestas eran incompletas. Ella se había limitado á obedecer á la doctora, que lo sabía todo… Luego vacilaba, rectificándose. No; su amiga no podía saberlo todo. Por encima de ella estaban el conde y otros personajes que venían de tarde en tarde á visitarla, como viajeros de paso. Y la cadena de agentes, de menor á mayor, se perdía en misteriosas alturas que hacían palidecer á Freya, poniendo en sus ojos y en su voz una expresión de supersticioso respeto.

Únicamente le era lícito hablar de sus trabajos, y lo hacía discretamente, contando los procedimientos que había empleado, pero sin nombrar á sus colaboradores ni decir cuál era su finalidad. Las más de las veces se había movido sin saber adónde convergían sus esfuerzos, como voltea una rueda, conociendo únicamente su engranaje inmediato, ignorando el conjunto de la maquinaria y la clase de producción á que contribuye.

Se admiró Ulises de los inverosímiles y grotescos procedimientos empleados por los agentes del espionaje.

–¡Pero eso es de novela de folletón!… Son medios gastados y ridículos que todos pueden aprender en libros y melodramas.

Freya asentía. Por eso mismo los empleaban. El medio más seguro de desorientar al enemigo era valerse de procedimientos vulgares; así, el mundo moderno, inteligente y sutil, se resistía á creer en ellos. Bismarck había engañado á toda la diplomacia europea diciendo simplemente la verdad, por lo mismo que nadie esperaba que la verdad saliese de su boca. El espionaje alemán se agitaba como los personajes de una novela policíaca, y la gente no quería creer en sus trabajos, aunque estos trabajos pasasen ante sus ojos, por parecerle demasiado gastados y fuera de moda.

–Por eso—continuó ella—cada vez que Francia descubría una parte de nuestros manejos, la opinión mundial, que sólo cree en cosas ingeniosas y difíciles, se reía de ella, considerándola atacada del delirio de persecuciones.

La mujer entraba por mucho en el servicio de espionaje. Las había sabias como la doctora, elegantes como Freya, venerables y con un apellido célebre, para obtener la confianza que inspira una viuda noble. Eran numerosas, pero no se conocían unas á otras. Algunas veces se tropezaban en el mundo, se presentían, pero cada una continuaba su camino, empujadas en distintas direcciones por la fuerza omnipotente y oculta.

Le mostró retratos suyos que databan de algunos años. Ulises tardó en reconocerla al contemplar la fotografía de una japonesa delgada, jovencita, envuelta en un kimono sombrío.

–Soy yo, cuando estuve allá. Nos interesaba conocer la verdadera fuerza de ese pueblo de hombrecitos con ojos de ratón.

El otro retrato aparecía con falda corta, botas de montar, camisa de hombre y un fieltro de cow-boy. Era del Transvaal. También había andado por el Sur de África, en compañía de otros alemanes del «servicio», para sondear el estado de ánimo de los boers bajo la dominación inglesa.

–Yo he estado en todas partes—afirmó ella con orgullo.

–¿También en París?—dijo el marino.

Dudó antes de contestar, pero al fin hizo un movimiento de cabeza… Había estado muchas veces en París. La guerra le había sorprendido viviendo en el Gran Hotel. Afortunadamente, recibió aviso dos días antes de la ruptura de hostilidades, pudiendo librarse de quedar prisionera en un campo de concentración… Y no quiso decir más. Era verbosa y franca al relatar los trabajos pasados, pero el recuerdo de los recientes le infundía una reserva inquieta y medrosa.

 

Para torcer el curso de la conversación, habló de los peligros que la habían amenazado en sus viajes.

–Necesitamos ser valientes… La doctora, tal como la ves, es una heroína… Ríete; pero si conocieses su arsenal, tal vez te infundiese miedo. Es una científica.

La grave señora experimentaba una repugnancia invencible por las armas vulgares. Freya le conocía todo un botiquín portátil lleno de anestésicos y venenos.

–Además, lleva encima un saquito repleto de ciertos polvos de su invención: tabaco, pimienta… ¡demonios! El que los recibe en los ojos queda ciego. Es como si le echasen llamas.

Ella era menos complicada en sus medios de defensa. Tenía el revólver, arma que lograba ocultar como esconden el aguijón ciertos insectos, sin saberse nunca con certeza de dónde volvía á surgir. Y por si no le era posible valerse de él, contaba con el alfiler de su sombrero.

–Míralo… ¡Con qué gusto lo clavaría en el corazón de muchos!…

Y le mostró una especie de puñal disimulado, un estilete sutil y triangular de verdadero acero, rematado por una perla larga de vidrio que podía servir de empuñadura.

«¡Entre qué gente vives!—murmuraba en el interior de Ferragut la voz de la cordura—. ¡Dónde te has metido, hijo mío!»

Pero su tendencia á desafiar el peligro, á no vivir como los demás, le hizo encontrar un profundo encanto á esta existencia novelesca.

La doctora ya no emprendió más viajes. En cambio aumentaban sus visitantes. Algunas veces, cuando Ulises intentaba dirigirse hacia sus habitaciones, le detenía Freya.

–No vayas… Tiene una consulta.

Al abrir la puerta del rellano que correspondía á su alojamiento, vió en varias ocasiones la mampara verde de la oficina cerrándose detrás de muchos hombres, todos ellos de aspecto germánico: viajeros que venían á embarcarse en Nápoles con cierta precipitación, vecinos de la ciudad que recibían órdenes de la doctora.

Esta se mostró más preocupada que de costumbre. Sus ojos pasaban con distracción sobre Freya y el marino, como si no los viese.

–Malas noticias de Roma—decía á Ferragut su amante—. Estos mandolinistas malditos se nos escapan.

Ulises empezó á sentir la saciedad de los días voluptuosos, que se sucedían siempre iguales. Sus sentidos se embotaban con tantos placeres repetidos maquinalmente. Además, un monstruoso desgaste le hacía pensar por instinto defensivo en la vida tranquila del hogar.

Tímidamente hacía cálculo sobre su dulce reclusión. ¿Cuánto tiempo vivía en ella?… Su memoria confusa y nebulosa pedía auxilio.

–Quince días—contestaba Freya.

De nuevo insistía en sus cálculos, y ella le afirmaba que sólo iban transcurridas tres semanas desde que su vapor partió de Nápoles.

–Tendré que irme—decía Ulises con vacilación—. Me esperan en Barcelona: no tengo noticias… ¿Qué será de mi buque?…

Ella, que le escuchaba con aire distraído, no queriendo entender sus tímidas insinuaciones, respondió una tarde categóricamente:

–Se acerca el momento de que cumplas tu palabra, de que te sacrifiques por mí. Luego podrás marcharte á Barcelona, y yo… yo iré á juntarme contigo. Si no puedo ir, ya nos encontraremos… El mundo es pequeño.

Su pensamiento no llegaba más allá de este sacrificio exigido á Ferragut. Luego, ¿quién podía saber dónde iría ella á parar?…

Dos tardes después, la doctora y el conde llamaron al marino. La voz de la dama, siempre bondadosa y protectora, tomó esta vez un leve acento de mando.

«Todo está listo, capitán.» Como no había podido disponer de su vapor, ella le tenía preparado otro buque. Debía limitarse á seguir las instrucciones del conde. Este le enseñaría el barco cuyo mando iba á tomar.

Se marcharon juntos los dos hombres. Era la primera vez que Ulises salía á la calle sin Freya, y á pesar de su entusiasmo amoroso, sintió una agradable sensación de libertad.

Descendieron á la ribera, y en el pequeño puerto de la isla del Huevo pasaron el tablón que servía de puente entre el muelle y una goleta pequeña de casco verdoso. Ferragut, que la había apreciado exteriormente de una sola ojeada, corrió su cubierta… «Ochenta toneladas.» Luego examinó el aparejo y la máquina auxiliar, un motor á petróleo que le permitía hacer siete millas por hora cuando el velamen no encontraba viento.

Había visto en la popa el nombre del buque y su procedencia, adivinando en seguida la clase de navegación á que estaba dedicado. Era una goleta siciliana de Trápani, construida para la pesca. Un calafate artista había esculpido una langosta de madera subiendo por el timón. Por los dos lados de la proa se remontaba un doble rosario de cangrejos, tallados con la prolijidad inocente de un imaginero medioeval.

Al asomarse á una escotilla vió la mitad de la cala llena de cajas. Ferragut reconoció este cargamento. Cada una de las cajas contenía dos latas de esencia de petróleo.

–Muy bien—dijo al conde, que había permanecido silencioso á sus espaldas, siguiéndole en todas sus evoluciones—. ¿Dónde está la tripulación?…

Kaledine le señaló tres marineros algo viejos acurrucados en la proa y un muchacho vestido de andrajos. Eran veteranos del Mediterráneo, silenciosos y ensimismados, que obedecían maquinalmente las órdenes, sin preocuparse de adonde iban ni de quién los mandaba.

–¿No hay más?—preguntó Ferragut.

El conde aseguró que otros hombres vendrían á reforzar la tripulación en el momento de la salida. Esta iba á ser tan pronto como la carga quedase terminada. Había que tomar ciertas precauciones para no llamar la atención.

–De todos modos, esté usted pronto para embarcarse, capitán. Tal vez le avise con sólo un par de horas de avance.

En la noche, hablando á Freya, se asombró Ulises de la prontitud con que la doctora había encontrado un buque, de la discreción con que hacían su carga, de todos los detalles de este negocio, que se desarrollaba fácil y misteriosamente en la misma boca de un gran puerto, sin que nadie se percatase de ello.

Su amante afirmó con orgullo que Alemania sabía conducir bien sus asuntos. No era la doctora la que obraba tales prodigios. Todos los negociantes germánicos de Nápoles y Sicilia le habían dado ayuda… Y convencida de que el capitán iba á ser avisado de un momento á otro, puso en orden su equipaje, arreglando una pequeña maleta que le había de acompañar en la corta navegación.

Al anochecer del día siguiente el conde vino á buscarle. Todo estaba listo: el buque esperaba á su capitán.

La doctora despidió á Ulises con cierta solemnidad. Se hallaban en el salón, y dió una orden en voz baja á Freya. Esta salió para volver inmediatamente con una botella estrecha y larga. Era vino añejo del Rhin, regalo de un comerciante de Nápoles, que guardaba la doctora para una ocasión extraordinaria. Llenó cuatro vasos; y tomando el suyo, miró en torno de ella con indecisión.

–¿Dónde cae el Norte?

El conde lo señaló silenciosamente. Entonces la dama fué levantando su vaso con solemne lentitud, como si ofreciese una libación religiosa al misterioso poder oculto en el Norte, lejos, muy lejos. Kaledine la imitó con el mismo gesto de fervor.

Ulises iba á llevarse el vaso á los labios, queriendo ocultar un principio de risa provocado por la gravedad de la imponente señora.

–Haz lo mismo que ellos—murmuró Freya junto á su oído.

Y los dos brindaron mudamente, con los ojos vueltos hacia el Norte.

–¡Buena suerte, capitán!—dijo la doctora—. Volverá usted pronto y con toda felicidad, ya que trabaja por una causa justa… Nunca olvidaremos sus servicios.

Freya quiso acompañarlo hasta el buque. El conde inició una protesta, pero se contuvo viendo el gesto bondadoso de la sensible dama. «¡Se amaban tanto!… Había que conceder algo al amor…»

Bajaron los tres por las calles pendientes de Chiaia hasta la ribera de Santa Lucía. Ferragut, á pesar de su preocupación, se fijó en el aspecto del conde. Iba vestido de azul y con gorra negra, lo mismo que un yachtman que se prepara á tomar parte en una carrera de balandros. Sin duda había adoptado este traje para hacer más solemne la despedida.

En los jardines de la Villa Nazionale se detuvo Kaledine, dando una orden á Freya. No toleraba que pasase más adelante. Podía llamar la atención en el pequeño puerto de la isla del Huevo, frecuentado sólo por pescadores. El tono de la orden fué cortante, imperioso, y ella obedeció sin protesta, como si estuviese habituada á tal superioridad.

–¡Adiós!… ¡adiós!

Olvidando la presencia del testigo severo, abrazó á Ulises ardorosamente. Después rompió á llorar con un estertor nervioso. Le pareció á él que nunca había sido tan sincera como en este momento, y tuvo que esforzarse para salir del anillo de sus brazos. «¡Adiós!… ¡adiós!…» Luego marchó detrás del conde, sin atreverse á volver la cabeza, presintiendo que ella le seguía con los ojos.

En la ribera de Santa Lucía vió de lejos su antiguo hotel con las ventanas iluminadas. El portero precedía los pasos de un joven que acababa de descender de un carruaje llevando su maleta. Ferragut se acordó de pronto de su hijo Esteban. El viajero adolescente ofrecía de lejos cierta semejanza con él… Y siguió adelante, sonriendo con amargura de este recuerdo inoportuno.

Al entrar en la goleta encontró á Karl, el dependiente de la doctora, que había traído su pequeño equipaje y acababa de instalarlo en el camarote. «Podía retirarse…» Luego pasó revista á la tripulación. Además de los tres sicilianos viejos, vió ahora siete mocetones rubios y carnudos con los brazos arremangados. Hablaban italiano, pero el capitán no tuvo dudas sobre su verdadera nacionalidad.

Empezaron varios de ellos á levar el ancla, y Ferragut miró al conde como si le invitase á salir. El buque se despegaba poco á poco del muelle. Iban á retirar la tabla que servía de puente.

–Yo voy también—dijo Kaledine—. Me interesa el paseo.

Ulises, que estaba dispuesto á no sorprenderse de nada en este viaje extraordinario, se limitó á una exclamación de alegría cortés. «¡Tanto mejor!…» Ya no se ocupó de él, dedicándose á sacar el barco del pequeño puerto, dirigiendo su rumbo hacia la salida del golfo. Los vidrios de la ribera de Santa Lucía temblaron con el ronquido del motor de la goleta, máquina vieja y escandalosa, que imitaba el chapoteo de un perro cansado. Mientras tanto, las velas se tendían á lo largo de los mástiles, aleteando bajo los primeros manotones del viento.

Tres días duró la navegación. En la primera noche el capitán paladeó el voluptuoso egoísmo del descanso á solas. Ya no tenía una mujer á su lado como prolongación inevitable; vivía entre hombres… Y apreció la castidad como un placer que se le ofrecía con todos los encantos de lo nuevo.

La segunda noche, en la estrecha y maloliente cámara del patrón, se sintió desvelado por los recuerdos, que volvían á retoñar. ¡Oh, Freya!… ¡Cuándo la vería otra vez!…

El conde y él hablaron poco, pero pasaban largas horas juntos, sentados al lado de la rueda del timón, mirando el mar. Eran más amigos que en tierra, aunque se cruzaban entre ellos escasas palabras. La vida común aminoraba la altivez del fingido diplomático y hacía que el capitán descubriese nuevos méritos en su persona.

La soltura con que andaba por el buque y ciertas palabras técnicas empleadas contra su voluntad no permitieron á Ferragut más dudas sobre su verdadera profesión.

–Usted es marino—dijo de pronto.

Y el conde asintió, juzgando inútil el disimulo. Sí, era marino.

«Entonces, ¿qué hago yo aquí? ¿Para qué me han dado el mando?…» Así pensó Ferragut, sin atinar por qué buscaba su concurso este hombre que podía dirigir el buque sin ayuda ajena.

Indudablemente era un oficial de marina, y también debían proceder de una flota todos los marineros rubios que trabajaban como autómatas. La disciplina les hacía acatar las órdenes de Ferragut, pero se adivinaba que para ellos su mando no pasaba de ser una simple delegación, y que el verdadero jefe de á bordo era el conde.

La goleta pasó á la vista del archipiélago de Lípari; luego, torciendo el rumbo hacia el Oeste, siguió las costas de Sicilia desde el cabo Gallo al cabo de San Vito. A partir de aquí puso su proa al Sudoeste, yendo en busca de las islas Egades.

Debía esperar en estas aguas, donde empieza á angostarse el Mediterráneo entre Túnez y Sicilia, irguiéndose el pico volcánico de la isla Pantelaria en mitad del inmenso estrecho.

Le bastaban al conde breves indicaciones para que el rumbo seguido por Ferragut fuese con arreglo á sus deseos. Acabó por no ocultar la admiración que le inspiraba su maestría de navegante.

 

–Conoce usted bien su mar—dijo el conde.

El capitán se encogió de hombros sonriendo. Era verdaderamente suyo. Podía llamarle mare nostrum, lo mismo que los romanos, sus antiguos dominadores.

Como si adivinase el fondo á simple vista, mantuvo el buque en los límites del extenso banco de la Aventura. Navegaba lentamente con sólo algunas velas, cruzando y recruzando las mismas aguas.

Kaledine, al transcurrir dos días, empezó á inquietarse. Varias veces oyó Ferragut cómo murmuraba el nombre de Gibraltar. El paso del Atlántico al Mediterráneo era el mayor peligro para los que él esperaba.

Desde la cubierta de la goleta sólo se podía ver á corta distancia, y el conde trepó repetidas veces por las escalas de cuerda de la arboladura, para abarcar con sus ojos un espacio más extenso.

Una mañana gritó desde lo alto al capitán, señalándole un punto del horizonte. Debía hacer rumbo en la misma dirección. Allí estaban los que él buscaba.

Ferragut le obedeció, y media hora después fueron apareciendo, uno tras otro, dos buques prolongados y bajos de borda, que navegaban con gran velocidad. Eran como destroyers, pero sin mástiles, sin chimeneas, deslizándose casi á ras del agua, pintados de un color gris que les hacía confundirse con el mar á cierta distancia.

Se colocaron á ambos lados del velero, aproximándose á él de tal modo, que parecía que iban á aplastarlo con el encontrón de sus cascos. Varios cables metálicos surgieron de sus cubiertas para enroscarse en los palos de la goleta, aprisionándola, formando una sola masa de los tres buques, que siguieron unidos la lenta ondulación del mar.

Ulises examinó curiosamente á los dos compañeros de flotación. ¿Estos eran los famosos submarinos?… Vió en su cubierta de acero escotillas redondas y salientes como chimeneas, por las que asomaban grupos de cabezas. Los oficiales y tripulantes iban vestidos como pescadores de las costas del Norte, con traje impermeable de una sola pieza y casco encerado. Muchos de ellos agitaron en lo alto estos cascos, y el conde les respondió tremolando su gorra. Los marineros rubios de la goleta gritaron, contestando á las aclamaciones de sus camaradas de los sumergibles: «¡Deutschland über alles!…»

Pero este entusiasmo en medio de la soledad del mar, que equivalía á un canto da triunfo, duró muy poco. Sonaron pitos, corrieron hombres por las aceradas cubiertas, y Ferragut vió invadido su buque por dos filas de marineros. En un momento quedaron abiertas las escotillas, sonó un ruido de maderas rotas, y las latas de esencia empezaron á transbordarse por ambos lados. En torno del velero se pobló el agua de cajones abiertos, que se alejaban con mansa flotación.

El conde oía en la popa á un hombre vestido de tela impermeable, que era un oficial.

Relataba el paso por el estrecho de Gibraltar completamente sumergidos, viendo por el periscopio los torpederos ingleses en patrulla de vigilancia.

–Nada, comandante—continuó el oficial—; ni el menor incidente… Una navegación magnífica.

–¡Que Dios castigue á Inglaterra!—dijo el conde, llamado ahora comandante.

–¡Que Dios la castigue!—repuso el oficial, como si dijese «amén».

Ferragut se vió olvidado, desconocido por todos estos hombres que llenaban la goleta. Algunos marineros le empujaron en la precipitación de su trabajo. Era el patrón del velero, un civil falto de jerarquía al estar entre hombres de guerra.

Empezó á comprender por qué motivo le habían dado el mando del pequeño buque. El conde se quedaba. Le vió acercarse como si de repente se acordase de él, tendiéndole su diestra con una afabilidad de camarada.

–Capitán, muchas gracias. Este servicio es de los que no se olvidan. Tal vez no nos veremos nunca… Pero, por si alguna vez me necesita, sepa quién soy.

Y como si presentase á otra persona, dijo sus nombres ceremoniosamente: Archibaldo von Kramer, teniente de navío de la flota imperial… Su personalidad de diplomático no era enteramente falsa. Había servido como agregado naval en varias Embajadas.

Luego le dió instrucciones para el regreso. Podía esperar frente á Palermo. Un bote vendría en busca suya para llevarle á tierra. Todo estaba previsto… Debía entregar el mando al verdadero dueño de la goleta: un miedoso que se había hecho pagar muy caro el alquiler del buque, pero sin atreverse á poner en riesgo su persona. En la cámara estaban los papeles en regla para justificar esta navegación.

–Salude en mi nombre á las señoras… Dígales que pronto oirán hablar de nosotros. Vamos á hacernos dueños del Mediterráneo.

Continuó el desembarque de combustible. Ferragut vió á Von Kramer introduciéndose por la capota abierta de uno de los submarinos. Luego creyó reconocer en el otro sumergible á dos marineros de los que habían tripulado la goleta, los cuales fueron recibidos con gritos y abrazos por sus camaradas, metiéndose á continuación por una escotilla tubular.

La descarga duró hasta media tarde. Ulises no se había imaginado que el pequeño buque llevase tantas cajas. Cuando la bodega quedó vacía, desaparecieron los últimos marineros germánicos, y con ellos los cables que aprisionaban al velero. Un oficial le gritó que podía marcharse. Los dos sumergibles, más achatados sobre el mar que á su llegada, con los depósitos henchidos de esencia y aceite, empezaron á alejarse.

Al verse solo en la popa de la goleta, sintió una repentina inquietud.

«¿Qué has hecho?… ¿qué has hecho?», clamó una voz en su cerebro.

Pero contemplando á los tres viajeros y al muchacho que habían quedado como única tripulación, olvidó sus remordimientos. Debía moverse mucho para suplir esta falta de brazos. En dos noches y un día apenas descansó, manejando casi al mismo tiempo el timón y el motor, pues no se atrevía á emplear todas sus velas con esta escasez de hombres.

Cuando se vió, en un amanecer, frente al puerto de Palermo, que empezaba á extinguir sus luces, Ferragut pudo dormir por primera vez, dejando encargado á uno de los marineros la vigilancia del buque, que se mantenía con el velamen recogido. A media mañana le despertaron unas voces que gritaban desde el mar: «¿Dónde está el capitán?»

Vió un bote y varios hombres que saltaban á la goleta. Era el dueño, que venía á recobrar su buque para hacerlo entrar en el puerto con toda legalidad. El mismo bote se encargó de llevar á tierra á Ulises con su pequeña maleta. Le acompañaba un señor rojizo y obeso, que parecía tener gran ascendiente sobre el patrón.

–Ya estará usted enterado de lo que ocurre—le dijo, mientras dos remeros hacían deslizar el bote sobre las olas—. ¡Esos bandidos!… ¡Esos mandolinistas!…

Ulises, sin saber por qué, hizo un gesto afirmativo. Este burgués indignado era un alemán: uno de los que ayudaban á la doctora. Bastaba oírle.

Media hora después, Ferragut saltó á un muelle, sin que nadie se opusiera á su desembarco, como si la protección de su obeso compañero adormeciese todas las vigilancias. A pesar de esto, el buen señor mostraba un deseo ferviente de apartarse de él, de huir, atendiendo á sus propios asuntos.

Sonrió al enterarse de que Ulises quería salir inmediatamente para Nápoles. «Hace usted bien…» El tren partía dos horas más tarde. Y lo metió en un coche de alquiler, desapareciendo con precipitación.

El capitán, al quedarse solo, casi creyó que había soñado lo de los días anteriores.

Volvía á ver Palermo después de una ausencia de largos años. Experimentó la alegría de un siciliano desterrado al cruzarse con varios carros del país tirados por rocines con plumas y cuyas cajas pintarrajeadas representaban escenas de La Jerusalén libertada. Recordó los nombres de las vías principales, que eran los de antiguos virreyes españoles. Vió en una plaza las estatuas de cuatro reyes de España… Pero todos estos recuerdos sólo le inspiraron un interés fugaz. Le preocupaban el movimiento extraordinario de las calles, el gentío formando grupos para escuchar la lectura de los periódicos. Muchas ventanas tenían banderas nacionales entrelazadas con las de Francia, Inglaterra y Bélgica.