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Los muertos mandan

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El español vio sus ojos extraviados y su boca llorosa que se ofrecían; sintió en sus manos las manos frías de ella, le envolvió su aliento. Sobre su pecho se aplastaron ocultas redondeces de elástica y firme dureza cuya existencia no había podido sospechar.

Y aquella tarde no hubo más música.

A media noche, cuando se acostó Febrer, aún no había salido de su asombro. Él era el precursor, el primero que llega; no tenía dudas. Después de tantos miramientos, así habían ocurrido las cosas, con la mayor simpleza, como quien ofrece la mano, sin que él pusiera nada de su parte.

Otro de sus asombros había sido oírse llamar con un nombre que no era el suyo. ¿Quién podía ser aquel Ricardo?… Pero en la hora de dulces y soñolientas explicaciones que siguen a las de locura y olvido, ella le había hablado de la impresión que sintió en Bayreuth al verle por primera vez entre las mil cabezas que llenaban el teatro. ¡Era él… él, como le representaban sus retratos de joven! Y al encontrarle de nuevo en Munich bajo el mismo techo, había sentido que la suerte estaba echada y era inútil luchar por desprenderse de esta atracción.

Febrer se examinó con irónica curiosidad en el espejo de su cuarto. ¡Lo que una mujer es capaz de descubrir! Sí; algo tenía del otro… la frente pesada, los cabellos lacios, la nariz picuda y la barba saliente, que, andando los años, se inclinarían buscándose, para darle cierto perfil de bruja… ¡Excelente y glorioso Ricardo! ¡Por dónde había venido a proporcionarle una de las mayores felicidades de su vida!… ¡Qué hembra tan original aquélla!

Y su asombro aún se aumentó en los otros días, mezclado con cierta amargura. Era una mujer que parecía renovarse diariamente, olvidando lo pasado. Le recibía con grave tiesura, como si nada hubiese ocurrido, como si en ella no dejasen rastro los hechos, como si el día anterior no existiese, y únicamente cuando la música evocaba la memoria del otro venían el enternecimiento y la sumisión.

Jaime, irritado, se proponía dominarla: por algo era hombre. Al fin fue consiguiendo que el piano sonase menos y que ella viese en su persona algo más que un retrato viviente del ídolo.

En su feliz embriaguez les pareció feo Munich y enojoso aquel hotel donde les habían conocido extraños el uno al otro. Sentían la necesidad de arrullarse libremente, de volar lejos, y un día se vieron en un puerto que tenía a su entrada un león de piedra y más allá la líquida planicie de un lago inmenso que se confundía con el cielo en la línea del horizonte. Estaban en Lindau. Un vapor podía llevarlos a Suiza, otro a Constanza, y prefirieron la tranquila ciudad alemana del famoso Concilio, yendo a instalarse en el Hotel de la Isla, antiguo monasterio de dominicos.

¡Cómo se conmovía Febrer al recordar este período, el mejor de su existencia! Mary seguía siendo para él una mujer de carácter original, en la que siempre quedaba algo por conquistar, abordable a ciertas horas y repelente y austera el resto del día. Era su amante, y sin embargo no podía permitirse un descuido, una libertad que revelase la confianza de la vida común. La más leve alusión a sus intimidades la hacía enrojecer de protesta: «¡Shocking!…»

Y no obstante, todas las madrugadas, al romper el alba, Febrer, siguiendo los corredores del antiguo convento, regresaba a su cuarto, deshacía la cama para que no sospechasen los sirvientes y se asomaba al balcón. Cantaban los pájaros en un jardín de altos rosales situado a sus pies. Más allá, el lago de Constanza se coloreaba de púrpura con la salida del sol. Los primeros esquifes de pesca partían las aguas con ondulaciones de color anaranjado; sonaban a lo lejos, veladas por la húmeda brisa mañanera, las campanas de la catedral; comenzaban a rechinar las grúas en la orilla donde el lago deja de serlo, encauzándose para convertirse en el Rhin; los pasos de los criados y los frotes de la limpieza despertaban en el hotel los ecos del claustro monacal.

Junto al balcón, adosada al muro, y tan inmediata que Febrer podía tocarla con la mano, había un torrecilla con montera de pizarra y antiguos escudos en su pared circular. Era la torre donde había vivido preso Juan Huss antes de marchar a la hoguera.

El español pensaba en Mary. A aquellas horas estaría en la penumbra perfumada de su habitación, con la rubia cabecita entre los brazos, durmiendo el primer sueño serio de la noche, cansado el cuerpo y vibrante aún por la más noble de las fatigas… ¡Pobre Juan Huss! Jaime le compadecía como si hubiese sido amigo suyo. ¡Quemarle ante un paisaje tan hermoso, tal vez una mañana como aquélla!… ¡Meterse en la boca del lobo y dar la vida por si el Papa era bueno o malo, o los laicos debían comulgar con vino lo mismo que los sacerdotes! ¡Morir por tales simplezas cuando la vida es tan hermosa y el hereje hubiera podido amenizarla ricamente con cualquiera de las rubias pechugonas y caderudas, amigas de cardenales, que presenciaron su suplicio!… ¡Infeliz apóstol! Febrer compadecía irónicamente la simpleza del mártir. Él veía la existencia con otros ojos… ¡Viva el amor!… Era lo único serio de la existencia.

Cerca de un mes permanecieron en la antigua ciudad episcopal, paseando a la caída de la tarde por las calles solitarias cubiertas de hierba, con sus palacios ruinosos del tiempo del Concilio; bajando en esquife la corriente del Rhin a lo largo de riberas orladas de bosques; deteniéndose a contemplar las casitas de techo rojo y amplias parras bajo las cuales cantaban los burgueses jarro en mano, con una alegría germánica de sochantre, grave y reposada.

De Constanza pasaron a Suiza, y después a Italia. Un año anduvieron juntos, contemplando paisajes, viendo museos, visitando ruinas, cuyas sinuosidades y escondrijos aprovechaba Jaime para besar la nacarada piel de Mary, gozándose en sus auroras de rubor y en el gesto de enfado con que protestaba: «¡Shocking!…» La acompañanta, insensible como una maleta a las novedades del viaje, seguía la confección de un gabán de punto de Irlanda empezado en Alemania, seguido a través de los Alpes, a lo largo de los Apeninos y a la vista del Vesubio y del Etna. Privada de poder hablar con Febrer, que ignoraba el inglés, lo saludaba con el brillo amarillento de sus dientes y volvía a su trabajo, siendo una figura decorativa de los halls de los hoteles.

Los dos amantes hablaban de casarse. Mary resolvía la situación con enérgica rapidez. A su padre sólo necesitaba escribirle dos líneas. Estaba muy lejos, y además nunca le había consultado en ningún asunto. Aprobaría cuanto ella hiciese, seguro de su seso y prudencia.

Estaban en Sicilia, tierra que recordaba a Febrer su isla. También los antiguos de la familia habían andado por allí, pero con la coraza sobre el pecho y en peor compañía. Mary hablaba del porvenir, arreglando la parte financiera de la futura sociedad con el sentido práctico de su raza. No le importaba que Febrer tuviese poca fortuna: ella era rica para los dos. Y enumeraba todos sus bienes, tierras, casas y acciones, como un administrador seguro de su memoria. Al regresar a Roma se casarían en la capilla evangélica y en una iglesia católica. Ella conocía a un cardenal que le había proporcionado una visita al Papa. Su Eminencia lo arreglaría todo.

Jaime pasó una noche en claro en un hotel de Siracusa… ¿Casarse? Mary era agradable: embellecía la vida y llevaba con ella una fortuna. ¿Pero realmente se casaba con él?… Comenzaba a molestarle el otro, el fantasma ilustre que había surgido en Zurich, en Venecia, en todos los lugares visitados por ellos que guardaban recuerdos del paso del maestro… Él se haría viejo, y la música, su temible rival, se conservaría siempre fresca. Dentro de pocos años, cuando el matrimonio hubiese quitado a sus relaciones el encanto de lo ilegal, el deleite de lo prohibido, Mary encontraría algún director de orquesta más semejante aún «al otro», o un violonchelista feo, melenudo y de pocos años que le recordase a Beethoven muchacho. Además, él era de otra raza, de otras costumbres y pasiones. Estaba cansado de aquella reserva pudibunda en el amor, de aquella resistencia a la entrega definitiva que le gustaba al principio, como una renovación de la mujer, pero había acabado por fatigarle. No; aún era tiempo de salvarse.

–Lo siento por lo que pensará de España… Lo siento por don Quijote—dijo haciendo su maleta en la madrugada.

Y huyó, yendo a perderse en París, adonde la inglesa no iría a buscarle. Odiaba a esta ciudad ingrata por la silba del Tannhauser, suceso ocurrido muchos años antes de nacer ella.

De estas relaciones, que habían durado un año, sólo guardó Jaime el recuerdo de una felicidad agrandada y embellecida por el paso del tiempo y un mechón de cabellos rubios. También debía tener entre varias guías de viaje y numerosas postales con vistas, guardadas en un mueble antiguo de su caserón, un retrato de la doctora en música, vistiendo una toga de luengas mangas y un birrete cuadrado del que pendía una borla.

De la vida que llevó después apenas se acordaba. Era un vacío de tedio cortado por congojas monetarias. El administrador mostrábase tardo y doliente en sus remesas. Jaime le pedía dinero, y contestaba con cartas quejumbrosas, hablando de intereses que había que satisfacer, de segundas hipotecas para las cuales apenas encontraba prestamistas, de irregularidad de una fortuna en la que no quedaba nada libre de gravamen.

Creyendo que con su presencia podía solucionar esta mala situación, Febrer hacía cortos viajes a Mallorca, terminados siempre por la venta de alguna finca; y apenas veía dinero en sus manos, levantaba otra vez el vuelo, sin prestar oído a los consejos del administrador. El dinero le comunicaba un optimismo sonriente. Todo se arreglaría. A última hora contaba con el recurso del matrimonio. Mientras tanto… ¡a vivir!

Y vivió todavía algunos años, unas veces en Madrid, otras en las grandes ciudades del extranjero, hasta que al fin el administrador cerró este período de alegres prodigalidades enviando su dimisión, sus cuentas, y con ellas la negativa a seguir remitiendo dinero.

 

Un año llevaba en la isla «enterrado», como él decía, sin otra diversión que las noches de juego en el Casino y las tardes pasadas en el Borne en una mesa de antiguos camaradas, isleños sedentarios que gozaban con el relato de sus viajes. Apuros y miserias: ésta era la realidad de su vida presente. Los acreedores le amenazaban con inmediatas ejecuciones.

Aún conservaba aparentemente Son Febrer y otros bienes de sus antepasados, pero la propiedad producía poco en la isla; las rentas, por una costumbre tradicional, eran iguales que en tiempo de sus abuelos, pues las familias de arrendatarios se perpetuaban en el disfrute de las fincas. Estos pagaban directamente a sus acreedores, pero aun así, no llegaban a satisfacer la mitad de los intereses. Los ricos adornos del palacio sólo los conservaba como un depósito. La noble casa de los Febrer estaba sumergida y él era incapaz de sacarla a flote. Pensaba fríamente algunas veces en la conveniencia de salir del mal paso sin humillaciones ni deshonras, haciendo que le encontrasen una tarde en el jardín, dormido para siempre bajo un naranjo, con un revólver en la diestra.

En tal situación, alguien le sugirió una idea al salir del Casino, después de las dos de la madrugada, a la hora en que el insomnio nervioso hace ver las cosas con una luz extraordinaria que parece darles distinto relieve. Don Benito Valls, el rico chueta, le apreciaba mucho. Varias veces había intervenido espontáneamente en sus asuntos, librándole de peligros inminentes. Era simpatía a su persona y respeto a su nombre. Valls no tenía más que una heredera, y además estaba enfermo: la exuberancia prolífica de su raza se había desmentido en él. Su hija Catalina había querido ser monja en la adolescencia; pero ahora, pasados los veinte años, sentía gran amor por las vanidades del mundo, y compadecía tiernamente a Febrer cuando hablaban ante ella de sus desgracias.

Jaime se resistió a la proposición casi con tanto asombro como madó Antonia. ¡Una chueta!… Pero la idea fue abriéndose camino, lubrificada en su incesante taladro por los apuros y las miserias crecientes que acompañaban la llegada de cada día. ¿Por qué no?… La hija de Valls era la heredera más rica de la isla, y el dinero no tiene sangre ni raza.

Al fin había cedido a las instancias de algunos amigos, oficiosos mediadores entre él y la familia, y aquella mañana iba a almorzar en la casa de Valldemosa, donde vivía Valls gran parte del año para alivio del asma que le ahogaba.

Jaime hizo un esfuerzo de memoria queriendo recordar a Catalina. La había visto varias veces, en las calles de Palma. Buena figura, rostro agradable. Cuando viviera lejos de los suyos y vistiese mejor, sería una señora «presentable»… ¿Pero podía amarla?…

Febrer sonrió escépticamente. ¿Acaso resultaba necesario el amor para casarse? El matrimonio era un viaje a dos por el resto de la vida, y únicamente había que buscar en la mujer las condiciones que se exigen en un compañero de excursión: buen carácter, identidad de gustos, las mismas aficiones en el comer y en el dormir… ¡El amor! Todos se creían con derecho a él, y el amor era como el talento, como la belleza, como la fortuna, una dicha especial que sólo disfrutaban contadísimos privilegiados. Por suerte, el engaño venía a ocultar esta cruel desigualdad, y todos los humanos acababan sus días pensando nostálgicamente en la juventud, creyendo haber conocido realmente el amor, cuando no habían sentido otra cosa que el delirio de un contacto de epidermis.

El amor era una cosa hermosa, pero no indispensable en el matrimonio ni en la existencia. Lo importante era escoger una buena compañera para el resto del viaje; acomodarse bien en los asientos de la vida; arreglar el paso de los dos a un mismo ritmo, para que no hubiesen saltos ni encontronazos; dominar los nervios y que la piel no se repeliese en el contacto de la existencia común; poder dormir como buenos camaradas, con mutuo respeto, sin herirse con las rodillas ni meterse los codos en los costillares… Él esperaba encontrar todo esto, dándose por contento.

Valldemosa se presentó de pronto a su vista sobre la cumbre de una colina rodeada de montañas. La torre de la Cartuja, con adornos de azulejos verdes, elevábase sobre la frondosidad de los jardines de las celdas.

Febrer vio un carruaje inmóvil en una revuelta del camino. Un hombre descendió de él, moviendo los brazos para que el cochero de Jaime detuviese sus bestias. Luego abrió la portezuela y subió riendo, para sentarse al lado de Febrer.

–¡Hola, capitán!—dijo éste con extrañeza.

–No me esperabas, ¿eh?… También soy del almuerzo; me convido yo mismo. ¡Qué sorpresa va a tener mi hermano!…

Jaime estrechó su diestra. Era uno de sus más leales amigos: el capitán Pablo Valls.

III

Pablo Valls era conocido en toda Palma. Cuando tomaba asiento en la terraza de un café del Borne formábase en torno de él un apretado círculo de oyentes, que sonreían ante sus ademanes enérgicos y su voz ruidosa, incapaz de sonar en tono discreto.

–Yo soy chueta, ¿y qué?… ¡Judío de lo más judío! Todos los de mi familia procedemos de «la calle». Cuando yo mandaba el Roger de Launa, una vez que estuve en Argel me detuve a la puerta de la sinagoga, y un viejo, luego de mirarme, dijo: «Tú puedes pasar: tú eres de los nuestros.» Y yo le di la mano y contesté: «Gracias, correligionario.»

Los oyentes reían, y el capitán Valls, declarando a gritos su calidad de chueta, miraba a todas partes como si desafíase a las casas, a las personas, al alma de la isla, hostil a su raza por un odio absurdo de siglos.

Su rostro delataba su origen. Las patillas rubias y canosas, unidas por un bigote corto, revelaban al marino retirado de la navegación; pero sobre estos adornos capilares resaltaba su perfil semita, su curva y pesada nariz, su mentón saliente y unos ojos de párpados prolongados, con pupilas de ámbar o de oro, según era la luz, en las que parecían flotar algunos puntos de color de tabaco.

Había navegado mucho; había vivido largas temporadas en Inglaterra y los Estados Unidos, y de la permanencia en estas tierras de libertad, insensibles a los odios religiosos, traía una franqueza belicosa que le impulsaba a desafiar las preocupaciones de la isla, tranquila e inmóvil en su estancamiento. Los otros chuetas, atemorizados por varios siglos de persecución y menosprecio, ocultaban su origen o procuraban hacerlo olvidar con su mansedumbre. El capitán Valls aprovechaba todas las ocasiones para hablar de él, ostentándolo como un título de nobleza, como un reto que lanzaba a la general preocupación.

–Soy judío, ¿y qué?…—seguía gritando—. Correligionario de Jesús, de San Pablo y otros santos a los que se venera en los altares. Los butifarras hablan con orgullo de sus abuelos, que datan casi de ayer. Yo soy más noble, más antiguo. Mis ascendientes fueron los patriarcas de la Biblia.

Luego, indignándose contra las preocupaciones que se habían ensañado en su raza, volvíase agresivo.

–En España—decía gravemente—no hay cristiano que pueda levantar el dedo. Todos somos nietos de judíos o de moros. Y el que no… el que no…

Aquí se detenía, y tras una breve pausa afirmaba con resolución:

–Y el que no, es nieto de fraile.

En la Península no se conoce el odio tradicional al judío que aún separa la población de Mallorca en dos castas. Pablo Valls se enfurecía hablando de su patria. No existían en ella judíos de religión. Hacía siglos que había quedado disuelta la última sinagoga. Todos se habían convertido en masa, y los rebeldes fueron quemados por la Inquisición. Los chuetas de ahora eran los católicos más fervorosos de Mallorca, llevando a sus creencias un fanatismo semita. Rezaban en alta voz, hacían sacerdotes a sus hijos, buscaban influencias para meter a sus hijas en los conventos, figuraban como gente de dinero entre los partidarios de las ideas más conservadoras, y sin embargo pesaba sobre sus personas la misma antipatía que en otros siglos, y vivían aislados, sin que ninguna clase social quisiera aliarse con ellos.

–Cuatrocientos cincuenta años llevamos en el cogote el agua del bautismo—seguía vociferando el capitán Valls—, y somos aún los malditos, los réprobos, como antes de la conversión. ¿No tiene gracia esto?… «¡Los chuetas! ¡Cuidado con ellos! ¡Mala gente!…» En Mallorca hay dos catolicismos: uno para los nuestros y otro para los demás.

Luego, con un odio en el que parecían concentradas todas la persecuciones, decía el marino, refiriéndose a sus hermanos de raza:

–Bien empleado les está, por cobardes, por tener demasiado amor a la isla, a esta Roqueta en la que hemos nacido. Por no abandonarla se hicieron cristianos, y hoy que lo son de veras les pagan a coces. De seguir judíos, esparciéndose por el mundo como lo hicieron otros, tal vez serían a estas horas personajes y banqueros de reyes, en vez de estar en las tiendecitas de «la calle» fabricando bolsillos de plata.

Escéptico en materias religiosas, despreciaba o atacaba a todos: a los judíos fieles a sus antiguas creencias, a los conversos, a los católicos, a los musulmanes, con los que había vivido en sus viajes a las costas de África y en las escalas de Asia Menor. Otras veces sentíase dominado por una ternura atávica, mostrando cierto respeto religioso hacia su raza.

Él era semita: lo declaraba con orgullo golpeándose el pecho. «El primer pueblo del mundo.»

–Éramos unos piojosos muertos de hambre cuando vivíamos en Asia, porque allí no había con quién hacer comercio ni a quién prestar dinero. Pero nadie más que nosotros ha dado al rebaño humano sus pastores actuales, que aún serán por muchos siglos los amos de los hombres. Moisés, Jesús y Mahoma son de mi tierra… Qué tres socios de fuerza, ¿eh, caballeros? Y ahora hemos dado al mundo un cuarto profeta, también de nuestra raza y nuestra sangre, sólo que éste tiene dos caras y dos nombres. Por un lado se llama Rothschild, y es el capitán de todos los que guardan el dinero; por otro lado se llama Carlos Marx, y es el apóstol de los que quieren quitárselo a los ricos.

La historia de su raza en la isla la condensaba Valls a su modo en breves palabras. Los judíos eran muchos, muchísimos, en otros tiempos. Casi todo el comercio estaba en sus manos; gran parte de las naves eran suyas. Los Febrer y otros potentados cristianos no tenían reparo en asociarse con ellos. Los tiempos antiguos podían llamarse de libertad; la persecución y la barbarie eran relativamente modernas. Judíos eran los tesoreros de los reyes, los médicos y otros cortesanos en las monarquías medioevales de la Península.—Al iniciarse los odios religiosos, los hebreos más ricos y astutos de la isla habían sabido convertirse a tiempo, voluntariamente, fundiéndose con las familias del país y haciendo olvidar su origen. Estos católicos nuevos eran los que después, con el fervor del neófito, habían azuzado la persecución contra sus antiguos hermanos. Los chuetas de ahora, los únicos mallorquines de origen judío conocido, eran los descendientes de los últimos convertidos, los nietos de las familias en las que se había ensañado la Inquisición.

Ser chueta, proceder de la calle de la Platería, a la que se llamaba por antonomasia «la calle», era la peor desgracia que le podía ocurrir a un mallorquín. En vano se habían hecho revoluciones en España y aclamado leyes liberales que reconocían la igualdad de todos los españoles; el chueta, al pasar a la Península, era un ciudadano como los otros, pero en Mallorca era un réprobo, una especie de apestado, que sólo podía emparentar con los suyos.

Valls comentaba irónicamente el orden social en que habían vivido, escalonadas durante siglos, las diversas clases de la isla, y del que quedaban aún muchos peldaños intactos. Arriba, en la cúspide, los orgullosos butifarras; luego los nobles, los caballeros; después los mossons; tras éstos los mercaderes y los menestrales, y a continuación los payeses, cultivadores del suelo. Abríase aquí un enorme paréntesis en el orden seguido por Dios al crear a unos y a otros: un vasto espacio libre que cada cual podía poblar a su capricho. Indudablemente, detrás de los mallorquines nobles y plebeyos venían en orden de consideración los cerdos, los perros, los asnos, los gatos, las ratas… y a la cola de todas estas bestias del Señor, el odiado vecino de «la calle», el chueta, paria de la isla. Nada importaba que fuese rico, como el hermano del capitán Valls, o inteligente, como otros. Muchos chuetas, funcionarios del Estado en la Península, militares, magistrados, hacendistas, al volver a Mallorca encontraban que el último mendigo se consideraba superior a ellos, y al creerse molestado prorrumpía en insultos contra sus personas y sus familias. El aislamiento de este pedazo de España rodeado de mar servía para mantener intacta el alma de otras épocas.

 

En vano los chuetas, huyendo de este odio que perduraba a través del progreso, extremaban su catolicismo con una fe vehemente y ciega, en la que influía mucho el terror infiltrado en su alma y en su carne por una persecución de siglos. En vano seguían rezando a gritos en sus casas, para que se enterasen los vecinos de la calle, imitando en esto a sus abuelos, que hacían lo mismo y además guisaban la comida en las ventanas con el propósito de que viesen todos que comían cerdo. Los odios tradicionales de separación no caían vencidos. La Iglesia católica, que se titula universal, era cruel e inabordable para ellos en la isla, pagando su adhesión con hurañas repulsiones. Los hijos de los chuetas que deseaban ser curas no encontraban sitio en el Seminario. Los conventos cerraban las puertas a toda novicia procedente de «la calle». Las hijas de los chuetas se casaban en la Península con hombres notables o de gran fortuna, pero en la isla apenas encontraban quien aceptase su mano y sus riquezas.

–¡Gente mala!—continuaba diciendo irónicamente Valls—. Son trabajadores, ahorran, viven en paz en el seno de sus familias, hasta son más católicos que los otros; pero son chuetas, y algo tendrán cuando les odian. Tienen… «algo», ¿se enteran ustedes? «algo». Él que quiera saber más que averigüe.

Y el marino reía hablando de los pobres payeses del campo, que hasta pocos años antes afirmaban de buena fe que los chuetas estaban cubiertos de grasa y tenían rabo, aprovechando la ocasión de encontrar solo a un niño de «la calle» para desnudarlo y convencerse de si era cierto lo del apéndice caudal.

–¿Y lo de mi hermano?—proseguía Valls—. ¿Y lo de mi santo hermano Benito, que reza a voces y parece que se vaya a comer las imágenes?…

Todos recordaban el caso de don Benito Valls, y reían francamente, ya que el hermano era el primero en burlarse del suceso. El rico chueta se había visto dueño, al cobrar unos créditos, de una casa y valiosas tierras en un pueblo del interior de la isla. Al ir a tomar posesión de la nueva propiedad, los vecinos más prudentes le habían dado buenos consejos. Era muy dueño de visitar su hacienda durante el día, ¿pero pernoctar en su casa?… ¡nunca! No había memoria de que un chueta hubiese dormido en el pueblo. Don Benito no prestó atención a estos consejos y se quedó una noche en su propiedad; pero apenas se metió en la cama huyeron los caseros. Cuando el amo se cansó de dormir saltó del lecho. Ni el más tenue resplandor entraba por las rendijas. Creía haber dormido doce horas lo menos, pero aún era de noche. Abrió una ventana, y su cabeza tropezó cruelmente en la obscuridad; intentó franquear la puerta, y no pudo. Durante su sueño el vecindario había tapiado todos los huecos y salidas, y el chueta tuvo que salvarse por el tejado, entre las risotadas de la gente, que celebraba su obra. Esta broma sólo era a guisa de advertencia; si persistía en ir contra las costumbres del pueblo, alguna noche despertaría entre llamas.

–¡Muy bárbaro, pero gracioso!—añadió el capitán—. ¡Mi hermano!… ¡Una buena persona!… ¡un santo!…

Todos reían al oír estas palabras. Seguía tratándose con su hermano, aunque con cierta frialdad, y no hacía secreto de los agravios que tenía con él. El capitán Valls era el bohemio de la familia, siempre en el mar o en lejanas tierras, llevando una vida de solterón alegre. Bastante tenía para vivir. Y a la muerte del padre, su hermano se había quedado con los negocios de la casa, quitándole muchos miles de duros.

–¡Lo mismo que entre cristianos viejos!—se apresuraba a añadir Pablo—. En esto de las herencias no hay razas ni credos. El dinero no conoce religión.

Las interminables persecuciones sufridas por sus ascendientes irritaban a Valls. Todas las circunstancias eran buenas para atropellar a las gentes de «la calle». Cuando los payeses tenían agravios con los nobles y bajaban los foráneos en bandas armadas contra los ciudadanos de Palma, el conflicto se resolvía asaltando unos y otros el barrio de los chuetas, matando a los que no huían y robando sus tiendas. Si un batallón mallorquín recibía orden de marchar a España en caso de guerra, los soldados se amotinaban, salían del cuartel y saqueaban «la calle». Cuando las reacciones sucedían en España a las revoluciones, los realistas, para celebrar su triunfo, asaltaban las platerías de los chuetas, se apoderaban de sus riquezas y hacían hogueras con los muebles, arrojando a las llamas hasta los crucifijos… ¡Crucifijos de antiguo judío, que forzosamente habían de ser falsos!

–¿Y quiénes son los de «la calle»?—gritaba el capitán—. Ya se sabe: los que tienen la nariz y los ojos como yo. Pero hay muchos chuetas que son romos y no presentan nada del tipo común. En cambio, ¿cuántos que se tienen por caballeros rancios, de nobleza orgullosa, presentan una cara que ni la de Abraham y Jacob?…

Existía una lista de apellidos sospechosos para conocer a los verdaderos chuetas. Pero estos mismos apellidos los llevaban cristianos viejos, y era el capricho tradicional el que separaba a unos de otros. Sólo habían quedado marcadas por el odio popular las familias descendientes de los que fueron azotados o quemados por la Inquisición. El famoso catálogo de los apellidos estaba sacado indudablemente de los autos del Santo Oficio.

–¡Una felicidad el hacerse cristiano! Los abuelos achicharrados en la hoguera y los nietos marcados y malditos por los siglos de los siglos…

El capitán perdía su tono irónico al recordar la historia horripilante de los chuetas de Mallorca. Se coloreaban sus mejillas y brillaban sus ojos con fulgores de odio. Para vivir tranquilos, se habían convertido todos en masa en el siglo xv. No quedaba un judío en la isla, pero a la Inquisición le era preciso hacer algo para justificar su existencia, y hubo quemas de sospechosos de judaísmo en el Borne, espectáculos organizados, como decían los cronistas de la época, «con arreglo a las funciones más lucidas celebradas para el triunfo de la Fe en Madrid, Palermo y Lima».

Unos chuetas fueron quemados, otros sufrieron azotes, otros salieron únicamente a la vergüenza con caperuza pintada de diablos y vela verde en la mano; pero todos vieron por igual confiscados sus bienes, y el Santo Tribunal se enriqueció. Desde entonces, los sospechosos de judaísmo, los que no contaban con un protector clérigo, tuvieron que ir todos los domingos a misa a la catedral con sus familias, bajo el mando y custodia de un alguacil, que los formaba en rebaño, les ponía un manto para que nadie los confundiese, y así los llevaba al templo, entre las rechiflas, insultos y pedradas del devoto populacho. Esto era un domingo y otro domingo, y en este suplicio semanal y sin término morían los padres y se convertían en hombres los hijos, engendrando nuevos chuetas destinados al insulto público.

Unas cuantas familias se concertaron para huir de esta vergonzosa esclavitud. Se reunían en un huerto inmediato a la muralla y las aconsejaba y dirigía un tal Rafael Valls, hombre animoso y de gran cultura.

–No sé ciertamente si fue pariente mío—decía el capitán—. ¡Han pasado más de dos siglos desde entonces! Pero si no lo fue, quiero que lo sea… Me honra mucho tenerlo como abuelo mío. ¡Adelante!