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Mare nostrum

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La transparencia de los seres planctónicos evocaba en la memoria de Ferragut las coloraciones maravillosas de los habitantes del mar, ajustadas exactamente á las necesidades de su conservación. Las especies que viven en la superficie tenían, por lo general, el lomo azul y el vientre plateado. De este modo les era posible escapar á la vista de los enemigos. Su color claro, visto desde las tinieblas de la profundidad, se confundía con la lámina blanca y luminosa de la superficie. Las sardinas, que nadan en bancos, podían pasar inadvertidas gracias á sus lomos azules como el agua, librándose así de los peces y los pájaros que las dan caza.

Viviendo en abismos donde la luz no penetra nunca, los animales pelágicos ignoraban la necesidad de ser transparentes ó azules como los seres neríticos de la superficie. Unos eran opacos é incoloros, otros bronceados y negros; los más se revestían con tintas soberbias, cuyo esplendor desesperaba á los pinceles humanos, incapaces de imitarlas. Un rojo magnífico era la base de esta coloración, descendiendo gradualmente al rosa pálido, al violeta, al ámbar, hasta perderse en el lácteo iris de las perlas y la policromía temblona y vagorosa del nácar de los moluscos. Los ojos de ciertos peces, colocados al final de varillas separadas del cuerpo, brillaban como diamantes en los extremos de un doble alfiler. Las glándulas salientes, las verrugas, las sinuosidades dorsales, tomaban coloraciones de joyería.

Pero las piedras preciosas de la tierra son minerales muertos que necesitan el rayo de luz para existir con breve chisporroteo. Las alhajas animadas del Océano, peces y corales, brillaban con colores propios que eran reflejos de su vitalidad. Su verde, su rosado, su amarillo intenso, sus iris metálicos, tintas jugosas eternamente barnizadas por un charol húmedo, no podían subsistir en el mundo atmosférico.

Algunos de estos seres eran capaces de un poderoso mimetismo que les hacía confundirse con los objetos inanimados ó pasar en pocos momentos por toda la gama de colores. Unos, de nerviosa actividad, se inmovilizaban y encogían, llenándose de rugosidades, tomando el tono obscuro de las rocas. Otros, en momentos de irritación ó de fiebre amorosa, se cubrían de rayas y temblonas manchas, extendiéndose por su epidermis nubes diversas con cada uno de sus estremecimientos. Las sepias y calamares, al verse perseguidos, se hacían invisibles dentro de una nube, lo mismo que los encantadores de los libros de caballerías, enturbiando el agua con la tinta almacenada en sus glándulas.

Ferragut iba avanzando entre las dos filas de estanques verticales del Acuario, escaparates de rocas con un grueso vidrio que dejaba á la vista todo su interior. Estos dos muros claros y luminosos, que recibían el fuego del sol por su parte alta, esparcían un reflejo verde en la penumbra de los corredores. Al circular, los visitantes tomaban una palidez lívida, como si marchasen por un desfiladero submarino.

El agua tranquila de los estanques apenas era visible. Detrás de los vidrios sólo parecía existir una atmósfera maravillosa, un ambiente de sueño, en el que subían y bajaban flotantes seres de colores. Las burbujas de su respiración era lo único que delataba la presencia del líquido. En la parte superior de estas jaulas acuáticas, la atmósfera luminosa se estremecía bajo un chorro continuo de polvo transparente. Era agua de mar con aire inyectado, que renovaba las condiciones de existencia de los huéspedes del Acuario.

Viendo el capitán estas mangas vivificantes, admiró la fuerza nutridora del agua azul sobre la que había transcurrido casi toda su existencia.

La tierra perdía sus orgullos al ser comparada con la inmensidad acuática. En el Océano habían apuntado las primeras manifestaciones de la vida, continuando luego su ciclo evolutivo sobre las montañas, surgidas igualmente de su seno. Si la tierra era la madre del hombre, el mar era su abuela.

El número de los animales terrestres resultaba insignificante comparado con el de los marítimos. Sobre la tierra—mucho más pequeña que el Océano—, los seres sólo ocupan la superficie del suelo y una capa atmosférica de unos cuantos metros. Las aves y los insectos rara vez van más allá en sus vuelos. En el mar, los animales están dispersados en todos los niveles de su espesor, pudiendo disponer de muchos kilómetros de profundidad, multiplicados por miles y miles de leguas de extensión. Cantidades infinitas de seres que escapan á todo cálculo nadan incesantemente en todos los pisos de sus aguas. La tierra es una superficie, un plano, y el mar es un volumen.

La inmensa masa acuática—tres veces más salada que al nacer el planeta, á causa de una evaporación milenaria que había disminuido el líquido sin absorber sus componentes—guardaba, revueltos con sus cloruros, el cobre, el níquel, el hierro, el cinc, el plomo, y hasta el oro procedente de los filones que la ebullición planetaria aglomeró en el fondo oceánico, y de cuya masa no son mas que insignificantes tentáculos los filones de las montañas, con sus arenas auríferas arrastradas por los ríos.

También la plata estaba disuelta en sus aguas. Ferragut sabía por ciertos cálculos que con la plata flotante en el Océano podían levantarse pirámides más enormes que las de Egipto.

Los hombres que habían pensado en la explotación de estas riquezas minerales desistían de su quimera. Estaban tan diluidas, que era imposible su aprovechamiento. Los seres oceánicos sabían reconocer mejor su presencia, filtrándolas á través de su cuerpo para la renovación y coloración de sus órganos. El cobre lo acumulaban en su sangre; el oro y la plata se descubrían en los tejidos de los animales-plantas; el fósforo era absorbido por las esponjas; el plomo y el cinc, por los fucos.

Todos podían extraer del agua los residuos de unos metales disueltos en fragmentos tan imponderablemente pequeños, que ningún procedimiento químico alcanzaba á captarlos. Los carbonatos de cal arrastrados por los ríos ó arrancados á las costas servían á innumerables especies para la construcción de sus caparazones, esqueletos, conchas y caracolas. Los corales, filtrando el agua á través de sus cuerpos blanduchos y mucosos, solidificaban sus duros esqueletos, para convertirse al final en islas habitables.

Los seres de una diversidad desconcertante que flotaban, rampaban ó coleaban en torno de Ferragut no eran mas que agua oceánica. Los peces, agua hecha carne; los animales mucosos, agua en estado de gelatina; los crustáceos y los políperos, agua transformada en piedra.

Contempló en uno de los estanques un paisaje que parecía de otro planeta, grandioso y reducido al mismo tiempo, como un bosque visto en un diorama. Era un palmeral surgiendo entre rocas; pero las rocas no pasaban de ser guijarros, y las palmeras anélidos de mar, simples gusanos que se mantenían en vertical inmovilidad.

Guardaban su cuerpo anillado dentro de un tubo coriáceo que los protegía, y sobre este tronco rectilíneo de color de marfil lanzaban, como un surtidor de ramas, los tentáculos movedizos que les sirven para respirar y para comer.

Dotados de una rara sensibilidad, bastaba el paso de una nube ante el sol para que se contrajesen en el interior de los tubos, quedando éstos sin su vistoso capitel, como palmeras desmochadas. Luego, lenta y prudentemente, iban surgiendo otra vez los animados pinceles por la abertura de sus vainas, flotando en el agua con ansiosa espera. Todos estos árboles y flores-animales eran de una voracidad mecánica cuando la víctima microscópica se dejaba atraer por sus tentáculos El suave ramaje se contraía, se cerraba, arrastrando á la esbelta torre secretada por él mismo, digería su conquista.

Otros estanques atrajeron después la atención del marino.

Deslizándose sobre las rocas, introduciéndose en las cavernas, dormitando medio enterrada en la arena, toda la varia y tumultuosa nación de los crustáceos movía sus herramientas cortantes y tentaculares, hacía brillar sus armaduras japonesas, unas teñidas de rojo casi negro, como si guardasen la sangre seca de un lejano combate, otras de fresca escarlata, lo mismo que si reflejaran en su dureza los primeros fuegos de la aurora.

El fiero bogavante—el homard, soberano de las ricas mesas—descansaba sobre las tijeras de sus patas anteriores, arma poderosa como una doble hacha de combate. La langosta saltaba con agilidad por las peñas valiéndose de los ganchos de sus patas, herramientas de guerra y de nutrición. Su próximo pariente la cigarra de mar, animal torpe y pesado, permanecía en los rincones, cubierta de fango y de algas, en una inmovilidad que le hacía confundirse con las piedras. Y en torno de estos gigantes, como una democracia roja acostumbrada á sufrir de vez en cuando el ataque de los fuertes, nadaban los enjambres de langostinos y camarones. Sus movimientos eran sueltos y graciosos, su sensibilidad tan afinada, que la menor agitación les hacía dar saltos enormes.

Ulises pensó en la esclavitud que había impuesto la Naturaleza á estos animales dándoles su hermosa envoltura defensiva.

Nacían acorazados, y el crecimiento les obligaba repetidas veces á cambiar de armadura. Mudaban de piel, como los reptiles; pero éstos, al ser cilíndricos, podían ejecutar la operación con la misma facilidad que una pierna que abandona su media. Los crustáceos habían de sacar de su coraza, que empezaba á rajarse, el múltiple mecanismo de sus miembros y sus apéndices: las patas, las antenas, las gruesas pinzas, operación lenta y peligrosa, en la que muchos parecían rasgados por su propio esfuerzo. Luego, desnudos é inermes, habían de esperar á que se formase una nueva piel que á su vez se convirtiese en armadura. Y esto en medio de un ambiente hostil, rodeados de ávidas bestias, grandes y pequeñas, que sentían la atracción de su rica carne, y sin otra defensa que el ocultamiento.

Entre el hormiguero de pequeños crustáceos que se movían en el fondo arenoso, cazando, comiendo ó batiéndose con feroz enredijo de patas, buscaban los observadores á un ser bizarro y extravagante, el paguro, apodado Bernardo el Eremita. Era una caracola que avanzaba recta como una torre sobre unas patas de cangrejo, teniendo por corona la cabellera de una anémona de mar.

 

La cómica aparición estaba compuesta de tres animales distintos, uno sobre otro, ó más bien, de dos seres vivientes llevando en medio un féretro. El paguro nacía con la parte posterior desprovista de coraza: un excelente bocado, tierno y sabroso, para los peces hambrientos. La necesidad de defenderse le hacía buscar una caracola para guardar la parte débil de su organismo. Si encontraba vacía una vivienda de esta especie, se la apropiaba. De no ser así, se comía al habitante, introduciendo después en el nacarado refugio su posterior, armado de dos patas ganchudas.

No bastaban al débil paguro sus precauciones defensivas. Necesitaba ser ofensivo para vivir; inspirar respeto á los monstruos devoradores, especialmente á los pulpos, que buscaban la presa de su busto y sus patas peludas, asomadas por la locomoción fuera de la torre.

Una anémona de mar venía á fijarse en la cúspide calcárea: á veces llegaban á ser cinco ó seis. Ninguna relación corporal existía entre el paguro y los organismos de arriba. Eran simples socios, por un interés recíproco. Los animales-plantas picaban como ortigas; todos los monstruos sin coraza huían del veneno de sus órganos urticantes; las briznas de su cabellera quemaban como alfileres de fuego. De este modo, el humilde paguro inspiraba terror á las fieras gigantescas de la profundidad, llevando sobre el dorso su torre coronada de formidables baterías. Las anémonas, por su parte, le agradecían que las pasease incesantemente de un lado á otro, poniéndolas en contacto con toda clase de animales. Podían comer así con más facilidad que sus hermanas fijas en la roca. No tenían que esperar, como ellas, que el alimento viniese casualmente á sus tentáculos. Además, siempre flotaban hasta sus alturas algunos despojos de las presas que hacía por abajo el cangrejo socarrón en su errabunda impunidad.

Ferragut, al pasar de un estanque á otro, establecía mentalmente la gradación de los diversos órdenes de la fauna marítima, desde el boceto primitivo al organismo perfecto.

Las esponjas del Mediterráneo nadaban en los primeros días de su nacimiento—cuando eran como cabezas de alfiler—con movimientos vibrátiles. Luego permanecían inmóviles, filtrando el agua por las celdas y corredores de sus tejidos, protegiendo su carne suave con un erizamiento de espículas, agujas calcáreas y picantes, con las que ensartaban é inmovilizaban á los peces, sirviéndolas de alimento sus residuos en putrefacción.

Desplegaban por millares las ortigas de mar sus hilos urticantes, proyectando un veneno que aturdía á la víctima y la hacía caer en su corola, boca y ano al mismo tiempo. De una voracidad sin límites, se apoderaban, fijas en su roca, de pescados más grandes que ellas, y al presentir un peligro se encogían de tal modo, que era difícil verlas. Las plumas de mar yacían flácidas y obscuras, como animales muertos, hasta que absorbiendo el agua, se levantaban transparentes y llenas de hojas. Así iban de un lado á otro, con una ligereza de pluma, ó se clavaban en la arena, emitiendo un brillo fosfórico.

Las petimetras del mar, las elegantes medusas, extendían el ruedo flotante de su hermosura frágil. Eran setas transparentes, sombrillas abiertas de vidrio, que avanzaban por medio de contracciones. Del centro interior de su cúpula colgaba un tubo igualmente transparente y gelatinoso: la boca del animal. Largos filamentos pendían del ruedo de sus bordes, tentáculos sensitivos que al mismo tiempo servían para mantener el equilibro flotante.

Estos seres frágiles, que parecían pertenecer á una fauna de ensueño, blancos como el cristal de roca, con suaves bordes de color de rosa ó violeta, eran urticantes lo mismo que las ortigas y se defendían con un contacto de llama. Algunas sombrillas sutiles ó incoloras vivían en el estanque bajo el amparo de un segundo encierro de cristal, y apenas si su mucosa vaporosidad se marcaba dentro de la campana como una débil línea de humo azul.

Por debajo de estas formas transparentes y frágiles que quemaban cuanto tocaban, atreviéndose á capturar presas mucho más grandes que ellas, extendíase en jardines la llamada «flor de sangre», el coral rojo, y especialmente el astroides, formando con sus corolas una alfombra de color anaranjado.

El marino había visto estas vegetaciones pétreas, como bosques sumergidos, en el fondo del mar Rojo y en los mares del Sur. Había navegado sobre ellas haciéndose la ilusión de que por las entrañas azules del Océano circulaban anchos ríos de sangre.

Los oseznos y las estrellas agitaban lentamente sus formas que habían dado origen á sus nombres, secretando venenos para aturdir á sus víctimas, contrayéndose hasta formar una bola de lanzas que atravesaba á la presa con abrazo mortal ó cortándola con los cuchillos óseos de su cuerpo radiado. Los lirios de mar se balanceaban al término de su varilla, moviendo sus miembros en forma de pétalos.

Sobre fondos de menuda arena ó agarrados á la roca vivían los moluscos en el refugio de sus conchas.

La necesidad de entregarse al sueño con relativa seguridad, sin miedo al devoramiento general, que es la ley oceánica, preocupa á todos los seres marinos, haciéndolos constructores é inventores. Los crustáceos viven metidos en corazas ó aprovechan como refugio las envolturas calcáreas, expulsando á sus dueños; los animales-plantas expelen toxinas; los seres planctónicos, transparentes y gelatinosos, queman como un cristal puesto al fuego; algunos organismos en apariencia débiles y blanduchos tienen en su cola la fuerza del berbiquí, perforando la roca hasta crearse una caverna de refugio en sus duras entrañas… Y los tímidos moluscos, de carne dulce y temblona, se habían fabricado los fuertes escudos de sus valvas, dos murallas cóncavas que al abrirse son puerta y al cerrarse son casa.

Un pedazo de su carne asomaba fuera de la concha como una lengua blanca. En unos tomaba la forma de suela y servía de pie, marchando el molusco, con la vivienda á cuestas, sobre este único sostén. En otros era nadadera, y la concha, abriendo y cerrando sus valvas como una boca propulsora, subía en línea recta á la superficie, para dejarse caer luego con los dos escudos apretados.

Estos dulces herbívoros vivían de beber la luz, sintiendo la necesidad de las aguas superficiales ó de los fondos escasos con sus claras praderas. La luz, al esparcirse por el blanco interior de su vivienda, la decoraba con todos los colores temblones del iris, dando á la cal la palpitación misteriosa de la madreperla.

Ulises admiró las bizarras formas de sus envolturas. Eran iguales á los palacios de Oriente: obscuras y tristes en los muros exteriores; deslumbrantes en su interior, como un lago de nácar. Algunos recibían nombres terrestres, por la forma especial de su concha: la liebre, el casco, el cuerno de Tritón, el tonel, la sombrilla mediterránea.

Pacían con una tranquilidad bucólica en los céspedes marítimos, contemplados de lejos por las almejas, las ostras y otros bivalvos adheridos á las rocas por una madeja de seda dura y córnea que envolvía sus encierros. Algunas de estas conchas—las llamadas «jamones»—, almejas de gran tamaño, con las valvas en forma de maza, se fijaban, rectas en el fango, dando la impresión de un campo celta sumergido, de una sucesión de menhires tragados por el fondo del mar.

El llamado «dátil», valiéndose de un líquido ácido, perforaba la piedra más dura con cilíndrico taladro. Las columnas de los templos helénicos sumergidos en el golfo de Nápoles y vueltos á la luz por un levantamiento del suelo aparecían atravesadas de parte á parte por este diminuto perforador.

Gritos de sorpresa y nerviosas risas llegaban de pronto hacia Ferragut. Procedían de la parte del Acuario donde estaban los estanques de los peces. En el corredor había una pileta de agua y en su fondo una especie de harapo flácido y gris, con redondeles negros en el dorso. Este animal atraía inmediatamente la curiosidad de los visitantes. Todos preguntaban por él.

Los grupos de campesinos, las familias de la ciudad precedidas de su prole, las parejas de soldados, se consultaban y dudaban al avanzar una mano sobre la pileta con cierta vacilación. Al fin tocaban el trapo viviente del fondo, la carne gelatinosa del pez-torpedo, recibiendo una serie de descargas eléctricas que les hacían soltar la presa, riendo y llevándose la otra mano al brazo sacudido.

Ulises, al llegar á los estanques de los peces, experimentaba una sensación igual á la del viajero que luego de vivir entre una humanidad inferior tropieza con seres que casi son de su raza.

Allí estaba la aristocracia oceánica, el pez, libre como el mar, suelto, onduloso y resbaladizo lo mismo que la ola. Todos ellos le habían acompañado durante muchos años, dejándose ver en las transparencias abiertas por la proa de su buque.

Eran vigorosos, y por esto habían suprimido el cuello—la parte más frágil y débil de los organismos terrestres—, asemejándose al toro, al elefante, á todos los animales arietes. Necesitaban ser ligeros, y para serlo prescindían de la coraza rígida y dura del crustáceo, que impide los movimientos, prefiriendo la cota de malla cubierta de escamas, que se dilata y se pliega, cede al golpe y no se rompe. Querían ser libres, y su cuerpo, como el de los luchadores antiguos, estaba cubierto de un aceite resbaladizo, el mucus oceánico, que escapa fugaz á toda presión.

Los animales más sueltos de la tierra no podían compararse con ellos. Los pájaros necesitan posarse y descansar durante su sueño; el pez sigue flotando y moviéndose mientras duerme. El mundo entero les pertenecía. Allí donde hubiera una masa de agua, océano, río ó lago, fuese cual fuese la altura y la latitud, montaña perdida en las nubes, valle hirviente como una olla, mar tropical y luminoso con selvas de colores en sus entrañas, mar polar con corteza de hielos poblados de focas y osos blancos, el pez hacía su aparición.

El público del Acuario, al ver junto á los vidrios las chatas cabezas de los animales nadadores, gritaba y movía los brazos, como si pudiera ser visto por sus ojos de estúpida fijeza. Luego experimentaba cierto desaliento al notar que continuaban indiferentes al curso de sus flotaciones.

Ferragut sonreía ante esta decepción. El cristal que separaba el agua de la atmósfera tenía un espesor de millones de leguas: era un obstáculo insuperable entre dos mundos que no se conocen.

Recordaba el marino la imperfecta visión de los habitantes oceánicos. A pesar de sus ojos abultados y movibles, que les permiten ver delante y detrás de ellos, su potencia visual sólo abarcaba cortas distancias. Los esplendores de mariposa con que los viste la Naturaleza no podían apreciarlos. Como el enfermo daltoniano, todos ellos ignoraban los colores y sólo conocían las diferencias de claridad.

Un absoluto silencio acompañaba á su visión incompleta. Todos los animales acuáticos eran sordos, ó más bien, carecían completamente de órganos auditivos, por serles innecesarios. Los estrépitos atmosféricos, truenos y huracanes, no penetraban en el agua. Sólo el crujido de la coraza de ciertos cangrejos y el mugir doloroso, cerca de la superficie, de algunos peces llamados «roncadores» alteraban este silencio.

Como el Océano carece de ondas acústicas, sus habitantes no habían necesitado formar los órganos que las transforman en sonidos. Sentían impetuosamente las necesidades primarias de la vida animal: el hambre y el amor; sufrían rabiosamente la crueldad de enfermedades y dolores; se batían entre ellos á muerte por la comida ó por la hembra; pero todo esto en absoluto mutismo, sin los aullidos de triunfo ó de agonía con que acompañan los animales terrestres iguales manifestaciones de su existencia.

Era el olfato su principal sentido, así como la vista es el del pájaro. En el mundo crepuscular del Océano, cortado por resplandores fosfóricos y engañosos, los grandes pescados sólo fiaban en su olfato y á veces en el tacto.

Algunos, enterrados en el fango, ascendían centenares de metros, atraídos por el olor de los peces que nadan en la superficie. Esta prodigiosa facultad inutilizaba en parte los colores de que se visten las especies tímidas para fundirse con la luz ó la sombra. Los grandes carniceros veían mal, pero rascaban el fondo con un tacto adivinatorio y husmeaban á prodigiosas distancias.

Sólo peces mediterráneos, especialmente los del golfo de Nápoles, vivían en los estanques de Acuario. Faltaban algunos: el delfín, de nerviosa movilidad; el atún, impetuoso en su carrera. El capitán sonrió al pensar en la travesura de estos huéspedes ingobernables, cuya presencia había sido desdeñada.

 

El voraz tiburón «cabeza de olla», lobo perseguidor de los rebaños mediterráneos, tampoco estaba allí. Para suplir su ausencia nadaban otros animales de la misma especie, blancuzcos, largos, de grandes aletas, con los ojos siempre abiertos por falta de párpados movibles y una boca hendida en media luna debajo de la cabeza, al principio del estómago.

Ferragut buscó en el suelo de los estanques los llamados peces de fondo, bestias aplanadas que pasaban la mayor parte del tiempo hundidas en la arena bajo un sudario de algas. El uranoscopo obscuro, con los ojos casi unidos en la cumbre de su enorme cabeza y el cuerpo en forma de maza, sólo dejaba visible un largo hilo que surgía de su mandíbula inferior, agitándolo en todas direcciones para atraer á sus víctimas. Estas perseguían el movible objeto creyéndolo una lombriz, hasta que eran alcanzadas por los dientes del cazador. Luego surgía de su lecho, flotaba unos minutos y caía pesadamente en el fondo, abriéndose una nueva fosa con sus nadaderas pectorales en forma de palas.

El llamado peje-sapo—el animal más feo del Mediterráneo—cazaba de igual modo. Las tres cuartas partes de su cuerpo aplastado eran la cabeza, con una boca no menos grande armada de ganchos y cuchillos encorvados. Con los ojos amarillentos fijos en lo alto, agitaba las barbillas de su rostro, recortadas como hojas, y unos apéndices dorsales semejantes á plumas. Este cebo falaz atraía á los inexpertos, cerrándose sobre ellos las cavernosas mandíbulas.

Los peces planos nadaban veloces sobre estos monstruos del fango, que también eran planos, pero en sentido horizontal, descansando sobre el vientre, mientras que la platitud de los lenguados y otros de su misma especie era vertical. Las dos caras del cuerpo de los lenguados, comprimido lateralmente, tenían diversa coloración. De este modo, acostándose, podían fundirse á la vez con la luz de la superficie y la penumbra del fondo, librándose de sus perseguidores.

Todas las infinitas variedades de la fauna mediterránea se movían en los otros estanques.

Pasaban por las láminas de cristal verdoso las salpas, las bogas y las obladas, vestidas de plata viva con bandas de oro en los costados. Pasaban también el purpúreo relámpago del salmonete, la majestad brillante de la dorada, el vientre azulado de los pajeles, el lomo rallado del sargo, la boca en forma de trompeta de la brema de mar, la risa inmóvil del llamado festivo, el remate dorsal del pavón, que parecía hecho de plumas, la cola inquieta y hondamente bifurcada de la caballa, el estiramiento del mújol entre sus triples aletas, las redondeces grotescas del peje-jabalí y del peje-cerdo, la platitud obscura de la pastinaca flotando como un harapo, el largo hocico del peje-becacina, la esbeltez del róbalo, ágil y recogido como un torpedo, el rubio, todo espina, el ángel de mar, con sus carnosas alas, el gobio, erizado de angulosidades natatorias, el escribano, rojo y blanco, con bandas negras semejantes al rubricado de las firmas, el esmarrido modesto, el pequeño peje-araña, el soberbio rodaballo, casi redondo, con la cola de abanico y un ribete natatorio en torno de su disco manchado á redondeles, y la corvina sombría, que tiene en su piel el negro azulado de los cuervos.

Oculta entre dos rocas, como los crustáceos cazadores, estaba la rascaza. Era la escòrpa del mar de Valencia, que Ferragut había conocido en su niñez; el animal amado de su tío el Tritón, á causa de su carne substanciosa que espesa la sopa marinera; el precioso componente buscado por el tío Caragòl para el caldo de sus arroces. La cabeza, enorme, tenía unos ojos completamente rojos. Sus grandes nadaderas picaban venenosamente. El cuerpo, pesado, con fajas y manchas sombrías, estaba cubierto de apéndices singulares en forma de hojas y tomaba fácilmente el color del fondo. En la semiobscuridad parecía una piedra cubierta de plantas. Con este mimetismo se libraba de los enemigos, espiando mejor á su presa.

Un animal sombrío—igual, en opinión de Ferragut, á un alguacil del Santo Oficio—iba por la parte alta de los estanques, pasando de vidrio en vidrio y reflejándose como un animal doble cuando llegaba á la superficie. Era la raya, de cabeza chata, ojos feroces y cola da látigo, moviendo el negro manteo de sus alas carnosas con una lentitud que rizaba los bordes.

Del arenoso fondo se desprendía un escudo convexo, que, al flotar, mostraba su cara inferior plana y amarillenta. Las cuatro patas rugosas de la tortuga y su cabeza de serpiente emergían de esta coraza de carey. Los caballitos de mar, esbeltos y graciosos como piezas de ajedrez, subían y bajaban en el ambiente azulado, contrayendo sus colas, retorciéndose como un signo de interrogación.

Cuando el capitán llegaba al final de las cuatro galerías del Acuario sin haber visto mas que animales marítimos detrás de los vidrios luminosos y personas indiferentes y escasas en la verde penumbra, sentía el desaliento de una jornada perdida.

–¡Ya no vendrá!…

Al pasar de este ambiente de bodega húmeda al jardín, amarillo de sol, recibía como un puñetazo atmosférico el disparo del mediodía. ¡La hora del almuerzo!… ¡Y seguramente Freya no iba á almorzar en el hotel!

Por la tarde, sus pasos le llevaban instintivamente hacia las calles empinadas del barrio de Chiaia. Todos los edificios viejos y de aspecto señorial atraían su atención. Eran caserones rojizos del tiempo de los virreyes españoles ó palacios del reinado de Carlos III. Sus anchas escalinatas estaban adornadas con bustos policromos procedentes de las primeras excavaciones en Herculano y Pompeya.

Ulises esperaba tropezarse con la viuda al pasar frente á una de estas mansiones, loteadas ahora por pisos, y que exhibían en el portal las chapas indicadoras de oficinas y almacenes. En una de ellas viviría indudablemente la familia amiga de Freya.

Luego dudaba, atraído por la blancura de las flamantes construcciones surgidas entre el caserío venerable. La doctora sólo podía habitar un edificio moderno é higiénico. Pero no se atrevía á hacer preguntas y pasaba adelante, temiendo ser espiado desde una ventana.

Al fin desistía de su empeño. Chiaia tiene muchas calles, y él vagaba sin rumbo, pues el conserje del hotel no había podido proporcionarle ninguna indicación precisa. La signora Talberg burlaba todas sus astucias, procurando mantener ocultas las señas de sus amigos.

El capitán, á la mañana siguiente, hacía como de costumbre su guardia en el paseo, al pie del blanco Virgilio. Todo inútil. Pasadas las diez se introducía en el Acuario animado por una vaga esperanza.

–Tal vez venga hoy…

Con la superstición de los enamorados y de todos los que esperan, buscaba ciertos lugares preferidos por la viuda, creyendo que de este modo tiraría de su pensamiento lejano, obligándola á venir.

Los estanques de los moluscos le atraían especialmente. Recordaba que Freya le había hablado algunas veces de esta sección.

Entre sus escaparates acuáticos prefería el marcado con el número 15, dominio exclusivo de los pulpos. Un vago presentimiento le avisaba que en dicho lugar iba á desarrollarse algo importante para su vida. Siempre que Freya visitaba el Acuario, era con el deseo de ver comer á estas bestias repulsivas y ávidas. No había mas que permanecer ante su caverna de horrores.