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Mare nostrum

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Y mientras ella llegaba, el capitán se entretenía, lo mismo que un burgués de tierra adentro, contemplando las cazas feroces y las laboriosas digestiones de estos monstruos.

Los había visto mucho más grandes en las pescas de alta mar; pero con un encogimiento imaginativo, suponía que la lámina azul del estanque era toda la masa del Océano, los pedruscos del fondo montañas submarinas, y él, aplastando su personalidad, se hacía del tamaño de las pequeñas víctimas que bajaban hasta los tentáculos devoradores. De este modo veía á los pulpos del Acuario con dimensiones gigantescas, tal como deben ser los calamares monstruosos que viven en fondos de miles de metros, iluminando la lobreguez de las aguas con la estrella verdosa de sus núcleos fosforescentes.

Desde tiempos remotos, los hombres de mar habían conocido á la gran bestia blanda de los abismos. Los geógrafos de la antigüedad hablaban de ella dando la medida de sus terribles brazos.

Plinio contaba las destrucciones realizadas por un pulpo gigantesco en los viveros de pescado del Mediterráneo. Cuando unos marinos conseguían matarlo, llevaban al epicúreo Lúculo la cabeza, grande como un tonel, y algunos de sus tentáculos, que una persona apenas podía abarcar. Los cronistas de la Edad Media hablaban también del pulpo gigante, que en más de una ocasión había arrebatado á hombres, de las cubiertas de las naos, con sus brazos de serpiente.

Los navegantes escandinavos, que lo habían entrevisto en sus fiords, le apodaban el kraken, exagerando sus proporciones hasta convertirlo en un ser fabuloso. Si subía á la superficie, lo confundían con una isla; si permanecía entre dos aguas, los capitanes, al echar la sonda, se desorientaban en sus cálculos, encontrando menos fondo que el marcado en las cartas. En tal caso, había que escapar antes de que despertase el kraken y hundiera la nave, como un frágil esquife, entre sus remolinos de espuma.

Durante largos años la ciencia había reído del pulpo gigantesco y de la serpiente de mar, otra bestia prehistórica entrevista muchas veces. Eran invenciones de los navegantes de imaginación: cuentos de proa para pasar las guardias nocturnas. Los sabios sólo pueden creer en lo que estudian directamente y catalogan á continuación en sus museos…

Y Ferragut reía á su vez de la pobre ciencia, ignorante y desarmada ante la inmensidad misteriosa del Océano. Apenas si había llegado á medir sus grandes fondos: la escafandra del buzo sólo podía descender unos cuantos metros. Su único instrumento de exploración era el alambre sondeador, menos importante que un hilo de araña que intentase explorar la tierra vagando á través de su atmósfera.

Los grandes pulpos, que viven en formidables profundidades, no se dignaban subir para darse á conocer á los hombres. La enfermedad y la guerra oceánica eran los únicos agentes que de tarde en tarde delataban su existencia de un modo casual. Flotaban sobre las olas sus patas sueltas, arrancadas por la férrea mandíbula de los peces carniceros. Lo difícil era que el azar de una corriente ó de un rumbo colocase este despojo, en el inmenso desierto marino, ante la proa de un velero sin prisa.

Una corbeta de guerra francesa encontraba entero, cerca de las Canarias, á uno de estos monstruos, flotando sobre el mar, enfermo ó herido. Los oficiales habían dibujado sus formas y anotado sus fosforescencias y cambios de color. Pero después de una lucha de dos horas con su fuerza indomable y su mucosidad resbaladiza, que escapaba á la presa de nudos y arpones, lo habían dejado perderse en la profundidad.

Era el príncipe de Mónaco, sumo pontífice de la ciencia oceanógrafica, el que afirmaba para siempre la existencia del fabuloso kraken con los descubrimentos de sus sabias correrías á través de las soledades oceánicas. En una de ellas había pescado una pata de pulpo de ocho metros de longitud. Además, los estómagos de los tiburones, al ser abiertos, revelaban las formas gigantescas de sus adversarios.

Batallas cortas y monstruosas agitaban con torbellinos de muerte las aguas negras y fosforescentes á miles de brazas de la superficie.

El tiburón descendía atraído por el regalo de un animal sin huesos, todo carne, y que pesa toneladas. Este viaje lo hacía á toda prisa, por no poder soportar largo tiempo las formidables presiones del abismo. La lucha era breve y mortal entre los dos guerreros feroces que se disputan el dominio oceánico. La mandíbula batallaba con el chupón; la dentellada cortante y sólida, con la mucosidad fosforescente que resbala y huye; el golpe de cabeza demoledor como un ariete, con el latigazo de los tentáculos, más gruesos y pesados que la trompa del elefante. Unas veces el escualo se quedaba abajo para siempre, enredado en una madeja de culebras blandas que le absorbían con glotona lentitud; otras llegaba á la superficie con la piel erizada de negros tumores—huellas de unas ventosas grandes como platos—, pero llevando el estómago bien repleto de carne gelatinosa.

Estos pulpos del Acuario no eran mas que habitantes ribereños de las costas mediterráneas, parientes pobres de los calamares gigantescos que alumbran con su fuego azul de planetas devoradores la lúgubre negrura de la noche oceánica. Pero á pesar de su relativa pequeñez, estaban animados por la maldad destructura de los otros. Eran estómagos rabiosos que limpiaban las aguas de toda vida animal, digiriendo en un vacío de muerte. Hasta las bacterias é infusorios parecían huir del líquido que envolvía á estos solitarios feroces.

Ferragut pasó varias mañanas contemplando su traidora inmovilidad, seguida de desdoblamientos mortales apenas una presa descendía en el estanque. Empezó á odiar á estos monstruos, por la sola razón de que interesaban á Freya. Su estúpida crueldad le pareció un reflejo del carácter de aquella mujer incomprensible que le repelía huyendo de él y al mismo tiempo dejaba en su sonrisa y en sus palabras algo semejante á un hilo suelto para mantenerle prisionero.

Una cólera viril estremecía al marino después de toda jornada inútil transcurrida en la persecución de su personalidad invisible.

–¡Si lo hace por interesarme más!…—exclamaba—. ¡Se acabó! No admito más toreo… Yo le demostraré que puedo vivir sin ella.

Juró no buscarla. Era un dulce entretenimiento para las semanas que había de pasar en Nápoles; pero ¿qué hacer, si ella le fatigaba de un modo insufrible?…

–Todo acabó—dijo otra vez, cerrando los puños.

Y á la mañana siguiente aguardaba fuera del hotel, como los otros días. Luego iba al paseo; después entraba en el Acuario, con la esperanza de verla ante el estanque de los pulpos.

Allí la encontró una mañana, cerca de mediodía. Había estado en su buque, y al volver entró en el museo oceánico, por el automatismo de la costumbre, seguro de que á esta hora sólo podía tropezarse con el empleado que daba de comer á los peces.

Sus ojos parpadearon con instantánea ceguera antes de habituarse á la penumbra de los verdosos corredores… Y cuando las primeras imágenes fueron marcándose vagamente en su retina, casi hizo un paso atrás, á impulsos de la sorpresa.

Dudó, se llevó una mano á los ojos, como si quisiera aclarar su visión con enérgico restriego. ¿Realmente era ella?… Sí; era ella, vestida de blanco, apoyándose en la barra de hierro que separaba los estanques del público, mirando fijamente el espejo sin azogue que cubría como una puerta transparente la caverna rocosa. Acababa de abrir su bolso de mano, entregando varias monedas al guardián, que se alejó por el fondo de la galería.

–¡Ah! ¿es usted?—dijo al ver á Ferragut, sin sorpresa alguna, como si se hubiese separado de él poco tiempo antes.

Luego explicó su presencia á esta hora tardía. Llevaba mucho tiempo sin visitar el Acuario. El estanque de los pulpos era para ella como la jaula de pájaros tropicales, llena de colores y de gritos, que alegra la soledad de una dama melancólica.

Adoraba á los monstruos que vivían al otro lado del cristal, y antes de ir á almorzar había sentido la irresistible necesidad de verlos. Temía que el guardián no los hubiese cuidado bien durante su ausencia.

–¡Mire usted qué hermosos son!

Y señaló el estanque, que parecía vacío. En sus aguas muertas y en el suelo de gruesa arena no se notaba el más leve estremecimiento animal. Ferragut siguió los ojos de ella, y aleccionado por sus largas contemplaciones, fué encontrando á los tres huéspedes.

Con el poderoso mimetismo de su especie, se habían convertido en minerales. Sólo unos ojos expertos los podían descubrir, apelotonado cada uno en una grieta de las rocas, alterando voluntariamente su piel lisa con protuberancias y arrugas iguales á las de la piedra. Su facultad de cambiar de color les permitía adquirir el de su duro zócalo, y disimulados de este modo, como tres tumores peñascosos, esperaban traidoramente el paso de sus víctimas, lo mismo que si estuviesen en pleno mar.

–Pronto los verá usted con toda su majestad—continuó Freya, como si hablase de algo que le pertenecía—. El guardián va á darles de comer… ¡Pobres! Nadie se ocupa de ellos; todos los detestan. A mí me deben sus comidas suplementarias.

Como si oliese la proximidad del alimento, una de las tres piedras se agitó con policromo escalofrío. Su envoltura elástica se fué hinchando. Pasaron por ella rayas de color, nubes ruborosas que iban del rojo al verde, redondeles que se inflaban sobre la hinchazón, formando temblonas excrecencias. Entre des arrugas se abrió un ojo amarillento, de feroz y estúpida fijeza, un globo empañado y maligno, igual al de las serpientes, que miró hacia el cristal como si pudiese ver más allá de esta muralla de diamante.

–¡Me conocen!—exclamó Freya con alegría—. ¡Yo creo que me conocen!…

Y enumeró las habilidades de estos monstruos, á los que atribuía una gran inteligencia. Ellos eran los que habían rodado, como astutos constructores, las piedras amontonadas en el suelo, formando baluartes, á cuyo abrigo se disimulaban para caer sobre sus víctimas. En el mar, cuando querían sorprender á una ostra de carne sabrosa, esperaban ocultos á que abriese sus dos valvas para nutrirse de agua y de luz, é introducían un guijarro entre ellas, metiendo á continuación por el intersticio sus tentáculos mortales.

 

Su amor á la libertad era otro motivo de los entusiasmos de Freya. Si llevaban más de un año encerrados en el Acuario, enfermaban de tristeza y roían sus patas hasta matarse.

–¡Ah, bandidos simpáticos y vigorosos!—continuó, con un entusiasmo histérico—. ¡Los adoro! Quisiera tenerlos en mi casa, como se tienen los peces dorados, en un bocal; darles de comer á todas horas; ver cómo devoran…

Ferragut sintió la misma inquietud que había experimentado una mañana ante el templete de Virgilio.

«¡Está loca!», se dijo mentalmente.

Pero á pesar de su locura, la apetecía vehementemente al percibir el suave perfume que exhalaba su carne por el escote del vestido.

No vió ya el mundo silencioso que nadaba ó rampaba con un chisporroteo de colores detrás de los cristales. Sólo ella existía. Y escuchó, como una música lejana, su voz, que iba explicando brevemente todas las particularidades de aquellas piedras que pasaban á ser animales, de aquellos globos que, al hincharse, mostraban sus órganos, volviendo á ocultarlos bajo un oleaje gelatinoso.

Eran un saco, una bolsa, una máscara elástica, en cuyo interior sólo existía agua ó aire. Entre las raíces de sus brazos estaba la boca, armada de fuertes mandíbulas semejantes á un pico de loro. Al respirar, una grieta de su piel se abría y cerraba alternativamente. De uno de sus costados surgía un tubo en forma de embudo, que tragaba igualmente el agua respirable, alimentándose por ambas entradas su cavidad branquial. Los múltiples brazos armados de ventosas funcionaban como aparatos de presión. Les servían para asir y mantener su presa, para rampar y correr.

El ojo vidrioso de uno de los monstruos asomando y desapareciendo entre los blandos repliegues evocaba los recuerdos de Freya. Habló á media voz, para ella misma, sin preocuparse de Ferragut, que estaba desorientado por la incoherencia de sus palabras. Esta mirada del pulpo traía á su memoria la de Ojo de la mañana.

El marino preguntó: «¿Quién es Ojo de la mañana?…» Y volvió á decirse mentalmente que Freya estaba loca al saber que este nombre era el de una serpiente amiga, un reptil de lomo cuadriculado que le servía de collar y de pulsera allá en su casa de la isla de Java, entre bosques que exhalaban un perfume irresistible, cubiertos á la luz del sol de flores temblonas y monstruosas semejantes á animales, poblados nocturnamente de fosforescentes estrellas que saltaban de árbol en árbol.

–Yo danzaba desnuda, con un velo transparente anudado á mis caderas y otro flotante sobre mi cabeza… Danzaba horas y horas, lo mismo que una sacerdotisa brahmánica ante la imagen del terrible Siva, y Ojo de la mañana seguía mis danzas con sus ondulaciones elegantes… Yo creo en el divino Siva. ¿Usted no conoce á Siva?…

Ferragut dió de lado al sombrío dios. Lo que él quería conocer era el motivo que la había llevado á Java, la isla paradisíaca y misteriosa.

–Mi marido era comandante holandés—dijo ella—. Nos casamos en Amsterdam y le seguí á Asia.

Ulises protestó ante esta noticia. ¿No había sido un sabio su esposo?… ¿No la había llevado á los Andes, en busca de bestias prehistóricas?…

Freya vaciló un momento para hacer memoria; pero su duda fué corta.

–Así es—dijo con naturalidad—. El profesor fué mi segundo marido. Yo he sido casada dos veces.

No tuvo tiempo el capitán de manifestar su sorpresa. En lo alto del estanque, sobre la superficie cristalina plateada por el sol, pasó una sombra humana. Era la silueta del guardián. Abajo se conmovieron las tres bolsas informes. Freya temblaba de emoción, como un espectador entusiasta é impaciente.

Algo cayó en el agua, descendiendo poco á poco: un pedazo de sardina muerta, que iba soltando filamentos de carne y escamas amarillas. Una extraña solidaridad parecía existir entre los monstruos. Sólo se agitaba para comer aquel que veía más cerca la presa. Tal vez se sometían voluntariamente á un turno; tal vez su vista sólo alcanzaba un poco más allá de sus tentáculos.

El que estaba más próximo al vidrio se desdobló de pronto con la violencia de un muelle que se escapa, de un proyectil que hace explosión. Dió un salto, quedando pegado al suelo por una de sus patas y teniendo las otras en alto como un manojo de reptiles. De informe guiñapo se convirtió en estrella monstruosa, llenando casi todo el vidrio con su cuerpo hinchado de rabia y de agua, coloreando su envoltura de verde, de azul, de rojo.

Los tentáculos agarraron la triste presa, doblándose hacia adentro para llevarla á su boca. La bestia se contrajo, se fué aplanando, hasta descansar en el suelo. Desaparecieron las patas, y sólo quedó á la vista una bolsa temblona por la que pasaba como un oleaje, de extremo á extremo, la hinchazón digestiva. Fué un bullón de mucosidades que se colorearon y descolorieron con las contorsiones de la furia asimilatoria, dejando al descubierto de vez en cuando sus ojos estúpidos y feroces.

Siguieron cayendo nuevas víctimas y los otros monstruos saltaron á su vez, distendiendo sus estrellas, encogiéndolas luego para moler la presa en sus entrañas con una digestión de tigre.

Freya asistía á esta alimentación horrorosa con temblores de voluptuosidad. Ulises sintió cómo se apoyaba en él instintivamente, con un contacto que fué haciéndose por momentos más íntimo. Del hombro al tobillo percibió el capitán los suaves relieves de una carne tibia y firme, que se hacía sentir á través de las ropas y parecía tirar de él con nerviosos estremecimientos.

Varias veces los ojos de ella se apartaron del cruento espectáculo para mirarle rápidamente de un modo extraño. Sus pupilas parecían agrandadas. Sus córneas tenían una acuosidad de malsano reflejo. Ferragut pensó que así debían mirar las locas en sus grandes crisis.

Hablaba entre dientes, con pausas de emoción, admirando la ferocidad de aquellas bestias, doliéndose de no poseer su vigor y su crueldad.

–¡Ser así!… Poder ir por las calles… por el mundo, tendiendo las garras… ¡Devorar!… ¡devorar! Ellos se debatirían inútilmente por deshacer el anillo de mis tentáculos… ¡Absorberlos!… ¡comerlos!… ¡hacerlos desaparecer!

Ulises la vió como el primer día, junto al templete del poeta, poseída de una cólera sorda contra los hombres, ansiando su exterminio con temblores voluptuosos.

Los pulpos, terminada su digestión, se habían lanzado á nadar. Eran ahora madejas horizontales que surcaban el estanque con elegancia. Parecían torpedos de proa cónica, llevando á la rastra la gruesa y larga cabellera de sus tentáculos. Su apetito excitado les hacía correr el agua en todos sentidos, buscando nuevas víctimas.

Freya protestó. El guardián sólo les había arrojado cuerpos inanimados. Ella deseaba la lucha, el sacrificio, la muerte. Los pedazos de sardina eran una comida sin substancia para estos bandidos que sólo encontraban sabor al alimento sazonado con el asesinato.

Como si los pulpos entendiesen sus quejas, se habían dejado caer en el fondo arenoso, flácidos, inertes, respirando por sus embudos.

Un pequeño cangrejo empezó á descender al extremo de un hilo, con pataleo desesperado.

Ella se apretó aún más contra Ulises, emocionada al pensar en el próximo espectáculo. Saltó una de las bolsas convertida en estrella: sus patas serpentearon buscando al recién llegado. En vano el guardián movió hacia arriba el hilo, queriendo prolongar la caza. Los tentáculos pegaron sus irresistibles ventosas al cuerpo de la víctima y al bramante, tirando de este último con tal fuerza, que se rompió, cayendo en el fondo el pulpo con su presa.

Freya hizo un movimiento como si fuese á aplaudir. «¡Bravo!…» Estaba intensamente pálida. Un calor de fiebre pasó á través de las ropas desde un costado de su cuerpo al costado de Farragut que le servía de apoyo.

Avanzaba el busto hacia el cristal para ver mejor la actividad devoradora de este estómago en forma de pirámide, que tenía en su cúspide una diminuta cabeza de loro con dos ojos feroces y en torno da la base la retorcida madeja de sus patas llenas de redondeles salientes. Con ellas apretaba al cangrejo contra su boca, inyectando bajo su caparazón el producto venenoso de sus glándulas salivares, paralizando todo movimiento de resistencia. Luego se lo tragó lentamente, con una deglución de boa.

–¡Qué hermoso!—dijo ella.

Las otras bestias tenían igualmente su víctima viva y la paralizaban y devoraban, agitando sus cuerpos blanduchos, por los que hacía pasar la hinchazón nutritiva rayas y nubes de diversos colores.

Ahora el guardián arrojó un cangrejo, pero en libertad, sin atadura alguna. Freya gritó de entusiasmo.

Era la caza tal como se desarrolla en el feroz misterio del mar, la carrera de la muerte, la destrucción precedida de angustias y azares emocionantes. El pobre crustáceo, adivinando el peligro, nadaba hacia las rocas, para guarecerse en la grieta más próxima. Un pulpo salió tras de él, mientras los otros continuaban su digestión.

–¡Se escapa!… ¡se escapa!—gritó Freya, palpitando de interés.

El cangrejo corrió por las piedras, abrigándose en sus sinuosidades. El pulpo ya no nadaba; corría también como un animal terrestre, subiendo por las rocas con sus garras armadas, que le servían de aparatos de locomoción. Era una lucha de tigre contra rata… Cuando el cangrejo tenía ya medio cuerpo oculto entre los verdes líquenes de un agujero, cayó sobre su posterior una de las pesadas serpientes, arrancándolo con el tirón irresistible de sus ventosas, haciéndole desaparecer entre la madeja de tentáculos.

–¡Ah!—suspiró Freya, echándose atrás como si fuese á desmayarse sobre el pecho de Ulises.

Este se estremeció, sintiendo que se había enroscado á su cuerpo un anillo de temblona presión. Los actos de aquella desequilibrada habían acabado por excitar sus nervios.

Creyó que un monstruo de la misma clase que los del estanque, pero mucho mayor, un pulpo gigantesco de los fondos oceánicos, se había deslizado traidoramente á sus espaldas, echándole de pronto uno de sus tentáculos. Sentía la presión de esta garra en su cintura, cada vez más apretada, más feroz.

Freya le tenía sujeto con uno de sus brazos. Violentamente se había enroscado á él y le apretaba el talle con toda su fuerza, como si pretendiese partir en dos su cuerpo vigoroso.

Luego vió aproximarse la cabeza de esta mujer con una rapidez agresiva, cual si fuese á morderle… Sus ojos, agrandados, lagrimeantes y vagorosos, parecían estar lejos, muy lejos. Tal vez no le veían… Su boca, temblona y azuleada por la emoción, una boca redonda y en relieve, como un músculo absorbente, buscó la boca del marino, apoderándose de ella, tirando de sus labios.

Fué un beso de ventosa, largo, dominador, doloroso. Ulises reconoció que nunca había sido besado así. El agua de aquella boca, remontándose al filo de los dientes, se desbordó en la suya como dulce veneno. Un estremecimiento desconocido hasta entonces corrió á lo largo de su espalda, haciéndole cerrar los ojos.

Se sintió vaciado, como si todo su interior se liquidase, pasando al otro cuerpo á través de la imperiosa succión. Tuvo el presentimiento de que este beso iba á datar en su vida; de que empezaba para él una nueva existencia; de que nunca llegaría á despegarse de estos labios mordedores y acariciantes, que tenían un lejano sabor de canela, de incienso, de selva asiática poblada de voluptuosidades y asechanzas.

Y se dejó arrastrar por la caricia de fiera, con el pensamiento perdido y el cuerpo inerte y resignado, lo mismo que el náufrago que desciende y descienda las infinitas capas del abismo, sin llegar nunca al fondo.