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Los muertos mandan

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III

Apenas rompió el día, el Capellanet se presentó en la torre.

Lo había oído todo. Su padre, que tenía el sueño fuerte, no estaba tal vez enterado a aquellas horas del suceso. Ya podía ladrar el perro y sonar junto a la alquería tantos disparos como en una guerra; el buen Pep, cuando se acostaba cansado de sus faenas diurnas, era insensible como un muerto. Los demás de la casa habían pasado una noche de angustias. La madre, luego de varios intentos para despertar a su esposo, sin conseguir otro éxito que palabras incoherentes seguidas de nuevos ronquidos, había rezado hasta el amanecer por el alma del señor de la torre, creyéndolo muerto. Margalida, que dormía cerca de su hermano, le había llamado con voz queda y angustiosa al oír los primeros tiros. «¿Oyes, Pepet?…»

La pobre muchacha se había incorporado en la cama, encendiendo el candil; a su luz la había visto el atlot, con el rostro pálido y unos ojos de loca. Ella, tan pudorosa y tímida, mostraba en su agitación los mayores secretos de su desnudez, olvidada de todo, retorciéndose los brazos, llevándose las manos a la cabeza. «Habían matado a don Jaime: se lo anunciaba el corazón.» Y temblaba con el eco lejano de nuevos disparos. «Un verdadero rosario de tiros», según decía el Capellanet, había contestado a las dos primeras detonaciones.

–Ésos fueron de usted, ¿verdad, don Jaime?—continuó el muchacho—. Los conocí al momento y se lo dije a Margalida. Recuerdo la tarde que disparó usted el revólver en la playa. Yo tengo mucho oído para estas cosas.

Luego contó la desesperación de su hermana, buscando las ropas en silencio, queriendo vestirse para correr a la torre. Pepet la acompañaría. Pero después, súbitamente acobardada, ya no quiso ir. Sólo sabía llorar, y se opuso a que el muchacho cumpliera su propósito de escaparse por las bardas del corral.

Habían oído el auquido junto a la alquería, mucho después de los disparos; y al hablar de este grito, sonreía el muchacho con aire malicioso. Luego, Margalida, súbitamente tranquilizada por las palabras de su hermano, había callado, quedando inmóvil en el lecho; pero durante toda la noche oyó el Capellanet suspiros de angustia y un ligero murmullo, como si debajo del embozo una voz queda murmurase palabras y palabras con incansable monotonía. También la joven había estado rezando.

Después, al esparcirse la luz del alba, se levantaron todos, menos el padre, que seguía en su plácido sueño. Al asomarse las mujeres al porche, dominadas por los más lúgubres pensamientos, esperaban presenciar un cuadro horroroso: la torre destruida y colgando sobre sus ruinas el cadáver del señor. Pero el Capellanet había reído al ver la puerta abierta, y junto a ella, como en otras mañanas, a don Jaime, con el busto desnudo, chapuzándose en un balde que él mismo traía de la costa lleno de agua del mar.

No se había equivocado al reírse de los terrores de las mujeres. «A su don Jaime no había quien lo matase. Y esto lo decía él, que entendía de hombres.»

Luego, tras el breve relato que le hizo el señor de todo lo ocurrido en la noche, examinó, entornando los ojos con una expresión de inteligente, los dos agujeros abiertos por las balas en la pared.

–¿Y usted tenía la cabeza aquí, donde la tengo yo?… ¡Futro!…

Su mirada reflejó admiración, devota idolatría, ante aquel hombre portentoso que acababa de salvarse por un verdadero milagro.

Febrer interrogó al muchacho sobre el supuesto agresor, fiando en su conocimiento de las gentes del país, y el Capellanet sonrió con aire de persona importante. Había escuchado el aullido. Era el mismo modo de aucar que tenía el Cantó: muchos se hubiesen imaginado que era él. Lo mismo aullaba en las serenatas, en las tardes de baile y a la salida de los cortejos.

–Pero no es él, don Jaime: estoy seguro. Si al Cantó le preguntan, dirá que sí por darse importancia. Pero era el otro, el Ferrer, le conocí la voz, y Margalida cree lo mismo.

A continuación, con gesto grave, habló del necio miedo de las mujeres, que sostenían la necesidad de avisar a la Guardia civil de San José.

–Usted no hará eso. ¿Verdad, don Jaime, que es un disparate? Los civiles sólo sirven para los cobardes.

La sonrisa despectiva y el encogimiento de hombros con que le contestó Febrer devolvieron al muchacho su aspecto alegre.

–Ya me lo figuraba yo: eso no se usa en la isla. ¡Pero como usted es forastero!… Hace usted bien: cada hombre debe defenderse él mismo; para eso es hombre; y en caso apurado, buscar a los amigos.

Y al decir esto pavoneábase, resumiendo en su persona toda la ayuda poderosa con que podía contar don Jaime en momentos de peligro.

El Capellanet quiso sacar provecho de este suceso, aconsejando al señor la conveniencia de llevarle a vivir en la torre. Si él se lo pedía al siñó Pep, éste no era capaz de negarle tal favor. Le convenía a don Jaime tenerle a su lado: siempre serían dos para defenderse. Y para apoyar la urgencia de la petición, recordaba el enfado del siñó Pep, y la certeza de que éste iba a llevarlo a Ibiza a principios de la semana próxima, para encerrarle en el Seminario. ¿Qué haría el señor cuando se viese privado del más fiel de sus amigos?…

Queriendo demostrar la utilidad de su presencia, censuraba los olvidos de Febrer en la noche anterior. ¿A quién podía ocurrírsele asomar la cabeza a la puerta cuando de fuera le estaban aucando con el arma preparada? Por milagro no lo habían matado. ¿Y la lección que él le dio? ¿No recordaba su consejo de bajar por la ventana, a espaldas de la torre, para sorprender al enemigo?…

–Es verdad—dijo Jaime, realmente avergonzado de su olvido.

El Capellanet, que saboreaba orgulloso el éxito de estos consejos, tuvo un sobresalto al mirar por el hueco de la puerta.

¡El pare!…

Pep subía la cuesta lentamente, con los brazos atrás y el aspecto meditabundo. El muchacho se alarmó al verle. Indudablemente, venía malhumorado por las recientes noticias: no le convenía encontrarse con él. Y repitiendo a Febrer una vez más la conveniencia de que le guardase como compañero, echó las piernas fuera de la ventana, apoyó su vientre en el alféizar, y se deslizó por el muro.

El payés, al entrar en la torre, habló sin ninguna emoción del suceso de la noche anterior, como si fuese un hecho normal que sólo alteraba levemente la monotonía de la vida del campo. Las mujeres le habían contado… él tenía un sueño pesadísimo… ¿De modo que no había sido nada?…

Escuchó con los ojos bajos y los pulgares juntos el breve relato del señor. Luego fue a la puerta, para contemplar las huellas de los proyectiles.

–Un milagro, don Jaime, un verdadero milagro.

Volvió a su silla, permaneciendo inmóvil largo rato, como si le costase un gran esfuerzo interior hacer funcionar su tardo pensamiento.

–El demonio anda en libertad, señor… Era de esperar; ya lo dije yo… Cuando se quieren cosas imposibles, todo se enreda y se acaba la paz.

Luego, levantando la cabeza, fijó sus ojos fríos y escrutadores en don Jaime. Habría que avisar al alcalde; habría que decir todo esto a la Guardia civil.

Febrer hizo un gesto negativo. No; era un asunto de hombres, que debía ventilar él mismo.

Pep quedó con la vista fija en el señor, de un modo enigmático, como si en su pensamiento luchasen encontradas ideas.

–Hace usted bien—dijo al poco rato el cachazudo payés.

Los forasteros pensaban de distinto modo, pero él se alegraba de que el señor dijese lo mismo que decía su pobre padre (que en santa gloria esté). En la isla todos pensaban igual: lo antiguo era lo cierto.

Luego, Pep, sin consultar al señor, expuso su propósito de ayudarle en su defensa. Era un deber de amistad. Él tenía su escopeta en la casa. Hacía tiempo que no la usaba, pero en sus mocedades, cuando vivía su famoso padre (que en santa gloria esté), había sido un regular tirador. Vendría a pasar las noches en la torre, al lado de don Jaime, para que éste no viviese solo, expuesto a una sorpresa durante el sueño.

Tampoco se extrañó el payés de la rotunda negativa del señor, algo ofendido por la proposición. Él era un hombre, no un chiquillo necesitado de compañía. Cada uno en su casa, y podía venir lo que la suerte quisiera.

Pep asintió igualmente con movimientos de cabeza a estas palabras. Lo mismo decía su padre, y como él todas las personas de bien que seguían los antiguos usos. Parecía Febrer un hijo verdadero de la isla… Luego, ablandado por la admiración que le inspiraba la energía de don Jaime, le propuso otro arreglo. Ya que el señor no quería compañía en su torre, podía bajar a dormir en Can Mallorquí. Una cama se la improvisarían en cualquier parte.

Febrer sintióse tentado por la proposición. ¡Ver a Margalida!… Pero el tono de flojedad con que el padre le invitaba y el gesto inquieto con que aguardó su respuesta le hicieron desistir. No; muchas gracias, Pep se quedaba en la torre. Podían creer que cambiaba de vivienda a impulsos del miedo.

El payés volvió a mover la cabeza con signos de asentimiento. Comprendía esta actitud; lo mismo haría él en su situación. Pero esto no era obstáculo para que Pep durmiese menos por la noche, y si oía gritos o tiros cerca de la torre saliese al campo con su vieja escopeta.

Y como si esta obligación que se imponía de dormir con zozobra, pronto a exponer la piel en defensa de su antiguo amo, rompiese la calma en que se había mantenido hasta entonces, el payés elevó los ojos y juntó sus manos:

¡Ay, Siñor!¡Siñor!…

El diablo andaba suelto; volvía a repetirlo: ya no había tranquilidad. Todo por no creerle a él; por ir contra la corriente de los usos antiguos, que establecieron personas más sabias que las de ahora… ¿En qué pararía todo esto?

 

Febrer intentó tranquilizar al payés, y se le escapó un pensamiento que deseaba mantener oculto. Podía tranquilizarse Pep. Él se marchaba para siempre, no queriendo turbar su paz y la de su familia.

¡Ah! ¿Era de veras que se iba el señor?… La alegría del campesino fue tan grande y tan viva su sorpresa, que Jaime quedó indeciso. Le pareció ver en los ojillos del rústico, animados por el gozo de la noticia inesperada, cierta malicia. ¿Si creería aquel isleño que su repentino viaje era por huir de los enemigos?…

–Me voy—dijo mirando a Pep con hostilidad—, pero no sé cuándo. Más adelante… cuando me parezca. Antes tengo que vivir aquí, para que me encuentre el que me busque.

Pep tuvo un gesto de resignación: se desvaneció su alegría; pero estuvo próximo a asentir también a estas palabras, añadiendo que lo mismo hubiese hecho su padre y lo mismo creía él.

Cuando el payés se levantó para marcharse, Febrer, que estaba junto a la puerta, distinguió cerca de la alquería al Capellanet, y esto trajo a su memoria el deseo del muchacho. Si a Pep no le molestaba su petición, podía dejar al atlot para que le acompañase en la torre.

Pero el padre acogió su ruego ásperamente. No, don Jaime. Si necesitaba compañía, allí estaba él, que era un hombre. El muchacho a estudiar. El diablo iba suelto, y hora era ya de imponer su autoridad y que la familia no siguiese desarreglada. En la próxima semana pensaba llevarlo al Seminario. Era su última palabra.

Febrer, al quedar solo, bajó a la orilla del mar. El tío Ventolera reparaba con estopa y alquitrán las junturas de su barca, puesta en seco. Tendido en ella como si fuese un enorme ataúd, buscaba con sus débiles ojos los intersticios, y al encontrar uno falto de carena, su alegría le hacía prorrumpir a toda voz en latinajos cantados.

Al notar que la barca se movía y ver apoyado en la borda al señor, el viejo tuvo una sonrisa maliciosa, e interrumpió sus cánticos.

¡Hola, don Chaume!…

Lo sabía todo. Las mujeres de Can Mallorquí le habían contado la noticia, y a aquellas horas circulaba por el cuartón, pero de oído en oído, como se debe hablar de estas cosas, sin que se enteren las gentes de la justicia, que sólo sirven para enredarlo todo. ¿Conque le habían buscado la noche anterior, aucándolo para que saliese de la torre?… ¡Ji, ji! A él también… a él también, en otros tiempos, cuando hacía el amor a su difunta entre dos viajes, lo había aucado cierto camarada que era rival suyo. Pero él se llevó a la muchacha por tener la mano más lista; total, una cuchillada al amigo en pleno pecho, que le tuvo mucho tiempo entre la vida y la muerte. Luego había vivido en guardia siempre que bajaba a tierra, para librarse de la venganza de su enemigo; pero los años pasan, todo se olvida, y los dos compadres acabaron por contrabandear juntos, navegando desde Argel a Ibiza o las costas de España.

El tío Ventolera reía, con risa infantil, complacido por estos recuerdos juveniles que resurgían en su memoria siempre que oía hablar de tiros, cuchilladas y provocaciones en la noche. ¡Ay! ¡A él ya no lo aucarían! Esto quedaba para los jóvenes. Y su acento era melancólico al no verse mezclado en los lances de amor y de guerra, que juzgaba indispensables para una existencia feliz.

Febrer le dejó cantando la misa mientras terminaba su carenaje. En la torre encontró la cesta de su comida sobre la mesa. El Capellanet la había dejado sin esperar, obedeciendo sin duda a algún llamamiento urgente de su padre malhumorado. Después de comer volvió Jaime a contemplar los dos agujeros que los proyectiles habían abierto en el muro. Pasada la excitación del peligro, y al apreciar fríamente la gravedad de éste, sintió una cólera vengativa, más intensa que la que le había impulsado hacia la puerta en la noche anterior. Unos milímetros más abajo al apuntar, y habría rodado en la obscuridad, al pie de la puerta, como una bestia cazada. ¡Cristo! ¡Y así podía morir un hombre de su clase, víctima de la traición y el acecho de uno de aquellos rústicos!…

Su cólera tomó un impulso vengativo. Sintió la necesidad de provocar, de ser arrogante, de aparecer sereno y amenazador ante aquellos hombres, entre los cuales se ocultaban sus adversarios.

Descolgó la escopeta, examinó sus cargas, se la echó al hombro y descendió de la torre, tomando el mismo camino de la tarde anterior. Al pasar junto a Can Mallorquí, los ladridos del perro hicieron salir a la puerta a Margalida y su madre. Los hombres estaban en un campo lejano que cultivaba Pep. La madre, lloriqueante y con la palabra cortada por la emoción, sólo sabía coger las manos del señor.

¡Don Chaume! ¡Don Chaume!…

Debía tener mucho cuidado, salir poco de la torre, estar en guardia contra los enemigos. Y Margalida, silenciosa, con los ojos desmesuradamente abiertos, contemplaba a Febrer, revelando admiración y zozobra. No sabía qué decir; su alma simple parecía recogerse humildemente, no encontrando palabras para expresar sus pensamientos.

Jaime continuó su camino. Al volverse repetidas veces vio a Margalida, de pie bajo el porche, siguiéndolo con visible ansiedad. El señor iba de caza como otras veces, pero ¡ay! tomaba el sendero de la montaña, iba hacia el bosque de pinos, en una de cuyas calvas estaba la herrería.

Durante el camino rumiaba Febrer proyectos de ataque. Estaba resuelto a una acción inmediata. Apenas saliese el verro a la puerta de su casa, le dispararía los dos tiros de la escopeta. Él ventilaba sus negocios a la luz del sol, y sería más afortunado: sus dos balas no irían a clavarse en el muro.

Pero al llegar a la fragua la encontró cerrada. ¡Nadie! El herrero había desaparecido; la vieja vestida de negro no estaba allí para recibirle colérica con el fulgor hostil de su único ojo.

Se sentó al pie de un árbol como la otra vez, con la escopeta preparada, resguardándose detrás del tronco, por si esta soledad ocultaba una asechanza. Transcurrió mucho tiempo; las palomas silvestres, enardecidas por la calma y la soledad de la fragua, revoloteaban en la plazoleta sin fijarse en el cazador, inmóvil y olvidado de ellas. Un gato avanzaba lentamente por el ruinoso tejado, con estiramientos de tigre, pretendiendo atrapar a los inquietos gorriones.

Pasó más tiempo. La espera y la inmovilidad serenaron a Febrer. ¿Qué hacía allí, lejos de su casa, en medio del monte, próximo ya el crepúsculo, esperando a un enemigo de cuya culpabilidad sólo tenía vagos indicios? El herrero tal vez estaba en su casa. Se habría encerrado al verle llegar, y era inútil esperarle. También podía ser que se hubiera marchado lejos, con la vieja, y no volviese hasta bien entrada la noche. Debía partir.

Y con la escopeta en la mano, para ser el primero en disparar si encontraba al enemigo, emprendió el regreso al valle.

Otra vez volvió a encontrar en el camino payeses y muchachas que le miraron con tenaz curiosidad, contestando apenas a su saludo. Otra vez vio al Cantó con su cabeza entrapajada, en el mismo sitio, rodeado de amigos, a los que hablaba con violentas gesticulaciones. Al reconocer al señor de la torre, antes de que sus camaradas pudieran sujetarle, se agachó, y agarrando dos piedras en los endurecidos surcos, arrojólas contra aquél. Los rústicos proyectiles, a impulsos de un brazo débil, no llegaron a hacer la mitad de su camino. Luego, irritado por la despectiva serenidad de Febrer, que seguía adelante, el atlot, prorrumpió en amenazas. ¡Mataría al mallorquín! lo declaraba a gritos. ¡Que todos supiesen que él juraba el exterminio de este hombre!

Jaime sonrió tristemente ante estas amenazas. No; el cordero rabioso no era el que había venido a la torre del Pirata a matarle. Sus escandalosas vociferaciones bastaban para demostrarlo.

El señor pasó tranquilamente la primera parte de la noche. Luego de cenar, cuando se fue el hermano de Margalida con la triste certeza de que su padre no desistía de llevarlo al Seminario, Jaime cerró la puerta, colocando tras ella la mesa y las sillas. Temía ser sorprendido durante el sueño. Apagó la luz y fumó en la obscuridad, complaciéndose en el latido del pequeño tizón del cigarro, que se ensanchaba con sus chupetones. Tenía la escopeta cerca y el revólver en la faja, pronto a hacer uso de ellos al menor movimiento de la puerta. Habituado su oído a los rumores de la noche y a la respiración del mar, buscaba al través de éstos un roce, un indicio de que en aquella soledad había otros seres humanos aparte de él.

Pasó mucho tiempo. A la luz del cigarro miró la esfera de su reloj. Las diez. Lejos sonaron ladridos, y Jaime creyó reconocer al perro de Can Mallorquí. Tal vez delataba el paso de alguien aproximándose a la torre. Ya estaba cerca el enemigo: era posible que se arrastrase cautelosamente, fuera de la senda, entre las ramas de los tamariscos.

Se incorporó, requiriendo la escopeta, buscando en su faja el revólver. Tan pronto como oyese un grito de reto o un temblor en la puerta, se echaba ventana abajo, y dando vuelta a la torre, cogía al enemigo por la espalda.

Pasó más tiempo… ¡Nada! Febrer quiso mirar el reloj, pero sus manos no obedecían a su voluntad. Ya no brillaba en la sombra la punta rojiza del cigarro. Su cabeza había acabado por caer sobre la almohada; sus ojos se cerraron: oyó gritos de reto, tiros, maldiciones, pero esto fue en un estado anormal, como si viviese en otro mundo, donde los insultos y los ataques no despertaban su sensibilidad. Luego… nada: una sombra densa, una noche profunda e interminable, sin el más leve destello de visión… Le despertó un rayo de sol que, pasando por una rendija de la ventana, venía a dar en sus ojos. Renació con la luz diurna la blancura de aquellos muros, que parecían sudar durante la noche la sombra y el bárbaro misterio de otros siglos.

Jaime se levantó contento, y al deshacer la barricada de muebles que obstruía la puerta, rio algo avergonzado de su precaución, considerándola casi una cobardía. Las mujeres de Can Mallorquí le habían trastornado con su miedo. ¡Quién podía venir a buscarle en la torre, sabiendo que estaba alerta y lo recibiría a tiros! La ausencia del Ferrer cuando él se había presentado en la fragua y la calma de la noche anterior daban que pensar a Jaime. ¿Estaría herido el verro? ¿Le habría alcanzado alguna de sus balas?…

Pasó la mañana en el mar. El tío Ventolera le llevó hasta el Vedrá, alabando la ligereza y otros méritos de su barca. La reparaba año tras año, no quedando en ella ni una astilla de su primitiva construcción. Pescaron al abrigo de las rocas hasta media tarde. Al volver a la torre, Febrer vio al Capellanet que corría por la playa agitando en lo alto una cosa blanca.

Antes de saltar a tierra, cuando la barca hundía su proa en la grava, el muchacho le gritó con la impaciencia del que trae una gran noticia:

¡Una carta, don Chaume!

¡Una carta!… En aquel rincón del mundo, el más extraordinario suceso que podía turbar la vida ordinaria era la llegada de una carta. Febrer la revolvió en sus manos, examinándola como algo extraño y lejano. Miró el sello; luego miró la letra del sobre… La conocía; despertaba en su memoria la misma impresión de un rostro amigo al que no podemos asociar un nombre. ¿De quién era?…

El Capellanet, mientras tanto, daba explicaciones sobre este gran suceso. La carta la había traído el peatón a media mañana. Era del vapor-correo de Palma, llegado a Ibiza en la noche anterior. Si deseaba contestarla, debía hacerlo sin pérdida de tiempo. El buque volvería a Mallorca al día siguiente.

Mientras iba Jaime hacia la torre, rompió el sobre y buscó la firma, casi al mismo tiempo que en su memoria se precisaba el recuerdo y surgía un nombre: ¡Pablo Valls!… El capitán Pablo le escribía luego de medio año de silencio, y su carta era larga: varias hojas de papel comercial cubiertas de apretada escritura.

A las primeras líneas, el mallorquín sonrió. El capitán estaba allí, en aquellos renglones, con su ruda y desbordante personalidad, escandaloso, simpático y agresivo. Febrer creyó contemplar sobre el papel su nariz enorme y pesada, sus patillas canosas, sus ojos de color de aceite con pintas de tabaco, su chambergo abollado puesto de través.

La carta comenzaba de un modo terrible: «Querido sinvergüenza.» Y en el mismo estilo seguían los primeros párrafos.

–Esto vale la pena—murmuró sonriendo—. Esto hay que leerlo despacio.

Y guardando la carta, con el regodeo del que se reserva un gran placer, Jaime subió a la torre después de despedir al muchacho.

Sentado junto a la ventana, con el busto echado atrás y la espalda apoyada en la mesa, comenzó a leer. Una explosión de furia cómica, de insultos cariñosos, de indignaciones por cosas olvidadas, llenaba las primeras páginas. Pablo Valls desbordaba su graciosa incoherencia, como un charlatán condenado largo tiempo al silencio y que sufre el suplicio de una verbosidad comprimida. Echaba en cara a Febrer su origen y su orgullo, que le habían impulsado a huir sin despedirse de los amigos. «Al fin, de raza de inquisidores.» Sus abuelos habían quemado a los de Valls: ¡que no lo olvidase! Pero en algo habían de distinguirse los buenos de los malos; y él, el réprobo, el chueta, el hereje aborrecido de unos y otros, había correspondido a esta falta de amistad ocupándose de los asuntos de Jaime. Seguramente le habría escrito varias veces de esto su amigo Toni Clapés, cuyos negocios marchaban bien, como siempre, aunque acababa de sufrir algunas contrariedades. Le habían cogido dos barcas cargadas de tabaco.

 

«Pero no divaguemos: al grano. Ya sabes que soy un hombre práctico, un verdadero inglés, enemigo de perder el tiempo.»

Y el hombre práctico, el inglés, para no divagar más, cubría otras dos hojas con las explosiones de su indignación contra todo lo que le rodeaba: contra sus hermanos de raza, tímidos y humildes, que besuqueaban la mano enemiga; contra los nietos de los antiguos perseguidores; contra el feroz padre Garau, del que no quedaba ya ni polvo; contra la isla entera, la famosa Roqueta, a la que vivían sujetos los suyos por un amor al terruño, pagado siempre con aislamientos e insultos.

«Pero no divaguemos: orden, método y claridad. Sobre todo, escribamos prácticamente. La falta de carácter práctico es lo que nos pierde.»

Y hablaba a continuación de «la Papisa Juana», tremenda señora que Pablo Valls había visto siempre de lejos, por ser para ella la personificación de todas las impiedades revolucionarias y todos los pecados de su raza. «Por este lado no tengas esperanza.» La tía de Febrer sólo se acordaba de él para lamentarse de su mal fin y alabar la justicia del Señor, que castiga a los que caminan por malos senderos y se apartan de las santas tradiciones de la familia. Unas veces le creía en Ibiza la buena señora; otras afirmaba saber con certeza que habían visto a su sobrino en América, dedicado a los más bajos oficios. «De todos modos, cachorro de inquisidor, tu santa tía no se acuerda de ti y no debes esperar de ella el menor auxilio.» Ahora se murmuraba en la ciudad que renunciando definitivamente a las pompas del mundo y tal vez a la «Rosa de Oro» pontifical, que nunca acababa de llegar, entregaría sus bienes a los sacerdotes de su corte, yendo a encerrarse en un convento con todas las comodidades de una dama de privilegio. «La Papisa» se alejaba para siempre; imposible esperar nada de ella. «Y aquí entro yo, pequeño Garau; yo el réprobo, el chueta, el rabudo, que deseo ser adorado y reverenciado por ti como si fuese la Providencia.»

Al fin, el hombre práctico, el enemigo de las divagaciones, cumplía su promesa, y el estilo de la carta tornábase conciso, con una sequedad comercial. Primeramente un largo relato de los bienes que aún poseía Jaime antes de partir de Mallorca, esclavos de toda clase de gravámenes e hipotecas; luego una lista de sus acreedores, que era mayor que la de los bienes, seguida de una relación de intereses y obligaciones, enmarañada red en la que se perdía la memoria de Febrer, pero por en medio de la cual caminaba Valls rectamente, con la seguridad de los de su raza para desentrañar los más confusos negocios.

El capitán Pablo había pasado medio año sin escribir a su amigo, pero ocupándose todos los días de sus asuntos. Había peleado con los más feroces usureros de la isla, insultando a unos, venciendo a otros en astucia, valiéndose de la persuasión o de la bravata, avanzando dineros para satisfacer los créditos más urgentes, cuyos tenedores amenazaban con el embargo y la venta. Total: había dejado limpia y sana la fortuna de su amigo, pero ésta resurgía del terrible combate achicada y casi insignificante. Sólo le restaban a Febrer unos miles de duros: tal vez no llegarían a quince; pero mejor era esto que vivir en su antiguo ambiente de gran señor sin tener que comer y sometido a las exigencias de los acreedores. «Ya es hora de que vuelvas. ¿Qué haces ahí? ¿Vas a estar toda tu vida como un Robinsón en esa torre de piratas?» Debía volver inmediatamente, para vivir en alegre modestia. La vida en Mallorca es barata. Además, podía solicitar un empleo del Estado. Con su nombre y sus relaciones no era difícil conseguirlo.

También podía dedicarse al comercio, bajo la dirección y consejo de un hombre como él. Si deseaba viajar, no le sería difícil a Valls buscarle una colocación en Argelia, en Inglaterra o en América. El capitán tenía amigos en todas partes. «Vuelve pronto, pequeño Garau, inquisidor simpático; no te digo más.»

Pasó Febrer el resto de la tarde leyendo la carta o paseando por los alrededores de la torre, conmovido por tales noticias. Los recuerdos de su pasada existencia, amortiguados por la vida solitaria, surgían ahora con el mismo relieve que si fuesen sucesos del día anterior. ¡Los cafés del Borne! ¡Sus amigos del Casino!… ¡Volver allá, pasando de un salto a la vida ciudadana, luego de su reclusión casi salvaje en la torre!… Se marcharía cuanto antes: estaba resuelto a ello. Partiría a la mañana siguiente, aprovechando el viaje de vuelta del mismo vapor que había traído la carta.

El recuerdo de Margalida surgió en su memoria, pretendiendo retenerle en la isla. La veía blanca, con sus adorables redondeces y sus ojos tímidos y bajos, que parecían ocultar como un pecado el negro ardor de sus pupilas. ¡Dejarla! ¡no verla más!… ¡Y ella iba a ser de uno de aquellos bárbaros, que profanarían su belleza usándola en las faenas del campo, convirtiéndola poco a poco en una bestia agrícola, negra, callosa y arrugada!…

Pero una afirmación pesimista le arrancó al poco tiempo de esta duda cruel. Margalida no le amaba, no podía amarle. Un mutismo desconcertante y lágrimas misteriosas era todo lo que él había podido conseguir con sus declaraciones de amor. ¿A qué empeñarse en conquistar lo que a todos parecía imposible? ¿Por qué seguir la lucha sorda con toda la isla, por una mujer que aún no sabía él ciertamente si le amaba?

La alegría de las recientes noticias volvió escéptico a Febrer. «Nadie se muere de amor.» Le costaría un gran esfuerzo abandonar aquella tierra al día siguiente; experimentaría honda tristeza al perder de vista la blancura africana de Can Mallorquí. Pero al sentirse libre del ambiente de la isla y volver a su antigua existencia, tal vez no fuese Margalida más que un pálido recuerdo, y él reiría el primero de esta pasión de una atlota hija de un antiguo arrendatario de su familia.

No vaciló más. Esta noche la pasaría en la soledad de la torre, como un hombre primitivo de los que viven acechados por el peligro, dispuestos a matar; a la noche siguiente estaría sentado ante la mesa de un café, bajo el resplandor de los focos eléctricos, viendo carruajes junto a las aceras y pasando por el centro del Borne mujeres más hermosas que Margalida. «¡A Mallorca!» No viviría en un palacio: el caserón de los Febrer lo perdía para siempre en el arreglo revolucionario y salvador ideado por el amigo Valls; pero no le faltaría una casita pequeña y limpia en el Terreno u otro barrio vecino al mar, y en ella la compañía y los cuidados maternales de madó Antonia. Ninguna tristeza, ninguna vergüenza le esperaba allá. Hasta se vería libre de don Benito Valls y de su hija, a los que había abandonado de un modo incorrecto, sin palabras de excusa. El rico chueta, según anunciaba su hermano en la carta, vivía ahora en Barcelona para cuidar mejor de su salud. Indudablemente, como creía el capitán Pablo, este viaje era para encontrar un yerno lejos de las preocupaciones que perseguían en la isla a los de su raza.

Al cerrar la noche llegó el Capellanet llevando la cesta de la cena. Mientras Febrer comía ávidamente, con el buen apetito de la alegría, el muchacho anduvo por la habitación, atisbando con ojos ansiosos, por si podía encontrar aquella carta que había excitado su curiosidad. «Nada.» La alegría del señor acabó por contagiarle, y rio también, sin saber de qué, creyéndose obligado a mostrar buen humor, ya que don Jaime estaba contento.