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Los muertos mandan

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La llanta de esta rueda era de carne animada: millones y millones de criaturas soldadas, amasadas, gesticulantes, con las extremidades libres, moviéndolas para convencerse de su soltura y su libertad, mientras sus cuerpos estaban pegados unos a otros. Los rayos de la rueda atraían la atención de Febrer por sus diversas formas. Unos eran espadas con las sangrientas hojas cubiertas de guirnaldas de laurel, símbolo de heroísmo; otros parecían áureos cetros rematados por coronas de rey o de emperador; varas de justicia; barras de oro formadas de monedas superpuestas; báculos con piedras preciosas, símbolos de divino pastoreo desde que los hombres se agruparon en rebaños para balar temerosos con la vista puesta en lo alto. Y el cubo de esta rueda era un cráneo, blanco, limpio, brillante, como si fuese de marfil pulido; un cráneo enorme lo mismo que un planeta, que permanecía inmóvil, mientras todo giraba en torno de él; un cráneo luminoso como la luna, que con sus negras oquedades parecía gesticular malignamente, burlándose silencioso de todo este movimiento.

La rueda giraba y giraba. Los millones de seres sujetos a su continua revolución gritaban y manoteaban entusiasmados y enardecidos por la velocidad. Jaime, tan pronto los veía subiendo a lo más alto, como descendiendo cabeza abajo; pero ellos, en su ilusión, creían marchar rectamente, admirando a cada vuelta nuevos espacios, nuevas cosas. Juzgaban como un lugar desconocido y asombroso el mismo punto por el que habían pasado momentos antes. Ignorando la inmovilidad del centro en torno del cual rodaban, creían con la mejor buena fe que el movimiento era de avance. «¡Cómo corremos! ¿Adonde iremos a parar?» Y Febrer sonreía, apiadado de su simpleza, viéndolos ufanarse de la rapidez de su progreso, cuando estaban en el mismo sitio, de la velocidad de una ascensión que emprendían por milésima vez y había de ser seguida fatalmente por el descenso cabeza abajo.

De pronto, Jaime sintióse empujado por una fuerza irresistible. El gran cráneo le sonreía burlonamente, «Tú también: ¿por qué resistirte a tu destino?» Y se encontraba adosado a la rueda, confundido con aquella humanidad crédula e infantil, pero sin el consuelo de su dulce engaño. Y sus compañeros de viaje le insultaban, le escupían, le golpeaban indignados al enterarse de que negaba su movimiento, y le tenían por loco al poner en duda lo que era visible para todos.

La rueda estallaba, poblando el negro espacio de llamas de explosión, de millares de millones de gritos y estremecimientos, que eran otros tantos seres arrojados a través del misterio de la eternidad. Y él caía y caía, durante años, durante siglos, hasta sentir en su espalda la blandura de la cama… Abría entonces los ojos. Margalida estaba allí, contemplándolo con expresión de terror a la luz del candil. Debían ser las altas horas de la noche. La pobre muchacha suspiraba de miedo mientras le cogía los brazos con sus manecitas temblorosas.

¡Don Chaume!¡Ay, don Chaume!…

Había gritado como un loco; se inclinaba fuera de la cama con marcada intención de caer al suelo; hablaba de una rueda y una calavera. ¿Qué era aquello, don Jaime?…

El enfermo sentía el roce amoroso de unas manos dulces que arreglaban las ropas desordenadas, subían el embozo y lo apretaban en torno de sus hombros maternalmente, con el mismo cuidado acariciador que si fuese un niño.

Febrer, antes de sumirse de nuevo en la inconsciencia, antes de atravesar otra vez las puertas ígneas del delirio, veía próximos a sus ojos los ojos húmedos de Margalida, cada vez más tristes y lagrimeantes en sus círculos azulados; sentía el soplo tibio de su aliento en sus propios labios, y luego estremecerse éstos con un contacto sedoso y húmedo, una caricia leve y tímida semejante al roce de un ala. «Dorga, don Chaume.» El señor debía dormir. Ya pesar del respeto con que hablaba al herido, sus palabras tenían un susurro de cariñosa intimidad, como si don Jaime fuese otro para ella luego que la desgracia los había aproximado.

El delirio de la fiebre empujaba al enfermo por extraños mundos, donde no persistía la más leve forma de realidad. Se veía otra vez en su torre solitaria. El sombrío cubo ya no era de piedra: estaba formado de cráneos, unidos como bloques, por una argamasa hecha de polvo de huesos. De huesos eran también la colina y los peñascos de la costa, y blancos esqueletos las líneas de espuma que coronaban las rompientes del mar. Todo cuanto abarcaba la vista, árboles y montes, buques e islas lejanas, estaba osificado, con una blancura deslumbradora de paisaje glacial. Cráneos con alas, parecidos a los querubines de los cuadros religiosos, revoloteaban en el espacio, lanzando por su mandíbula caída roncos himnos a la gran divinidad que lo llenaba todo con los bullones de su sudario y cuya cabeza de hueso se perdía en las nubes. Él mismo sentía que uñas invisibles le despojaban de su carne, sanguinolentos andrajos que, por haber estado adheridos a él toda una vida, le arrancaban alaridos de dolor al despegarse. Luego se veía mondo y pulido en su blancura de esqueleto, y una voz remota murmuraba una horrible consagración en sus orejas ausentes. «Había llegado el momento de su verdadera grandeza: dejaba de ser hombre para convertirse en muerto. El esclavo había pasado por la gran iniciación, trocándose en semidiós.» ¡Los muertos mandan! No había más que ver con qué supersticioso respeto, con qué miedo servil saludan los vivos en las ciudades a los que se marchan para siempre. El poderoso se descubre ante el mendigo.

Con la potente visión de sus cuencas negras y sin ojos, para los cuales no había distancia ni obstáculos, abarcaba el conjunto de la tierra. ¡Muertos, muertos por todas partes! Lo llenaban todo. Vio tribunales con hombres vestidos de negro, los ojos entornados y el gesto imponente, oyendo las miserias y locuras de sus semejantes, y tras ellos otros tantos esqueletos enormes, con una grandeza de siglos, envueltos en togas, eran los que movían las manos de los jueces cuando éstos escribían y los que soplando sobre sus cabezas les dictaban sus sentencias. ¡Los muertos juzgan! Vio grandes salones de luz cenital con hemiciclos de bancos, y en ellos centenares de hombres que hablaban, vociferaban y gesticulaban en la ruidosa labor de confeccionar leyes. Tras ellos se ocultaban los verdaderos legisladores, los muertos, los diputados con sudario, cuya presencia no adivinaban estos hombres de grandilocuente vanidad, creyendo hablar siempre por inspiración propia. ¡Los muertos legislan! En un momento de duda, bastaba que alguien recordase lo que habían pensado los muertos en otros tiempos para que se restableciese la calma, aceptando todos su opinión. Los muertos eran la única realidad eterna e inmutable. Los hombres de carne un accidente pasajero, una burbuja insignificante que no tardaba en estallar por la hinchazón de su hueca soberbia.

Y vio blancos esqueletos velando como tétricos ángeles a las puertas de las ciudades que eran su obra, vigilando el rebaño apriscado en su interior, repeliendo como reses malditas a los locos irrespetuosos que se negaban a reconocer su autoridad. Vio al pie de los grandes monumentos, de los cuadros de los museos, de los estantes de las bibliotecas, la muda sonrisa de los cráneos, que parecía decir a los hombres: «Admiradnos: ésta es nuestra obra, y cuanto hagáis vosotros debe ser a nuestra semejanza». El mundo entero pertenecía a los muertos. Ellos reinaban. El viviente, al abrir su boca para el alimento, mascaba partículas de los que le antecedieron en el camino de la vida; al recrear ojos y oídos en la belleza, daba el arte obras y patrones de los muertos. Hasta el amor sufría esta servidumbre. La hembra, en sus pudores o sus arrebatos, plagiaba sin saberlo a sus abuelas, que habían sido, según las épocas, tentadoras con una virtud hipócrita o francamente mesalinescas.

El enfermo, en su delirio, empezó a sentirse agobiado por la densidad y el número de estos seres blancos y huesosos, de negros alvéolos y maligna risa, armazones de una vida desaparecida que se empeñaban tenazmente en subsistir, llenándolo todo. Eran tantos, ¡tantos!… Imposible moverse. Febrer tropezaba con sus abombados y limpios costillares, con las agudas aristas de sus caderas, estremeciéndose sus oídos con el chasqueteo de sus rótulas. Le oprimían, le asfixiaban, eran millones de millones: todo el pasado de la humanidad. No encontrando espacio donde poner sus pies, se alineaban en filas unos sobre otros. Eran a modo de una marea montante de huesos que subía y subía hasta alcanzar la cumbre de las más altas montañas y tocar las nubes. Jaime empezaba a ahogarse en esta inundación blanca, dura y crujiente. Gravitaban sobre su pecho con la pesadez de las cosas muertas… Iba a perecer. En su desesperación se asió a una mano que parecía venir de muy lejos, saliendo de la sombra: una mano de vivo, una mano de carne. Tiró de ella, y poco a poco, en la bruma, fue tomando forma la mancha pálida de un rostro. Después de su existencia en aquel mundo de cráneos escuetos y huesos pelados, este rostro humano le causó la misma impresión de grata sorpresa que siente el explorador al encontrarse con la cara de uno de su raza tras larga permanencia entre salvajes.

Siguió tirando de aquella mano, y fue condensándose la vaguedad del rostro, hasta reconocer a Pablo Valls inclinado sobre él, moviendo los labios como si murmurase palabras cariñosas que no podía oír. «¡Otra vez!… ¡Siempre el capitán apareciendo en sus delirios!»

Sumióse de nuevo el enfermo en su inconsciencia después de esta rápida visión. Ahora su sopor era más tranquilo. La sed, una sed horrible que le hacía avanzar las manos fuera del lecho y apartar sus labios del vaso vacío con un gesto de ansiedad no saciada, empezó a decrecer. Había visto en su delirio claros arroyos, ríos silenciosos e inmensos, a los que no podía llegar nunca, sumidas sus piernas en dolorosa inmovilidad. Ahora contemplaba una catarata luminosa y espumeante rodando en el fondo de su ensueño, y podía al fin caminar, aproximarse a ella, viéndola a cada paso más grande, sintiendo en su rostro la fresca caricia de la humedad.

 

En medio del estrépito de esta caída líquida llegaban a su oído apagadas voces humanas. Alguien volvía a hablar de la pulmonía traumática. «Estaba vencida.» Y una voz agregaba alegremente:

«En hora buena. Ya tenemos hombre.» El enfermo reconoció esta voz. ¡Siempre Pablo Valls resurgiendo en su pesadilla!

Continuó su marcha hacia adelante, atraído por la frescura del agua, hasta colocarse bajo el sonoro raudal, estremeciéndose con escalofríos voluptuosos al recibir en su espalda todo el empuje del derrumbamiento acuático. Una sensación de frescura se esparcía por su cuerpo, haciéndole suspirar de placer. Sus miembros parecían dilatarse bajo la helada caricia. Se ensanchaba su pecho, desvaneciéndose la opresión que le había martirizado hasta poco antes, como si la tierra entera gravitase sobre su tronco. Sentía que en el interior de su cráneo se iban disolviendo las nebulosidades de su pensamiento. Deliraba aún, pero su delirio no se desarrollaba cortado por escenas de terror y gritos de angustia. Era más bien un ensueño plácido, en el que su cuerpo se dilataba con estiramientos de voluptuosidad y su imaginación corría por los risueños horizontes del optimismo. Las espumas de la cascada eran blancas, vibrando en las facetas de sus diamantes líquidos los colores del iris. El cielo era de tinta rosa, con lejanas músicas y suaves perfumes. Alguien temblaba misterioso, invisible y al mismo tiempo sonriente, en esta atmósfera fantástica: una fuerza sobrenatural que parecía embellecerlo todo con su contacto. La salud que llegaba.

La sábana de agua que se encorvaba al desprenderse de las altas rocas despertó en su memoria ensueños anteriores. Vio otra vez la rueda, la inmensa rueda, imagen de la humanidad, que giraba y giraba sin cambiar de sitio, emprendiendo una ascensión tras otra, para pasar siempre por los mismos puntos.

El enfermo, enardecido por aquella sensación de frescura, creyó poseer nuevos sentidos para darse cuenta de lo que le rodeaba.

Vio otra vez la rueda girando y girando en el infinito; ¿pero realmente estaba inmóvil?…

La duda, principio de nuevas verdades, le hizo mirar con mayor atención. ¿No era un engaño de sus ojos? ¿Sería él quien vivía en el error, y aquellos millones de seres que lanzaban gritos de júbilo en su prisión rodante estarían en lo cierto al creer que realizaban un nuevo avance con cada vuelta?…

Era cruel que la vida se desarrollase centenares y centenares de siglos en esta agitación mentirosa que ocultaba una inmovilidad real. ¿Para qué, entonces, la existencia de lo creado? ¿No tenía la humanidad otro fin que engañarse a sí misma, dando vueltas por su propio esfuerzo a la caja circular que la aprisionaba, como esos pájaros que con sus saltos mueven una jaula que es su cárcel?…

De pronto ya no vio la rueda. Vio pasar ante él un globo inmenso, de color azulado, en el que se marcaban mares y continentes con perfiles iguales a los que había contemplado en los mapas. Era la Tierra. Y él, imperceptible molécula en la inmensidad del espacio, ínfimo espectador de la estupenda representación de la Naturaleza, podía abarcar con sus ojos el globo azul ceñido de nubes.

También daba vueltas, como la rueda fatal. Giraba y giraba sobre sí mismo con una monotonía desesperante; pero este movimiento, que era el más inmediato, el más visible, el que todos podían apreciar, resultaba insignificante. Otro movimiento era el superior. Sobre la monótona rotación siempre en torno del mismo eje, estaba el movimiento de traslación, que arrastraba al globo por los espacios infinitos en eterno viaje, sin pasar nunca por los mismos lugares.

¡Maldición a la rueda! La vida no era una eterna vuelta por idénticos puntos. Sólo los cortos de vista, al contemplar este movimiento, podían imaginarse que era el único. La imagen de la vida era la Tierra. Giraba sobre sí misma en determinados espacios de tiempo: repetíanse los días y las estaciones, como en la historia de los humanos se repiten las grandezas y las ruinas; pero había algo más sobre todo esto: el movimiento de traslación, que arrastra hacia lo infinito, siempre adelante… ¡siempre adelante!

La teoría del «eterno recomenzar de las cosas» era falsa. Repetíanse los hombres y los sucesos, como en la Tierra se repiten los días y las estaciones; pero aunque todo pareciese igual, no lo era realmente. La forma exterior de las cosas podía semejarse; el alma era distinta.

No; ¡rómpase la rueda! ¡perezca la inmovilidad! Los muertos no podían mandar. El mundo, en su movimiento de traslación, corría demasiado aprisa para que ellos lograsen mantenerse eternamente en su superficie. Se agarraban a la corteza con sus garras de hueso, pugnando por mantenerse firmes durante muchos años, tal vez durante siglos, pero la velocidad de la carrera acababa por expelerlos a todos, dejando atrás una estela de huesos rotos, luego de polvo, y al fin nada.

El mundo, cargado de vivientes, corría siempre adelante, sin pasar dos veces por el mismo sitio. Jaime lo había visto aparecer en el horizonte como una lágrima de luminoso azul; luego agrandarse y agrandarse, hasta llenar todo el espacio, pasando junto a él con rotación de rueda y velocidad de proyectil a un mismo tiempo; y ahora se empequeñecía otra vez, huyendo por el extremo opuesto. Ya era una gota, un punto, nada… perdiéndose en la obscuridad, ¡quién sabe hacia dónde y para qué!…

Era inútil que sus ideas de poco antes, al quedar vencidas, se revolviesen con el intento de una última protesta, gritando que aquel movimiento de traslación resultaba igualmente falso, ya que la Tierra giraba como una rueda alrededor del Sol… No; el Sol tampoco estaba inmóvil, y con todo su coro familiar de planetas caía y caía, si es que en el infinito se puede caer ni subir; marchaba y marchaba, ¡quién sabe hacia que punto, ni con qué fin!…

Definitivamente, abominó de la rueda, la hacía trizas mentalmente, sintiendo el goce del preso que pasa la puerta del encierro y aspira el aire libre. Se imaginó que de sus ojos caían escamas, como de los del apóstol hebreo en el camino de Damasco. Contemplaba una luz nueva. El hombre era libre y podía escaparse del tirón de los muertos, organizando su vida con arreglo a sus deseos, cortando el lazo de esclavitud que le soldaba a estos déspotas invisibles.

Cesó de soñar; se sumió en la nada con el placer íntimo y silencioso del trabajador que descansa después de una jornada provechosa.

Pasado mucho tiempo, ¡mucho! abrió los ojos y se encontró con los de Pablo Valls fijos en él. Le tenía cogido de las manos, le miraba cariñosamente con sus pupilas amarillentas.

No podía dudar: era una realidad. Su olfato percibió el olor de tabaco inglés ligeramente perfumado de opio que parecía flotar siempre en torno de su boca y sus patillas. ¿No era, pues, una ilusión haberle visto en el curso de su delirio? ¿Era realmente su voz la que había escuchado en medio de sus pesadillas?…

El capitán rompió a reír, mostrando sus dientes largos amarilleados por la pipa.

–¡Ah, buen mozo!—dijo—. Esto marcha, ¿verdad? Ya no hay fiebre, ya no hay nada de peligro. Las heridas marchan bien. Debes sentir en ellas una picazón de mil demonios; algo así como si te hubiesen metido avispas bajo los vendajes. Es la formación de los tejidos, la carne nueva que escuece al crecer.

Jaime se dio cuenta de la verdad de estas palabras. Sentía en el lagar de sus heridas una fuerte picazón, una rigidez que ponía tirante su carne.

Valls adivinó una curiosidad suplicante en los ojos de su amigo.

–No hables, no te fatigues… ¿Que cuánto tiempo estoy en Ibiza? Cerca de dos semanas. Leí en los papeles de Palma lo tuyo, y al momento me planté aquí. Tu amigo el chueta siempre será el mismo… ¡Los malos ratos que nos has hecho pasar! Una pulmonía, hijo mío, y de las de peligro. Abrías los ojos y no me reconocías: delirabas como un loco. Pero eso se acabó. Te hemos cuidado mucho… Mira quién está aquí.

Y se apartó de la cama para que viese a Margalida, oculta tras el capitán, encogida y vergonzosa ahora que el señor podía mirarla con ojos limpios de fiebre. ¡Ah, «Flor de almendro»!… La mirada de Jaime, tierna y dulce, la hizo enrojecer. Tuvo miedo de que el enfermo pudiera acordarse de lo que ella había hecho en los momentos más críticos, cuando estaba casi segura de que iba a morir.

–Ahora a estarse quieto—continuó Valls—. Permaneceré aquí hasta que nos vayamos juntos a Palma. Ya me conoces… Yo lo sé todo; yo lo arreglo todo… ¿Eh? ¿me explico?…

El chueta guiñaba un ojo y reía maliciosamente, seguro de su habilidad para adivinar los deseos de los amigos.

¡Famoso capitán! Desde que estaba en Can Mallorquí, todos parecían pendientes de sus mandatos, admirándolo como un personaje poderoso y jovial. Margalida ruborizábase con sus palabras y guiños, pero le quería al verle tan abnegado. Recordaba sus ojos llenos de lágrimas una noche en que todos creyeron que iba a morir don Jaime. Valls había llorado al mismo tiempo que mascullaba maldiciones. El Capellanet también adoraba a aquel señorón de Mallorca desde que le vio reír al enterarse de que pensaban hacerlo cura. Pep y su mujer le seguían como perros obedientes y sumisos.

Varias tardes hablaron Pablo y el enfermo de los sucesos pasados.

El capitán era hombre rápido en sus decisiones.

–Ya sabes que no me canso cuando se trata de un amigo. Al desembarcar en Ibiza vi al juez. Eso se arreglará; tú llevas razón y todos lo reconocen: defensa propia. Unas pocas molestias cuando estés bueno, pero nada al final… El asunto de tu salud también está resuelto. ¿Qué más queda?… ¡Ah, sí! Algo más queda, pero también lo tengo en punto de arreglo.

Rio maliciosamente al hablar así, apretando las manos de Febrer, y éste, por su parte, no quiso preguntar más, temeroso de sufrir una decepción.

Una vez, al entrar Margalida en el dormitorio, Valls la cogió de un brazo, llevándola junto al lecho.

–¡Mírala!—exclamó con burlesca gravedad dirigiéndose al enfermo—. ¿Es ésta la misma que tú quieres? ¿No te la cambiaron?… Dale, pues, la mano, tonto. ¿Qué haces ahí, contemplándola con ojos espantados?…

Las dos manos de Febrer estrecharon la diestra de Margalida. ¡Ay! ¿era verdad lo que decía el capitán?… Sus ojos buscaron los de la atlota, que permanecían bajos, mientras la emoción blanqueaba sus mejillas y hacía palpitar las alas de su nariz.

–Ahora, besaos—dijo Valls, empujando suavemente a la muchacha, hacia el enfermo.

Pero Margalida, como si se viera amenazada de un peligro, se desasió de sus manos, huyendo de la habitación.

–Bueno—dijo el capitán—. Ya os besaréis dentro de un rato: cuando yo no esté.

Valls aprobaba este casamiento. ¿La quería Febrer? Pues adelante… Esto era más lógico que la boda con su sobrina por los millones del padre. Margalida era una gran mujer. Él entendía de estas cosas. Cuando Jaime la sacara de la isla, habituándola a otros usos y otros trajes, con la facilidad de asimilación que tienen las hembras para todo lo bueno, nadie reconocería a la antigua payesa.

–Yo he arreglado tu porvenir, pequeño inquisidor. Ya sabes que tu amigo el judío consigue siempre lo que se propone. Te queda en Mallorca con qué vivir modestamente. No muevas la cabeza: ya sé que deseas trabajar, y más ahora que estás enamorado y quieres constituir una familia. Trabajarás; entre los dos montaremos un negocio: hay donde escoger. Yo siempre llevo la cabeza atiborrada de proyectos: es cosa de la raza… Si prefieres irte de Mallorca, te buscaré una ocupación en el extranjero… Es asunto que debe pensarse.

En todo lo referente a la familia de Can Mallorquí, el capitán hablaba con una autoridad de amo. Pep y su mujer no osaban desobedecerle. ¡Cómo discutir con un señor que lo sabía todo!… El payés opuso escasa resistencia. Ya que don Pablo deseaba el matrimonio de Margalida con el señor y daba palabra de que esto no traería ninguna desgracia a la atlota, podían casarse. Era un gran infortunio para los dos viejos verla marcharse de la isla, pero preferían esta tristeza a conservar a su lado como yerno a Febrer, que les inspiraba un respeto irresistible.

Al Capellanet le faltó poco para arrodillarse ante Valls. ¡Y aún dicen en Palma si los chuetas son malos!… Bien se conocía que eran mallorquines los que hablaban: ¡gente injusta y orgullosa!… El capitán era un santo. Gracias a él, ya no iría al Seminario. Sería payés; Can Mallorquí quedaba para él. Hasta había recobrado de su padre, por intercesión de don Pablo, el cuchillo regalado por Febrer, y contaba con la promesa de una pistola moderna presente del capitán: una de aquellas armas milagrosas que había admirado en Palma en los escaparates del Borne. Apenas se efectuase el casamiento de Margalida, saldría en busca de novia por el cuartón, llevando en la faja estos dos nobles acompañantes. Los verros no debían acabarse en la isla. Rebullía en sus venas la heroica sangre de su abuelo.

 

Una mañana de sol, Febrer, apoyado en Valls y en Margalida, fue avanzando con pasos de convaleciente hasta el porche de la alquería. Sentado en un sillón de brazos, contempló con avidez el tranquilo paisaje extendido ante él. Sobre la cumbre del promontorio alzábase la torre del Pirata. ¡Cuánto había soñado y sufrido en ella!… ¡Cómo la amaba al recordar que en su interior, solo y olvidado del mundo, había incubado esta pasión que iba a llenar el resto de una vida sin objeto hasta entonces!…

Debilitado por su larga permanencia en el lecho y por la sangre perdida, aspiraba el tibio ambiente de la mañana luminosa, cortado por las ráfagas que venían de la costa.

Margalida, luego de contemplar a Jaime con sus ojos amorosos que aún guardaban cierta timidez, volvió al interior de la alquería para preparar el desayuno.

Quedaron los dos hombres en largo silencio. Valls había sacado su pipa, llenándola de tabaco inglés, y expelía olorosas bocanadas.

Febrer, con la vista fija en el paisaje, abarcando en su retina deslumbrada el cielo, los montes, el campo y el mar, habló en voz baja, como si dialogase consigo mismo.

La vida era hermosa. Lo afirmaba con la convicción del resucitado que vuelve inesperadamente al mundo. El hombre podía moverse libremente, lo mismo que el pájaro y el insecto en el seno de la Naturaleza. Para todos había sitio. ¿Por qué inmovilizarse bajo las ataduras que otros crearon, disponiendo del porvenir de los hombres que debían venir detrás de ellos?… ¡Los muertos, siempre los malditos muertos, queriendo mezclarse en todo, complicando nuestra existencia!…

Sonrió Valls, mirándole con ojos maliciosos. Varias veces le había escuchado en su delirio hablar de los muertos, agitando los brazos como si pelease con ellos y los repeliese de sus angustias terroríficas. Al escuchar las explicaciones que le dio Jaime, al enterarse de su antiguo respeto al pasado y de aquella sumisión a la influencia de los muertos que había entorpecido su vida, confinándolo en una isla apartada, Valls quedó silencioso y abstraído.

–¿Tú crees que los muertos mandan, Pablo?…

El capitán se encogió de hombros. Para él no había en el mundo nada absoluto. Tal vez el imperio de los muertos fuese parcial y estuviera ya en decadencia. En otros tiempos mandaban como déspotas: esto era indudable. Ahora sólo dominaban en determinados lugares, perdiendo en otros para siempre toda esperanza de poder. En Mallorca aún gobernaban con mano fuerte: lo decía él, el chueta. En otros países, tal vez no.

Sintió Febrer honda irritación al recordar sus errores y angustias. ¡Malditos muertos! La humanidad no sería feliz y libre mientras no acabase con ellos.

–Pablo, ¡matemos a los muertos!

Miró un instante con cierta zozobra el capitán a su amigo; pero al ver la serenidad de sus ojos, se tranquilizó, y dijo sonriendo:

–Por mí, ¡que los maten!

Luego, recobrando su gravedad y reclinándose en su asiento, mientras lanzaba una bocanada de humo, añadió el chueta:

–Tienes razón. Matemos a los muertos: pisoteemos los obstáculos inútiles, las cosas viejas que obstruyen y complican nuestro camino. Todos vivimos con arreglo a lo que dijo Moisés, a lo que dijo Buda, Jesús, Mahoma u otros pastores de hombres, cuando lo natural y lo lógico sería vivir con arreglo a lo que pensamos y sentimos nosotros mismos.

Jaime miró detrás de él, como si sus ojos quisieran buscar en el interior de la casa la dulce figura de Margalida. Luego resumió todas las congojas y las nuevas verdades de su pensamiento repitiendo la misma afirmación enérgica: «¡Matemos a los muertos!».

La voz de Pablo le sacó de sus reflexiones.

–¿Te hubieras casado ahora con mi sobrina, sin miedo y sin remordimiento?…

Febrer dudó antes de contestar. Sí; se habría casado, sin parar atención en los escrúpulos heredados y las diferencias de raza que tanto le habían hecho sufrir. Pero faltaba algo para esto; algo que estaba por encima de la voluntad de los hombres y era superior a su poder; algo que no podía comprarse y gobernaba al mundo; algo que traía con ella la humilde Margalida sin saberlo.

Sus angustias habían terminado. ¡Vida nueva!

No; los muertos no mandan: quien manda es la vida, y sobre la vida, el amor.

FIN

Madrid

Mayo y Diciembre 1908.