Za darmo

Los muertos mandan

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–Tu abuela era una gran señora, un alma de ángel, una artista. Yo parecía un bárbaro a su lado… Era de nuestra familia, pero vino de Méjico para casarse conmigo. Su padre fue marino y se quedó allá con los «insurgentes». No hay en toda nuestra raza quien se parezca a aquella mujer.

A las once y media de la mañana abandonaba al nieto, y calándose un sombrero de copa, de seda negra en invierno y de castor en verano, salía a dar un paseo por las calles de Palma, siempre por igual sitio e idénticas aceras, lo mismo cuando llovía que cuando abrasaba el sol, insensible al frío y al calor, puesto de levita en todo tiempo, siguiendo su marcha con la regularidad de los autómatas de reloj, que aparecen, caminan y se ocultan al sonar ciertas horas.

Sólo una vez en treinta años había modificado su camino por las calles solitarias y blancas de sol, en las que resonaban sus pasos. Una mañana había oído la voz de una mujer en el interior de una casa:

Atlota… las doce. Pon el arroz, que pasa don Horacio.

Él se había vuelto hacia la puerta con su gravedad de gran señor:

–No soy reloj de p…

Y soltó la palabra gorda, sin despojarse de su seriedad, como lanzaba siempre las expresiones más atroces. Desde aquel día modificó su camino, para huir de los que tenían fe en la exactitud de sus paseos.

Algunas veces hablaba a su nieto de las antiguas grandezas de la casa. Los descubrimientos geográficos habían arruinado a los Febrer. El Mediterráneo no era ya el camino de Oriente. Los portugueses y los españoles del otro mar habían encontrado nuevos derroteros, y las naves mallorquinas pudríanse en la inacción. Ya no había guerras con los piratas. La santa Orden de Malta sólo era una distinción honorífica. Un hermano de su padre, comendador en La Valette cuando Bonaparte conquistó la isla, había venido a morir a Palma con su pobre pensión de retirado. Los Febrer hacia dos siglos que, olvidados del mar—donde no quedaba comercio y sólo hacían la guerra pobres patrones e hijos de pescadores—, se habían dedicado a imponer su nombre con un lujo esplendoroso, arruinándose lentamente.

El abuelo aún había alcanzado los tiempos de verdadero señorío, cuando ser butifarra era en Mallorca algo que colocaban las gentes entre Dios y los caballeros. La venida al mundo de un Febrer era un acontecimiento del que se hablaba en toda la ciudad. La gran dama parturienta permanecía recluida en su palacio cuarenta días, y en todo este tiempo las puertas estaban abiertas, el zaguán lleno de carrozas, la servidumbre formada en la antecámara, los salones llenos de visitas, las mesas cubiertas de dulces, bizcochos y refrescos. Había días de la semana destinados a la recepción de cada clase social. Unos eran únicamente para los butifarras, aristocracia de la aristocracia, casas privilegiadas, contadísimas familias, unidas todas por el parentesco de continuos cruces; otros días para los caballeros, nobleza tradicional que vivía, sin saber por qué, supeditada a los anteriores; luego se recibía a los mossons, clase inferior pero en trato familiar con los grandes, intelectuales de la época, médicos, abogados y escribanos que prestaban sus servicios a las familias ilustres.

Don Horacio recordaba el esplendor de estas recepciones. Los antiguos sabían hacer las cosas en grande.

–Cuando nació tu padre—decía a su nieto—, fue la última fiesta en esta casa. Ochocientas libras mallorquinas pagué a un confitero del Borne por azucarillos, bizcochos y refrescos.

De su padre se acordaba Jaime menos que de su abuelo. Era en su memoria una figura simpática y dulce, pero algo borrosa. Al pensar en él sólo veía una barba suave y algo clara como la suya, una frente calva, una sonrisa dulce y unos lentes que brillaban al inclinarse. Contaban que de muchacho había tenido amores con su prima Juana, aquella señora austera llamada por todos «la Papisa», que vivía como una monja y gozaba de enormes riquezas, regalándolas pródigamente en otros tiempos al pretendiente don Carlos, y ahora a las gentes eclesiásticas que la rodeaban.

El rompimiento de su padre con ella era, sin duda, la causa de que «la Papisa Juana» se mantuviese alejada de esta rama de su familia, tratando a Jaime con hostil despego.

Su padre había sido oficial de la Armada, siguiendo una tradición de la familia. Estuvo en la guerra del Pacífico, fue teniente en una fragata de las que bombardearon el puerto del Callao, y como si sólo esperase haber dado una prueba de valor, se retiró inmediatamente del servicio. Luego se casó con una señorita de Palma, de fortuna escasa, cuyo padre era gobernador militar de la isla de Ibiza. «La Papisa Juana», hablando un día con Jaime, había pretendido herirle, con su voz fría y su gesto altivo.

–Tu madre era noble, de familia de caballeros… pero no era butifarra como nosotros.

Jaime pasó los primeros años de su vida, cuando empezó a darse cuenta de lo que le rodeaba, sin ver a su padre más que en los rápidos viajes que hacía a Mallorca. Era del partido progresista, y la Revolución de 1868 le había hecho diputado. Luego, al ser rey Amadeo de Saboya, este monarca revolucionario, execrado y abandonado por la nobleza tradicional, había tenido que acudir a nuevos hombres históricos para formar su corte. El butifarra, por una exigencia del partido, fue alto funcionario de Palacio. Su mujer, instada por él para que se trasladase a Madrid, no quiso abandonar la isla. ¡Ir ella a la corte! ¿Y su hijo, que casi acababa de nacer?… Don Horacio, cada vez más enjuto y más débil, pero siempre erguido en su eterna levita nueva, seguía dando el paseo diario, ajustando su vida a la marcha del reloj del Ayuntamiento. Liberal antiguo, gran admirador de Martínez de la Rosa por sus versos y por la elegancia diplomática de sus corbatas, torcía el gesto al leer los periódicos y las cartas de su hijo. ¿En qué pararía todo aquello?…

En el corto período de la República volvió el padre a la isla, dando por terminada su carrera. «La Papisa Juana», a pesar del parentesco, fingía no conocerle. Estaba ocupadísima en aquella época. Hacía viajes a la Península; giraba, según se decía, enormes cantidades para los partidarios de don Carlos que sostenían la guerra en Cataluña y las provincias del Norte. ¡Que no la hablasen de Jaime Febrer, el antiguo marino! Ella era una verdadera butifarra, una defensora de la tradición, y hacía sacrificios para que España fuese gobernada por caballeros. Su primo era menos que un chueta: era un «descamisado». Y según afirmaba la gente, a este odio de ideas iba unida la amargura por ciertas decepciones del pasado que no había podido olvidar.

Al restaurarse los Borbones, el «progresista», el palatino de don Amadeo, se convirtió en republicano y conspirador. Hacía frecuentes viajes; recibía cartas cifradas de París; iba a Menorca para visitar la escuadra surta en Mahón, y valiéndose de sus amistades de antiguo oficial, catequizaba a los compañeros, preparando una sublevación de la marina. Puso en estas empresas revolucionarias el mismo ardor aventurero de los antiguos Febrer, su audacia tranquila, hasta que repentinamente murió en Barcelona, lejos de los suyos.

El abuelo acogió la noticia con impasible gravedad, pero ya no le vieron a mediodía en las calles de Palma las vecinas que aguardaban su paso para poner el arroz al fuego. Ochenta y seis años: ya había paseado bastante: ¡para lo que le quedaba que ver!… Se recluyó en el piso segundo, donde sólo admitía a su nieto. Cuando venían a visitarle los parientes, prefería bajar al salón, a pesar de su debilidad, correctamente vestido, con levita nueva, los dos triángulos blancos del cuello asomando sobre las roscas de la corbata, siempre recién afeitado, con las patillas bien peinadas y el tupé brillante de goma. Llegó un día en que no pudo abandonar la cama, y el nieto le vio entre sábanas, con el mismo aspecto de siempre, conservando la fina camisa de batista, la corbata, que el criado le cambiaba todos los días, y el chaleco de seda a flores. Cuando le anunciaban la visita de su nuera, don Horacio hacía un gesto de contrariedad.

–Jaimito: la levita… Es una señora, y hay que recibirla con decencia.

Igual operación se repetía al llegar el médico o las contadas visitas que se dignaba recibir. Había que mantenerse hasta el último momento sobre las armas, o sea como le habían visto toda la vida.

Una tarde, llamó con voz débil a su nieto, que leía junto a una ventana un libro de viajes. Podía retirarse: necesitaba estar solo. Jaime se fue y el abuelo pudo morir dignamente, en la soledad, sin el tormento de tener que velar por la pulcritud de sus gestos, pudiendo entregarse sin testigos a las muecas y estremecimientos de la agonía.

Al quedar solos Febrer y su madre, el muchacho sintió ansias de libertad. Tenía llena su imaginación de aventuras y viajes leídos en la biblioteca del abuelo, e igualmente de las hazañas de sus ascendientes celebradas en los relatos de familia. Quería ser marino de guerra, como su padre y como la mayoría de sus abuelos. La madre se opuso, con grandes extremos de susto que hacían palidecer sus mejillas y azulear sus labios. ¡El único Febrer, sometido a una existencia peligrosa y viviendo lejos de ella!… No; bastantes héroes había tenido la casa. Debía ser señor en la isla; un caballero de vida tranquila, que crease una familia para perpetuar el apellido que llevaba.

Jaime cedió a los ruegos de su madre, eterna enferma a la que la menor contrariedad parecía poner en peligro de muerte. Ya que no le quería marino, estudiaría otra carrera. Necesitaba hacer lo mismo que los otros muchachos de su edad a los que había tratado en las aulas del Instituto. A los diez y seis años se embarcó para la Península. Su madre deseaba que fuese abogado, para que pudiera desenmarañar la fortuna de la familia, gravada y revuelta con hipotecas y préstamos.

 

Su equipaje fue enorme, un verdadero ajuar de casa, y el bolsillo lo llevaba bien provisto. Un Febrer no podía vivir como un simple estudiante. Fue primero a Valencia, por creer la madre esta población menos peligrosa para la juventud. En otro curso pasó a Barcelona, y sucesivamente fue viajando de Universidad en Universidad, según el humor de los catedráticos y su benevolencia con los alumnos. Su carrera no adelantó gran cosa. Aprobaba ciertos cursos por un azar feliz en el momento del examen o por la tranquila audacia con que hablaba de lo que no sabía. En otros se atascaba, no pudiendo seguir adelante. La madre aceptaba como buenas todas sus explicaciones al volver a Mallorca. Ella misma le consolaba, aconsejándole que no extremase sus estudios, y se revolvía contra la injusticia de los tiempos presentes. Su implacable enemiga «la Papisa Juana» estaba en lo cierto. Estos tiempos no eran para los caballeros; les habían declarado la guerra, se cometían toda clase de injusticias para mantenerlos relegados.

Jaime gozaba de cierta popularidad en las sociedades y cafés de Barcelona y Valencia donde había juegos de azar. Le llamaban «el mallorquín de las onzas», porque su madre le remitía el dinero en onzas de oro, que rodaban con reflejo escandaloso sobre las mesas verdes. Al prestigio de esta magnificencia monetaria iba unido su extraño título de butifarra, que hacía sonreír en la Península, evocando en la imaginación de muchos una especie de autoridad feudal, con derechos de soberano, sobre lejanas islas.

Transcurrieron cinco años. Jaime era ya hombre, pero aún no había llegado a la mitad de sus estudios. Sus condiscípulos de la isla, al volver durante el verano, regocijaban a los contertulios de los cafés del Borne con el relato de las aventuras de Febrer en Barcelona. Le veían del brazo por las calles con mujeres de llamativo lujo; la gente bravia que frecuenta las timbas guardaba grandes respetos al «mallorquín de las onzas» por su fuerza y su coraje. Contaban que una noche había agarrado a cierto matón, levantándolo en vilo con sus brazos de atleta para arrojarlo por una ventana. Y los mallorquines pacíficos, al oír esto, sonreían con un orgullo de localidad. Era un Febrer, un verdadero Febrer. La isla producía mozos bravos como siempre.

La buena doña Purificación, madre de Jaime, tuvo un grave disgusto y una alegría maternal al saber que cierta hembra escandalosa había llegado a la isla en seguimiento de su hijo. La comprendía y la excusaba. ¡Un mozo tan guapo como su Jaime!… Pero la mozuela alborotó con sus trajes y ademanes las tranquilas costumbres de la ciudad; las buenas familias se indignaron, y doña Purificación trató con ella, valiéndose de intermediarios, para darle dinero y que abandonase la isla.

En otras vacaciones el escándalo fue mayor. Jaime, que cazaba en Son Febrer, tuvo relaciones con una payesa joven y hermosa, y casi anduvo a escopetazos con un mozo rústico que la pretendía. Sus amores campestres le ayudaban a pasar el destierro del verano. Era un legítimo Febrer, lo mismo que su abuelo. La pobre señora sabía a qué atenerse respecto a aquel suegro siempre serio y correcto, que acariciaba la barbilla de las payesas jóvenes con una frialdad de señor grave. En los alrededores del predio de Son Febrer eran muchos los mozos que tenían la cara de don Horacio; pero su esposa la mejicana, alma poética, vivía muy por encima de estas vulgaridades, mientras con el arpa en las rodillas y los ojos entornados recitaba las poesías de Ossián. Las rústicas beldades de nítido rebocillo, trenza suelta y blancas alpargatas atraían a los pulcros y señoriales Febrer con una fuerza irresistible.

Cuando doña Purificación se quejaba de las largas excursiones de caza que emprendía su hijo por la isla, éste se quedaba en la ciudad, pasando el día en el jardín para ejercitarse en el tiro de pistola. Enseñaba a su asustadiza madre un saco guardado a la sombra de un naranjo.

–¿Ve usted esto?… Es un quintal de pólvora. Hasta que no lo queme no descanso.

Y madó Antonia temía asomarse a las ventanas de su cocina, y las monjas que ocupaban una parte del antiguo palacio mostraban un instante sus tocas blancas, ocultándose inmediatamente como palomas amedrentadas por el continuo tiroteo.

El jardín, encerrado entre tapias almenadas lindantes con la muralla de mar, estremecíase de la mañana a la noche bajo el estrépito de las detonaciones. Huían los pájaros con medroso aleteo; trepaban por los agrietados muros verdosos lagartos, ocultándose entre las capas de hiedra; trotaban los gatos por las avenidas con un galope de terror. Los árboles eran viejísimos, respetables, como el palacio: naranjos centenarios, de tronco retorcido, que necesitaban el apoyo de un cerco de horquillas para sostener sus miembros venerables; magnolieros gigantes, con más leña que hojas; palmeras infecundas, que se remontaban en el espacio azul buscando el mar por encima de las almenas para saludarlo con vaivenes de su cabeza empenachada.

El sol hacía crujir las cortezas de los árboles y estallar las simientes olvidadas a flor de tierra; danzaban como chispas de oro los insectos zumbadores en las barras de luz que perforaban el follaje; caían con blando chapoteo, de tarde en tarde, los higos maduros despegándose de las ramas; sonaba a lo lejos el arrullo del mar, batiendo las rocas al pie de la muralla; y en esta calma poblada de murmullos seguía Febrer disparando pistoletazos. Era ya un maestro. Cuando apuntaba al monigote dibujado en el muro, lamentábase de que no fuese un hombre, un enemigo odiado al que necesitase exterminar. Esta bala iba al corazón. ¡Pum! Y sonreía satisfecho al ver marcarse el agujero del proyectil en el mismo lugar a que había apuntado.

El estrépito de los tiros, el humo de la pólvora, despertaban en su imaginación belicosas fantasías, historias de lucha y de muerte en las que siempre era un héroe triunfador. ¡Veinte años, y aún no se había batido!… Necesitaba un lance para dar prueba de su coraje. Era una desgracia que no tuviese enemigos, pero ya procuraría crearse alguno cuando volviera a la Península. Y persistiendo en estos desvaríos de su imaginación, excitada por el estampido de las detonaciones, fingía un lance de honor. Su adversario le tocaba al primer tiro y él caía al suelo. Aún tenía la pistola en la mano; debía defenderse, debía contestar tendido en el suelo. Y con gran escándalo de su madre y de madó Antonia, que al asomarse le creían loco, permanecía echado de bruces y disparaba en esta posición, amaestrándose «para cuando le hiriesen».

Al volver a la Península con el propósito de seguir sus interminables estudios, iba fortalecido por la vida de campo, arrogante por sus ensayos del jardín y deseoso de tener el ansiado duelo con el primero que le diese el más leve pretexto. Pero como era hombre cortés, incapaz de injustas provocaciones, y su aspecto imponía respeto a los insolentes, transcurría el tiempo y el lance no llegaba. Su vitalidad exuberante, su fuerza impulsiva, consumíanse en obscuras aventuras y estúpidos derroches, de los que hablaban luego en la isla con admiración los compañeros de estudios.

Viviendo en Barcelona, recibió un telegrama anunciador de que su madre estaba enferma de gravedad. Tardó dos días en embarcarse: no había un buque pronto a zarpar. Cuando llegó a la isla, su madre había muerto. De la antigua familia que había visto en su niñez no quedaba nadie. Sólo madó Antonia le podía recordar los tiempos pasados.

Cuando se vio dueño de la fortuna de los Febrer y en plena libertad, tenía veintitrés años. La tal fortuna estaba roída por las esplendideces de sus ascendientes y abrumada con toda clase de gravámenes. La casa de Febrer era grande, como esos buques que al encallar y perderse para siempre hacen la riqueza de la costa adonde van a morir. Sus restos y despojos, que hubieran mirado con desprecio los antiguos, representaban aún una fortuna.

Jaime no quiso pensar, no quiso saber. Necesitaba vivir, ver mundo, y renunció a sus estudios. ¿Qué le importaban las leyes y costumbres romanas y los cánones eclesiásticos para pasar una buena existencia? Ya sabía bastante. En realidad, lo mejor y más ameno de sus conocimientos se lo debía a su madre, cuando él vivía, siendo niño, en el palacio, sin haber visto maestros. Ella le había enseñado algo de francés y un poco de piano en un antiguo instrumento de teclas amarillentas y gran frontispicio de seda roja que casi llegaba al techo. Otros sabían menos que él y eran tan caballeros y mucho más dichosos. ¡A vivir!....

Permaneció dos años en Madrid. Tuvo amantes que le dieron cierta popularidad, caballos famosos, alborotó en los entresuelos de Fornos, fue íntimo amigo de un torero célebre y jugó fuerte. Tuvo un duelo, pero fue a espada—no como él se lo había imaginado, tendido en el suelo, la pistola en la diestra—, y salió del lance con un pinchazo en un brazo; algo como una puntada de alfiler en una epidermis de elefante.

Ya no era «el mallorquín de las onzas». El depósito de redondeles de oro guardado por su madre se había extinguido; pero arrojaba los billetes pródigamente en las mesas de juego, y cuando venía «la mala» escribía a su administrador, un abogado hijo de una familia de antiguos mossons, dependientes de los Febrer desde hacía siglos.

Se cansó de Madrid, donde se consideraba casi un extranjero. Perduraba en él el alma de los antiguos Febrer, grandes viajeros de todos los países menos de España, pues siempre habían vivido vueltos de espaldas a sus reyes. Muchos de sus abuelos eran familiares de todas las ciudades importantes del Mediterráneo; habían visitado a los príncipes de los pequeños Estados italianos, habían sido recibidos en audiencia por el Papa y por el Gran Turco, pero jamás se les ocurrió ir a Madrid.

Además, Febrer se irritaba muchas veces con sus parientes de la corte, jóvenes orgullosos de sus títulos nobiliarios, que sonreían al mencionar su rara cualidad de butifarra. ¡Y pensar que la familia había dejado que pasasen a los parientes de la Península varios marquesados, prefiriendo este título supremo de nobleza isleña y el goce de las altas dignidades caballerescas de Malta!…

Comenzó a viajar por Europa, fijando su residencia el otoño y parte del invierno en París, los meses de frío en la Costa Azul, la primavera en Londres y el verano en Ostende, con varias expediciones a Italia, a Egipto y a Noruega para ver el sol de media noche.

En esta nueva existencia apenas era conocido. Vivía como un viajero más, insignificante glóbulo circulante de la gran red arterial que el ansia del viaje extiende sobre el continente. Pero esta vida de continuo movimiento, con monotonías abrumadoras e inesperadas aventuras, satisfacía sus instintos atávicos, las aficiones heredadas de sus remotos ascendientes, grandes visitadores de pueblos nuevos.

Además, esta existencia errante halagaba su ansia por todo lo extraordinario. En los hoteles de Niza, falansterios de la corrupción mundial correcta e hipócrita, se había visto agraciado en la obscuridad de su cuarto por las más inesperadas visitas. En Egipto había tenido que huir de las caricias decadentes de una condesa húngara, marchita flor de elegancia, de ojos hundidos y violento perfume, que revelaba bajo tersos y juveniles esmaltes la podredumbre de su carne.

Estando en Munich cumplió veintiocho años. Había ido poco antes a Bayreuth para una representación de las óperas de Wagner, y ahora, en la capital de Baviera, asistía al teatro de la Residencia, donde se verificaba el festival de Mozart. Jaime no era melómano, pero su vida errante le obligaba a ir donde iba la gente, y su condición de pianista aficionado le había hecho asistir dos años seguidos a esta romería musical.

En el hotel que habitaba en Munich encontró a miss Mary Gordon, a la que había visto antes en el teatro de Wagner. Era una inglesa alta, esbelta, de pocas y finas carnes; un cuerpo de gimnasta, en el que los deportes habían contenido las amenas redondeces femeniles, dándola un aspecto juvenil, sano y asexual de bello muchacho. La cabeza era lo más hermoso: una cabeza de paje, con transparencias de porcelana, sonrosadas naricillas de perro juguetón, húmedos ojos azules y una cabellera rubia, de oro blanquecino en la superficie y oro obscuro en sus profundidades. Su belleza era adorable y frágil; la belleza británica que se pierde a los treinta años bajo violáceas rubicundeces y granulaciones de la piel.

En el restorán había sorprendido Jaime repetidas veces la mirada de sus ojos azules, cándidos y tranquilamente atrevidos, fijos en él. Iba con una dama gorda, fofa y de rostro arrebolado, una señora de compañía vestida de negro, con un sombrero de paja roja y un cinturón de igual color que partía en dos abultados hemisferios su pecho y su vientre. Ella, juvenil y ligera, parecía una flor de oro y nácar dentro de sus vestidos de franela blanca, de corte masculino, con corbata de hombre y un panamá de alas caídas, al que se arrollaba un velo azul.

 

Febrer se encontraba con ellas frecuentemente: en la Pinacoteca, frente a los Evangelistas de Durero; en la Glicoteca, contemplando los mármoles de Egina; en el teatro rococó de la Residencia, donde cantaban las obras de Mozart, sala de otro siglo, con una decoración de porcelana y guirnaldas que parecía imponer a los espectadores el uso del tacón de púrpura y la peluca blanca. Habituados a verse, Jaime la saludaba con una sonrisa, y ella parecía contestarle tímidamente con el brillo de sus ojos.

Una mañana, al salir de su cuarto, encontró a la inglesita en un rellano de la escalera. Inclinaba su busto de muchacho sobre la barandilla.

¡Lift!¡lift!—gritaba con su vocecita de pájaro, avisando al encargado del ascensor para que lo subiese.

La saludó Febrer al entrar con ella en la caja movible y dijo algunas palabras en francés para entablar conversación. La inglesa callaba, mirándolo fijamente con sus pupilas azules claras, en las que parecía flotar una estrella de oro. Permaneció inmóvil como si no le entendiese, pero Jaime la había visto en el salón de lectura hojeando diarios de París.

Al salir del ascensor, la inglesa se dirigió con paso rápido a la oficina donde estaba pluma en mano el cajero del hotel. Éste la escuchó con gesto obsequioso, como un políglota pronto a entender a todos los huéspedes, y saliendo de su encierro fuese hacia Jaime, que fingía leer los anuncios del vestíbulo, turbado aún por su fracaso. Febrer creyó que no le hablaban a él. «Señor, esta señorita me pide que le presente.»

Y volviéndose hacia la inglesa, el hotelero añadió con germana tranquilidad, como quien cumple un deber de su cargo:

Monsieur el hidalgo Febrer, marqués de España.

Sabía su obligación. Todo español que viaja con buenas maletas es hidalgo y marqués mientras no prueba lo contrario.

Luego indicó con sus ojos a la inglesa, que permanecía tiesa y grave durante esta ceremonia, sin la cual ninguna joven bien nacida puede cruzar su palabra con un hombre: «Miss Gordon, doctora de la Universidad de Melbourne.»

La miss alargó su manecita enguantada de blanco y sacudió con una rudeza gimnástica la diestra de Febrer. Sólo entonces se decidió a hablar.

–¡Oh, España!… ¡Oh, don Quichotte!

Sin saber cómo, salieron los dos del hotel hablando de las representaciones a que asistían por las tardes. Aquel día no era de teatro, y ella pensaba ir a la pradera llamada Teresienwiese, al pie de la estatua de la Bavaria, para ver la feria de los tiroleses y escuchar sus canciones. Después de almorzar en el hotel visitaron el campo de la feria; subieron a la cabeza de la enorme estatua, contemplando la planicie bávara, sus lagos y sus lejanas montañas; recorrieron la Galería de la Gloria, llena de bustos de bávaros célebres, cuyos nombres leían por primera vez, y acabaron yendo de barraca en barraca, admirando los trajes de los tiroleses, sus bailes gimnásticos, sus gorjeos y trinos iguales a los del ruiseñor.

Marchaban los dos como si se hubiesen conocido toda la vida, admirando Jaime en los ademanes de miss Gordon esa libertad varonil de las muchachas sajonas, que no temen el contacto con el hombre y se sienten fuertes al ser guardadas por ellas mismas. Desde aquel día salieron juntos a correr los museos, las academias, las viejas iglesias, unas veces solos, otras con la señora de compañía, que se esforzaba por seguir sus pasos. Eran dos camaradas que se comunicaban sus impresiones sin pensar nunca en la diversidad de sus sexos. Jaime sentía deseos de aprovecharse de esta intimidad diciendo galanterías, osando pequeños atrevimientos; pero se detenía en el momento oportuno. Con estas mujeres era peligrosa la acción, se mantienen impasibles, a prueba de toda clase de impresiones. Debía esperar que fuese ella la que tomase la iniciativa. Eran hembras que podían ir solas por el mundo, sintiéndose capaces de interrumpir los arrebatos de pasión con golpes de boxeo. Algunas había visto él en sus viajes que llevaban en el manguito, o en el bolso de mano, entre la caja de polvos y el pañuelo, un diminuto y niquelado revólver.

Miss Mary le hablaba del lejano archipiélago oceánico en el que su padre era algo así como un virrey. No tenía madre, y había venido a Europa para completar los estudios hechos en Australia. Ella era doctora de la Universidad de Melbourne; doctora en música… Jaime, disimulando el asombro que le causaban estas noticias de un mundo lejano, hablaba de él, de su familia, de su país, de las curiosidades de la isla, de la caverna de Artá, trágicamente grandiosa, caótica como una antesala del infierno; de las cuevas del Dragón, con sus bosques de estalactitas luminosas, cual un palacio de hielo, y sus lagos milenarios y dormidos, de cuyo profundo cristal parecía que iban a surgir mágicas desnudeces semejantes a las de las hijas del Rhin que guardaban el tesoro de los Nibelungos. Miss Gordon le escuchaba embelesada. Jaime parecía engrandecerse ante sus ojos al ser hijo de aquella isla de ensueño, donde es siempre azul el mar, luce el sol en todo tiempo y florece el naranjo.

Poco a poco Febrer fue pasando las tardes en la habitación de la inglesa. Habían terminado las representaciones del festival de Mozart. Miss Gordon necesitaba diariamente el alimento espiritual de la música. Tenía un piano en su salón y un rimero de partituras que la acompañaban en sus viajes. Jaime sentábase junto a ella, frente al teclado, y procuraba seguirla como acompañante en las piezas que interpretaba, siempre del mismo autor, del dios, del único. El hotel estaba próximo a la estación, y el ruido de camiones, coches y tranvías enervaba a la inglesa, haciéndola cerrar las ventanas. La dama de compañía quedábase en su cuarto, satisfecha de verse libre de aquel chaparrón musical, cuyas delicias no podían compararse con las de hacer una buena labor de punto de Irlanda. Miss Gordon, sola con el español, le trataba como una maestra.

–A ver, otra vez: repitamos el tema de «la espada». Ponga usted atención.

Pero Jaime se distraía contemplando de reojo el cuello largo y blanquísimo de la inglesa, erizado de pelillos de oro, la red de venas azules que se marcaba levemente en la transparencia de su epidermis nacarada.

Llovía una tarde; el cielo plomizo parecía rozar los tejados de las casas; en el salón había una luz difusa de bodega. Tocaban casi a tientas, avanzando las cabezas para leer en la mancha blanca de la partitura. Zumbaba la selva de los encantos, moviendo sus verdes y rumorosas cabelleras ante el rudo Sigfrido, inocente hijo de la Naturaleza, ansioso de conocer el lenguaje y el alma de las cosas inanimadas. Cantaba el pájaro maestro, haciendo resaltar su dulce voz entrecortada sobre los murmullos del follaje. Mary se estremeció.

–¡Ah, poeta!… ¡poeta!

Y siguió tocando. Luego, en la creciente obscuridad del salón sonaron los rudos acordes que acompañan al héroe a la tumba; la fúnebre marcha de los guerreros llevando sobre el pavés el cuerpo membrudo, blanco y rubio de Sigfrido, interrumpida por la frase melancólica del dios de los dioses. Mary seguía temblando, hasta que de pronto sus manos abandonaron el teclado y su cabeza fue a posarse en un hombro de Jaime, como un pájaro que abate sus alas.

¡Oh, Richard!… ¡Richard, mon bien aimée!