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Los muertos mandan

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–Buen mozo—decía de él—, buen caballero, pero igual casi a los liberales. ¡Ay, la vida en tierra extranjera! ¡Cómo cambia a los hombres!… ¡Qué pecados!…

Ahora su entusiasmo era sólo por Dios, y su dinero emprendía el camino de Roma. Una suprema ilusión animaba su existencia. ¿No le enviaría antes de morir la «Rosa de Oro» el Santo Padre? Era regalo destinado en otros tiempos sólo a las reinas, pero algunas devotas ricas de la América del Sur conseguían ahora esta distinción. Y menudeaba las liberalidades, viviendo en santa pobreza para poder enviar más dinero al Vaticano. ¡La «Rosa de Oro», y luego morir!…

Febrer llegó a casa de «la Papisa»: un zaguán semejante al suyo, aunque más cuidado, más limpio, sin hierbas en el pavimento, sin grietas ni desconchaduras en las paredes, con una pulcritud monacal. Arriba le abrió la puerta una criadita pálida, vestida con el hábito azul de una cofradía y cordón blanco. Esta muchacha no pudo reprimir un gesto de sorpresa al reconocer a Jaime.

Le dejó en el recibimiento, lleno de retratos como el de casa de los Febrer, y corrió con un ligero trote de ratón a las habitaciones interiores, para avisar esta visita extraordinaria que turbaba la paz monástica del palacio.

Transcurrieron largos minutos de silencio. Jaime oyó pasos furtivos en las habitaciones inmediatas; vio cortinajes que se agitaban levemente, como movidos por suave céfiro; adivinó tras de ellos cuerpos en acecho, ojos que le contemplaban ocultos. La criada volvió a aparecer, saludando a don Jaime con grave cortesía. ¡Era el sobrino de la señora!… Le acompañó hasta un gran salón, y desapareció.

Febrer entretuvo la espera contemplando esta vasta pieza, de un lujo arcaico. Así era su casa en tiempos del abuelo. Las paredes estaban cubiertas de rico damasco carmesí, y sobre ellas destacábanse antiguos cuadros religiosos de suaves pinceles italianos. Los muebles eran de madera blanca y oro, con voluptuosas curvas, tapizados de gruesa seda bordada. Sobre las consolas, reflejándose en los espejos azulados y profundos, mezclábanse figuras policromas de santos y péndolas del siglo xvii con figuras mitológicas. La bóveda del techo estaba pintada al fresco, con una asamblea de dioses y diosas sentados en nubes. Sus rosadas desnudeces y atrevidos gestos contrastaban con la faz dolorosa de un gran Cristo que parecía presidir el salón, ocupando la mayor parte del muro sobre el estrado, entre dos puertas. «La Papisa» reconocía lo pecaminoso de estos adornos mitológicos; pero eran recuerdos de la buena época, de cuando mandaban los caballeros, y los respetaba, procurando no verlos.

Se levantó un cortinaje de damasco y entró una criada vieja vestida de negro, con falda lisa y pobre jubón, lo mismo que una campesina. Los cabellos grises estaban cubiertos en parte por una pañoleta obscura, a la que el tiempo y la grasa habían dado un tinte rojizo. Por debajo de la falda asomaban los pies calzados de paño, con unas medias blancas de grueso tejido. Jaime se apresuró a levantarse de su asiento. Aquella criada vieja era «la Papisa».

La sillería estaba en un desorden permanente que parecía denunciar la tertulia reunida allí todas las tardes. Cada asiento pertenecía por derecho consuetudinario a una grave persona, y quedaba inmóvil en el mismo sitio. Doña Juana, al entrar, ocupó un sillón semejante a un trono, asiento desde el cual presidía toda las tardes su fiel tertulia de canónigos, amigas viejas y señores de sanas ideas, como una reina que recibe su corte.

–Siéntate—dijo brevemente a su sobrino.

Tendió las manos, por el automatismo de la costumbre, sobre un brasero monumental de plata que estaba vacío, y contempló fijamente a Jaime con sus ojillos grises de mirada aguda, habituados a infundir miedo. Esta mirada autoritaria fue humanizándose, hasta temblar con una lacrimosidad de emoción. Cerca de diez años que no veía a su sobrino.

–Eres un Febrer de lo más puro. Te pareces a tu abuelo… ¡Igual a todos los de tu familia!

Y ocultaba su verdadero pensamiento; callábase el único parecido que le conmovía: la semejanza de Jaime con su padre, cuando éste era oficial de marina y venía a verla en tiempos ya remotos. Sólo le faltaban para ser idéntico a su progenitor el uniforme y los lentes… ¡Ah, monstruo de liberalismo y de ingratitud!…

Sus ojos recobraron la acostumbrada dureza; sus facciones parecieron más secas, pálidas y angulosas.

–¿Qué deseas?—dijo con rudeza—. ¡Porque seguramente no vienes por el placer de verme!…

Jaime bajó los ojos con una hipocresía infantil, y temeroso de llegar a su verdadera demanda, acometió el relato desde muy lejos. Él era bueno, creía en todo lo antiguo, deseaba mantener el prestigio de su familia y aumentarlo… No había sido un santo, lo confesaba; una existencia loca había consumido sus bienes… ¡pero el honor de la casa siempre intacto! De esta vida de pecado y ruina había sacado dos cosas excelentes: la experiencia y el firme propósito de enmendarse.

–Tía: yo quiero cambiar de modo de vivir; yo quiero ser otro.

La tía asintió con un gesto enigmático. Muy bien; así habían hecho San Agustín y otros santos varones que pasaron su juventud en la licencia, para ser luego lumbreras de la Iglesia.

Se animó el sobrino con estas palabras. Él, ciertamente, no llegaría a figurar como lumbrera de nada, pero deseaba ser un buen caballero cristiano; se casaría, educaría a sus hijos para que continuasen las tradiciones de la casa; un hermoso porvenir. Pero ¡ay! vidas tan desarregladas como la suya son de difícil apaño cuando llega el momento de enderezarlas hacia la virtud. Necesitaba una ayuda. Estaba arruinado, tía. Los predios se hallaban en manos de los acreedores; su casa era un desierto: se había defendido vendiendo los recuerdos del pasado. Él, un Febrer, iba a verse en medio de la calle si una mano misericordiosa no le daba apoyo. Y había pensado en su tía—que al fin era su pariente más próxima, algo así como su madre—para que le salvase.

Esta supuesta maternidad hizo enrojecer débilmente a doña Juana y aumentó la dura brillantez de sus ojos. ¡Ay, la memoria con sus penosas evocaciones!…

–¿Y es de mí de quien esperas tu salvación?—dijo lentamente «la Papisa», con una voz que silbaba entre los dientes, separados y amarillentos, pero todavía fuertes—. Pierdes el tiempo, Jaime. Yo soy pobre… no tengo casi nada. Apenas lo necesario para vivir y hacer algunas limosnas.

Lo dijo con tal firmeza, que Febrer perdió la esperanza y juzgó inútil insistir. «La Papisa» no quería ayudarle.

–Está bien—dijo con visible despecho—. Pero a falta de su apoyo, he de procurarme otra salida en mis apuros, y cuento con una. Usted es ahora la mayor de mi familia, y debo pedir su consejo. Tengo en proyecto un casamiento que puede salvarme: un matrimonio con persona rica, pero que no es de nuestra clase, sino de un origen bajo. ¿Qué debo hacer?…

Esperaba en su tía un movimiento de sorpresa, de curiosidad. Tal vez el anuncio de su casamiento la ablandase. Casi era seguro que, aterrándose ante un peligro tan enorme para el honor de su casa y de su sangre, se allanara a todo, concediéndole su protección. Pero el sorprendido, el aterrado, fue Jaime al ver fruncirse con una sonrisa fría los labios pálidos de la vieja.

–Lo sé—dijo—. Me lo han contado todo esta mañana en Santa Eulalia, al salir de misa. Ayer estuviste en Valldemosa. Te casas… te casas con… una chueta.

Le costó un esfuerzo soltar la palabra, se estremeció al decirla. Luego de esto reinó en el salón un largo silencio, uno de esos silencios trágicos y absolutos que siguen a las grandes catástrofes, lo mismo que si la casa acabara de venirse abajo, extinguiéndose el eco del último muro derrumbado.

–¿Y a usted qué le parece?—se atrevió a preguntar tímidamente Jaime.

–Haz lo que quieras—dijo «la Papisa» con frialdad—. Sabes que hemos estado muchos años sin vernos, y lo mismo podernos seguir el resto de nuestra vida. Tú y yo somos ahora como de otra sangre; pensamos de distinto modo; no podemos entendernos.

–¿De modo que debo casarme?—insistió él.

–Eso pregúntalo a ti mismo. Los Febrer marchan desde hace años por tales caminos, que nada de ellos puede sorprenderme.

Jaime adivinaba en los ojos y la voz de su tía un goce reprimido, la voluptuosidad de la venganza, la alegría de ver caídos a sus enemigos en lo que consideraba una deshonra, y esto le irritó.

–Y si me caso—dijo imitando la frialdad de doña Juana—, ¿puedo contar con usted? ¿Vendrá usted a mi boda?

Esto puso fin a la tranquilidad de «la Papisa», y la hizo erguirse con altivez. Las lecturas románticas de la juventud acudieron a su memoria. Habló como una reina ultrajada al final de un capítulo de novela histórica.

–Caballero, soy Genovart por mi padre. Mi madre era Febrer, pero tanto valen los unos como los otros. Yo reniego de la sangre que va a mezclarse con la de la gente vil, matadora de Cristo, y me quedo con la mía, con la de mi padre, que acabará conmigo pura y honrada.

Señalaba la puerta con ademán arrogante, dando por terminada la entrevista. Pero luego pareció darse cuenta de lo extemporáneo y teatral de su protesta, y bajó los ojos, se humanizó, tomando un aspecto de mansedumbre cristiana.

–Adiós, Jaime; ¡que el Señor te ilumine!

–Adiós, tía.

La tendió él una mano, a impulsos de la costumbre, pero ella retiró vivamente su diestra, ocultándola detrás de su espalda. Febrer sonrió al recordar ciertas noticias de los murmuradores. Esta retracción no significaba desprecio ni odio. Era que «la Papisa» había hecho voto de no tocar en su vida las manos de otros hombres que los sacerdotes.

Cuando se vio en la calle prorrumpió sordamente en denuestos, mirando los panzudos balcones del caserón. ¡Víbora! ¡Cómo se alegraba de su casamiento!… Cuando éste fuese un hecho, fingiría indignación y escándalo ante su tertulia. Tal vez enfermase, para que todos en la isla la compadeciesen, y sin embargo, su alegría era inmensa, la alegría de una venganza incubada durante muchos años, viendo a un Febrer, al hijo del hombre odiado, sumido en lo que consideraba la más afrentosa de las deshonras… ¡Y él, empujado por las angustias de la ruina, tendría que proporcionarle este placer casándose con la hija de Valls!… «¡Ah, miseria!»

 

Vagó hasta pasado mediodía por las calles poco frecuentadas inmediatas a la Almudaina y la catedral. El desfallecimiento del estómago guió sus pasos instintivamente hacia su casa. Comió silencioso, sin saber lo que comía, no viendo a madó, que, inquieta desde el día anterior, rondaba en torno de él, ansiosa de entablar conversación.

Luego de comer salió a una pequeña galería que daba sobre el jardín, con su ruinosa baranda de balaustres coronada por tres bustos romanos. A sus pies extendíase el follaje de las higueras, las barnizadas hojas de los magnolieros, las bolas verdes de los naranjos. Frente a él cortaban el espacio azul los troncos de las palmeras, y más allá de las almenas puntiagudas de la tapia extendíase el mar, luminoso, con estremecimientos de vida, como si cosquilleasen su blanda epidermis las barcas, sueltas sus velas al viento. A la derecha estaba el puerto, repleto de mástiles y amarillas chimeneas; más, allá, avanzaba en las aguas de la bahía la masa obscura de los pinos de Bellver, y sobre su cumbre erguíase el antiguo castillo, redondo como una plaza de toros, con su torre del homenaje suelta, aislada, sin otro lazo de unión que un gallardo puente. Abajo extendíase el rojo caserío moderno del Terreno, y más allá, al extremo del cabo, el antiguo Puerto Pi, con su torre de señales y las baterías de San Carlos.

Al otro lado de la bahía perdíase mar adentro, en las brumas flotantes del horizonte, un cabo de obscuro verde y peñas rojizas, sombrío y deshabitado.

La catedral destacaba sobre el azul del cielo sus botareles y arcadas, como un navío de piedra con la arboladura desmochada que hubiesen arrojado las olas entre la ciudad y la costa. Más allá del templo, el antiguo alcázar de la Almudaina mostraba sus rojas torres morunas. En el palacio del obispo brillaban como láminas de acero enrojecido los cristales de los miradores, cual si reflejasen un incendio. Entre este palacio y la muralla de mar, en un profundo foso lleno de hierba, por cuyos muros trepaban guirnaldas de rosales, amontonábanse numerosos cañones: unos antiquísimos, montados sobre ruedas; otros modernos, esparcidos por el suelo, esperando, durante años, el momento de ser emplazados. Las torres blindadas estaban oxidadas, lo mismo que las cureñas; los cañones de largo alcance, pintados de rojo y hundidos en la hierba, parecían tubos de desecho. El olvido y el óxido del abandono envejecían estas piezas modernas. El ambiente tradicional y envejecedor que según Febrer envolvía a la isla, parecía pesar sobre estos instrumentos de guerra, decrépitos poco después de nacer y antes de haber hablado.

Insensible a la alegría del sol, a las palpitaciones luminosas de la extensión azul, al piar de los pájaros que revoloteaban a sus pies, Jaime se sentía dominado por intensa tristeza, por un desaliento anonadador.

«¿A qué luchar con el pasado?… ¿Cómo libertarse de su cadena?… Cada uno, al nacer, encuentra marcado el sitio y gesto para todo el curso de su existencia, y es inútil querer cambiar de situación y de postura.»

Muchas veces, en su primera juventud, al ver desde una cumbre la ciudad y sus risueños alrededores, se había sentido obsesionado por fúnebres pensamientos. En las calles bañadas de sol o bajo los caparazones de los techos agitábase el humano hormiguero, impulsado por necesidades e ideas del momento que consideraba importantísimas. Todos creían con el más cándido y vanidoso de los egoísmos que una voluntad superior y omnipotente vigilaba y dirigía sus idas y venidas, iguales a las de los infusorios en una gota de agua. Más allá de la ciudad veía Jaime con la imaginación monótonas tapias, cipreses que asomaban sus puntas sobre ellas, una población apretada de blancas construcciones, de ventanillas como bocas de horno, de losas que parecían cubrir entradas de cuevas. ¿Cuántos eran los habitantes de la ciudad de los vivos en sus plazas y sus amplias calles? Sesenta mil… ochenta mil. ¡Ay! En la otra población situada a corta distancia, apretada, silenciosa, comprimida en sus casitas blancas entre sombríos cipreses, los habitantes invisibles eran cuatrocientos mil, seiscientos mil, tal vez un millón.

Luego, en Madrid, había pensado lo mismo una tarde que paseaba con dos mujeres por los alrededores de la villa. Las cumbres de las colinas inmediatas al río estaban ocupadas por mudas poblaciones entre cuyos edificios blancos surgían agudos grupos de cipreses. Y en el lado opuesto de la gran urbe existían igualmente otros campamentos de silencio y olvido. La ciudad vivía entre un apretado cordón de fuertes de la Nada. Medio millón de seres vivos agitábanse en las calles, creyendo ser solos en el dominio y la dirección de la existencia, sin acordarse ni conocer a cuatro, seis u ocho millones de semejantes que permanecían invisibles en los inmediatos cementerios.

Igual había pensado en París, donde cuatro millones de vecinos despiertos vivían rodeados de veinte o treinta millones de antiguos habitantes dormidos para siempre; y la misma fúnebre idea habíale perseguido en todas las grandes ciudades.

Los vivos no están solos en ninguna parte. Les rodean los muertos en todos los sitios, y como éstos son más, infinitamente más, gravitan sobre su existencia con la pesadez del tiempo y del número.

No; los muertos no se van aprisa, como cree el refrán popular. Los muertos se quedan inmóviles al borde de la vida, espiando a las nuevas generaciones, haciéndolas sentir la autoridad del pasado con un rudo tirón en su alma cada vez que intentan apartarse del sendero marcado por la rutina.

¡Qué tiranía la suya! ¡Qué poder sin límites! Es inútil apartar los ojos y paralizar la memoria; se les encuentra en todas partes, tienen ocupadas todas las avenidas de nuestra existencia, y nos salen al paso para recordar sus beneficios, obligándonos a una gratitud envilecedora. ¡Qué servidumbre!… La casa en que vivimos la construyeron los muertos; las religiones ellos las crearon; las leyes que obedecemos las dictaron los muertos, y obra suya son también nuestras pasiones y nuestros gustos, los alimentos que nos sostienen, todo lo que produce la tierra roturada por sus manos, que ahora son polvo. La moral, las costumbres, los prejuicios, el honor, todo obra suya. De pensar ellos de distinto modo, otra sería la actual organización de los hombres. Las cosas agradables a nuestros sentidos lo son porque así lo quieren los muertos; las desagradables e inútiles se ven sumidas en su vileza por la voluntad de los que ya no existen; lo moral y lo inmoral son sentencias dadas hace siglos por ellos.

Los hombres que se esfuerzan por decir cosas nuevas no hacen más que repetir con diversas palabras lo mismo que los muertos dijeron hace siglos y siglos. Lo que consideramos más espontáneo y personal en nosotros nos lo dictan ocultos maestros tendidos en su lecho de tierra, los cuales, a su vez, aprendieron la lección de otros muertos anteriores. En el punto de luz de nuestros ojos arde el alma de nuestros abuelos, así como en las líneas de nuestras facciones se reproducen y reflejan los rasgos de generaciones desaparecidas.

Febrer sonreía con inmensa tristeza. Creemos pensar por cuenta propia, y en las circunvoluciones de nuestro cerebro se agita una fuerza que ha vivido en otros organismos, semejante a la savia del injerto que lleva la energía desde los árboles seculares y moribundos a las plantaciones nuevas. Lo que decimos a veces espontáneamente, como última novedad de nuestro pensamiento, es una idea de los otros enquistada en nuestro cerebro desde el nacimiento, y que de pronto rompe su envoltura. Los gustos, los caprichos, las virtudes, los defectos, las afinidades y las repulsiones, todo heredado, todo obra de los desaparecidos, que se sobreviven en nosotros.

¡Con qué terror pensaba Jaime en el poder de los muertos!… Ocultábanse para hacer menos cruel su despotismo, pero no habían muerto realmente. Sus almas estaban agazapadas y vigilantes en los límites del campo de nuestra existencia, así como sus cuerpos formaban un campo atrincherado en torno a las aglomeraciones humanas. Nos espiaban con ojos severos, nos seguían, apartándonos con invisible zarpazo al menor intento de desviación en la ruta. Se juntaban todos para tirar con fuerza diabólica de los rebaños de hombres que se lanzan a la conquista de un ideal nuevo y extraordinario, restableciendo con violenta reacción la calma de la vida, que aman silenciosa y plácida, con susurros de hierbas mustias y aleteos de mariposas blancas: una dulce calma de cementerio dormido bajo el sol.

El alma de los muertos llenaba el mundo. Los muertos no se van, porque son los amos. Los muertos mandan, y es inútil resistirse a sus órdenes.

¡Ay! El hombre de las grandes ciudades, que vive vertiginosamente, no sabe quién hizo su casa, quién elaboró su pan, y no ve de la libre Naturaleza otras obras que los pobres árboles que adornan las calles, ignora la tiranía de los muertos. Ni siquiera llega a enterarse de que su vida transcurre entre millones y millones de ascendientes que están amontonados a pocos pasos de él y le espían y dirigen. Obedece ciegamente sus tirones, sin saber dónde termina el cabo de la cuerda amarrado a su alma; cree todos sus actos—¡pobre autómata!—producto de su voluntad, cuando no son más que imposiciones de los omnipotentes invisibles.

Jaime, sumido en la existencia monótona de una isla tranquila, conociendo sus ascendientes uno a uno, sabiendo el origen y la historia de todo cuanto le rodeaba—objetos, ropas, muebles—y de aquella casa que parecía tener un alma, podía darse cuenta de esta tiranía mejor que los demás.

Sí; los muertos mandan. La autoridad de los vivos, sus asombrosas novedades, ¡todo ilusión! ¡engaños que sirven para hacernos sobrellevar la existencia!…

Febrer, mirando el mar, en cuyo horizonte se marcaba la débil columna de humo de un vapor, pensó en los grandes trasatlánticos, pueblos flotantes, monstruos de velocidad, orgullo de la industria humana, que pueden dar en poco tiempo la vuelta al mundo… Sus remotos abuelos de la Edad Media, que iban a Inglaterra en una nave del tamaño de una barca de pesca, representaban algo más extraordinario. Y los grandes capitanes del presente, con sus interminables rebaños de hombres, no habían realizado mayores hazañas que el comendador Príamo con un puñado de marineros.

¡Ah, la vida! ¡Qué engaños, qué ilusiones bordamos sobre ella para ocultarnos la monotonía de su trama! Lo limitado de sus sensaciones y de sus sorpresas resulta desesperante. Igual es vivir treinta años que trescientos. Los hombres perfeccionan los juguetes útiles para su egoísmo y su bienestar, las máquinas, los medios de locomoción; pero aparte de esto, lo mismo se vivía antes que ahora. Las pasiones, las alegrías y las preocupaciones son las mismas: el animal humano no cambia.

Él se había creído un hombre libre, poseedor de un alma que llamaba «moderna», suya, toda suya, y ahora descubría en ella un confuso amasijo de las almas de sus ascendientes. Podía reconocerlas porque las había estudiado, porque estaban guardadas en una habitación inmediata, en el archivo, como esas flores secas que se conservan aplastadas entre las hojas de un libro viejo. La mayoría de los humanos que sólo guardan memoria, cuando más, de sus bisabuelos; las familias que no conocen detalladamente la historia de su pasado al través de los siglos, no se pueden dar cuenta de la vida ancestral que perdura en su alma, tomando como inspiraciones propias los gritos que los ascendientes lanzan dentro de ellos. Nuestra carne es carne de los que ya no existen; nuestras almas son fragmentos de las almas de otros muertos.

Jaime sentía vivir en su interior al grave abuelo don Horacio, y con él los escrúpulos del Inquisidor Decano, el de la tarjeta horripilante, y las almas del famoso comendador y otros ascendientes. Su mentalidad de hombre moderno guardaba algo de la de aquel regidor perpetuo que consideraba como una raza aparte y envilecida a los judíos conversos de la isla.

Los muertos mandan. Ahora se explicaba la repugnancia que había sentido al ponerse en contacto con aquel don Benito tan obsequioso y atento… ¡Y estos sentimientos eran irresistibles! Se los imponían otros que eran más fuertes que él. Los muertos le mandaban, y debía obedecer.

Este pesimismo le hizo recordar su situación presente. ¡Todo perdido!… Él no servía para los pequeños negocios, para las transacciones y arreglos que sacan adelante una vida de apuros. Renunciaba a aquella boda que era su única salvación, y los acreedores, así que se enterasen de esta renuncia que desvanecía sus esperanzas, caerían sobre él. Iba a verse expulsado de la casa de sus abuelos, y la gente le compadecería con una lástima más aflictiva para él que el insulto. Sentíase sin fuerzas para presenciar el naufragio definitivo de su raza y su nombre. ¿Qué hacer?… ¿Adonde ir?…

 

Permaneció gran parte de la tarde contemplando el mar, siguiendo el curso de las blancas velas que se ocultaban tras el cabo o se perdían en el dilatado horizonte de la bahía.

Al retirarse de la terraza, Febrer, sin saber cómo, se vio abriendo la puerta del oratorio, una puerta antigua y olvidada, que al chirriar sobre sus pernos oxidados esparció polvo y telarañas. ¡Cuánto tiempo que no había entrado allí!… En este ambiente denso de pieza cerrada creyó percibir un vago olor de esencias, de bote de perfumes abierto y abandonado; un olor que le hizo recordar a las solemnes damas de la familia cuyos retratos estaban en el recibimiento.

A través de un rayo de luz que se filtraba por los ventanillos de la cúpula danzaban en espiral ascendente millones de corpúsculos de polvo inflamados por el sol. El altar, de talla antigua, brillaba discretamente en la penumbra con reflejos de oro viejo. Sobre la mesa sagrada había unos zorros y un cubo, olvidados allí hacía años, desde la última limpieza.

Dos reclinatorios de viejo terciopelo azul parecían guardar aún la huella de señoriales y delicados cuerpos que ya no existían. Quedaban sobre sus pupitres, como olvidados, dos libros de oraciones con las puntas roídas por el uso. Jaime reconoció uno de estos libros. Era de su madre, la pobre señora pálida y enferma que compartía su vida entre el rezo y la adoración a un hijo para el que había soñado las mayores grandezas. El otro tal vez había pertenecido a su abuela, aquella americana de los tiempos del romanticismo, que aún parecía estremecer el caserón con el roce de sus blancos vestidos y los susurros de su arpa.

Esta aparición del pasado, todavía latente en la capilla abandonada, el recuerdo de aquellas dos damas, la una toda piedad, la otra idealista, elegante y soñadora, acabó de trastornar a Febrer. ¡Y pensar que dentro de poco las manazas de la usura vendrían a profanar tanta cosa venerable!… Él no podría presenciarlo. ¡Adiós! ¡adiós!…

Al anochecer buscó en el Borne a Toni Clapés. Con la confianza amistosa que le inspiraba el contrabandista, le pidió dinero.

–No sé cuándo podré devolvértelo. Me voy de Mallorca. Que se hunda todo, pero que yo no lo vea.

Clapés dio a Jaime más dinero que el que éste le pedía. Toni quedaba en la isla, y con ayuda del capitán Valls intentaría arreglar sus asuntos, si aún era posible. El capitán entendía de negocios y sabía desenmarañar los más confusos. Febrer y él estaban reñidos desde el día anterior; pero no importaba: Valls era un verdadero amigo.

–No digas a nadie que me voy—añadió Jaime—. Sólo debes saberlo tú… y Pablo. Tienes razón al decir que es un amigo fiel.

–¿Y cuándo te vas?…

Esperaba el primer vapor que saliese para Ibiza. Aún poseía allá algo: un montón de rocas con hierbajos y conejos; una torre ruinosa del tiempo de los piratas. Lo sabía por casualidad desde el día anterior: se lo habían dicho unos payeses de Ibiza que había encontrado en el Borne.

–Lo mismo es estar allí que en otra parte… Tal vez mucho mejor. Cazaré, pescaré; voy a vivir sin ver gente.

Clapés, recordando sus consejos de la noche anterior, apretó satisfecho la mano de Jaime. ¡Se acabó lo de la chueta!… Su alma de payés se alegraba de esta solución.

–Haces bien en irte. Lo otro… lo otro era una locura.