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Los muertos mandan

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Los pinos y sabinas quedaron atrás en la falda del monte. Caminaba ahora entre bancales de tierra arada. En unos campos vio payeses que trabajaban; en un ribazo encontró varias atlotas que recogían hierbas, encorvándose sobre el suelo; en un camino se cruzó con tres viejos marchando lentamente al lado de sus borricos.

Febrer, con la humildad del que se siente arrepentido de una mala acción, saludaba a todos dulcemente.

¡Bonas tardes tenguin!

Los labriegos le respondieron con un gruñido sordo; las muchachas torcieron la cara con un gesto de contrariedad para no verle; los tres viejos contestaron al saludo tristemente, mirándole con ojillos escrutadores, como si encontraran en su persona algo extraordinario.

Bajo una higuera, negro parasol de ramajes enroscados, vio a unos payeses ocupados en escuchar a alguien que estaba en el centro del corro. Al aproximarse Febrer hubo cierto movimiento en el grupo. Un hombre surgió de él con rabioso impulso, y los otros le detuvieron, cogiéndolo de los brazos, pugnando por contenerle. Jaime lo reconoció por el lienzo blanco anudado bajo su sombrero. Era el cantor. Los fuertes payeses sujetaron fácilmente con sólo una mano al enfermizo muchacho, pero éste, incapaz de moverse, desahogó su rabia tendiendo un puño hacia el camino, mientras las amenazas e insultos salían a borbotones de su boca.

Estaba, sin duda, contando a los amigos lo ocurrido en la noche anterior, cuando apareció Febrer. Adivinaba éste en las voces chillonas las amenazas del Cantó. Eran las mismas que había proferido en Can Mallorquí. Juraba matarle: prometía ir de noche a la torre del Pirata para incendiarla y hacer pedazos a su dueño.

«¡Bah!» Jaime levantó los hombros y siguió adelante, pero triste, desesperado por el ambiente de repulsión y hostilidad cada vez más sensible en torno de él. ¿Qué había hecho? ¿En dónde se había metido? ¡Pegar a uno de la isla! ¡Él, un forastero…, y además mallorquín!…

En su tristeza, creyó que la isla entera, con todas sus cosas inanimadas, asociábase a esta protesta de las gentes. Ante su paso se despoblaban las alquerías; sus habitantes ocultábanse para no saludarlo; los perros salían al camino ladrando sañudamente, como si no le hubiesen visto nunca.

Las montañas le parecían más austeras y ceñudas en sus cumbres de pelada roca; los bosques, más obscuros, más negros; los árboles de los valles, más tristes y escuetos; las piedras del camino rodaban bajo sus pies, como si huyesen de su contacto; el cielo tenía algo de repelente; hasta el aire de la isla acabaría por huir de su boca. Febrer, en su desesperación, se veía solo. Todos contra él; únicamente le quedaba Pep con su familia, pero éstos acabarían alejándose igualmente, a impulsos de la necesidad de vivir bien con sus vecinos.

El forastero no intentaba rebelarse contra su suerte. Sentíase arrepentido, avergonzado de la acometividad de la noche anterior y de su reciente excursión a la montaña. Para él no había sitio en la isla. Era un forastero, un extraño que perturbaba con su presencia la vida tradicional de aquellas gentes. Le había recibido Pep con un respeto de antiguo siervo, y pagaba tal hospitalidad perturbando su casa y la paz de su familia. Le habían acogido las gentes con una cortesía algo glacial, pero tranquila e inmutable, como a un gran señor forastero, y él correspondía a este respeto golpeando al más infeliz de todos ellos, al que por su debilidad era considerado con una benevolencia paternal por todos los payeses del distrito. ¡Muy bien, mayorazgo de Febrer! Desde hacía algún tiempo que andaba como loco, sin discurrir otra cosa que disparates. ¿Y todo por qué?… Por amar absurdamente a una muchacha que podía ser su hija; por un capricho casi senil, pues él, a pesar de su relativa juventud, veíase viejo, triste y miserable ante Margalida y los rústicos atlots que se agitaban en torno a su belleza. ¡Ay, el ambiente! ¡El maldito ambiente!

En los tiempos de prosperidad, cuando habitaba él su palacio de Palma, de ser Margalida una criada de su madre, sólo habría sentido por ella el apetito que inspira la frescura de la juventud, sin nada que se pareciese al amor. Otras mujeres le dominaban entonces con la seducción de sus artificios y refinamientos. Pero aquí, en plena soledad, con el más imperioso de los instintos irritado por la privación, viendo a Margalida entre la morena y ruda hermosura de sus compañeras, bella como una diosa blanca de las que inspiran veneración religiosa a los pueblos cobrizos, sentía la demencia del deseo, y todos sus actos eran absurdos, cual si hubiera perdido para siempre la razón.

Había que huir: en la isla no quedaba sitio para él. Bien podría ser que le engañase su pesimismo al apreciar la importancia del afecto que le había empujado hacia Margalida. Tal vez no era deseo, sino amor, el primer amor verdadero de su vida: casi estaba seguro de ello. Pero aunque así fuese, había que olvidar y huir; huir cuanto antes.

¿Para qué seguir en esta tierra? ¿Qué esperanza le retenía?… Margalida, como si resultase superior a sus fuerzas la sorpresa experimentada al conocer su amor, huía de él, se ocultaba silenciosa, sólo sabía llorar, y las lágrimas no eran una respuesta. Pep, por un resto de veneración tradicional, toleraba silencioso este capricho de gran señor, pero iba a estallar de un momento a otro contra el hombre que perturbaba su vida. La isla, que le había aceptado cortésmente, parecía alzarse ahora contra el forastero venido de lejos para trastornar su patriarcal quietismo, su existencia concentrada, su orgullo de pueblo aparte, con la misma fiereza que se había alzado en otros siglos contra el normando, el árabe o el berberisco desembarcados en sus costas.

Imposible hacer frente a todos: huiría. Sus ojos acariciaron una enorme faja de mar tendida entre dos colinas, como un telón azul que ocultase un desgarrón de la tierra. Aquel pedazo de mar era el camino salvador, la esperanza, lo desconocido que nos abre sus brazos de misterio en los momentos más difíciles de la existencia. Tal vez volviese a Mallorca, para llevar una vida de mendigo respetable al lado de los amigos que aún se acordaban de él; tal vez pasase a la Península y fuese a Madrid en busca de un empleo; tal vez acabara embarcándose para América. Todo era preferible a seguir allí. No sentía miedo; no le intimidaba la hostilidad de la isla y sus habitantes; lo que sentía era remordimiento, vergüenza, por las perturbaciones que había causado.

Instintivamente sus pies le llevaron hacia el mar, que era ahora su amor y su esperanza. Evitó el paso por Can Mallorquí, y al llegar a la playa marchó por la orilla, donde la última palpitación de las olas llegaba a perderse, como delgada hoja de cristal, entre las menudas guijas mezcladas con fragmentos de barro cocido.

Cuando estuvo al pie del promontorio de su torre, trepó por las rocas sueltas, yendo a sentarse en el peñón roído por las olas y casi despegado de la costa. Allí había estado reflexionando una noche de tormenta, la misma en que se presentó como cortejante en casa de Margalida.

La tarde era serena, el mar tenía un intenso color de extraordinaria y profunda transparencia. Los fondos de arena reflejábanse como manchas lácteas; los peñones submarinos y sus obscuras vegetaciones parecían temblar con un rebullicio de vida misteriosa. Las nubes blancas que flotaban en el horizonte, al pasar ante el sol trazaban sobre el mar grandes espacios de sombra. Un pedazo de la extensión azul quedaba obscuro y mate, mientras más allá de este manto movible las aguas luminosas parecían hervir con burbujas de oro. A veces, el astro, oculto tras las cortinas de nubes, lanzaba por debajo de su orla una manga visible de luz, un chorro de linterna, un largo triángulo de blanquecino resplandor, como el de un paisaje holandés.

Nada en este aspecto del mar recordaba a Febrer aquella noche tempestuosa; y sin embargo, por la asociación que forman en nuestra memoria las ideas olvidadas con los lugares antiguamente visitados cuando volvemos a ellos, Febrer comenzó a sentir los mismos pensamientos, sólo que ahora, en vez de seguir adelante, desfilaban en sentido inverso, con una confusión de derrota.

Reía amargamente de su optimismo en aquella ocasión, de la confianza que le había hecho despreciar todas sus ideas sobre el pasado. Los muertos mandan: su autoridad y su poder son indiscutibles. ¿Cómo había podido él, a impulsos del entusiasmo amoroso, desconocer esta enorme y desconsoladora verdad?… Bien le hacían sentir los lóbregos tiranos de nuestra vida todo el peso abrumador de su poder. ¿Qué había hecho él para que en este rincón de la tierra, su último refugio, le mirasen como un extraño?… Las innumerables generaciones de hombres cuyo polvo y cuya alma estaban confundidos con la tierra de la isla habían dejado como herencia a los presentes el odio al extranjero, el miedo y la repulsión al extraño, con el que vivieron siempre en guerra. Él que llegaba de otros países era recibido con un aislamiento repelente, ordenado por los que ya no existían.

Cuando, despreciando sus antiguos prejuicios, intentaba aproximarse a una mujer, esta mujer replegábase misteriosa y asustada de tal aproximación. Era una obra de loco la suya: la conjunción del gallo y la gaviota soñada por un fraile extravagante y que tanto hacía reír a los payeses. Así lo habían querido los hombres en otros tiempos al fundar la sociedad y dividirla en clases, y así debía continuar. Inútil rebelarse contra las cosas establecidas. La vida de un hombre era corta, y no bastaba para batirse con centenares de miles de vidas que habían existido antes de ella y parecían espiarla invisibles, oprimiéndola entre creaciones materiales que eran recuerdo de su paso por la tierra, abrumándola con sus pensamientos, que llenaban el ambiente y eran aprovechados por todos los que nacían sin fuerza para discurrir algo nuevo.

 

Los muertos mandan, y es inútil que los vivos se resistan a obedecer. Todas las rebeliones por salir de esta servidumbre, por romper la cadena de los siglos, todas mentira. Febrer recordaba la rueda sagrada de los indios, símbolo budista que había visto en París al presenciar una ceremonia religiosa oriental en un museo.

La rueda es el símbolo de nuestra vida. Creemos avanzar porque nos movemos; creemos progresar porque vamos hacia adelante, y cuando la rueda da la vuelta completa, nos encontramos en el mismo sitio. La vida de la humanidad, la historia, todo era un interminable «recomenzamiento de las cosas». Nacen los pueblos, crecen, progresan; la cabana se convierte en castillo y después en fábrica; se forman las enormes ciudades de millones de hombres, sobrevienen después las catástrofes, las guerras por el pan que escasea para tantas gentes, las protestas de los desposeídos, las grandes matanzas, y las ciudades se despueblan y caen en ruinas. La hierba invade los orgullosos monumentos; las metrópolis se hunden poco a poco en la tierra y duermen siglos y siglos bajo colinas. El bosque bravío cubre la capital de remotas épocas; pasa el cazador salvaje por donde en otro tiempo eran recibidos los caudillos vencedores con aparato de semidioses; pacen las ovejas y sopla el pastor en su caramillo sobre las ruinas que fueron tribuna de leyes muertas; vuelven a agruparse los hombres y surge la cabana, la aldea, el castillo, la fábrica, la ciudad enorme, y se repite lo mismo, siempre lo mismo, con una diferencia de centenares de siglos, como se repiten de unos hombres en otros iguales gestos, ideas y preocupaciones en el transcurso de unos cuantos años. ¡La rueda! ¡El eterno recomenzar de las cosas! ¡Y todas las criaturas del rebaño humano cambiando de aprisco, pero jamás de pastores! ¡y los pastores siempre eran los mismos, los muertos, los primeros que pensaron, y cuyo pensamiento primordial fue como el puñado de nieve que rueda y rueda por las pendientes, agrandándose, llevando adherido en su pegajosidad todo cuanto encuentra al paso!… Los hombres, orgullosos de su progreso material, de los juguetes mecánicos inventados para su bienestar, se creían libres, superiores al pasado, emancipados de la servidumbre original, ¡y todo cuanto decían se había dicho centenares de siglos antes, con diversas palabras! Sus pasiones eran las mismas; sus pensamientos, que consideraban propios, eran destellos y reflejos de otros pensamientos remotos; y todos los actos que tenían por buenos o malos merecían esta clasificación inmutable, porque así lo habían decidido los muertos, los tiránicos muertos, a los que el hombre tendría que matar de nuevo si deseaba ser libre realmente… ¿Quién llegaría a realizar esta gran hazaña libertadora? ¿Qué paladín tendría fuerzas suficientes para matar al monstruo que pesaba sobre la humanidad, enorme y abrumador, como los dragones de las leyendas que guardaban bajo su corpachón inútiles tesoros?…

Febrer permaneció mucho tiempo inmóvil en la roca, con los codos en las rodillas y la mandíbula en las manos, sumido en sus pensamientos, hipnotizados los ojos por el manso subir y bajar de las aguas palpitantes.

Cuando se arrancó a esta meditación comenzaba a caer la tarde… ¡Seguiría su destino! Él sólo podía vivir en las alturas, aunque fuese con la humildad del mendicante. Todos los caminos de descenso veíalos cerrados, ¡Adiós, felicidad buscada en un retroceso a la vida natural y primitiva! Ya que los muertos no querían que fuese hombre, sería parásito.

Sus ojos, vagando por el horizonte, fijáronse en los blancos vapores que se amontonaban sobre el límite del mar. Cuando era pequeño y madó Antonia le acompañaba en sus paseos por la costa de Sóller, se habían entretenido muchas veces dando cuerpo y nombre, con un esfuerzo de imaginación, a las nubes que se juntaban o se esparcían en una incesante variedad de formas, viendo en ellas tan pronto un monstruo negruzco de inflamadas fauces como una virgen entre celestes resplandores.

Un amontonamiento de nubes densas y nítidas cual blancos vellones atrajo su mirada. Esta blancura luminosa era la del hueso pulido de los cráneos. Sueltas vedijas de vapor obscuro flotaban sobre esta nube. La imaginación de Febrer fue viendo en ellas dos agujeros negros y espantables, un triángulo lóbrego semejante al que deja la nariz desaparecida en la faz de los muertos, y más abajo un desgarrón inmenso, trágico, igual a la risa muda de una boca sin labios y sin dientes.

Era la Muerte, la gran señora, la emperatriz del mundo, que se mostraba a él con su blanca y mate majestad, en pleno día, desafiando los esplendores del sol, el azul del cielo, el verde luminoso del mar. El reflejo del astro moribundo ponía una chispa de maligna vida en el óseo rostro de palidez de hostia, en la lobreguez de sus negras cuencas, en su sonrisa que daba espanto… ¡Sí; era ella! Las nubes esparcidas a ras del mar parecían bullones y pliegues de una vestidura que ocultaba su inmenso esqueleto; y otras nubes flotantes en lo alto, una amplia manga, de la que se escapaban vapores más sutiles e indecisos formando un brazo de hueso rematado por un índice seco y corvo como una uña de presa, señalando lejos, muy lejos, el destino misterioso.

La visión se desvaneció rápidamente con el movimiento de las nubes. Borráronse sus espantables contornos, adoptando otras formas caprichosas; pero Febrer, al perderla de vista, no salió por esto de su alucinación.

Aceptaba la orden sin rebelarse: partiría. Los muertos mandan, y él era su siervo inerme. La luz de la caída de la tarde daba a los objetos un relieve extraño. En los recovecos de la costa marcábanse vigorosas sombras que parecían dar vida y formas animales a las piedras. A lo lejos, un promontorio semejaba un león acurrucado junto a las olas, mirando a Jaime con hostilidad silenciosa. Los peñascos a flor de agua sacaban y ocultaban sus negras cabezas coronadas de melenas verdes, como gigantes anfibios de una humanidad monstruosa. El solitario vio por la parte de Formentera un dragón inmenso que poco a poco avanzaba en la línea del horizonte, con larga cola de nubes, para devorar traidoramente al sol moribundo.

Cuando la roja esfera, huyendo de este peligro, se sumergió en las aguas, agrandada por un espasmo de terror, la tristeza gris del crepúsculo despertó a Febrer de su alucinación.

Púsose de pie, recogió la escopeta abandonada junto a él, y emprendió el camino de la torre. Iba preparando mentalmente el programa de su marcha. No pensaba decir una palabra a nadie. Aguardaría a que tocase en el puerto de Ibiza el vapor correo de Mallorca, y sólo en el último momento daría cuenta a Pep de su resolución.

La certeza de abandonar muy pronto este retiro le hizo ver con interés el interior de la torre al resplandor de una vela que acababa de encender. Su sombra, gigantescamente agrandada y vacilante por las oscilaciones de la luz, iba de un lado a otro en las blancas paredes, eclipsando los objetos que las adornaban o haciendo que brillasen el nácar de las conchas y el metal de la colgada escopeta.

Cierto carraspeo conocido atrajo a Febrer, y le hizo asomarse a lo alto de la escalera. Un hombre envuelto en un mantón estaba en los primeros peldaños. Era Pep.

El sopar—dijo brevemente, tendiéndole una cesta.

Jaime la tomó. Notábase en el payés un deseo de no hablar, y él, por su parte, sintió cierto miedo de que rompiese su laconismo.

¡Bona nit!

Pep emprendió el camino de regreso a su alquería luego de este breve saludo, como un servidor respetuoso y enojado que sólo se permite con su amo las palabras indispensables.

Vuelto Jaime al interior de la torre, cerró la puerta, dejando la cesta sobre la mesa. No sentía apetito: cenaría más tarde. Cogió una pipa rústica, labrada por un payés en una rama de cerezo, la llenó de tabaco y comenzó a fumar, siguiendo con ojos distraídos el revoloteo de las espirales de humo, cuya azul sutilidad tomaba ante la vela una transparencia irisada.

Luego buscó un libro y quiso leer, pero fueron inútiles todos los esfuerzos por concentrar su atención en la lectura.

Fuera de aquella cáscara de piedra reinaba la noche, una noche lóbrega, de profundo misterio. Al través de los muros parecía filtrarse ese solemne silencio que cae de lo alto, y en el cual los ruidos más leves adquieren proporciones pavorosas, como si el rumor se escuchase a sí mismo.

Creía percibir Febrer los latidos de la circulación de su sangre en esta calma profunda. De vez en cuando escuchaba el chillido de una gaviota o la agitación momentánea de los tamariscos bajo una ráfaga, murmullo semejante al de las fingidas muchedumbres teatrales ocultas tras los bastidores. En el techo de la habitación sonaba a intervalos el cric-cric monótono de una carcoma royendo las vigas con un trabajo incesante, inadvertido durante el día. El mar rasgaba la obscuridad con un ronquido plácido, cuya ondulación iba rompiéndose en todos los salientes y recovecos de la costa.

Por primera vez se dio cuenta exacta de la soledad en que vivía. ¿Era posible continuar esta existencia de eremita? ¿Y cuando le sorprendiese la enfermedad? ¿Y cuando llegase la vejez?… A aquellas horas comenzaban las ciudades una nueva vida bajo los blancos resplandores de su alumbrado eléctrico; cortábase la circulación en las calles con la aglomeración de los coches; brillaban los escaparates, abríanse los teatros, sonaban las aceras bajo el gracioso taconeo de mujeres hermosas. Y él estaba como un hombre primitivo en el interior de una torre bárbara, sin otro signo de civilización que aquella luz macilenta que sólo servía para hacer más visibles las tinieblas, rodeado de un silencio trágico, como si el mundo se hubiese dormido para siempre. Adivinábase al otro lado del muro de piedra la sombra preñada de misterios y peligros. Ya no albergaba a la fiera, como en los tiempos prehistóricos, pero bien podía servir de guarida al hombre.

De pronto, Febrer, que permanecía inmóvil, escuchándose a sí mismo, con una quietud semejante a la de los niños medrosos que temen removerse en la cama por no aumentar el misterio que les rodea, se estremeció en su asiento. Algo extraordinario cortó el aire, dominando con su estridencia los confusos ruidos de la noche. Era un grito, un aullido, un relincho, una de aquellas voces hostiles y burlonas con que los atlots vengativos se llamaban en la sombra.

Jaime sintió un impulso de levantarse, de correr a la puerta, pero luego permaneció inmóvil. El tradicional auquido había sonado a alguna distancia. Debían ser mozos del cuartón que escogían las inmediaciones de la torre del Pirata para encontrarse arma en mano. Aquello no iba con él; a la mañana siguiente se enteraría de lo ocurrido.

Abrió otra vez el libro, intentando distraerse con la lectura; pero a las pocas líneas se levantó de un salto, arrojando sobre la mesa el volumen y la pipa.

¡Auuuú! El relincho de reto, el aullido hostil y burlón, había resonado casi al pie de la escalera de la torre, prolongándose con el fuerte soplo de unos pulmones como fuelles. Casi al mismo tiempo sonó en la obscuridad un rumor estridente de abanicos abiertos: las aves marinas, sorprendidas en su sueño, salían disparadas de entre las rocas para cambiar de guarida.

¡Era para él! ¡Venían a retarlo a la puerta de su vivienda!… Miró fijamente su escopeta; se llevó la diestra a la faja, palpando el metal del revólver, tibio por el contacto del cuerpo; dio dos pasos hacia la puerta, pero se detuvo y alzó los hombros con una sonrisa de resignación. Él no era de la isla; él no entendía este lenguaje de chillidos, y se creía a cubierto de tales provocaciones.

Volvió a su silla y cogió el libro, sonriendo con una alegría forzada.

–¡Grita, buen hombre! ¡chilla, aúca! Lo siento por ti, que puedes constiparte al fresco, mientras yo estoy tranquilo en mi casa.

Pero esta conformidad burlona sólo era aparente. Volvió a sonar el aullido, ya no al pie de la escalera, sino algo más lejos, tal vez entre los tamariscos que cercaban la torre. El retador parecía haber tomado posición esperando que saliese Febrer.

¿Quién sería?… Tal vez el miserable verro, al que había buscado por la tarde; tal vez el Cantó, que juraba públicamente matarlo. La noche y la astucia, que igualan las fuerzas de los enemigos, habrían dado ánimos a este enfermo para marchar contra él. También era posible que fuesen dos o más los que le aguardasen.

Sonó otro aullido, pero Jaime volvió a encogerse de hombros. Podía gritar lo que quisiera su desconocido retador… Pero ¡ay! ¡imposible leer! ¡inútil esforzarse por fingir tranquilidad!…

Los aullidos repetíanse ahora rabiosamente, como los cacareos de un gallo furioso. Jaime creyó ver el cuello de aquel hombre, hinchado, enrojecido, con los tendones vibrantes por la cólera. El grito gutural parecía adquirir poco a poco, al repetirse, los contornos y la significación de un lenguaje. Era irónico, burlón, insultante; echaba en cara su prudencia al forastero; parecía llamarle cobarde.

 

En vano intentó no escuchar. Nublábase su vista, le pareció que la vela ya no daba luz; en los intervalos de silencio, la sangre zumbaba en sus oídos. Pensó que Can Mallorquí estaba muy cerca, y tal vez Margalida, trémula y pegada a un ventanuco, escuchaba estos aullidos frente a la torre, donde estaba un hombre medroso oyéndolos también, pero encerrado como si fuese sordo.

No; no más. Arrojó esta vez definitivamente el libro sobre la mesa, y luego, por instinto, sin saber ciertamente lo que hacía, sopló la llama de la vela. Al quedar en la obscuridad anduvo algunos pasos con las manos avanzadas, olvidado completamente de los planes de ataque que había concebido momentos antes en su acelerado pensamiento. La cólera trastornaba sus ideas. La ceguedad repentina de su espíritu sólo tuvo una idea, igual al último destello de una luz que se aleja. Tocaba ya la escopeta con sus manos palpantes, cuando desistió de cogerla. Necesitaba un arma menos embarazosa; tal vez tendría que descender y arrastrarse entre los matorrales.

Tiró del interior de la faja, y el revólver se deslizó fuera de su madriguera con la suavidad de una bestia sedosa y tibia. Anduvo a tientas hasta la puerta y la abrió con lentitud, sólo un pequeño espacio, el necesario para asomar la cabeza, chirriando levemente sus groseros goznes.

Pasando Febrer de la obscuridad de su habitación a la difusa claridad de la luz sideral, vio la mancha de las malezas en torno de la torre, más allá la confusa blancura de la alquería, y enfrente la giba negra de los montes cortando un cielo cargado de palpitaciones de estrellas. Esta visión sólo duró un instante: no pudo ver más. Dos pequeños relámpagos, dos culebreos de fuego marcáronse uno tras otro en las tinieblas de los matorrales, seguidos de dos estampidos que casi se confundieron.

Jaime experimentó en su olfato una sensación acre de pólvora quemada, que tal vez no fue más que un fenómeno imaginativo. Al mismo tiempo percibió sobre la cúspide de su cráneo un silencioso y violento choque, algo anormal que pareció tocarle sin llegar a tocarle, la sensación del roce de una piedra. Algo cayó sobre su rostro como una lluvia impalpable. ¿Sangre?… ¿tierra?…

Su sorpresa sólo duró un instante. Le habían hecho fuego desde el matorral, en las inmediaciones de la escalera. El enemigo estaba allí… ¡allí! Veía en la obscuridad el punto de donde habían surgido los fogonazos, y avanzando la diestra fuera de la puerta, disparó su revólver una… dos… cinco veces: todas las cápsulas que contenía el cilindro.

Tiró casi a ciegas, desorientado por la obscuridad y el desconcierto de la cólera. Un leve ruido de ramas tronchadas, una ondulación casi imperceptible del matorral, le llenaron de salvaje alegría. Había alcanzado al enemigo indudablemente, y en su satisfacción, se llevó una mano a la cabeza para convencerse de que no estaba herido.

Al pasarla después por su cara cayó de sus mejillas y sus cejas algo menudo y granujiento. No era sangre: era tierra, polvo de argamasa. Sus dedos, deslizándose sobre el cuero cabelludo, estremecido aún por el roce mortal, tropezaron con dos agujeros de la pared, semejantes a pequeños embudos, que guardaban una sensación de calor. Las dos balas le habían rozado, yendo a clavarse en el muro a una distancia casi imperceptible de su cabeza.

Febrer sintióse alegre por su buena suerte. Él sano, incólume, ¡y su enemigo!… ¿Dónde estaría en aquel momento? ¿Debía bajar para buscarle entre los tamariscos y reconocerlo en su agonía?… De pronto se repitió el grito, el aullido salvaje, lejos, muy lejos, casi en las inmediaciones de la alquería: un auquido triunfante, burlón, que Jaime interpretó como anuncio de próxima vuelta.

El perro de Can Mallorquí, excitado por los disparos, ladraba lúgubremente. A lo lejos, otros perros le contestaban. El aullido del hombre se alejó, con incesantes repeticiones, cada vez más remoto, más débil, hundiéndose en el misterio azul de la noche.