Za darmo

Mare nostrum

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Entraron en el zaguán de un antiguo palacio. Muchas veces se había detenido el marino ante su puerta, pero seguía adelante, desorientado por las chapas de metal que anunciaban las oficinas y escritorios instalados en sus diversos pisos.

Vió un patio de arcadas, pavimentado con grandes losas, al que daban los balcones ventrudos en los cuatro lados interiores del palacio. Subieron por una escalera de ecos despiertos, grande como una calle en pendiente, con revueltas anchurosas que permitían en otros tiempos el paso de las literas y sus portadores. Como recuerdo de los personajes de blanca peluca y las damas de anchuroso guardainfante que habían pasado por ella, quedaban algunos bustos clásicos en los rellanos, una baranda de hierro forjada á martillo y varios farolones de oros borrosos y vidrios turbios.

Se detuvieron en el primer piso, ante una fila de puertas algo carcomidas por los años.

–Aquí es—dijo Freya.

Y señaló precisamente la única puerta que estaba cubierta con una mampara de cuero verde, ostentando un rótulo comercial, enorme, dorado, pretencioso. La doctora se alojaba en una oficina… ¡Cómo hubiera llegado él á encontrarla!

La primera pieza era realmente una oficina, un despacho de comerciante, con casillero para los papeles, mapas, caja de caudales y varias mesas. Un solo empleado trabajaba: un hombre de edad incierta, con cara pueril y bigote recortado. Su gesto obsequioso y sonriente contrastaba con su mirada fugitiva; una mirada de alarma y desconfianza.

Al ver á Freya se levantó de su asiento. Esta le saludó llamándole Karl, y pasó adelante, como si fuese un simple portero. Ulises, al seguirla, adivinó fija en sus espaldas la mirada recelosa del escribiente.

–¿También es polaco?—preguntó.

–Sí, polaco… Es un protegido de la doctora.

Entraron en un salón amueblado á toda prisa, con el arte especial y fácil de los que están acostumbrados á viajar y tienen que improvisarse una vivienda: divanes con indianas vistosas y baratas, pieles de guanaco americano, tapices chillones, de un falso orientalismo, y en las paredes láminas de periódicos entre varillas doradas. Sobre una mesa lucía sus marfiles y platas un gran neceser con la tapa de cuero abierta. Unas cuantas estatuillas napolitanas habían sido compradas á última hora para dar cierto aire de sedentaria respetabilidad á este salón que podía deshacerse rápidamente, y cuyos adornos más valiosos eran objetos de viaje.

Por una cortina entreabierta distinguieron á la doctora, que escribía en la pieza inmediata. Estaba encorvada sobre un pupitre americano, pero los vió inmediatamente en el espejo que tenía delante de ella para espiar todo lo que pasaba á sus espaldas.

Adivinó Ulises que la imponente señora había hecho ciertos preparativos de tocador para recibirle. Un vestido estrecho como una funda moldeaba la exuberancia de su formas. La falda, recogida y angosta en el remate de sus piernas, parecía el mango de una maza enorme. Sobre el verde marino del traje llevaba un tul blanco con lentejuelas plateadas, á modo de chal. El capitán, á pesar de su respeto por la sabia dama, la comparó á una nereida madre bien alimentada en las praderas oceánicas.

Con las manos tendidas y una expresión gozosa en el rostro, que hacía irradiar sus lentes, avanzó hacia Ferragut. Su encontrón casi fué un abrazo… «¡Querido capitán! ¡tanto tiempo sin verle!…» Sabía de él con frecuencia, por los informes de su amiga; pero aun así, lamentaba como una desgracia que el marino no hubiese venido á verla.

Parecía olvidar su frialdad al despedirse en Salerno, el cuidado que había tenido en ocultarle las señas de su domicilio.

Ferragut tampoco se acordó de esto, gratamente conmovido por la amabilidad de la doctora. Se había sentado entre los dos, como si quisiera protegerles con toda la majestad de su persona y el afecto de sus ojos. Era una madre para su amiga. Acariciaba, al hablar, los mechones de la cabellera de Freya, que acababan de librarse del encierro del sombrero. Y Freya, adaptándose al ambiente tierno de la situación, se apelotonaba contra la doctora, tomando un aire de niña tímida y acariciante, mientras fijaba en Ulises sus ojos de dulce promesa.

–Quiérala usted mucho, capitán—siguió diciendo la matrona—, Freya sólo habla de usted… ¡Ha sido tan desgraciada!… ¡La vida se ha mostrado tan cruel con ella!…

El marino sintió la misma emoción que si se hallase en un plácido ambiente de familia. Aquella señora daba las cosas por hechas discretamente, hablándole como á un yerno. Su mirada de bondad tenía una expresión melancólica. Era la dulce tristeza de las personas maduras que ven monótono el presente, medido el porvenir, y se refugian en los recuerdos del pasado, envidiando á las jóvenes porque pueden gozar en la realidad lo que ellas sólo paladean con la memoria.

–¡Felices ustedes!… ¡Amense mucho!… Únicamente por el amor vale la vida la pena de ser vivida.

Y Freya, como si le enterneciesen de un modo irresistible estos consejos, avanzó un brazo sobre los globos encorsetados de la doctora, apretando convulsivamente la diestra de Ulises.

Los lentes de oro, con su brillo protector, parecían incitarles á mayores intimidades. «Podían besarse…» La imponente señora, para facilitar sus expansiones, iba á salir, alegando un pretexto insignificante, cuando se levantó el cortinaje de la puerta que comunicaba el salón con la oficina.

Entró un hombre de la edad de Ferragut, pero más bajo de estatura, menos endurecido el rostro por el curtimiento de la intemperie. Iba vestido á la inglesa, con escrupulosa corrección. Se adivinaban en él las preocupaciones más nimias y pueriles en todo lo referente al adorno de su persona. El traje, de lanilla gris, aparecía realzado por la unidad de la corbata, los calcetines y el pañuelo asomado al bolsillo del pecho. Las tres prendas eran azules, sin la más leve variación en su tono, escogidas con exactitud, como si este hombre pudiese sufrir crueles molestias saliendo á la calle con la corbata de un color y los calcetines de otro. Sus guantes tenían el mismo amarillo obscuro de sus zapatos.

Ferragut pensó que este gentleman, para ser completo, debía llevar el rostro afeitado. Y sin embargo, usaba barba, una barba recortada á flor de piel en las mejillas y formando sobre el mentón una punta corta y aguda. El capitán presintió que era un marino. En la flota alemana, en la rusa, en todas las marinas del Norte, los oficiales que no iban rasurados á la inglesa usaban esta barbilla tradicional.

Se inclinó, ó más bien dicho, se dobló en ángulo, con brusca rigidez, al besar las manos de las dos señoras. Luego se llevó un monóculo de impertinente fijeza á uno de sus ojos, mientras la doctora hacía las presentaciones.

–El conde Kaledine… El capitán Ferragut.

Dió la mano el conde al marino, una mano dura, bien cuidada y forzuda, que se mantuvo largo rato sobre la de Ulises, queriendo dominarla con una presión sin afecto.

La conversación continuó en inglés, que era el idioma empleado por la doctora en sus relaciones con Ulises.

–¿El señor es marino?—preguntó éste para aclarar sus dudas.

No se movió el monóculo de su órbita, pero un temblor ligero de sorpresa parecía rizar su luminosa convexidad. La doctora se apresuró á responder:

–El conde es un diplomático ilustre que está ahora con licencia, cuidando su salud. Ha viajado mucho, pero no es marino.

Y continuó sus explicaciones. Los Kaledine eran una noble familia rusa de tiempos de la gran Catalina. La doctora, por ser polaca, estaba relacionada con ellos hacía muchos años… Y cesó de hablar, dando entrada á Kaledine en la conversación.

Al principio el conde se mostró frío y algo desdeñoso en sus palabras, como si no pudiera despojarse de su altivez diplomática. Pero lentamente esta altivez se fué fundiendo.

Conocía por su «distinguida amiga la señora Talberg» muchas de las aventuras náuticas de Ferragut. A él le interesaban los hombres de acción, los héroes del Océano.

Ulises notó de pronto en su noble interlocutor un afecto caluroso, un deseo de agradar semejante al de la doctora. ¡Hermosa casa aquella, en la que todos se esforzaban por hacerse simpáticos al capitán Ferragut!

El conde, sonriendo amablemente, dejó de valerse del inglés, y le habló de pronto en español, como si hubiese reservado este golpe final para acabar de captarse su afecto con el más irresistible de los halagos.

–He vivido en Méjico—dijo para explicar su conocimiento de esta lengua—. He hecho un largo viaje por las Filipinas cuando vivía en el Japón.

Los mares del Extremo Oriente eran los menos frecuentados por Ulises. Sólo dos veces había navegado hacia los puertos chinos y nipones, pero conocía lo suficiente para mantener la conversación con este viajero que mostraba en sus gustos cierto refinamiento de artista. Durante media hora desfilaron por el vulgar ambiente del salón imágenes de enormes pagodas de techos superpuestos, vibrantes á la brisa, como un arpa, con sus filas de campanillas; ídolos monstruosos tallados en oro, en bronce ó en marfil; casas de papel, tronos de bambú, muebles de nacaradas incrustaciones, biombos con filas de cigüeñas volantes.

Desapareció la doctora, aturdida por este diálogo, del que sólo podía adivinar algunas palabras. Freya, inmóvil, con los ojos adormecidos y una rodilla entre sus manos cruzadas, se mantuvo aparte, entendiendo la conversación, pero sin intervenir en ella, como si le ofendiese el olvido en que la dejaban los dos hombres. Al fin se deslizó discretamente, siguiendo el llamamiento de una mano asomada á un cortinaje. La doctora preparaba el té y pedía auxilio.

La conversación continuó, sin hacer alto en estas ausencias. Kaledine había abandonado los mares asiáticos para pasar al Mediterráneo, y se anclaba en él con una insistencia admirativa. Un motivo más de afecto para Ferragut, que lo encontraba cada vez más simpático, á pesar de su trato un poco glacial.

 

Se dió cuenta repentinamente de que ya no era el conde ruso el que hablaba, pues con breves y certeras preguntas le hacía hablar á él, lo mismo que si lo sometiese á un examen.

Agradeció las muestras de interés que este gran viajero daba por el pequeño mare nostrum, y especialmente por las particularidades de su cuenca occidental, que deseaba conocer minuciosamente.

Podía preguntar cuanto quisiera. Ferragut poseía milla por milla todo el litoral español, el francés y el italiano, así en la superficie como en sus fondos.

Kaledine, tal vez por vivir en Nápoles, insistió con predilección en la parte mediterránea comprendida entre la Cerdeña, la Italia del Sur y la Sicilia, ó sea lo que los antiguos habían llamado el mar Tirreno… ¿Conocía el capitán Ferragut las islas poco frecuentadas y casi perdidas enfrente de Sicilia?

–Yo lo conozco todo—afirmó éste con orgullo.

Y sin discernir completamente si era curiosidad del conde ó si quería someterle á un examen interesado, habló y habló.

Conocía el archipiélago de las islas Lípari, con sus minas de azufre y de piedra pómez, grupo de cimas volcánicas que emergen de las profundidades del Mediterráneo. En ellas habían colocado los antiguos á Eolo, señor de los vientos; en ellas está el Stromboli vomitando enormes bolas de lava, que estallan con un estrépito de trueno. Las escorias volcánicas vuelven á caer en las chimeneas del cráter ó ruedan por la pendiente de la montaña, sumiéndose en las olas.

Más al Oeste, aislada y solitaria en un mar limpio de escollos, está Ustica, una isla volcánica y abrupta que colonizaron los fenicios y sirvió de refugio á los piratas sarracenos. Su población es escasa y pobre. Nada hay que ver en ella, aparte de ciertas conchas fósiles que interesan á los hombres de ciencia…

Pero el conde se sintió interesado por este cráter muerto y solitario en medio de un mar que sólo frecuentan las barcas de pesca.

Ferragut había visto igualmente, aunque de lejos, al entrar en el puerto de Trápani, el archipiélago de las Egades, donde existen grandes pesquerías de atunes. Había desembarcado una vez en la isla Pantelaria, situada á medio camino entre Sicilia y África. Era un cono volcánico altísimo que emergía en mitad del estrecho, y á cuyo pie existían lagos alcalinos, humaredas sulfurosas, aguas termales y construcciones prehistóricas de grandes bloques, semejantes á las de Cerdeña y las Baleares. Los buques que iban á Túnez y Trípoli tomaban cargamento de pasas, única exportación de esta antigua colonia fenicia.

Entre la Panteleria y Sicilia, el suelo submarino se elevaba considerablemente, guardando sobre su dorso una capa acuática que en algunos puntos sólo tenía doce metros de espesor. Era el extenso banco llamado de la Aventura, hinchazón volcánica, doble isla anegada, pedestal submarino de Sicilia.

También el banco de la Aventura pareció interesar al conde.

–Conoce usted bien su mar—dijo con tono de aprobación.

Ferragut iba á seguir hablando, pero entraron las dos señoras con una bandeja que contenía el servicio de té y varios platos de pasteles. El capitán no extrañó esta falta de servidumbre. La doctora y su amiga eran para él unas mujeres de costumbres extraordinarias, y todos sus actos los encontraba lógicos y naturales. Freya sirvió el té con una gracia púdica, como si fuese la hija de la casa.

Pasaron el resto de la tarde conversando sobre lejanos viajes. Nadie aludió á la guerra ni á las preocupaciones de Italia en aquel momento por mantener su neutralidad ó salir de ella. Parecían vivir en un lugar inaccesible, á miles de leguas de todo tropel humano.

Las dos mujeres trataban al conde con una familiaridad de buen tono, como personas de su mismo mundo; pero el marino creyó notar en ciertos momentos que le tenían miedo.

Al terminar la tarde, este personaje abandonó su asiento, y Ferragut hizo lo mismo, comprendiendo que debía poner fin á su visita. El conde se ofreció á acompañarle. Mientras se despedía de la doctora, agradeciendo con extremos corteses que le hubiese hecho conocer al capitán, éste sintió que Freya le apretaba la mano de modo significativo.

–Hasta la noche—murmuró levemente, sin mover apenas los labios—. Volveré tarde… Espérame.

¡Oh, dicha!… Los ojos, la sonrisa, la presión de la mano, decían para él mucho más.

Nunca dió un paseo tan agradable como al marchar al lado de Kaledine por las calles de Chiaia hacia la ribera. ¿Qué decía aquel hombre?… Cosas insignificantes para evitar el silencio, pero á él le parecieron observaciones de profunda sabiduría. Su voz era, según él, armoniosa y acariciadora. Todo lo encontraba igualmente amable, la gente que transitaba por las calles, el ruido napolitano del anochecer, el mar obscuro, la vida entera.

Se despidieron ante la puerta del hotel. El conde, á pesar de sus ofrecimientos de amistad, se fué sin decirle cuál era su domicilio.

«No importa—pensó Ferragut—. Volveremos á encontrarnos en casa de la doctora.»

El resto de la velada lo pasó agitado alternativamente por la esperanza y la impaciencia. No quería comer; la emoción había paralizado su apetito… Y una vez sentado á la mesa, comió más que nunca, con una avidez maquinal y distraída.

Necesitaba pasear, hablar con alguien, para que transcurriese el tiempo con mayor rapidez, engañando su inquieta espera. Ella no volvería al hotel hasta muy tarde… Y precisamente se retiró á su habitación más temprano que de costumbre, creyendo, con un ilogismo supersticioso, que de este modo llegaría antes Freya.

Su primer movimiento al verse en su cuarto fué de orgullo. Miró al techo, apiadándose del marino enamorado que una semana antes habitaba el piso superior. ¡Pobre hombre! ¡Cómo se habían reído de él!… Ulises se admiró á sí mismo como una personalidad completamente nueva, feliz y triunfadora, separado de la otra por un período doloroso de humillaciones y fracasos que no quería recordar.

¡Las horas larguísimas del que aguarda con ansiedad!… Se paseó fumando, encendiendo un cigarro en el resto del anterior. Luego abrió la ventana, queriendo borrar este perfume de tabaco fuerte. Ella sólo gustaba de los cigarrillos orientales… Y como persistiese el acre olor del cigarro habano, jugoso y bravío, rebuscó en su maletín de aseo, derramando sobre la cama el fondo de varios frascos de esencia largo tiempo olvidados.

Una repentina inquietud amargó su espera. La que iba á llegar ignoraba tal vez cuál era su habitación. El no estaba seguro de haberle dado las señas con suficiente claridad. Era posible que se hubiese equivocado… Empezó á creer que, efectivamente, se había equivocado.

El miedo y la impaciencia le hicieron abrir su puerta, plantándose en el corredor para mirar de lejos el cerrado cuarto de Freya. Cada vez que sonaban pasos en la escalera ó chirriaba la verja del ascensor, el barbudo marino se estremecía con una inquietud infantil. Deseaba esconderse y al mismo tiempo quería mirar, por si era ella la que llegaba.

Los huéspedes que vivían en el mismo piso le fueron viendo, al retirarse á sus cuartos, en las más inexplicables actitudes. Unas veces permanecía firme en el corredor, como el que espera á los domésticos, fatigado por inútiles llamamientos. Otras veces le sorprendían con la cabeza asomada á la puerta entreabierta, retirándola precipitadamente. Un viejo conde italiano le dirigió al pasar una sonrisa de inteligencia y compañerismo… ¡Estaba en el secreto! Aguardaba, indudablemente, á una de las doncellas del hotel.

Acabó por meterse en la habitación, pero dejando la puerta abierta… Un rectángulo de viva luz que se marcaba en el suelo y la pared de enfrente guiaría á Freya, indicándole el camino.

Tampoco pudo mantener mucho tiempo esta señal. Damas mal tapadas con un kimono, señores en pijama, se deslizaban por el pasillo discretamente sobre la suavidad silenciosa de sus pantuflas, todos en la misma dirección, lanzando una ojeada de cólera hacia la puerta luminosa que sorprendía el secreto de sus miserias corporales.

Por fin tuvo que cerrar la puerta. Abrió un libro, y le fué imposible leer dos párrafos seguidos. Su reloj marcaba las doce.

–¡No vendrá!… ¡no vendrá!—dijo con desesperación.

Una idea nueva le sirvió de alivio. Era imposible que una persona discreta como Freya se atreviese á avanzar hasta su cuarto viendo luz por debajo de la puerta. El amor necesita obscuridad y misterio. Además, esta espera visible podía atraer el espionaje de algún curioso.

Dió vuelta al conmutador eléctrico y buscó en la obscuridad su lecho, tendiéndose con un ruido exagerado, para que nadie pudiese dudar de que se acostaba. Esta lobreguez reanimó su esperanza.

–Va á venir… Llegará de un momento á otro.

Otra vez se levantó cautelosamente, sin ningún ruido, yendo de puntillas. Había que facilitar las dificultades de la entrada. Dejó la puerta entreabierta levemente, para evitar el ruido giratorio del picaporte. Una silla mantuvo su hoja apoyada con suavidad en el marco del quicio.

Todavía se levantó varias veces, despojándose en cada uno de estos saltos de una parte de sus vestidos. Así aguardaría mejor.

Se estiró sobre el lecho, dispuesto á permanecer en vela toda la coche si era preciso. No debía dormir; no quería dormir; lo ordenaba su voluntad… Y media hora después dormía profundamente, sin saber en qué momento se había dejado rodar por las blandas laderas del sueño.

Despertó de pronto, como si le hubiesen asestado un mazazo en el cráneo. Los oídos le zumbaban… Era la brusca impresión del que se duerme sin deseo de dormir y se siente sacudido por la inquietud resucitadora. Tardó unos instantes en darse cuenta de su situación. Luego lo recordó todo de golpe… ¡Solo!… ¡Ella no había llegado!… Ignoraba si iban transcurridos minutos ú horas.

Otra cosa, además de la inquietud, le había vuelto á la vida. Adivinó en la silenciosa obscuridad algo real que se acercaba. Un pequeño ratón parecía moverse en el corredor. Los zapatos colocados ante una de las puertas resbalaron con leve chirrido. Ferragut percibió una vaga impresión de aire que se desplaza con el lento avance de un cuerpo.

Se movió la puerta; la silla retrocedió poco á poco, suavemente empujada. En la obscuridad fué marcándose una sombra móvil, mucho más negra y densa. El hizo un movimiento.

–¡Quieto!—suspiró una voz tenue, de fantasma, una voz del otro mundo—. Soy yo.

Pero Ferragut había saltado cama abajo, avanzando las manos en la sombra. Tropezó con unos brazos desnudos y mórbidos, luego con la frescura suave de una carne envuelta en velos.

Instintivamente llevó su diestra á la pared, y se hizo la luz.

Bajo la lámpara eléctrica estaba ella, una Freya distinta á la que había visto siempre, con los cabellos opulentos cayendo en sierpes sobre sus hombros, completamente desnuda en el interior de una túnica asiática que la envolvía como una nube.

No era el kimono japonés vulgarizado por el comercio. Consistía en una pieza de tela indostánica bordada de fantásticas flores y plegada caprichosamente. A través de su tejido sutil se percibía el contacto de la fina carne, como si fuese una envoltura de aire multicolor.

Ella lanzó un murmullo de protesta. Luego imitó el gesto de Ulises tendiendo una mano hacia la pared… Y se hizo la obscuridad.

Sintió él que se anudaban como tentáculos irresistibles en torno de su cuello los brazos soberanos, y que una boca dominadora se apoderaba de la suya lo mismo que en el Acuario… Y rodó bajo esta caricia de fiera, con el pensamiento perdido, olvidándose del resto del mundo, descendiendo y descendiendo por un mar de sensaciones nuevas, como un náufrago satisfecho de su suerte… Pero esta vez llegó al fondo.

Despertó al sentir en su rostro un rayo de sol. La ventana, cuyas cortinas se había olvidado de correr, estaba azul: azul de cielo en lo alto y azul de mar en sus vidrios inferiores.

Miró junto á él… ¡Nadie! Por un momento creyó haber soñado. Pero el suave perfume de su cabellera impregnaba aún la almohada. El lecho desordenado guardaba todavía la huella de su cuerpo… Recordó entonces, como una de esas visiones pálidas de la mañana que animan las últimas horas del sueño, el paso de un cuerpo sobre el suyo con suave precaución; un beso de despedida que le había hecho entreabrir los ojos, volviendo á cerrarlos; el ruido de una puerta…

La realidad del despertar fué tan alegre para Ulises como dulces habían sido las horas de la noche en el misterio de la sombra. Estaba fatigado; sus piernas vacilaron al tocar el suelo, y al mismo tiempo nunca se había sentido tan fuerte y tan feliz.

 

Sonó en la ventana su voz de barítono cantando una de las canciones de Nápoles. ¡Oh dulce tierra! ¡dulce golfo!… Aquel era el lugar más hermoso del mundo. Satisfecho y orgulloso de su suerte, hubiese querido abrazar las olas, las islas, la ciudad, el Vesubio.

El timbre repiqueteó con impaciencia en el corredor. El capitán Ferragut tenía hambre: el hambre de la desnutrición, el hambre del náufrago que ha consumido todas las reservas de su cuerpo.

Abarcó con una mirada de ogro el café con leche, el abundante pan y la escasa mantequilla que le trajo el camarero. ¡Poca cosa para él!… Y cuando atacaba todo esto con avidez, se abrió la puerta y entró Freya, sonrosada, fresca por un baño reciente y vestida de hombre.

La túnica indostánica había sido reemplazada por un pijama masculino de seda violeta. El pantalón tenía los bordes levantados sobre unas babuchas blancas que contenían sus pies desnudos. En el lugar del corazón llevaba bordada una cifra, cuyas letras no pudo desenmarañar Ulises. Encima de esta cifra avanzaba su punta un pañuelo asomado á la abertura del bolsillo. La opulenta cabellera retorcida en lo alto del cráneo y las curvas voluptuosas que tomaba la seda en ciertos lugares del masculino traje eran lo único que denunciaba á la mujer.

El capitán olvidó su desayuno, entusiasmado por esta novedad. ¡Era una segunda Freya: un paje, un andrógino adorable!… Pero ella repelió sus caricias, obligándole á sentarse.

Había entrado con una expresión interrogante en los ojos. Sentía la inquietud de toda mujer á la segunda entrevista de amor. Deseaba adivinar las impresiones de él, convencerse de su gratitud, tener la certeza de que la embriaguez de la primera hora no se había disipado durante su ausencia.

Mientras el marino volvía á atacar su desayuno, con la familiaridad de un amante que ha llegado á la posesión y no necesita ocultar y poetizar sus necesidades groseras, ella se sentó en una vieja chaise longue, encendiendo un cigarrillo.

Se replegó en este asiento, con las piernas encogidas y formando ángulo dentro del círculo de uno de sus brazos. Apoyó luego la cabeza en las rodillas, y así estuvo largo rato, fumando con los ojos fijos en el mar. Se adivinaba que iba á decir algo interesante, algo que arañaba el interior de su frente pugnando por salir.

Al fin habló con lentitud, sin dejar de mirar al golfo. De vez en cuando se arrancaba de esta contemplación, para fijar los ojos en Ulises, midiendo el efecto de sus palabras.

Este dejó de ocuparse definitivamente de la bandeja del desayuno, presintiendo la aproximación de algo muy importante.

–Tú has jurado que harás por mí todo lo que yo te pida… Tú no querrás perderme para siempre.

Ulises protestó. ¿Perderla?… No podía vivir sin ella.

–Yo conozco tu existencia anterior: me la has contado… Tu nada sabes de mí, y debes conocerme, ya que soy tuya.

El marino movió la cabeza: nada más justo.

–Te he engañado, Ulises… Yo no soy italiana.

Ferragut sonrió. ¡Si sólo consistía en esto el engaño!… Desde el día en que se hablaron por primera vez, yendo á Pestum, había adivinado que lo de su nacionalidad era una mentira.

–Mi madre fué italiana. Te lo juro… Pero mi padre no lo era…

Se detuvo un momento. El marino la escuchó con interés, vuelta la espalda á la mesa.

–Yo soy alemana y…