Za darmo

Los muertos mandan

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II

Febrer, al verse fuera de Palma, en plena campiña primaveral, se arrepintió de su vida presente. Llevaba un año sin salir de la ciudad, pasando las tardes en los cafés del Borne y las noches en la sala de juego del Casino.

¡No ocurrírsele nunca asomar la cabeza fuera de Palma para ver el campo, de un verde tierno, con sus acequias susurrantes; el cielo, de suave azul, en el que flotaban islotes de blancos vellones; las colinas, de un verde obscuro, con sus molinillos de viento braceando en la cumbre; las sierras abruptas, de color de rosa, cerrando el fondo; todo el paisaje risueño y rumoroso que había asombrado a los navegantes antiguos, haciéndoles llamar a Mallorca la isla Afortunada!… Cuando, gracias a su casamiento, adquiriese una fortuna y pudiera rescatar el hermoso predio de Son Febrer, pasaría en él la mayor parte del año, lo mismo que sus ascendientes, haciendo la vida rústica y benéfica de un gran señor, dadivoso y respetado. El carruaje, a todo correr de sus dos caballos, rozaba y dejaba atrás una fila de payeses que volvían de la ciudad por el borde del camino. Eran esbeltas mujeres morenas, llevando sobre la trenza y el blanco rebocillo un ancho sombrero de paja con cintas colgantes y ramos de flores silvestres; hombres vestidos de dril rayado—la llamada tela mallorquína—, con fieltros echados atrás que parecían una aureola negra o gris en torno de sus rostros afeitados.

Recordaba Febrer las sinuosidades de este camino, por el que no había pasado en algunos años, lo mismo que un extranjero que volviese a la isla después de una visita remota. Más adelante se bifurcaba la ruta: una rama se dirigía a Valldemosa y otra a Sóller… ¡Ay, Sóller!… ¡La niñez olvidada que acudía de golpe a su memoria! Todos los años, en un carruaje como aquél, emprendía la familia de Febrer su viaje a Sóller, donde poseía una antigua casa, de amplio zaguán, la casa de la Luna, llamada así por un hemisferio de piedra con ojos y nariz que adornaba lo alto del portalón, representando al astro de la noche.

Era siempre a principios de Mayo. El pequeño Febrer, cuando el carruaje transponía una garganta, en lo más alto de la sierra, lanzaba gritos de alegría contemplando a sus pies el valle de Sóller, el jardín de las Hespérides de la isla. Las montañas, obscuras de pinares y moteadas de blancas casitas, tenían las cumbres envueltas en turbantes de vapores. Abajo, en torno a la villa y prolongándose por todo el valle hasta el mar invisible, estaban los huertos de naranjos. La primavera estallaba sobre este suelo feliz con una explosión de colores y perfumes. Las plantas salvajes crecían entre los peñascos coronados de flores; los árboles tenían los troncos vestidos de serpenteante verdura; las pobres casas de los payeses ocultaban su miseria ruinosa bajo sábanas de rosales trepadores. Acudían de todos los pueblos del contorno a la fiesta de Sóller las rústicas familias: las mujeres con blancos rebocillos, pesadas mantillas y botones de oro en las mangas; los hombres con vistosos chalecos, capotes de paño y fieltros con cintas de color. Gangueaba la dulzaina llamando al baile; pasaban de mano en mano los vasos de dulce aguardiente de la isla y de vino de Bañalbufar. Era la alegría de la paz después de mil años de guerra y de piratería con los pueblos infieles del Mediterráneo: la regocijada conmemoración de la victoria conseguida por los payeses de Sóller sobre una flota de corsarios turcos en el siglo xvi.

En el puerto, los pescadores, disfrazados de musulmanes y de guerreros cristianos, fingían a trabucazos y estocadas sobre sus pobres barcas una batalla naval, o se perseguían por los caminos inmediatos a la costa. En la iglesia se celebraba una fiesta para conmemorar la milagrosa victoria, y Jaime, sentado junto a su madre en un sitio honorífico, estremecíase de emoción escuchando al predicador, lo mismo que cuando leía una novela interesante en la biblioteca que su abuelo tenía en Palma, en el segundo piso de la casa.

El vecindario se ponía en armas con los habitantes de Alaró y Buñola, al saber por una barca de Ibiza que veintidós galeotas turcas con algunas galeras marchaban sobre Sóller, la más rica población de la isla. Mil setecientos turcos y africanos, lo peor de la piratería, tomaban tierra atraídos por la riqueza del pueblo, y más aún por el deseo de asaltar cierto convento de monjas, donde vivían retiradas del mundo jóvenes hermosas y de ilustre familia. Divididos en dos columnas, marchaba una contra la tropa de cristianos que había salido a su encuentro, mientras la otra, dando un rodeo, penetraba en la población, cautivando doncellas y mancebos, robando las iglesias, matando a los sacerdotes. Los cristianos sentían la incertidumbre de su situación. Enfrente, mil turcos que avanzaban; a sus espaldas, la villa entregada al saqueo, sus familias sometidas al ultraje y a la violencia, que les llamaban con desesperación. Pero la duda fue corta. Un sargento de Sóller, heroico veterano de los ejércitos de Carlos V en las guerras de Alemania y el Gran Turco, los decide a todos por el ataque contra el enemigo inmediato. Se arrodillan, invocan al apóstol Santiago, y esperando un milagro, atacan con sus escopetas, arcabuces, lanzas y hachas. Los turcos cejan y vuelven las espaldas. En vano les anima su temible caudillo Suffarais, capitán general del mar, turco viejo y de gran obesidad, famoso por su coraje y atrevimiento. Al frente de una escuadra de negros, que eran su guardia, ataca cimitarra en mano, formando en torno de él un círculo de cadáveres; pero al fin un sollerense le atraviesa el pecho con su lanza, y al caer huyen los invasores, perdiendo su estandarte. Un nuevo enemigo les cierra el paso cuando escapan hacia la costa para salvarse en sus navíos. Una cuadrilla de bandoleros ha presenciado el combate desde los riscos, y al ver huir a los turcos sale a su encuentro, disparando los pedreñales y esgrimiendo sus dagas. Llevan con ellos una tropa de mastines, feroces compañeros de su vida infame, y esas bestias, arrojándose sobre los fugitivos y destrozándoles, prueban, según los cronistas de la época, «la bondad de la casta mallorquina». La tropa vencedora vuelve atrás, penetrando en la villa desolada, y los saqueadores huyen como pueden camino del mar, o caen degollados en las calles.

El predicador exaltábase al relatar esta acción victoriosa, atribuyendo la mejor parte del éxito a la Reina de los Cielos y al guerrero apóstol. Luego ensalzaba al capitán Angelats, el héroe de la expedición, el Cid de Sóller, y a las valentas dònas de Can Tamany, dos mujeres de un predio inmediato a la villa que habían sido sorprendidas por tres turcos ansiosos de saciar en ellas su carnívoro apetito tras largas abstinencias en las soledades del mar. Las valentas donas, arrogantes y duras como buenas payesas, no gritaban ni huían a la vista de estos tres piratas enemigos de Dios y de los santos. Con la tranca de la puerta mataban a uno, y luego se encerraban en la casa. Arrojando el cadáver por una ventana sobre los asaltantes, descalabraban a otro y perseguían a pedradas al tercero, como esforzadas nietas de los honderos mallorquines. ¡Ah, las valentas dònas, las esforzadas hembras de Can Tamany! El buen pueblo las adoraba como santas heroínas de la guerra milenaria contra los infieles, y reía cariñosamente de las hazañas de estas Juanas de Arco, pensando con orgullo en lo peligroso que era el trabajo de los musulmanes para abastecer de carne nueva sus harenes.

Luego, el predicador, siguiendo la costumbre tradicional, daba fin a su arenga citando las familias que habían tomado parte en el combate: un centenar de apellidos, que escuchaba atentamente el rústico auditorio, moviendo la cabeza cada cual con signos de asentimiento cuando sonaba el nombre de uno de sus ascendientes. Esta enumeración interminable parecía corta a muchos, que hacían un gesto de protesta al callarse el predicador. «Otros estuvieron, y no los nombran», murmuraban los payeses cuyos apellidos no habían sonado. Todos querían ser descendientes de los guerreros del capitán Angelats.

Cuando terminaban las fiestas y Sóller recobraba su plácida calma, el pequeño Jaime pasaba los días correteando por los naranjales con Antonia, la vieja madó Antonia de ahora, que era entonces una mujerona fresca, de blancos dientes, curvo pecho y pisada fuerte, viuda a los pocos meses de matrimonio y perseguida por las miradas ardorosas de toda la payesía. Juntos iban al puerto, tranquilo y solitario lago, cuya entrada era casi invisible por las revueltas entre las peñas del brazo acuático que lo comunicaba con el mar. Sólo de tarde en tarde aparecían en esta plaza cerrada de agua azul los mástiles de algún velero que venía a cargar naranjas para Marsella. Las bandas de gaviotas viejas, enormes como gallinas, aleteaban con evoluciones de contradanza sobre la tersa superficie. A la caída de la tarde entraban las barcas de los pescadores, y bajo los tinglados de la playa quedaban colgando de escarpias peces enormes, con la cola arrastrando por el suelo, que sangraban lo mismo que bueyes; rayas y pulpos que despedían como pedazos de tembloroso cristal sus blancas viscosidades.

Jaime amaba este puerto tranquilo, de misteriosa soledad, con un respeto religioso. Recordaba en él las milagrosas historias con que su madre le adormecía por la noche; el gran prodigio de un siervo de Dios para burlar sobre aquellas aguas los empedernidos pecadores. San Raimundo de Peñafort, virtuoso y austero monje, indignábase contra el rey don Jaime de Mallorca, torpemente amancebado con una dama, doña Berenguela, y sordo a sus santos consejos. El fraile quiso huir de la isla de perdición, y el rey se lo impidió poniendo embargo a todas las barcas y navíos. Entonces el santo bajó al solitario puerto de Sóller, tendió su manto sobre las olas, montó en él y emprendió el rumbo hacia las costas de Cataluña.

 

Madó Antonia le había contado también este milagro, pero en versos mallorquines, en un sencillo romance que respiraba la cándida credulidad de los siglos aficionados a lo maravilloso. El santo, embarcado en su manto, ponía el bordón por mástil y el capuchón por vela. Un viento de Dios soplaba sobre la extraña nave, y en pocas horas, el siervo del Señor iba de Mallorca a Barcelona. El vigía de Montjuich anunciaba con bandera la aparición del prodigioso barco, repicaban las campanas de la Seo, y los mercaderes acudían a la muralla del mar para recibir al santo viajero.

El pequeño Febrer, con la curiosidad excitada por estas maravillas, quería saber más, y su acompañante llamaba a los viejos pescadores, que le enseñaban la roca en que había puesto los pies el santo mientras invocaba el auxilio de Dios antes de embarcarse. Una montaña de tierra adentro, vista desde el puerto, tenía la forma de un fraile encapuchado. A lo largo de la costa, en un lugar inaccesible, una peña, que sólo veían los pescadores, era semejante a un monje arrodillado y en oración. Tales prodigios los había hecho Dios, según estas almas sencillas, para perpetuar el famoso milagro.

Jaime aún recordaba los estremecimientos de emoción con que acogía estos relatos. ¡Ah, Sóller! ¡La época de santa inocencia, en que abrió sus ojos a la vida entre relatos de milagros y conmemoraciones de luchas heroicas!… La casa de la Luna habíala perdido para siempre, lo mismo que la credulidad y la inocencia de aquella época para él casi remota. Habían transcurrido más de veinte años sin que volviese a la olvidada Sóller, que ahora resucitaba en su memoria con todos los risueños espejismos de la infancia.

Llegó el carruaje a la bifurcación del camino, emprendiendo la ruta de Valldemosa, y todos los recuerdos parecieron quedar atrás, inmóviles al borde de la carretera, esfumándose con la distancia.

El camino de Valldemosa no ofrecía para él memoria alguna del pasado. Sólo lo había seguido dos veces, siendo ya hombre, para visitar con unos amigos las celdas de la Cartuja. Se acordaba de los olivos del camino, los famosos olivos seculares, de formas extrañas y fantásticas, que habían servido de modelo a muchos artistas, y avanzó la cabeza por una ventanilla deseando verlos. El terreno subía; comenzaban los campos pedregosos de secano, las primeras estribaciones de la sierra. El camino iba serpenteando entre arboledas. Pasaban ya ante las ventanillas del carruaje los primeros olivos.

Febrer los conocía, había hablado de ellos muchas veces, y sin embargo, sintió la sensación de lo extraordinario, como si los viese por primera vez. Eran árboles negros, de enorme tronco nudoso y abierto, abombados por grandes excrecencias y con escaso follaje; olivos que tenían siglos de existencia, que no habían sido podados nunca y en los que la vejez robaba savia al ramaje, hinchando el tronco con las expansiones de una lenta y penosa circulación. El campo parecía un abandonado taller de escultura, con miles de bocetos informes, de monstruos esparcidos en el suelo, sobre una alfombra verde matizada de margaritas y campanillas silvestres.

Un olivo parecía un sapo enorme, encogido y en actitud de saltar, con un ramillete de hojas en la boca; otro, una boa informe de amontonados anillos, con un penacho de olivo en la cabeza; veíanse troncos abiertos como ojivas, al través de cuyos orificios lucía el cielo azul; serpientes monstruosas enrolladas en grupo como las espirales de una columna salomónica; gigantes negros, cabeza abajo, con las manos en el suelo, hundiendo los dedos de sus raíces y los pies en alto, de los que surgían varas llenas de hojas. Algunos, vencidos por los siglos, se acostaban en el suelo, sostenidas sus leñosidades por horquillas, como viejos que intentasen incorporarse sobre sus muletas.

Parecía haber pasado sobre estos campos una tempestad, abatiéndolo todo, retorciéndolo todo, petrificándose después para mantener esta desolación bajo su peso y que no recobrara las primitivas formas. Muchos olivos erguidos, de perfiles más suaves, parecían tener rostro y formas femeniles. Eran vírgenes bizantinas, con tiara de leves hojas y luengas vestiduras de leña. Otros eran ídolos feroces, de ojos saltones y barbas ondeadas y rastreantes; fetiches de religiones obscuras y bárbaras, capaces de detener a la humanidad primitiva en sus emigraciones, haciéndola caer de rodillas con la emoción de un encuentro divino. En la calma de este retorcimiento tempestuoso e inmóvil, en la soledad de estos campos poblados de espantables y perennes visiones, cantaban los pájaros, extendían su invasión hasta el pie de los troncos carcomidos las flores silvestres, y las hormigas iban y venían en infinito rosario, socavando como mineras infatigables las añosas raíces.

Gustavo Doré había dibujado—según decían muchos isleños—en estos olivares sus más fantásticas concepciones, y el recuerdo de dicho artista trajo a la memoria de Jaime el de otros más célebres que pasaron también por el mismo camino y vivieron y sufrieron en Valldemosa.

Dos veces había visitado la Cartuja sólo por ver de cerca los lugares inmortalizados por el amor triste y enfermizo de una pareja de seres famosos. Su abuelo le había hablado muchas veces de «la francesa» de Valldemosa y su compañero «el músico».

Un día, los habitantes de Mallorca y los peninsulares que se habían refugiado en la isla huyendo de los horrores de la guerra civil, vieron desembarcar un matrimonio extranjero acompañado de un niño y una niña. Era en 1838. Al bajar el equipaje a tierra, los isleños admiraron con asombro un piano enorme, un piano Erard, como entonces se veían pocos. El piano quedó cautivo en la Aduana, mientras se resolvía el enredo de ciertos escrúpulos administrativos, y los viajeros fueron a alojarse en una posada, alquilando después la finca de Son Vent, inmediata a Palma.

El hombre parecía enfermo; era más joven que ella, pero enflaquecido por las dolencias, pálido, con una palidez transparente de hostia, los claros ojos brillantes de fiebre, el angosto pecho agitado por ruda y continua tos. Unas patillas finísimas sombreaban sus mejillas; una cabellera tumultuosa de león coronaba su frente, cayendo atrás en cascada de rizos. Ella era varonil y corría con todos los trabajos de la casa, como una buena burguesa más pródiga en voluntad que en habilidades. Jugaba con sus hijos lo mismo que una niña, y su rostro bondadoso y risueño ensombrecíase únicamente al oír la tos del «amado enfermo». Un ambiente de exotismo, de existencia irregular, de protesta contra las leyes que rigen a los humanos, parecía envolver a esta familia vagabunda. Ella vestía trajes de cierta fantasía, con un puñal de plata clavado en la cabellera, adorno romántico que escandalizaba a las devotas señoras mallorquinas. Además, no iba a misa a la ciudad, no hacía visitas, no salía de su casa más que para juguetear con sus hijos o sacar al sol al pobre tísico, dándole el brazo. Los niños eran tan extraordinarios como la madre: la hija iba vestida de muchacho, para correr por los campos con mayor soltura.

Pronto la isleña curiosidad se enteró de los nombres de estos forasteros de aspecto alarmante. Ella era una francesa, autora de libros: Aurora Dupín, antigua baronesa separada de su marido, que se había hecho una reputación universal por sus novelas, firmándolas con un nombre masculino y el apellido de un asesino político: Jorge Sand. Él era un músico polaco, organismo delicado que parecía dejar un pedazo de existencia en cada una de sus obras, y se sentía moribundo a los veintinueve años. Le llamaban Federico Chopin. Los hijos eran de la novelista, que estaba ya en los treinta y cinco años.

La sociedad mallorquina, encerrada en sus preocupaciones tradicionales, como un molusco en sus valvas, y enemiga por instinto de las novedades de París, indignóse ante este escándalo. ¡No eran casados!… ¡Y ella escribía novelas que espantaban por su audacia a las gentes de bien!… La curiosidad femenil quiso conocerlas, pero en Mallorca sólo recibía libros don Horacio Febrer, el abuelo de Jaime, y los pequeños volúmenes de Indiana y Lelia propiedad de aquél corrieron de mano en mano sin que los lectores los entendiesen. ¡Una mujer casada que escribía libros y vivía con un hombre que no era su marido!…

Doña Elvira, la abuela de Jaime, una señora venida de Méjico, cuyo retrato había él contemplado tantas veces, y a la que se imaginaba siempre vestida de blanco, con los ojos en alto y el arpa dorada entre las rodillas, visitó a la solitaria de Son Vent. Gozábase en abrumar con su superioridad de forastera a las señoras de la isla que no sabían francés; escuchaba a la escritora sus líricos elogios de la originalidad de este paisaje africano, con sus blancas casitas, espinosos cactos, esbeltas palmeras y seculares olivos, que tan rudamente contrastaba con el armónico orden de las campiñas de Francia. Luego, doña Elvira, en las tertulias de Palma, defendía con vehemencia a la escritora, una pobre mujer apasionada, cuya vida actual era más abundante en tristezas y cuidados de hermana de la Caridad que en satisfacciones de amor. El abuelo tuvo que intervenir, prohibiendo a la esposa estas visitas para acallar murmuraciones.

Se hizo el vacío en torno a la escandalosa pareja. Mientras los niños jugaban con su madre en el campo, como pequeños salvajes, el enfermo tosía recluido en su dormitorio, detrás de los cristales, o se asomaba a la puerta buscando un rayo de sol. Por las noches, a altas horas, era la visita de la musa, enfermiza y melancólica, y sentado al piano improvisaba entre toses y gemidos su música, de una voluptuosidad amarga.

El dueño de Son Vent, un burgués de la ciudad, dio orden a los forasteros de levantar el campo, como si fuesen una banda de bohemios. El pianista estaba tísico, y él no quería contagiar su finca. ¿Adonde ir?… El regreso a la patria era difícil: estaban en pleno invierno, y Chopin temblaba como un pájaro abandonado pensando en los fríos de París. La isla inhospitalaria era amada, sin embargo, por la dulzura de su clima. Como único refugio se ofreció a ellos la cartuja de Valldemosa: edificio sin bellezas arquitectónicas, sin otro encanto que el de su antigüedad medioeval, pero enclavado entre montañas por cuyas laderas se derrumban bosques de pinos, teniendo como suaves cortinas que amortiguan el ardor del sol plantaciones de almendros y palmeras, entre cuyo ramaje alcanzan los ojos la verde llanura y el lejano mar. Era un monumento casi en ruinas, un convento de melodrama, lúgubre y misterioso, en cuyos claustros acampaban vagabundos y mendigos. Para entrar en él era preciso atravesar el cementerio de los frailes, con sus fosas removidas por las raíces de las plantas silvestres, que sacaban los huesos a flor de tierra. En las noches de luna vagaba por el claustro un espectro blanco, el alma de un fraile maldito que aguardaba la hora de la redención paseándose por el lugar de sus pecados.

Allá marcharon los fugitivos un día lluvioso de invierno, azotados por el aguacero y el huracán, siguiendo el mismo camino que ahora seguía Febrer, pero un camino antiguo que sólo tenía de tal el nombre. Los carros de la caravana iban, como decía Jorge Sand, «con una rueda por la montaña y otra por el fondo de una torrentera». El músico, arrebujado en un capote, temblaba y tosía bajo la lona del toldo, estremeciéndose con los dolorosos vaivenes. La novelista seguía a pie en los malos pasos, llevando a sus hijos de la mano en este viaje de vagabundos.

Pasaron todo el invierno en la soledad de la Cartuja. Ella, calzando babuchas y con el puñalito en la cabellera mal peinada, hacía la cocina animosamente, con la ayuda de una mozuela del país, que aprovechaba el menor descuido para engullirse los bocados destinados al «querido enfermo». Los chicuelos de Valldemosa apedreaban a los pequeños franceses, creyéndolos moros, enemigos de Dios. Las mujeres robaban a la madre al venderla los comestibles, y además la apodaban «la Bruja». Todos hacían la cruz a estos gitanos que se atrevían a vivir en una celda del monasterio, cerca de los muertos, en continuo trato con el fraile fantasma que se paseaba por el claustro.

De día, mientras descansaba el enfermo, preparaba ella el puchero y ayudaba a la sirvienta, con sus manos finas y pálidas de artista, a mondar las legumbres. Luego corría con sus hijos a la abrupta costa de Miramar, cubierta de arboleda, donde Raimundo Lulio estableció su escuela de estudios orientales. Sólo al llegar la noche comenzaba su verdadera existencia.

El claustro, obscuro, enorme, conmovíase con una música misteriosa que parecía venir de muy lejos, al través de los recios paredones. Era Chopin, que, inclinado ante el piano, componía sus Nocturnos. La novelista, a la luz de una vela, escribía Spiridón, la historia del monje que acaba por demoler todas sus creencias, y muchas veces cortaba su trabajo para correr al lado del músico y preparar sus tisanas, alarmada por la frecuencia de su tos. En las noches de luna tentábala el escalofrío de lo misterioso, la voluptuosidad del miedo, y salía al claustro, cuya lobreguez cortaban las manchas lácteas de los ventanales. ¡Nadie!… Después sentábase en el cementerio de los monjes, esperando en vano la aparición del fantasma para animar su monótona existencia con algo novelesco.

 

Una noche de Carnaval, la Cartuja fue invadida por los moros. Eran jóvenes de Palma que después de recorrer la ciudad disfrazados de berberiscos pensaron en «la francesa», avergonzados sin duda del aislamiento en que la tenían las gentes. Llegaron a media noche, turbando con sus canciones y guitarreos la calma misteriosa del convento, haciendo aletear medrosos a los pajarracos albergados en las ruinas. En una pieza de la celda bailaron danzas españolas, que el músico seguía atentamente con sus ojos de fiebre, mientras la novelista iba de un grupo a otro, sintiendo la simple alegría de la burguesa que no se ve olvidada.

Esta fue su única noche feliz en Mallorca. Luego, al volver la primavera, el «amado enfermo» se sintió mejor y emprendieron el lento retorno a París. Eran aves de paso que detrás de su invernaje no dejaban otra huella que la del recuerdo. Ni siquiera pudo saber Jaime con certeza qué habitación había sido la suya. Las reformas realizadas en el convento habían borrado todo vestigio. Muchas familias de Palma veraneaban ahora en la Cartuja, convirtiendo las celdas en hermosas habitaciones, y cada cual quería que la suya fuese la de Jorge Sand, infamada y despreciada por sus abuelas. Febrer había visitado el convento con un nonagenario de los que fueron vestidos de moros a dar serenata a la francesa. No se acordaba de nada; no podía reconocer la habitación.

El nieto de don Horacio sentía una especie de amor retrospectivo hacia aquella mujer extraordinaria. La veía como en los retratos de su juventud, con el rostro inexpresivo y los ojos profundos y enigmáticos bajo una cabellera suelta sin más adorno que una rosa en una sien. ¡Pobre Jorge Sand! El amor había sido para ella lo que la antigua esfinge: cada vez que intentaba interrogarlo sentía en el corazón su zarpazo sin misericordia. Todas las abnegaciones y rebeldías del amor las había conocido aquella mujer. La hembra caprichosa de las noches venecianas, la infiel compañera de Musset, era la misma enfermera que guisaba la cena y preparaba las tisanas al moribundo Chopin en la soledad de Valldemosa… ¡Si él hubiese conocido una mujer así, una mujer que llevase dentro mil mujeres, toda la infinita variedad femenil de dulzuras y crueldades!… ¡Ser amado por una hembra superior, a la que pudiera imponer el ascendiente varonil y que al mismo tiempo le inspirase respeto por su grandeza intelectual!…

Quedó Febrer largo rato como adormecido por este deseo, mirando el paisaje sin verlo. Luego sonrió irónicamente, como si compadeciese su insignificancia. Recordaba el objeto de su viaje y se tenía lástima. Él, que soñaba con grandes amores desinteresados y extraordinarios, iba a venderse, ofreciendo su mano y su nombre a una mujer que apenas había visto; a contraer una alianza que escandalizaría a toda la isla… ¡Digno término de una vida inútil y atolondrada!

El vacío de su existencia se le aparecía ahora claramente, sin los engaños de la presunción personal. La proximidad del sacrificio lo hacía replegarse en sus recuerdos, cual si buscase en ellos una justificación de los actos presentes. ¿Para qué había servido su paso por el mundo?…

Volvió otra vez a las memorias de su infancia que había evocado en el camino de Sóller. Veíase en el venerable caserón de los Febrer con sus padres y su abuelo. Era hijo único. Su madre, una señora pálida, de belleza melancólica, había quedado enferma a consecuencia de su nacimiento. Don Horacio vivía en el segundo piso, en compañía de un viejo criado, como si fuese un huésped en la casa, mezclándose con la familia o aislándose de ella a su capricho.

Jaime, en medio de la vaguedad de sus recuerdos infantiles, contemplaba con saliente relieve la figura de su abuelo. Jamás había encontrado una sonrisa en aquel rostro de patillas blancas, que contrastaban con sus ojos negros e imperiosos. Los de la casa tenían prohibido subir a sus habitaciones. Nadie le había visto más que en traje de calle, con una pulcritud minuciosa. El nieto, que era el único que podía subir a su dormitorio a todas horas, encontrábale de buena mañana con su levita azul, alto cuello de puntas y la negra corbata arrollada en varias vueltas, sujeta por una perla enorme. Hasta en días de enfermedad conservaba su aspecto correcto, de una elegancia antigua. Si la dolencia le obligaba a guardar cama, daba órdenes al criado para que no recibiese ni a su hijo.

Febrer pasaba las horas sentado a los pies de su abuelo, escuchando sus relatos e intimidado por la enorme cantidad de libros que desbordaba de los armarios, extendiéndose por sillas y mesas. Le veía igual en todo tiempo, con su levita forrada de seda roja, que parecía siempre la misma y era renovada, sin embargo, cada seis meses. Las estaciones no traían otra mudanza que el convertir el invernal chaleco de terciopelo en otro de seda bordada. Cifraba su principal orgullo en la ropa blanca y en los libros. Le traían del extranjero docenas de docenas de camisas, que muchas veces amarilleaban olvidadas, sin estrenar, en el fondo de los armarios. Los libreros de París enviábanle enormes paquetes de volúmenes recién publicados, y en vista de sus continuas demandas, escribían en la dirección una línea que don Horacio mostraba con burlona complacencia: «Mercader de libros.»

Hablaba al último de los Febrer con una bondad de abuelo, esforzándose por que entendiese sus relatos, a pesar de que era parco en palabras y poco sufrido en sus relaciones con la familia. Le contaba sus viajes a París y Londres: los primeros en buque de vela hasta Marsella y luego en silla de posta; los otros en vapores de ruedas y en camino de hierro, grandes inventos cuya infancia había presenciado. Hablaba de la sociedad en la época de Luis Felipe; de los grandes estrenos del romanticismo, a los que había asistido; de las barricadas que había visto levantar desde su cuarto, callándose que al mismo tiempo abarcaba el talle de una «griseta» asomada junto a él.

Su nieto había nacido en buen tiempo: el mejor de todos. Don Horacio se acordaba de sus desavenencias con su terrible padre, que le habían obligado a viajar por Europa; aquel caballero que salía al encuentro del rey Fernando para pedirle la vuelta a los usos antiguos, y bendecía a los hijos diciéndoles: «Dios te haga un buen inquisidor.»

Luego enseñaba a Jaime grandes estampas con vistas de las ciudades en las que había vivido, y que al niño le parecían poblaciones de ensueño. Algunas veces se quedaba contemplando el retrato de «la abuela del arpa», de su esposa, la interesante doña Elvira, el mismo lienzo que estaba ahora en el recibimiento con las demás señoras de la familia. No parecía conmoverse. Conservaba la misma gravedad con que acompañaba las bromas a que era aficionado y las palabras gruesas que matizaban su conversación, pero decía con voz algo trémula: