Za darmo

Los muertos mandan

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Segunda parte

I

Febrer contemplaba su imagen, sombra transparente, de flotantes contornos por el estremecimiento de las aguas, a través de la cual veíase el fondo del mar con lácteas manchas de arena y bloques obscuros desprendidos de la montaña que se habían cubierto de costras vegetales.



Las hierbas marinas ondeaban temblorosas sus verdes cabelleras; frutos redondos semejantes a los higos chumbos agrupábanse blancuzcos en las aristas de las rocas; flores que parecían de nácar brillaban en la profundidad de las aguas verdes; y entre esta vegetación de misterio destacaban las estrellas de mar sus puntas de colores, apelotonábase el erizo como un borrón negro lleno de púas, nadaban inquietos los caballitos del diablo, y un chisporroteo de plata y púrpura, de colas y nadaderas, pasaba veloz entre torbellinos de burbujas, surgiendo de una cueva para perderse en otra boca de insondable misterio.



Estaba Jaime inclinado sobre la borda de una pequeña embarcación que tenía su vela caída. En una mano sustentaba el

volantí

, largo hilo con varios anzuelos que casi tocaba el fondo del mar.



Era cerca de mediodía. El barquichuelo estaba en la sombra. A espaldas de Jaime extendíase con grandes sinuosidades de puntas salientes y profundas escotaduras la costa bravia de Ibiza. Ante él erguíase el Vedrá, peñasco aislado, mojón soberbio de trescientos metros de altura, que en su aislamiento aún parecía más enorme. A sus pies la sombra del coloso daba a las aguas un color denso y transparente a la vez. Más allá de su sombra azulada hervía el Mediterráneo con burbujeo de oro bajo la luz del sol, y las costas de Ibiza, rojas y escuetas, parecían irradiar fuego.



Jaime venía a pescar todos los días de calma en un estrecho canal, entre la isla y el Vedrá. Era en los días buenos un río de agua azul, con peñascos submarinos que asomaban sobre la superficie sus cabezas negras. El gigante se dejaba abordar, sin perder por eso su aspecto imponente, duro y hostil. Así que refrescaba el viento, las cabezas medio sumergidas se coronaban de espuma, lanzando rugidos; montañas de agua penetraban sordas y lívidas en la marítima garganta, y había que izar la vela y huir cuanto antes de este callejón, caos ruidoso de remolinos y corrientes.



En la proa de la barca estaba el tío Ventolera, viejo marinero que había navegado en buques de diversas naciones, y era el acompañante de Jaime desde que éste llegó a Ibiza. «Cerca de ochenta años, señor», y no dejaba un solo día de embarcarse para pescar. Ni enfermedades ni miedo al mal tiempo. Tenía el rostro curtido por el sol y el aire salitroso, pero con pocas arrugas. Las piernas, enjutas y al descubierto bajo unos pantalones arremangados, tenían la piel fresca y tirante de los miembros vigorosos. La blusa, abierta sobre el pecho, dejaba ver una pelambrera gris, del mismo color que su cabeza, cubierta con una gorra negra—recuerdo de su último viaje a Liverpool—, con una borla encarnada en el vértice y ancha cinta a cuadritos blancos y rojos. Llevaba adornado el rostro con estrechas patillas y de sus orejas pendían unos aretes de cobre.



Jaime, al conocerle, había sentido curiosidad por estos adornos.



–De chico fui grumete en una goleta inglesa—dijo Ventolera en su dialecto ibicenco, cantando las palabras con vocecita dulce—. El patrón era un maltés muy arrogante, con patillas y pendientes. Y yo me decía: «Cuando sea hombre, he de ser igual al patrón…» Aunque usted me vea ahora así, yo he sido muy pinturero y me ha gustado imitar a las personas que valen.



Los primeros días que Jaime pescó en el Vedrá olvidábase de mirar al agua y al aparejo que tenía en la mano, para fijarse en el coloso que se alza sobre el mar, despegado de la costa.



Amontonábanse las rocas, soldadas unas a otras, y al remontarse en el espacio, obligaban al espectador a echar la cabeza atrás para alcanzar con sus ojos la aguda cumbre. Los peñascos de la orilla del agua eran abordables. Penetraba el mar entre ellos, sumiéndose en las bajas arcadas de cuevas submarinas, refugio en otros tiempos de corsarios y depósitos ahora de los contrabandistas algunas veces. Podía caminarse saltando de peñasco en peñasco, entre cabinas y otras vegetaciones silvestres, por una parte de la orilla del Vedrá; pero más adentro la roca se elevaba recta, lisa, inabordable, en pulidas paredes grises cortadas a pico. A enorme altura existían algunas mesetas cubiertas de verde, y tras de ellas volvía a elevarse el peñón en su cortadura vertical, hasta llegar a la cumbre, aguda como un dedo. Algunos cazadores habían escalado una parte de esta ciudadela, aprovechando como senderos las aristas entrantes de la piedra para llegar de este modo a las primeras mesetas. Más allá sólo había ido, según el tío Ventolera, cierto fraile desterrado por el gobierno como agitador carlista, que había construido en la costa de Ibiza la ermita de los

Cubells

.



–Era un hombre duro y atrevido—continuó el viejo—. Dicen que puso una cruz en lo más alto, pero hace tiempo que se la llevaron los malos vientos.



Febrer veía saltar sobre las oquedades del gran peñón gris, sombreadas por el verde de las sabinas y los pinos marítimos, unos puntos de color, semejantes a pulgas rojas o blanquecinas, de incesante movilidad. Eran las cabras del Vedrá; cabras salvajes por el aislamiento, abandonadas hacía muchos años, y que se reproducían lejos del hombre, habiendo perdido todo hábito de domesticidad, huyendo monte arriba con prodigiosos saltos apenas una barca abordaba el peñón. En las mañanas tranquilas, sus balidos, agrandados por el silencio agreste, extendíanse sobre la superficie del mar.



Un amanecer, Jaime, que había traído su escopeta, disparó dos tiros contra un grupo de cabras que estaban a gran distancia, seguro de no tocarlas, por el placer de verlas saltar en su huida. Los estampidos, agrandados por el eco del canal, poblaron el espacio de chillidos y aleteos. Eran centenares de gaviotas viejas y enormes que abandonaban sus guaridas espantadas por el estruendo. El islote, estremecido, arrojaba fuera a sus alados habitantes. En lo más alto, como puntos negros, volaban hacia la isla grande otros pájaros fugitivos: los halcones que se refugiaban en el Vedrá y daban caza a las palomas de Ibiza y Tormentera.



El viejo marinero señaló a Febrer ciertas cuevas abiertas como ventanas en las paredes más rectas e inaccesibles del islote. Ni las cabras ni los hombres podían llegar a ellas. El tío Ventolera sabía lo que se ocultaba más adentro de sus negras gargantas. Eran colmenas; colmenas que tenían siglos y siglos, refugios naturales de las abejas que, pasando el estrecho entre Ibiza y el Vedrá, venían a refugiarse en estas cuevas inaccesibles luego de haber revoloteado sobre los campos de la isla. Él había visto en cierta época del año brillar junto a estas bocas hilos de luz que serpenteaban peñas abajo. Era miel que derretía el sol en la entrada de la caverna y chorreaba inútil fuera del depósito.



El tío Ventolera tiró de su aparejo de pesca con un ronquido de satisfacción.



–¡Y van ocho!…



Pendiente de un anzuelo, coleaba y movía sus patas una especie de langosta de obscuro gris. Otras semejantes descansaban inertes en una espuerta al lado del viejo.



–Tío Ventolera, ¿no canta usted la misa?



–Si usted lo permite…



Jaime conocía las costumbres del viejo, su afición a entonar los cánticos de la misa mayor cada vez que se sentía alegre. Retirado de las largas navegaciones, su placer era cantar los domingos en la iglesia del pueblo de San José o en la de San Antonio, extendiendo luego esta afición a todos los momentos felices de su vida.



–Allá voy… allá voy—dijo con tono de superioridad, como si fuese a dispensar a su acompañante el mayor de los placeres.



Llevándose una mano a la boca, se extrajo de golpe la dentadura, guardándola en la faja. Su rostro se llenó de arrugas en torno a la boca sumida, y comenzó a cantar las frases del sacerdote y las respuestas del ayudante. Su voz temblona e infantil adquiría una grave sonoridad al resbalar sobre la acuática extensión y ser reproducida por los ecos de las rocas. Las cabras del Vedrá respondían de vez en cuando con tiernos balidos de sorpresa. Jaime reía de la vehemencia del viejo, el cual, poniendo los ojos en blanco, se llevaba una mano al corazón sin soltar de la otra la cuerda del

volantí

. Así estuvieron largo rato, atento Febrer a su aparejo, en el que no percibía el más leve movimiento. Toda la pesca era para el anciano. Esto le puso de mal humor, y de pronto se sintió molestado por sus cánticos.



–Basta, tío Ventolera… ¡Ya hay bastante!



–Le ha gustado, ¿verdad?—dijo el viejo con candidez—. También sé otras cosas; sé lo del capitán Riquer: un sucedido, nada de cuentos. Mi padre lo vio.



Jaime hizo un ademán de protesta. No; nada del capitán Riquer. Se sabía de memoria la hazaña. En tres meses que salían juntos al mar, raro era el día que terminaba sin el relato del suceso. Pero el tío Ventolera, con su inconsciencia senil, convencido de la importancia de todo lo suyo, había ya empezado su historia, y Jaime, vuelto de espaldas, echaba el cuerpo fuera de la borda, mirando las profundidades del mar, para no oír una vez más lo que sabía de memoria.



¡El capitán Antonio Riquer!… Un héroe de la isla de Ibiza, un marino tan grande como Barceló… Pero como Barceló era mallorquín y el otro ibicenco, todos los honores y los grados habían sido para aquél. Si hubiese justicia, debía tragarse el mar a la isla orgullosa, madrastra de Ibiza. De pronto, el viejo recordaba que Febrer era mallorquín, y permanecía en confuso silencio por unos instantes.



–Esto es un decir—añadía excusándose—. Buenas personas las hay en todas partes.

Vostra mercé

 es una de ellas. Pero volviendo al capitán Riquer…



Era patrón de un jabeque armado en corso, el

San Antonio

, tripulado por ibicencos, en continua guerra con las galeotas de los moros argelinos y los navíos de Inglaterra, enemiga de España. El nombre de Riquer lo conocían en todo el Mediterráneo. El suceso ocurrió en 1806. El día de la Trinidad, por la mañana, se presentó a la vista de la ciudad de Ibiza una fragata con bandera inglesa, dando bordadas, fuera del alcance de los cañones del castillo. Era la

Felicidad

, el navío del italiano Miguel Novelli, apodado «el Papa», vecino de Gibraltar y corsario al servicio de Inglaterra. Venía en busca de Riquer, a burlarse en sus propias barbas, navegando arrogante a la vista de su ciudad. Tocaron a rebato las campanas, sonaron los tambores, el vecindario se agolpó en las murallas de Ibiza y en el barrio de la Marina. El

San Antonio

 estaba carenándose en tierra; pero Riquer, con los suyos, lo echó al agua. Los cañoncitos del jabeque habían sido desmontados, y los sujetaron a toda prisa con cuerdas. Todos los de la Marina querían embarcarse, pero el capitán sólo escogió cincuenta hombres, y oyó misa con ellos en la iglesia de San Telmo. Al ir a izar las velas se presentó el padre de Riquer, un marino viejo, y atropellando la resistencia de su hijo se metió en el buque.

 



Necesitó el

San Antonio

 largas horas y expertas maniobras para aproximarse a la fragata del «Papa». El pobre jabeque parecía un insecto al lado del gran navío, tripulado por la gente más brava y aventurera recogida en los muelles de Gibraltar: malteses, ingleses, romanos, venecianos, liorneses, sardos y raguseos. La primera andanada de los cañones del navío mata cinco hombres sobre la cubierta del jabeque, entre ellos el padre de Riquer. Éste coge el cadáver destrozado, manchándose con su sangre, y corre a ocultarlo en la cala. «¡Han muerto a nuestro padre!», gimen los hermanos de Riquer. «¡A lo que estamos!—grita éste con rudeza—. ¡A los frascos! ¡Al abordaje!»



Los «frascos», arma terrible de los corsarios ibicencos, botellas ígneas que al romperse sobre la cubierta enemiga la incendiaban con su fuego, caen sobre el navío del «Papa». Arden los cordajes, flamea la obra muerta, y como demonios saltan entre las llamas Riquer y los suyos, la pistola en una mano, el hacha de abordaje en la otra. La cubierta chorrea sangre, los cadáveres ruedan al mar con la cabeza destrozada. Al «Papa» lo encontraron escondido y medio muerto de miedo en un armario de su cámara.



Y el tío Ventolera reía con su risa de niño al recordar este detalle grotesco de la gran victoria de Riquer. Luego, al ser conducido «el Papa» a la isla, las gentes de la ciudad y los payeses acudidos en tropel lo miraban como un animal raro. ¡Éste era el pirata, terror del Mediterráneo! ¡Y lo habían encontrado metido entre tablas por miedo a los ibicencos! Le formaron proceso para colgarlo en la isla de los Ahorcados, un islote donde ahora estaba el faro, en el estrecho de los Freus; pero Godoy dio orden para que lo canjeasen por varios prisioneros españoles.



Su padre había visto estos grandes sucesos: iba de paje en el jabeque de Riquer. Luego había caído cautivo de los argelinos, siendo de los últimos esclavos, antes de que llegasen los franceses a Argel. Allí se vio en peligro de muerte un día que los diezmaron a todos por el asesinato de un moro perverso, cuyo cadáver apareció embutido en una letrina. El tío Ventolera se acordaba también de los relatos que hacía su padre de la época en que Ibiza tenía corsarios y llegaban a su puerto embarcaciones apresadas, con moras y moros cautivos. Los prisioneros comparecían ante el «escribano de presas» como testigos del suceso, y se les exigía juramento de verdad «por Alaquivir, el Profeta y su Alcorán, alto el brazo y el dedo índice, mirando su rostro al nacimiento del sol». Mientras tanto, los duros corsarios ibicencos, al repartirse el botín, apartaban un fondo para la compra de sábanas destinadas a convertirse en vendajes de sus futuras heridas, y dejaban otra parte de las ganancias para que «un sacerdote celebrase misa todos los días mientras ellos estuviesen fuera de la isla».



El tío Ventolera pasaba de Riquer a otros valerosos patrones de corsos anteriores a él; pero Jaime, molestado por su charla, en la que latía un deseo de asombrar a la isla de Mallorca, vecina y enemiga, acabó por impacientarse.



–¡Que son las doce, abuelo!… Vámonos; ya no pican.



El viejo miró el sol, que sobrepasaba la cumbre del Vedrá. Aún no era mediodía, pero faltaba poco. Luego miró el mar; el señor tenía razón: ya no picarían los peces, pero él estaba satisfecho de la jornada.



Con sus brazos enjutos tiró de la cuerda, izando la pequeña vela triangular de la embarcación. Ésta se inclinó sobre un costado, cabeceó un poco sin moverse del sitio, y de repente empezó a cortar el agua con suave murmullo. Salieron del canal, dejando atrás el Vedrá y siguiendo la costa de Ibiza. Jaime empuñaba el timón, mientras el viejo, manteniendo el cesto de la pesca entre su rodillas, iba contando y manoseando las piezas con avaro deleite.



Doblaron un cabo y apareció una nueva sección de la costa. Sobre un montículo de peñas rojas, cortado a trechos por manchas obscuras de matorrales, destacábase una torre ancha y amarilla, un cilindro achatado, sin más huecos por la parte del mar que una ventana, negro agujero de contornos irregulares. En el coronamiento de la torre, una tronera que había servido en otros tiempos para un pequeño cañón recortaba su tajadura sobre el azul del cielo. A un lado del promontorio, cortado a pico sobre el mar, descendía el terreno, cubriéndose de verde con arboledas bajas y frondosas, entre las cuales asomaba la mancha blanca de un exiguo caserío.



La embarcación hizo rumbo a la torre, y al llegar cerca de ella desvióse hacia una playa inmediata, chocando su proa en el fondo de grava. El viejo amainó la vela y aproximó la embarcación a una roca aislada en medio de la playa, de la cual pendía una cadena. Amarró a ella la barca, y luego saltaron a tierra él y Jaime. No quería poner en seco la embarcación; pensaba volver al mar aquella tarde, luego de comer: asunto de calar

unos palangres

, que recogería a la mañana siguiente. ¿Le acompañaba el señor?… Febrer hizo un gesto negativo, y el viejo se despidió de él hasta la madrugada siguiente. Le despertaría desde la playa cantando el

Introito

 cuando aún hubiera estrellas en el cielo. El amanecer debía sorprenderles en el Vedrá. ¡A ver si el señor salía pronto de su torre!



Se alejó el viejo tierra adentro, llevando pendiente de un brazo el cesto de pescado.



–Déle usted mi parte a Margalida, tío Ventolera, y que me traigan pronto la comida.



El marinero contestó con un movimiento de hombros, sin volver el rostro, y Jaime fue avanzando por el borde de la playa hacia la torre. Sus pies, calzados de alpargatas, hollaban la grava, en la que se perdían los últimos estremecimientos del mar. Entre las azuladas piedrecitas veíanse fragmentos de barro cocido: pedazos de asas; superficies cóncavas de alfarería, con vestigios de remotos adornos que tal vez habían pertenecido a panzudas vasijas; pequeñas esferas irregulares de tierra gris, en las que parecía adivinarse, a través de las roeduras del agua salitrosa, rostros informes, fisonomías crispadas por el paso de los siglos. Eran misteriosos despojos de los días de tormenta; fragmentos del gran secreto del mar que volvían a la luz tras una ocultación de miles de años; la historia confusa y legendaria devuelta por las olas incoherentes a las riberas de estas islas, abrigo en tiempos remotos de fenicios y cartagineses, árabes y normandos. El tío Ventolera hablaba de monedas de plata, delgadas como hostias, encontradas por muchachos al jugar en la costa. Su abuelo le había contado, siendo niño, la tradición de cavernas submarinas que contenían tesoros, cuevas de los sarracenos y normandos que habían sido muradas con pedruscos, perdiéndose después el secreto del escondrijo.



Jaime comenzó a ascender por la peñascosa ladera, camino de la torre. Los tamariscos erguían su áspera y rumorosa vegetación de pinos enanos, que parecía nutrirse de la sal disuelta en el ambiente, hundiendo sus raíces en la roca. El viento de los días tempestuosos, al remover la arena, dejaba descubiertas sus múltiples y enmarañadas raíces, negras y delgadas serpientes en las que se enredaban muchas veces los pies de Febrer. Al eco de los pasos de éste respondía en los matorrales un rumor de medrosas carreras y chasquido de hojas, viéndose pasar entre mata y mata, con ciega velocidad, un bulto de pelos grises con la cola en forma de botón. La fuga de los conejos hacía correr a los lagartos de color de esmeralda tendidos perezosamente al sol.



Junto con estos rumores llegó a oídos de Jaime un débil tamborileo y una voz de hombre que entonaba un romance ibicenco. Deteníase de vez en cuando como indecisa, repitiendo los mismos versos tenazmente, hasta que lograba pasar a otros nuevos, lanzando al final de cada estrofa, según costumbre del país, un cloqueo extraño semejante al graznido del pavo real, un gorgorito rudo y estridente como el que acompaña a los cantos de los árabes.



Cuando Febrer estuvo en la cumbre vio al músico sentado en una piedra detrás de la torre y contemplando el mar.



Era un

atlot

 al que había encontrado algunas veces en

Can Mallorquí

, la casa de su antiguo arrendatario Pep. Tenía apoyado en un muslo el tamboril ibicenco, pequeño tambor pintado de azul con flores y ramajes dorados. El brazo izquierdo se apoyaba en el instrumento y la cara descansaba en una mano, oculta casi por la palma y los dedos. Con la diestra armada de un palillo golpeaba lentamente uno de los parches, y así permanecía inmóvil, en actitud reflexiva, con el pensamiento concentrado en su improvisación, contemplando el inmenso horizonte del mar a través de sus dedos.



Le llamaban el

Cantó

, como a todos los que en la isla cantan versos nuevos en bailes y serenatas. Era un mozuelo alto, paliducho y estrecho de hombros, un

atlot

 que aún no había llegado a los diez y ocho años. Al cantar, tosía y se hinchaba su frágil cuello, arrebolándosele el rostro, de una blancura transparente. Sus ojos eran grandes, ojos de mujer, con el lagrimal de color rosa muy saliente. Vestía traje de fiesta en todo tiempo: sus pantalones eran de terciopelo azul, la faja y el lazo que le servía de corbata de encendido rojo, y por encima de esta última prenda ostentaba un pañolito femenil arrollado al cuello, con la bordada punta por delante. Dos rosas asomaban sobre sus orejas, y bajo el ala de su fieltro, echado atrás y adornado con una cinta a flores, escapábanse en rizado flequillo las ondulaciones de su cabello, lustroso de pomada. Febrer, viendo estos adornos casi femeniles, sus grandes ojos y su pálida tez, lo comparó a una doncella exangüe de las que idealiza el arte moderno. Pero esta virgen mostraba cierto bulto inquietante en el ruedo de su faja roja. Indudablemente era un cuchillo o un pistolete de los que fabrican los herreros de la isla; el compañero inseparable de todo

atlot

 ibicenco.



Al ver a Jaime se levantó el cantor, dejando el tamborcillo pendiente de una correa sujeta al brazo izquierdo, mientras con la mano derecha, que aún empuñaba el palillo, tocaba el ala de su sombrero.



¡Bon día tengui!



Febrer, que como buen mallorquín creía en la ferocidad de los ibicencos, admiraba sin embargo su aspecto cortés al encontrarlos en los caminos. Se mataban entre ellos, siempre por asuntos de amor, pero el forastero era respetado, con el mismo escrúpulo tradicional que muestra el árabe por el hombre que pide hospitalidad bajo su tienda.



El

Cantó

 parecía avergonzado de que el señor mallorquín le hubiese sorprendido junto a su casa, en un terreno que era suyo. Balbuceaba excusas. Venía a sentarse allí porque le gustaba contemplar el mar desde la altura. Sentíase mejor a la sombra de la torre; ningún amigo le turbaba con su presencia y podía componer libremente los versos de un romance para el próximo baile en el pueblo de San Antonio.



Jaime sonrió al oír las tímidas excusas del cantor. Seguramente que sus versos eran dedicados a alguna

atlota

. El muchacho inclinó la cabeza. «Sí, señor…» ¿Y quién era ella?



Flo d'enmetllé

—dijo el poeta.



«¡Flor de almendro!…» Bonito nombre. Y animado por la aprobación del señor, el

atlot

 siguió hablando. «Flor de almendro» era Margalida, la hija del

siñó

 Pep de

Can Mallorquí

. Él era quien había dado este nombre, al verla blanca y hermosa como las flores que echa el almendro cuando terminan las heladas y vienen del mar los soplos tibios anunciadores de la primavera. Todos los muchachos del contorno repetían este nombre, y Margalida no era conocida por otro. El cantor confesaba poseer cierta habilidad para la invención de apodos bonitos. Lo que él decía quedaba para siempre.

 



Febrer acogió sonriendo estas palabras del muchacho. ¿Adonde había ido a refugiarse la poesía?… Luego le preguntó si trabajaba, y el

atlot

 contestó negativamente. No querían sus padres: un médico de la ciudad le había visto un día de mercado, aconsejando a su familia que le evitase toda fatiga. Y él, satisfecho del consejo, pasaba los días de labor en pleno campo, a la sombra de un árbol, oyendo cantar a los pájaros, espiando a las

atlotas

 que transitaban por las sendas; y cuando le bullía en la cabeza un trovo nuevo, sentábase a la orilla del mar para devanarlo lentamente, fijándolo en su memoria.



Jaime se despidió de él: podía continuar su trabajo poético.



Pero a los pocos pasos se detuvo, volviendo la cabeza al no oír de nuevo el tamboril. El cantor se alejaba cuesta abajo, temeroso de molestar al señor con su música, e iba en busca de otro lugar solitario.



Llegó Febrer a la torre. Todo lo que parecía de lejos piso bajo era una construcción maciza. La puerta estaba al nivel de las ventanas superiores; así los antiguos guardianes podían evitar una sorpresa de los piratas, valiéndose para sus entradas y salidas de una escala, que retiraban al interior en cuanto llegaba la noche. Jaime había hecho fabricar una ruda escalera de madera para llegar a su habitación, pero no la retiraba nunca. La torre, construida con piedra arenisca, estaba algo roída en su exterior por el viento del mar. Muchos sillares habían rodado fuera de sus alvéolos, y estas oquedades eran como peldaños disimulados para escalar la torre.



Ascendió el solitario a su habitación. Era una pieza circular, sin más huecos que la puerta y la ventana trasera, aberturas que casi parecían túneles en el desmesurado espesor de los muros. Éstos, por su parte interna, hallábanse cuidadosamente enjalbegados con la deslumbrante cal de Ibiza, que da una transparencia y una suavidad lácteas a todos los edificios, comunicando aspecto de risueñas mansiones a las casuchas sórdidas de la campiña. Sólo en la bóveda, cortada por un tragaluz revelador de la antigua escalera que conducía a la plataforma, quedaba el hollín de las fogatas que se habían encendido en otros tiempos.



Unas tablas mal unidas por cruces de maderos que les servían de refuerzo cerraban la puerta, la ventana y el tragaluz. No había ni un cristal en la torre. Aún era verano, y Febrer, indeciso sobre su destino, o más bien indiferente, dejaba los trabajos de una instalación definitiva para más adelante.



Le parecía hermoso y seductor este retiro, a pesar de su rudeza. Notaba en él la mano adicta de Pep y la gracia de Margalida. Jaime se fijaba en lo nítido de las paredes, en la limpieza de las tres sillas y la mesa de tablas, muebles fregoteados por la hija de su antiguo arrendatario. Unos aparejos de pesca extendían sus mallas por los muros con ondulaciones de tapiz. Más allá colgaban la escopeta y un bolso de municiones. A trechos agrupábanse, formando abanicos, largas y estrechas valvas de mariscos que tenían la transparencia acaramelada del carey. Eran regalo del tío Ventolera, así como dos caracolas enormes que adornaban la mesa, blancas, erizadas de púas y con el interior de un rosa húmedo, como el de la carne femenil. Cerca de la ventana permanecía arrollado el jergón con su almohada y sus sábanas, cama rústica que Margalida o su madre hacían todas las tardes.



Jaime dormía allí con más tranquilidad que en su palacio de Palma. Los días que no le despertaba al romper el alba el tío Ventolera cantando la misa desde la playa o subiendo la colina para lanzar unas cuantas piedras contra la puerta de la torre, el solitario permanecía en su jergón hasta bien entrada la mañana. Llegaba a sus oídos la voz monótona del mar, la gran madre arrulladora. Una luz misteriosa, mezcla de oro de sol y azul acuático, filtrábase por las rendijas, temblando en la blancura de las paredes. Las gaviotas chillaban afuera, y pasando ante las ventanas con aleteo juguetón trazaban rápidas sombras en el muro.



Las noches en que se acostaba temprano, reflexionaba el solitario con los ojos abiertos, viendo deslizarse la luz difusa estelar o el resplandor de la luna por los maderos entreabiertos. Era esa media hora en la que se ve todo el pasado con una percepción sobrenatural; antesala del sueño, por la que pasan los recuerdos más remotos. El mar gruñía; sonaban estridentes silbidos de los paj