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Los muertos mandan

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Pablo Valls había coleccionado en su casa papeles y libros de la época de las persecuciones, y hablaba de éstas como de un suceso acaecido días antes.

–Se embarcaron hombres, mujeres y niños en un buque inglés; pero un temporal lo volvió de nuevo a las costas de Mallorca, y los fugitivos fueron presos. Esto era gobernando a España Carlos II el Hechizado. ¡Querer huir de Mallorca, donde tan bien les trataban, y a más de esto, en un buque tripulado por luteranos!… Tres años estuvieron presos, y la confiscación de sus bienes produjo un millón de duros. Además, el Santo Tribunal contaba con otros millones arrancados a las víctimas anteriores, y construyó un palacio en Palma, el mejor y más lujoso que tuvo en parte alguna la Inquisición. A los prisioneros les dieron tormento hasta confesar lo que deseaban sus jueces, y en 7 de Marzo de 1691 comenzaron las ejecuciones. Aquel suceso tuvo un historiador como no se conoce otro en el mundo, el padre Garau, santo jesuita, pozo de ciencia teológica, rector del Seminario de Monte-Sión, donde ahora está el Instituto, autor del libro La fe triunfante, un monumento literario que no vendo por todo el dinero del mundo. Aquí está: me acompaña a todas partes.

Y sacaba de un bolsillo La fe triunfante, librito encuadernado en pergamino, de antigua y rojiza impresión, que acariciaba con un cariño feroz.

¡Bendito padre Garau! Encargado de exhortar y fortalecer a los reos, lo había visto todo de cerca, y se hacía lenguas de los miles y miles de espectadores que acudieron de los diversos pueblos de la isla para presenciar la fiesta, de las misas solemnes con asistencia de treinta y ocho reos destinados a la quema, del lujoso atavío de caballeros y alguaciles, jinetes en briosos corceles al frente de la procesión, y de «la piedad del gentío, que prorrumpía otras veces en gritos de lástima cuando llevaban a la horca a un facineroso, y permanecía mudo ante estos réprobos olvidados del Señor…» En aquel día se mostró, según el docto jesuita, el temple de alma de los que creen en Dios y de los que le desconocen. Los sacerdotes marchaban animosos, dando gritos de exhortación sin cansarse; los miserables reos iban pálidos, decaídos y sin fuerzas. Bien se vio de qué parte estaba la ayuda celeste.

Los sentenciados fueron conducidos al pie del castillo de Bellver, para la quema final. El marqués de Leganés, gobernador del Milanesado, de paso en Mallorca con su flota, se apiadó de la juventud y belleza de una muchacha condenada a las llamas y pidió su perdón. El Tribunal alabó los sentimientos cristianos del marqués, pero no quiso admitir su súplica.

El padre Garau era el encargado de convencer a Rafael Valls, «hombre de ciertas letras, pero al que inspiraba el demonio un desmedido orgullo, impulsándolo a maldecir a los que le condenaban a muerte, y sin querer reconciliarse con la Iglesia». Pero, como decía el jesuita, estas valentías, obra del Malo, acaban ante el peligro y no pueden compararse con la serenidad del sacerdote que exhorta al reo.

–El padre jesuita era un héroe lejos de las llamas. Ahora verán ustedes con qué piedad evangélica relata la muerte de mi abuelo.

Y abriendo Valls el libro por una página señalada, leía con lentitud: «Mientras llegó sólo el humo a él, era una estatua; en llegando la llama, se defendió, se cubrió y forcejeó como pudo, y hasta que no pudo más. Estaba gordo como un lechonazo de cría y encendióse en lo interior; de manera que aun cuando no llegaban las llamas, ardían sus carnes como un tizón; y reventando por medio, se le cayeron las entrañas como a Judas. Crepuit medius difusa sunt omnia viscera ejus.»

Esta lectura bárbara producía siempre efecto. Cesaban las risas, se entenebrecían los rostros, y el capitán Valls paseaba en torno sus ojos de ámbar, respirando satisfecho, como si acabase de alcanzar un triunfo, mientras el pequeño volumen volvía a ocultarse en su bolsillo.

Una vez que Febrer figuraba entre los oyentes, el marino le dijo con voz rencorosa:

–Tú también estabas allí. Es decir, tú no. Uno de tus abuelos, un Febrer, llevaba la bandera verde, como alférez mayor del Tribunal; y las damas de tu familia fueron en carroza al pie del castillo para presenciar la quema.

Jaime, molestado por el recuerdo, levantó los hombros.

–¡Cosas viejas! ¿Quién se acuerda de lo que ya pasó? Sólo algún loco como tú… Anda, Pablo, cuéntanos algo de tus viajes… de tus conquistas de mujeres.

El capitán rezongaba… ¡Cosas viejas! El alma de la Roqueta era aún la misma que en aquellos tiempos. Persistía el odio de religión y de raza. Por algo vivían aparte, en un pedazo de tierra aislado por el mar.

Pero Valls recobraba pronto su buen humor, y como todos los que han rodado por el mundo, no podía resistirse a la invitación de relatar su pasado.

Febrer, otro vagabundo como él, gozaba escuchándole. Los dos habían vivido una existencia agitada y cosmopolita, distinta de la monótona vida de los isleños; los dos habían gastado el dinero con prodigalidad. La única diferencia estribaba en que Valls había sabido ganarlo igualmente con el genio activo de su raza, y ahora, diez años mayor que Jaime, tenía con qué atender desahogadamente a sus modestas necesidades de solterón. Todavía comerciaba de vez en cuando y hacía comisiones para amigos que le escribían desde puertos lejanos.

De su accidentada historia de marino, Febrer desechaba el relato de hambres y borrascas, y sólo sentía curiosidad por los amoríos en los grandes puertos internacionales, donde se amontonan los vicios exóticos y las hembras de todas las razas. Valls, en sus tiempos juveniles, cuando mandaba buques de su padre, había conocido mujeres de todas clases y colores, viéndose mezclado en orgías marinerescas que acababan entre olas de whisky y golpes de cuchillo.

–Pablo, cuéntanos aquellos amoríos en Jaffa, cuando los moros te querían matar.

Y Febrer lanzaba carcajadas escuchándole, mientras el marino se decía que este Jaime era un buen muchacho, digno de mejor suerte, sin otro defecto que ser un butifarra algo pegado a las preocupaciones de familia.

Cuando subió al carruaje de Febrer en el camino de Valldemosa, dando orden al cochero que lo había traído hasta allí para que regresase a Palma, se echó atrás el sombrero de fieltro flexible, que llevaba en todo tiempo, aplastado de copa, con el ala delantera subida y la posterior desplomada sobre la nuca.

–¡Aquí estamos todos! ¿de veras que no me esperabas? A mí; me lo cuentan todo, y ya que hay fiesta de familia, que sea completa.

Febrer fingía no entenderle. El carruaje entró en Valldemosa, deteniéndose en las inmediaciones de la Cartuja ante una casa de construcción moderna. Cuando los dos amigos transpusieron la verja del jardín, vieron venir hacia ellos un señor de blancas patillas apoyado en un bastón. Era don Benito Valls. Saludó a Febrer con voz lenta y opaca, cortando varias veces sus palabras para sorber el aire. Hablaba humildemente, celebrando con grandes extremos el honor que le hacía Febrer al aceptar su invitación.

–¿Y yo?—preguntó el capitán con sonrisa maligna—; ¿yo no soy nadie?… ¿No te alegras de verme?

Don Benito se alegraba de verle. Así lo dijo varias veces, pero sus ojos revelaban inquietud. Su hermano le inspiraba cierto miedo. ¡Qué lengua!.... Mejor vivían sin verse.

–Hemos venido juntos—continuó el marino—. Al saber que Jaime almorzaba aquí, me he convidado yo mismo, seguro de darte un alegrón. Estas reuniones de familia son encantadoras.

Habían entrado en la casa, adornada con sencillez. Los muebles eran modernos y vulgares. Algunos cromos y unas pinturas horribles representando paisajes de Valldemosa y Miramar adornaban las paredes.

Catalina, la hija de don Benito, bajó apresuradamente del piso superior. Llevaba aún polvos de arroz esparcidos en el pecho, revelando el apresuramiento con que había dado un último toque de adorno a su persona al ver llegar el carruaje.

Jaime pudo contemplarla detenidamente por primera vez. No se había equivocado en sus apreciaciones. Era alta, de un moreno mate, con negras cejas, ojos iguales a gotas de tinta y un ligero vello en el labio y las sienes. Su esbeltez juvenil ofrecíase llena y firme, anunciando una mayor expansión para el porvenir, como en todas las hembras de su raza. Parecía de carácter dulce y sumiso: una buena compañera, incapaz de estorbos en el viaje de la vida común. Tenía los ojos bajos y se coloreó su rostro al encontrarse frente a Jaime. En su actitud, en sus miradas furtivas, notábase el respeto, la adoración del que se siente intimidado en presencia de un ser que considera superior.

El capitán acarició a su sobrina con cierta libertad, adoptando el mismo gesto de viejo alegre con que hablaba a las muchachuelas de Palma, a altas horas de la noche, en algún restorán del Borne. ¡Ah, buena moza! ¡Y qué guapa estaba! Parecía imposible que fuese de una familia de feos.

Don Benito los encaminó a todos al comedor. El almuerzo esperaba hacía mucho rato; en aquella casa se comía al uso antiguo: las doce en punto. Sentáronse a la mesa, y Febrer, que estaba al lado del dueño, sintióse molestado por su respiración jadeante, por las grandes aspiraciones con que interrumpía sus palabras.

En el silencio que envuelve siempre el principio de toda comida, sonó penosamente el silbido de sus pulmones enfermos. El rico chueta avanzaba los labios, poniéndolos en forma circular como la boca de una trompetilla, y aspiraba el aire con ruido fatigoso. Como todos los enfermos, sentía la necesidad de hablar, y sus palabras eran interminables, entre balbuceos y largos descansos que le dejaban con el pecho jadeante y los ojos en alto, cual si fuese a morir asfixiado. Un ambiente de inquietud se extendía por el comedor. Febrer le miraba con cierta alarma, como si aguardase verle caer moribundo de su silla. La hija y el capitán habituados al espectáculo, parecían indiferentes.

 

–Es el asma, don Jaime—dijo trabajosamente el enfermo—En Valldemosa… estoy mejor… En Palma me moría.

Y la hija aprovechó la ocasión para dejar oír una voz de monjita tímida, que contrastaba con sus ardientes ojos orientales:

–Sí; papá vive mejor aquí.

–Aquí estás más tranquilo—añadió el capitán—y haces menos pecados.

Febrer pensaba en el tormento de pasar su existencia al lado de aquel fuelle roto. Por fortuna, moriría pronto. Una molestia de algunos meses, que no modificaba su resolución de entrar en la familia. ¡Adelante!

El asmático, en su manía verbosa, hablaba a Jaime de sus descendientes, de los ilustres Febrer, los caballeros más buenos y nobles de la isla.

–Yo tuve el honor de ser muy amigo de su señor abuelo don Horacio.

Febrer le miró asombrado… ¡Mentira! A su señor abuelo le conocían todos en la isla y con todos hablaba, pero guardando una gravedad que imponía respeto a las gentes sin alejarlas. ¡Pero de esto a ser amigo suyo!… Tal vez le habría tratado con motivo de alguno de los préstamos que necesitaba don Horacio para sostener su fortuna en plena decadencia.

–También conocí mucho a su señor padre—prosiguió don Benito, animado por el silencio de Febrer—. Trabajé por él cuando salió diputado. ¡Aquéllos eran otros tiempos! Yo era joven, y no tenía la fortuna que tengo ahora… Entonces figuraba entre los «rojos».

El capitán Valls le interrumpió riendo. Ahora su hermano era conservador y miembro de todas las cofradías de Palma.

–Sí, lo soy—gritó el enfermo, ahogándose—. Me gusta el orden… me gusta lo antiguo… que manden los que tienen que perder. ¿Y la religión? ¡Ah, la religión!… Por ella daría la vida.

Y se llevó una mano al pecho, respirando angustiosamente, como si le ahogase el entusiasmo. Clavaba en lo alto sus ojos mortecinos, adorando con el respeto del miedo la santa institución que había quemado a sus ascendientes.

–No haga usted caso de Pablo—continuó al recobrar el diento, dirigiéndose a Febrer—; usted lo conoce bien: una mala cabeza, un republicano, un hombre que podía ser rico y va a llegar a viejo sin tener dos pesetas.

–¿Para qué? ¿Para que tú me las quites?…

Con esta brusca interrupción del marino se hizo el silencio. Catalina puso un gesto triste, como si temiese que se reprodujeran ante Febrer las ruidosas escenas que había presenciado muchas veces al discutir los dos hermanos.

Don Benito levantó los hombros y habló sólo para Jaime. Su hermano estaba loco: un corazón de oro, pero loco, rematadamente loco. Con sus ideas exaltadas y sus vociferaciones en los cafés, era el principal culpable de que las personas decentes guardasen cierta prevención contra… de que hablasen mal de…

Y el viejo acompañaba sus truncadas expresiones con gestos humildes, evitando pronunciar la palabra chueta y nombrar la famosa «calle».

El capitán, con las mejillas coloreadas por el arrepentimiento de su acometividad, quería hacer olvidar las palabras anteriores, y comía vorazmente teniendo la cabeza baja.

La sobrina rio de su buen apetito. Siempre que comía con ellos les admiraba por la capacidad de su estómago.

–Es que yo sé lo que es hambre—dijo el marino con cierto orgullo—. Yo he sufrido hambre de verdad, hambre de la que hace pensar en la carne de los compañeros.

Y lanzado por este recuerdo en pleno relato de sus aventuras marítimas, hablaba de los tiempos juveniles, cuando había sido «agregado» a bordo de una fragata de las que iban a las costas del Pacífico.

Al empeñarse en ser marino, su padre, el viejo Valls, autor de la fortuna de la casa, le había embarcado en una goleta de su propiedad que traía azúcar de la Habana. Aquello no era navegar. El cocinero le guardaba los mejores platos, el capitán no se atrevía a darle una orden, viendo en él al hijo del armador. Nunca sería un buen marino, duro y experto. Con la tenaz energía de su raza, se había embarcado sin saberlo su padre en una fragata que se hacía a la vela para cargar guano en las islas Chinchas, tripulada por gentes de pueblos diversos: ingleses desertores de la flota, lancheros de Valparaíso, indios peruanos, lo peor de cada casa, bajo el mando de un catalán cicatero, más pródigo en los rebencazos que en el, rancho. El viaje de ida fue regular; pero a la vuelta, luego de haber pasado el estrecho de Magallanes, sobrevinieron las calmas, y la fragata quedó inmóvil en el Atlántico cerca de un mes, agotándose rápidamente el pañol de los víveres. El armador, un avaro, había aprovisionado el buque con escandalosa parsimonia, y el capitán a su vez había roído los víveres, apropiándose una parte de la cantidad destinada a la compra.

–Nos daban dos galletas al día, llenas de gusanos. Cuando recibí las primeras me entretuve cuidadosamente, como un señorito de buena casa, en quitarles uno por uno aquellos animalejos. Pero después de la limpia sólo quedaban unas cortezas delgadas como hostias, y me moría de hambre. Luego…

–¡Oh, tío!—protestó Catalina, adivinando lo que iba a decir y repeliendo el tenedor y el plato con un gesto de repugnancia.

–Luego—continuó el marino, impasible—suprimí la limpieza y me las tragué enteras. Bien es verdad que comía de noche… ¡Muchas que hubiese tenido, muchacha! Al final sólo nos daban una por día, y cuando llegué a Cádiz hube de estar sometido muchos a caldo, para que mi estómago se arreglase.

Al terminar el almuerzo, Catalina y Jaime salieron al jardín. El mismo don Benito, con aires de patriarca, bondadoso, ordenó a su hija que acompañase al señor de Febrer para mostrarle unos rosales de exótica variedad que él había plantado. Los dos hermanos quedaron en la habitación que servía de despacho, viendo a la pareja que paseaba por el jardín y acabó sentándose en dos sillones de junco a la sombra de un árbol.

Catalina contestaba a las preguntas de su acompañante con una timidez de doncella cristiana santamente educada, adivinando el propósito oculto bajo sus palabras de vulgar galantería.

Aquel hombre venía por ella, y su padre era el primero en aceptar este deseo. ¡Cosa hecha!… Era un Febrer, y ella iba a decirle «sí». Recordó sus años infantiles en el colegio, rodeada de niñas más pobres que aprovechaban todas las ocasiones para molestarla, por envidia a su riqueza y por un odio aprendido de sus padres. Era la chueta. Sólo podía juntarse con las de su raza, y aun éstas, ansiosas de congraciarse con el enemigo, se traicionaban mutuamente, sin energía ni cohesión para la defensa común. A la hora de salida, las chuetas se marchaban antes, por indicación de las monjas, para evitar los insultos y ataques de las otras alumnas al verse juntas en la calle. Hasta las criadas que acompañaban a las niñas emprendían peleas, asumiendo los odios y preocupaciones de sus amos. También en las escuelas de niños los chuetas salían antes, huyendo de las pedradas y correazos de los cristianos viejos.

La hija de Valls había sufrido los tormentos del alfilerazo traidor, del arañazo oculto, del golpe de tijera en la trenza, y luego, al ser mujer, el odio y el desprecio de sus antiguas compañeras le había seguido en la vida, amargando sus placeres de mujer joven y rica. ¿Para qué ser elegante?… En los paseos sólo la saludaban los amigos de su padre; en el teatro no veía visitado su palco más que por gentes procedentes de «la calle». Con uno de ellos tendría que casarse, como se habían casado su madre y sus abuelas. La desesperación y el misticismo de la adolescencia la habían arrastrado hacia la vida monjil. Su padre estuvo próximo a ahogarse de pena. Pero la religión, ¡aquella religión por la que deseaba dar la vida!… Aceptó don Benito lo del monjío en un convento de Mallorca, donde él pudiera ver a su hija todos los días. Pero ningún convento quiso abrir sus puertas para ella. Las superioras, tentadas por la fortuna del padre, que acabaría por pasar a la comunidad, mostrábanse transigentes y buenas; pero los rebaños monásticos alborotábanse ante la idea de recibir en su seno a una de «la calle», y no humilde ni resignada para soportar la superioridad de las otras, sino rica y soberbia.

Cuando, empujada de nuevo hacia el mundo por esta resistencia, no sabía qué pensar de su porvenir y vivía como una enfermera junto al padre, ignorando cuál podría ser su suerte, volviendo la espalda a los jóvenes chuetas que mariposeaban en torno de ella atraídos por los millones de don Benito, presentábase el noble Febrer, como un príncipe de cuento de hadas, para hacerla su esposa. ¡Qué bueno es Dios!… Se veía en aquel palacio inmediato a la catedral, en el barrio de los nobles por cuyas estrechas calles de pavimento azul y silencioso pasan los canónigos durante las horas dormidas de la tarde, atraídos por la campana de coro. Se veía en un carruaje lujoso por entre los pinos de la montaña de Bellver o a lo largo del muelle, con Jaime al lado de ella, y gozaba pensando en las miradas de odio de sus antiguas compañeras, que no sólo le envidiarían su riqueza y su nuevo rango, sino la posesión de aquel hombre al que lejanas aventuras y una vida agitada habían proporcionado cierta aureola de terrible seducción, deslumbradora y fatal para las tranquilas señoritas de la isla.

Jaime Febrer!… Catalina le había visto siempre de lejos; pero cuando entretenía su aburrida soledad con una lectura incesante de novelas, ciertos personajes, los más interesantes por sus aventuras y sus audacias, le hacían pensar siempre en aquel noble del barrio de la Catedral que andaba por el mundo con mujeres elegantes disipando su fortuna. ¡Y de pronto su padre le hablaba de este personaje extraordinario, dando por seguro que iba a ofrecerle su nombre, y con él la gloria de sus ascendientes, que habían sido amigos de reyes!… No sabía ella si era amor o gratitud, pero un sentimiento de ternura que empañaba sus ojos la impelía hacia aquel hombre. ¡Ay, cómo iba a quererlo! Y escuchaba como un zumbido dulce sus palabras, sin saber ciertamente qué decía, embriagándose con su música, pensando al mismo tiempo en el porvenir que rápidamente se había abierto ante ella, como una salida de sol que rasga las nubes.

Luego, haciendo un esfuerzo, concentraba su atención, y oía a Febrer que le hablaba de grandes y lejanas ciudades, de desfiles de coches lujosos, con mujeres que ostentaban las últimas modas, de escalinatas de teatros por donde descendían cascadas de brillantes, plumas y hombros desnudos, esforzándose él por colocarse al nivel del pensamiento de la muchacha, por halagarla con estas descripciones de gloria femenil.

Jaime no decía más, pero Catalina adivinaba el propósito que había precedido a estas palabras. Ella, la infeliz muchacha de «la calle», la chueta, habituada a ver a los suyos plegados y temerosos bajo el peso de un odio tradicional, visitaría estas ciudades, se mezclaría en los desfiles de riqueza, tendría francas las puertas que había contemplado siempre cerradas, y entraría por ellas apoyándose en el brazo de un hombre que le había parecido siempre la representación de todas las grandezas terrenales.

–¡Cuándo veré yo eso!—murmuraba Catalina con hipócrita humildad—. Yo estoy condenada a vivir en la isla; yo soy una pobre muchacha que no he hecho mal a nadie, y sin embargo he sufrido grandes disgustos… Debo ser antipática.

Febrer se lanzó por el camino que le franqueaba esta habilidad femenil. ¡Antipática!… No, Catalina. Él había venido a Valldemosa sólo por verla, por hablarla. Le ofrecía una vida nueva. Todo aquello que le causaba asombro podía conocerlo y paladearlo con sola una palabra. ¿Quería casarse con él?…

Catalina, que esperaba esta propuesta desde una hora antes, palideció trémula de emoción. ¡Oírla de sus labios!… Pasó mucho tiempo sin contestar, y al fin balbuceó algunas palabras. Era una felicidad, la mayor de su existencia, pero una doncella bien educada no debe contestar inmediatamente.

–¿Yo?… Veremos… ¡Es tan grande esta sorpresa!

Jaime quiso insistir, pero en el mismo instante salió al jardín el capitán Valls, llamándole con grandes voces. Debían irse a Palma: ya había dado orden al cochero para que enganchase. Febrer protestó sordamente. ¿Con qué derecho se mezclaba aquel entrometido en sus asuntos?…

La presencia de don Benito cortó su protesta. Bufaba angustiosamente, con el rostro congestionado. El capitán se movía con hostil nerviosidad, protestando de la tardanza del cochero. Adivinábase que los hermanos acababan de sostener una discusión violenta. El mayor miró a su hija, miró a Jaime, y pareció serenarse al adivinar que los dos se habían entendido.

Don Benito y Catalina les acompañaron hasta el carruaje. El asmático cogió una mano de Febrer entre las suyas con vehemente apretón. Aquélla era su casa, y él un verdadero amigo deseoso de servirle. Si necesitaba su auxilio, podía mandar como quisiera. ¡Lo mismo que si fuese de la familia!… Todavía nombró una vez más a don Horacio, recordando su antigua amistad. Luego le invitó a que almorzase con ellos dos días después, sin acordarse para nada de su hermano.

 

–Sí, volveré—dijo Jaime lanzando una mirada a Catalina que la hizo enrojecer.

Cuando perdieron de vista la verja de la casa, detrás de la cual agitaban sus manos el padre y la hija, el capitán Valls lanzó una ruidosa carcajada.

–Según parece, ¿quieres que sea tío tuyo?—preguntó irónicamente.

Febrer, que iba furioso por la intervención de su amigo y la rudeza con que le había hecho abandonar la casa, dio expansión a su cólera. ¿Y a él qué le importaba? ¿Con qué derecho se atrevía a mezclarse en sus asuntos?… Era ya bastante grande para no necesitar consejeros.

–¡Alto!—dijo el marino retrepándose en el asiento y llevando sus manos al chambergo de mosquetero caído sobre su cogote—. ¡Alto, galán!… Me mezclo porque soy de la familia. Creo que se trata de mi sobrina; a lo menos así me parece.

–Y si quiero casarme con ella, ¿qué?… Tal vez a Catalina le parezca bien; tal vez su padre se muestre conforme.

–No digo que no; pero soy su tío, y el tío protesta y dice que esa boda es un disparate.

Jaime le miró con asombro. ¡Disparate casarse con un Febrer! ¿Acaso deseaba algo mejor para su sobrina?…

–Disparate por parte de ellos y disparate por tu parte—afirmó Valls—. ¿Te has olvidado de dónde vives? Tú puedes ser mi amigo, el amigo del chueta Pablo Valls, al que ves en el café, en el Casino, y que además tienen las gentes por medio loco. ¡Pero casarte con una mujer de mi familia!…

Y el marino reía al pensar en esta unión. Los parientes de Jaime iban a indignarse contra él, negándole para siempre el saludo. Más tolerantes se mostrarían si cometía un asesinato. Su tía «la Papisa Juana» iba a chillar como si presenciase un sacrilegio. Él lo perdería todo, y su sobrina, olvidada y tranquila hasta entonces, iba a trocar el aburrimiento de su casa, monótono y triste, pero que al fin era una paz, por una vida infernal de disgustos, humillaciones y desprecios.

–No; te lo repito: el tío se opone.

Hasta las gentes del populacho que se decían enemigas de los ricos se indignarían al ver a un butifarra casándose con una chueta. Había que respetar el ambiente tradicional de la isla, so pena de morir como moriría su hermano Benito, por falta de aire. Era peligroso querer modificar de un golpe la obra de siglos. Hasta los que llegaban de fuera, limpios de prejuicios, sufrían al poco tiempo la influencia de esta repulsión de razas que parecía diluida en la atmósfera.

–Una vez—continuó Valls—vino un matrimonio belga a establecerse en la isla, recomendado a mí por un amigo de Amberes. Les atendí, les hice toda clase de favores. «Tengan ustedes cuidado—dije muchas veces—; piensen que soy chueta, y los chuetas son gente muy mala.» La mujer reía. ¡Qué barbaridad! ¡Qué atraso el de la isla! Judíos los había en todas partes y eran gentes iguales a las otras. Nos vimos menos, trataron a otras personas. Un año después, al encontrarme en la calle, miraron a todos lados antes de saludarme. Ahora me ven y vuelven la cara siempre que pueden… ¡Lo mismo que si fuesen mallorquines!

¡Casarse!… Esto era para toda la vida. En los primeros meses, Jaime haría frente a las murmuraciones y los desprecios; pero el tiempo pasa, un odio de siglos no se fatiga en el transcurso de unos cuantos años, y Febrer acabaría por arrepentirse de su aislamiento, reconocería su error al ir contra las preocupaciones de la gran masa, y sería Catalina la que sufriese las consecuencias, viéndose mirada en su hogar como un signo de ignominia. No; con el matrimonio pocos juegos. En España es indisoluble, no hay divorcio, y el hacer experiencias con él resulta caro. Por eso Valls se había mantenido célibe.

Febrer, irritado por estas palabras, apeló al recuerdo de las ruidosas propagandas que hacía Pablo contra los enemigos de los chuetas.

–¿Pero tú no deseas la dignificación de los tuyos? ¿No te irritas de que miren a los de «la calle» como personas diferentes a las otras?… ¡Qué mejor que este matrimonio para combatir las preocupaciones!…

El capitán agitó las manos para expresar su duda: «¡Ta, ta!… El matrimonio no probaba nada. En varias épocas de tolerancia y olvido momentáneo se habían casado cristianos viejos con gentes de «la calle». En la isla habían muchos que revelaban por sus apellidos estas mezclas. ¿Y qué? El odio y la separación continuaban lo mismo… Lo mismo no: un poco más amortiguados que en otros tiempos, pero latentes aún. Los que habían de acabar con esta situación eran la cultura de la gente, las costumbres nuevas, y esto resultaba obra de años y no se conseguía con un matrimonio. Además, los ensayos eran peligrosos y causaban víctimas. Si él tenía empeño en hacer la experiencia, podía escoger a otra que no fuese su sobrina.

Y Valls sonrió irónicamente al ver los gestos negativos de Febrer.

–¿Estás acaso enamorado de Catalina?—preguntó.

Los ojos de ámbar del capitán, maliciosos y fijos en Jaime, no le permitieron mentir. ¿Enamorado?… Enamorado no. Pero no era indispensable el amor para casarse. Catalina era simpática, podía ser una excelente esposa, una agradable compañera.

Pablo extremó más aún su sonrisa.

–Hablemos como buenos amigos, conocedores de la vida. Mi hermano te es más simpático que su hija. Él se encargará indudablemente de arreglar tus asuntos. Llorará al ver el dinero que le cuestas; pero tiene la manía del nombre, respeta y adora lo antiguo, y pasará por todo… Mas ¡no te fíes, Jaime! Es el tipo de esos judíos que salen en las comedias con un bolsón de oro, ayudando a las gentes en una mala hora, para exprimirlas después. Ésos son los que desacreditan a mi raza. Yo soy otra cosa. Cuando te tenga en su poder te arrepentirás del negocio que has hecho.

Febrer miró a su amigo con ojos hostiles. Lo mejor que podían hacer era no hablar más del asunto. Pablo era un loco, acostumbrado a decir cuanto pensaba, y él no iba a sufrirle siempre. Para continuar siendo amigos, lo mejor era callarse.

–Bueno, callemos—dijo Valls—. Pero conste una vez más que el tío se opone y que lo hago por ti y por ella.

Pasaron silenciosos el resto del camino. En el Borne se separaron con frío saludo, sin darse la mano.

Cuando Jaime entró en su casa era casi de noche. Madó Antonia tenía sobre una mesa del recibimiento una candileja de aceite, cuya llama parecía hacer más densas las tinieblas de la vasta pieza.

Los ibicencos acababan de marcharse. Luego de almorzar con ella y vagar por la ciudad, habían esperado al señor hasta el anochecer. Tenían que pasar la noche en el falucho: el patrón quería darse a la vela antes del alba. Y madó hablaba con bondadoso interés de aquellas gentes, que le parecían del otro extremo del mundo. ¡Cómo lo admiraban todo! Iban por la calle como asustados… ¿Y Margalida? ¡Qué muchacha tan hermosa!

La buena madó Antonia tenía una idea en su boca y otra en el pensamiento, y mientras seguía al señor hasta su dormitorio, le examinaba disimuladamente, queriendo adivinar algo en su rostro. ¿Qué habría pasado en Valldemosa, Virgen del Lluch? ¿Qué sería de aquel plan disparatado que había expuesto Febrer durante el desayuno?…

Pero el amo estaba de mal talante, y respondía con palabras breves a sus preguntas. No se quedaba en casa: cenaría en el Casino. A la luz de un quinqué que alumbraba débilmente su vasto dormitorio, cambió de traje y se acicaló un poco, tomando una llave enorme de manos de madó para abrir cuando volviese a altas horas de la noche.