Za darmo

Los muertos mandan

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–¿Y qué?—volvió a preguntar Febrer.

El Capellanet pareció compadecerse de la simpleza del señor. «¡Mucho ojo, don Jaime! Él no conocía a los de la isla.» Esta conversación en la fragua le inspiraba cuidado. Estaban en sábado: aquella noche era de festeig. De seguro que preparaban algo contra el señor, si se presentaba en Can Mallorquí.

Febrer acogió tales palabras con un gesto de desprecio. Bajaría, a pesar de todo… ¡Si creían que le inspiraban miedo! Lo que lamentaba era que tardasen tanto en atacarle.

Pasó en belicosa nerviosidad todo el resto del día, deseando que llegara pronto el anochecer. Evitaba en sus paseos acercarse a Can Mallorquí, contemplándolo de lejos, con la esperanza de ver unos instantes la gentil figura de Margalida bajo el porche. No por esto osaba aproximarse, como si una irresistible timidez le cerrase el camino de la finca mientras brillaba el sol. Desde que era pretendiente no podía presentarse como amigo. Su llegada podía resultar embarazosa para la familia de Pep. Temía que la muchacha se ocultase al verle.

Apenas se extinguió la luz del sol y comenzaron a brillar las estrellas en un cielo claro de invierno, Febrer descendió de la torre.

Durante el breve camino hasta la alquería volvieron a renacer en su memoria los recuerdos del pasado, con una precisión irónica, lo mismo que en la anterior noche de cortejo.

«¡Si me viese miss Mary!—pensó—. Tal vez me comparase a un Sigfrido rústico yendo a matar el dragón que guarda el tesoro de Ibiza… ¡Si me viesen otras mujeres que he conocido, y todo lo encontraban ridículo!…»

Pero su amor se sobrepuso inmediatamente a tales recuerdos. ¡Si le viesen! ¿y qué?… Margalida valía más que las hembras que él había conocido antes: era la primera, la única. Todo en su historia pasada le parecía falso y artificial, como la vida que se muestra en los escenarios, pintada y cubierta de oropeles bajo una luz engañosa. Nunca había de volver a ese mundo de ficción. La realidad era lo presente.

Al llegar al porche encontró reunidos a los cortejantes, que parecían discutir con voz ahogada. Al verle callaron instantáneamente.

¡Bona nit!

Nadie contestó. Ni siquiera le acogieron con el gruñido de la otra noche.

Cuando Pep, abriendo la puerta, les dio entrada en la cocina, Febrer vio que el Cantó llevaba el tamborcillo pendiente de un brazo y en la diestra la baqueta con que golpeaba el parche.

Era noche de música. Unos atlots sonreían al ocupar sus puestos con expresión maligna, como regocijándose por adelantado de algo extraordinario. Otros, más serios, mostraban en su gesto el noble disgusto de los que temen presenciar una mala acción inevitable. El Ferrer permanecía impasible en uno de los rincones más apartados, buscando empequeñecerse, pasar inadvertido entre los camaradas.

Hablaron con Margalida unos cuantos atlots, pero de pronto, viendo la silla libre, el Cantó avanzó para sentarse en ella, sujetando el tambor entre la rodilla y un codo y apoyando la frente en su mano izquierda. La baqueta golpeó lentamente el parche, mientras sonaba un largo siseo reclamando silencio. Era un trovo nuevo: todos los sábados traía versos el Cantó, en honor de la atlota de la alquería. El encanto de la música bárbara y monótona, admirada desde la niñez, obligó a callar a todos. La santa emoción de la poesía hacía estremecerse por adelantado a estas almas simples.

El pobre tísico rompió a cantar, acompañando cada verso con un cloqueo final que estremecía su pecho y arrebolaba sus mejillas. Pero el Cantó se mostraba esta noche con más fuerzas que nunca: sus ojos tenían un brillo extraordinario.

A los primeros versos, una carcajada general resonó en la cocina, celebrando la gracia irónica del rústico poeta.

Febrer no había entendido gran cosa. Cuando escuchaba esta música monótona y relinchante, que parecía recordar los primeros cantos de los marineros semitas esparcidos por el Mediterráneo, sumíase en otros pensamientos para hacer corta la espera y sufrir menos con la extraordinaria longitud del romance.

La carcajada de los atlots atrajo su atención, adivinando confusamente algo hostil para su persona. ¿Qué decía aquel cordero rabioso?… La voz del cantor, su pronunciación campesina y los continuos cloqueos con que cortaba los versos eran poco inteligibles para Jaime; pero lentamente fue dándose cuenta de que el romance iba dirigido a las atlotas que desean abandonar el campo, casándose con caballeros, para lucir los mismos adornos que las señoras de la ciudad. Las modas femeninas describíalas el cantor en términos extravagantes, que hacían reír a los payeses.

El simple Pep reía también de estas burlas, que halagaban a la vez su orgullo de campesino y su soberbia de varón inclinado a no ver en la hembra más que una compañera de fatigas. «¡Verdad! ¡verdad!» Y unía su carcajada a la de los muchachos. ¡Qué Cantó tan gracioso!…

Pero a los pocos versos ya no habló el improvisador de las atlotas en general, sino de una sola, ambiciosa y sin corazón. Febrer miró instintivamente a Margalida, que permanecía inmóvil, con los ojos bajos, pálidas las mejillas, como asustada, no de lo que escuchaba, sino de lo que indudablemente vendría después.

Jaime comenzó a revolverse en su asiento. ¡Molestarla así, en su presencia, aquel rústico!… Una carcajada más fuerte e insolente de aquellos jóvenes atrajo de nuevo su atención hacia los versos. El cantor se burlaba de la atlota que para ser señora quería casarse con un pobre arruinado, sin casa y sin familia; un forastero que no tenía tierras que cultivar…

El efecto de estos versos fue instantáneo. Pep, en la densidad de su pensamiento espeso, vio flotar algo como una chispa de fuego, una luminosa adivinación, y extendió las manos imperativamente, al mismo tiempo que se incorporaba:

¡Prou!… ¡prou!

Pero era ya inútil que gritase «¡bastante!» Un bulto se interpuso entre él y la luz del candil: el cuerpo de Febrer, que se había erguido de un salto.

Con sólo un tirón arrancó el tamborcillo de las rodillas del cantor, arrojándolo inmediatamente contra su cabeza, y tal fue el ímpetu, que se rompieron los parches; quedando la caja como un gorro torcido sobre la frente ensangrentada del muchacho.

Saltaron los atlots de sus asientos, sin saber ciertamente lo que hacían, pero llevándose todos las manos a la faja. Margalida se refugió al lado de su madre, y el Capellanet creyó llegado el momento de sacar su cuchillo. El padre, con la autoridad de los años, se impuso a todos: —¡Fora!… ¡fora!

Todos obedecieron, saliendo fuera de la alquería, para detenerse en pleno campo. Febrer salió también, a pesar de la resistencia de Pep.

Los atlots parecían divididos, discutiendo acaloradamente. Unos protestaban. «¡Pegarle al pobre Cantó, un infeliz enfermo que no podía defenderse!…» Otros movían la cabeza. Esperaban aquello: no se puede insultar impunemente a un hombre sin que ocurra algo. Ellos se habían opuesto a la canción; eran partidarios de que los hombres, cuando tienen que decirse algo, se lo digan cara a cara.

Casi iban a reñir, con la furia de sus opiniones encontradas y su rivalidad amorosa, cuando el Cantó distrajo su atención. Se había librado del tamboril incrustado en su cabeza y se limpiaba la sangre de la frente. Lloraba con la rabia del débil enfurecido, capaz de las mayores venganzas, pero que se siente al mismo tiempo esclavo de su impotencia.

–¡A mí! ¡a mí!—gemía asombrado de este ataque. De pronto se agachó, buscando piedras en la obscuridad para arrojarlas contra Febrer, y a cada pedrada retrocedía algunos pasos, como para defenderse de una nueva agresión. Los guijarros, despedidos por sus brazos débiles, fueron a perderse en la sombra o rebotaron contra el porche.

Luego ya no silbaron más piedras. Algunos amigos del Cantó se lo llevaban casi a rastras en la obscuridad. Oyéronse sus gritos a lo lejos: profería amenazas, juraba vengarse… «¡Mataría al forastero! ¡Él solo acabaría con el mallorquín!…»

Este permaneció inmóvil, con una mano en la faja, entre tantos enemigos. Sentíase avergonzado de su arrebato. ¡Pegarle al pobre tísico!… Para sofocar sus remordimientos, profirió en voz baja soberbios retos. «¡Otro deseaba él que hubiese cantado!…» Y sus ojos buscaron al Ferrer, pero el temible verro había desaparecido.

Cuando Febrer, media hora después, apaciguado ya el tumulto, volvía a su torre, detúvose varias veces en el camino, con el revólver en la diestra, como si esperase a alguien.

¡Nadie!

II

A la mañana siguiente, apenas salido el sol, corrió el Capellanet en busca de don Jaime, revelando en su gesto al entrar en la torre la importancia de las noticias de que era portador.

En Can Mallorquí habían pasado todos mala noche. Margalida lloraba; la madre se había lamentado incesantemente de lo ocurrido. ¡Señor! ¡qué pensarían de ellos las gentes del cuartón al saber que en su casa se pegaban los hombres como en una taberna! ¡Qué dirían las atlotas de su hija!… Pero a Margalida la preocupaba poco la opinión de sus amigas. Otra cosa parecía interesarla: algo que no acertaba a decir, pero la hacía verter lágrima tras lágrima. El siñó Pep luego de cerrar la puerta de la casa, se había paseado más de una hora por la cocina mascullando palabras y cerrando los puños. «¡Aquel don Jaime!… ¡Empeñarse en conseguir lo que era imposible!… ¡Testarudo como todos los suyos!…

El Capellanet tampoco había dormido, sintiendo nacer en su pensamiento de pequeño salvaje, astuto y receloso, una sospecha que poco a poco tomó la realidad de una certidumbre.

Al entrar en la torre comunicó inmediatamente sus pensamientos a don Jaime. ¿Quién creía él que era el autor de la canción injuriosa? ¿El Cantó?… Pues no señor: era el Ferrer. Los versos los había inventado el otro, pero la intención era del malicioso verro. Este le había sugerido la idea de que insultase a don Jaime en pleno cortejo, contando con la seguridad de que no dejaría impune el agravio. Ya veía claro el muchacho el verdadero motivo de la entrevista de los dos cortejantes que él había sorprendido en el monte.

 

Febrer acogió con un gesto de indiferencia esta noticia, a la que el Capellanet daba gran importancia. ¿Y qué?… El cantor insolente ya estaba castigado; y en cuanto al verro, había huido de sus retos a la puerta de la alquería. Era un cobarde.

Pepet movió la cabeza con incredulidad. ¡Ojo, don Jaime! Él ignoraba las costumbres de los valientes de la tierra, las astucias de que se valían para asegurarse la impunidad en sus venganzas. Debía permanecer en guardia, ahora más que nunca. El Ferrer sabía lo que era el presidio, y no deseaba volver a él. Lo que acababa de hacer lo habían hecho otros verros antes.

Se impacientó Jaime ante el aire misterioso y las palabras confusas del muchacho.

–¡Para qué tapujos!… ¡Habla!

El Capellanet expuso al fin sus sospechas. Ya podía el herrero hacer lo que quisiera contra don Jaime: podía esperarle emboscado en los tamariscos al pie de la torre y matarlo de un tiro. Las sospechas se dirigirían inmediatamente contra el Cantó, recordando la cuestión ocurrida en la alquería y sus palabras de venganza. Con esto y con prepararse el verro una coartada, trasladándose a todo correr por los atajos a algún punto lejano donde todos le viesen, le sería fácil cumplir su venganza, sin peligro.

–¡Ah!—exclamó Febrer poniéndose hosco, como si comprendiera de pronto toda la importancia de tales palabras.

El muchacho, satisfecho de su superioridad, continuó dando consejos. Don Jaime debía vivir en adelante menos descuidado, cerrar la puerta de su torre, no hacer caso, apenas llegada la noche, de los gritos de fuera. Seguramente el verro pretendería inducirle a salir a la obscuridad con gritos de reto, con auquidos de desafío.

–Aunque le aúquen durante la noche, usted quieto, don Jaime. Yo conozco eso—continuó el Capellanet con la importancia de un verro endurecido—. Le gritará desde fuera, oculto en la maleza, con el arma preparada, y si sale, antes de que pueda verle le matará de un pistoletazo. Usted quieto en la torre.

Estos consejos eran para la noche. De día, el señor podía salir sin miedo. Allí estaba él para acompañarlo a todas partes. Se erguía con bélica vanidad, llevándose una mano a la faja para cerciorarse de que el cuchillo no había desaparecido, pero su decepción era inmediata al ver el gesto de burlona gratitud de Febrer.

–Ría usted, don Jaime, búrlese de mí, pero de algo puedo yo servir… Vea usted cómo le aviso ahora el peligro. Hay que vivir en guardia. Con alguna mala idea ha preparado el Ferrer lo de la canción.

Y miraba en torno, como un caudillo que se prepara para repeler un largo sitio. Sus ojos encontraron la escopeta colgando del muro entre los adornos de conchas. ¡Muy bien! Debía cargar con bala los dos cañones, y encima un buen puñado de postas o perdigón grueso. Esto nunca está de más. Así lo hacía su glorioso abuelo. Después fruncía el entrecejo al ver el revólver abandonado sobre la mesa. ¡Muy mal! Las armas cortas son para llevarlas encima a todas horas. Él dormía con el cuchillo sobre la panza. ¿Y si entraba de pronto el enemigo sin dejarle tiempo para buscar el arma?…

La torre, que había presenciado en otros siglos ejecuciones y combates de piratas, cascarón de piedra de trágico vacío disimulado por la nítida enjalbegadura de los muros, atrajo luego la atención del muchacho.

Iba hasta la puerta con lenta precaución, como si un enemigo le aguardase al pie de la escalera, y ocultando el cuerpo en el borde del muro, avanzaba sólo un ojo y parte de la frente. Luego movía la cabeza con desaliento. Al asomarse de noche, aunque fuera con estas astucias, el enemigo, emboscado abajo, podía verlo, apuntándole con toda comodidad apoyados los codos en una rama o en una piedra, sin miedo a perder el tiro. Peor era aún echar el cuerpo fuera de la puerta y pretender bajar. Por obscura que fuese la noche, el enemigo podía escoger un punto de mira, una mancha del follaje, una estrella del horizonte, algo saliente en la obscuridad que se destacase junto a la escalera. Y al pasar el bulto negro del que bajaba, ocultando por un momento el objeto apuntado… ¡fuego y pieza segura! Eran enseñanzas oídas a graves varones que habían pasado meses enteros tras un ribazo o al abrigo de un tronco, con la culata junto a la mejilla y el ojo en el extremo del cañón, desde la puesta del sol hasta la aurora, aguardando a un antiguo amigo.

No; al Capellanet no le gustaba esta puerta con su escalera al aire libre. Había que buscar otra salida, y sus ojos fueron a la ventana, abriéndola luego para asomarse a ella.

Con una agilidad simiesca, riendo de su descubrimiento, saltó sobre el alféizar y empezó a descender por el muro, buscando con pies y manos las desigualdades de la mampostería, los alvéolos profundos como peldaños que habían dejado los pedruscos al rodar desprendidos de la argamasa. Febrer se asomó a la ventana, y le vio al pie de la torre recogiendo su sombrero que se había caído y agitándolo en alto con expresión triunfante. Corrió luego el muchacho en torno de la base de la torre, y sus pasos resonaron poco después con bullicioso trote en los peldaños de madera, cerca de la puerta.

–¡Si es lo más fácil!—gritó al entrar en la pieza, rojo de emoción por su descubrimiento—. ¡Si es una escalera de señores!…

Y comprendiendo la importancia de su descubrimiento, puso un gesto grave de misterio. Esto quedaba entre los dos: ni una palabra a nadie. Era una salida preciosa, cuyo secreto había que guardar.

El Capellanet envidiaba a don Jaime. ¡No tener él un enemigo que viniera a aucarlo allí durante la noche!… Mientras el Ferrer aullase emboscado, con la vista fija en la escalera, él descendería por la ventana, a espaldas de la torre, y dando la vuelta silenciosamente, cazaría al cazador. ¡Qué golpe!… Reía con salvaje complacencia, y en sus labios de rojo obscuro parecía despertar temblona la ferocidad de los gloriosos abuelos, que habían considerado la caza del hombre como el más noble de los ejercicios.

Febrer se sintió contagiado por la bárbara alegría del muchacho. ¡Si él probase a bajar por la ventana!… Echó las piernas fuera del alféizar, y lentamente, entorpecido por su madura corpulencia, fue tanteando las desigualdades de la muralla con las puntas de los pies hasta encontrar los agujeros que servían de peldaños. Descendió poco a poco, rodando bajo sus plantas algunas piedras sueltas, hasta que al fin puso los pies en tierra con un suspiro de satisfacción. ¡Muy bien! El descenso era fácil; después de unos cuantos ensayos bajaría con tanta facilidad como el Capellanet. Éste, que le había seguido ágilmente, descolgándose casi sobre su cabeza, sonreía como un maestro satisfecho de la lección, y tornaba a repetir sus consejos. ¡Que no los olvidase don Jaime! Apenas le anearan desde fuera, debía echarse ventana abajo, pillando por la espalda al contrario.

Cuando a mediodía quedó solo Febrer, sintióse poseído de un deseo belicoso, de una agresividad que le hizo mirar durante largo rato el trozo de muro del que pendía la escopeta.

Al pie del promontorio, en la playa donde estaba varada la barca del tío Ventolera, sonó la voz de éste cantando la misa. Febrer se asomó a la puerta, llevándose las dos manos a la boca en forma de bocina para gritarle.

El marinero, con la ayuda de un muchacho, echaba su barca al agua. La vela, recogida, temblaba en lo alto del mástil. Jaime no aceptó la invitación. «¡Muchas gracias, tío Ventolera!» Este insistió con su vocecita, que llegaba a través del aire como el vagido lejano de una criatura. La tarde era buena: había cambiado el viento; en las cercanías del Vedrá iban a coger el pescado en abundancia. Febrer encogió los hombros. «No, muchas gracias; tenía que hacer.»

Apenas acabó de hablar, cuando el Capellanet se presentó por segunda vez en la torre, llevándole la comida. El muchacho parecía enfurruñado y triste. Su padre, colérico por la escena de la noche anterior, le había escogido como víctima, para desahogar su enfado. «¡Una injusticia, don Jaime!» Gritaba paseándose por la cocina, mientras las mujeres, con los ojos llorosos y el aire encogido, parecían huir de su mirada. Todo lo ocurrido lo atribuía a su blandura de carácter, a su bondad; pero iba a poner remedio a esto inmediatamente. El noviazgo quedaba suspendido: ya no admitía cortejos ni visitas. ¡Y en cuanto al Capellanet!… Este mal hijo, desobediente y revoltoso, tenía la culpa de todo.

Pep no sabía con certeza cómo podía haber influido la presencia de su hijo en el escándalo de la noche anterior, pero recordaba su resistencia a ser clérigo, su fuga del Seminario, y la memoria de estos disgustos despertaba su cólera, haciendo que la concentrase en el muchacho. ¡Se acabaron los miramientos y bondades! El próximo lunes lo llevaría al Seminario. Si pensaba resistirse y huir por segunda vez, mejor sería para él embarcarse de grumete y olvidar que tenía padre, pues al verle regresar a la alquería, Pep era capaz de romperle las dos piernas con la tranca de la puerta. Y por puro desahogo, por ir habituando la mano y dar una muestra de su futura cólera, le largó unas cuantas bofetadas y puntapiés, cobrándose de esta forma el disgusto sufrido tiempo antes al verle llegar fugitivo de Ibiza.

El Capellanet, encogido y paciente por la costumbre, se refugió en un rincón detrás del muro de zagalejos y faldas que oponía la llorosa madre a la furia de Pep. Pero al verse ahora en la torre y recordar la ofensa, rechinaba los dientes, con los ojos en blanco, las mejillas lívidas y los puños cerrados.

«¡Qué injusticia! ¿Así se pega a los hombres, sin motivo alguno, sólo por desahogar el mal humor?… ¡A él, que llevaba un cuchillo en la faja y no le tenía miedo a nadie de la isla! ¡Todo porque era padre!…» ¡Ay! Esto de la paternidad y del respeto filial eran para el Capellanet en aquellos momentos invenciones de cobardes, creadas únicamente para fastidiar y envilecer a los hombres de corazón. Y encima de los golpes, humillantes para su dignidad de bravo, la certeza del encierro en el Seminario; la negra sotana, semejante a las faldas de las mujeres, y el pelo cortado al rape, perdiendo para siempre aquellos bucles que asomaban arrogantes bajo las alas de su sombrero; la tonsura, que haría reír o infundiría un frío respeto a las atlotas, y ¡adiós bailes y noviazgos! ¡adiós cuchillo!…

Pronto dejaría de verle don Jaime. Antes de una semana iban a llevarle a Ibiza. Otros le subirían la comida a la torre… Febrer hizo un gesto revelador de su esperanza. ¡Tal vez Margalida, como en otros tiempos! Pero el Capellanet, a pesar de su tristeza, sonrió maliciosamente. No, Margalida no; todos menos ella. ¡Bueno estaba el siñó Pep para consentirlo! Cuando la pobre madre, para defender a su atlot, había hablado tímidamente de lo necesario que era el muchacho en la casa para servir al señor, Pep estalló en nuevas vociferaciones. Él mismo se encargaría de llevar todos los días a la torre la comida de don Jaime, y si no su mujer, y si no buscarían una atlota que sirviese de criada a aquel señor, ya que se empeñaba en vivir cerca de ellos.

No dijo más el Capellanet, pero Febrer adivinó las palabras que el buen payés debía haber lanzado contra él. Olvidaba, a impulsos de la cólera, su antiguo respeto; sentíase enfurecido por la perturbación que acarreaba a la familia con su presencia.

El muchacho volvió a la alquería mascullando propósitos vengativos, jurándose no ir al Seminario, aunque ignoraba el modo de conseguirlo. Su resistencia tomó de pronto un tono de protección caballeresca. ¡Abandonar a su amigo don Jaime cuando le veía rodeado de peligros!… ¡Ir a encerrarse en aquel caserón de tristezas, entre señores con faldas negras que hablaban una lengua rara, ahora que en pleno campo, a la luz del sol o en el misterio de las noches, iban a matarse los hombres!… ¡Ocurrir tan extraordinarios sucesos y no verlos él!…

Cuando Febrer quedó sólo, descolgó la escopeta y estuvo largo rato junto a la puerta examinándola distraídamente. Su pensamiento iba lejos, mucho más lejos de los extremos de los cañones, que parecían apuntar a la montaña… «¡Aquel herrero! ¡Aquel valentón insufrible!…» Desde el primer día que lo vio algo se había removido en su interior, poniéndose de pie con el irresistible impulso de la antipatía. A aquel fantasmón lúgubre nadie en la isla le iba a pegar más que él.

 

La sensación fría del acero de la escopeta en la palma de sus manos le volvió a la realidad. Estaba resuelto a salir de caza por la montaña… ¡Pero qué caza!… Extrajo los dos cartuchos que ocupaban los cañones, cartuchos cargados con perdigón menudo para las bandas de pájaros que cruzan la isla viniendo de África. Buscó en una bolsa otros cartuchos e introdujo dos en el doble cañón, guardándose los demás en los bolsillos. Eran con bala. ¡Caza mayor!…

Colgóse la escopeta de un hombro y bajó la escalera de la torre silbando y con paso arrogante, como si su resolución le llenase de alegría.

Al pasar cerca de Can Mallorquí, el perro salió a su encuentro con ladridos de regocijo. Nadie se asomó a la puerta como otras veces. Seguramente le habían visto, sin moverse, desde el fondo de la cocina. El perro saltó tras él largo trecho, retrocediendo luego al verle tomar el camino de la montaña.

Anduvo Febrer entre paredes de piedra seca que contenían pendientes bancales, y otras veces por senderos pavimentados de guijarros azules, que las lluvias de invierno convertían en encajonados barrancos. Luego dejó de ver tierras removidas y surcadas por el arado: el suelo compacto cubríase de bravia y espinosa vegetación. A los árboles frutales, el alto almendro y la chaparra higuera de amplia copa, sucedían las sabinas y los pinos retorcidos por los vientos de la costa. Al detenerse Febrer un instante y mirar atrás, vio a sus pies Can Mallorquí como unos dados blancos escapados del cubilete de una roca vecina al mar. En la cúspide de esta roca erguíase como un agarrador la torre del Pirata. Su ascensión había sido veloz, casi a todo correr, como si temiera llegar tarde a un lugar de cita que no conocía con certeza. Inmediatamente reanudó la marcha. Dos palomas silvestres salieron de la maleza con el sonoro plumeo de un abanico que se abre, pero el cazador pareció no verlas. Unos bultos humanos, negros y agachados en los matorrales, le hicieron llevar la diestra a la culata de la escopeta para descolgarla del hombro. Eran carboneros que apilaban leña. Al pasar Febrer junto a ellos le miraron con ojos fijos, en los que creyó notar algo extraordinario, mezcla de asombro y curiosidad.

¡Bonas tardes tenguin!

Los hombres negros apenas contestaron, pero le fueron siguiendo largo rato con sus ojos, que tenían el brillo y la transparencia del agua sobre sus rostros tiznados. Seguramente los solitarios del monte sabían ya lo ocurrido la noche anterior en Can Mallorquí, y se asombraban viendo al señor de la torre marchar solo, como si desafiase a sus enemigos, creyéndose invulnerable.

Ya no encontró más gente en su camino. De pronto, sobre los rumores de la seca arboleda acariciada por el viento, oyó un tintineo lejano de hierro batido. Por entre el ramaje elevábase una ligera columna de humo: la fragua del Ferrer.

Jaime, llevando la escopeta algo caída de su hombro, como si el arma fuera a descolgarse sola, desembocó en un claro del bosque que formaba ancha plazoleta ante la fragua. Era ésta una casucha construida con adobes, negra de humo y cubierta por un techo giboso, que en algunos de sus puntos se abombaba como si fuera a desplomarse. Bajo un cobertizo brillaba el ojo inflamado de una fogata, y junto a ella el Ferrer, de pie ante el yunque, golpeaba con el martillo una barra de hierro ígneo.

Febrer no quedó descontento de su entrada teatral en la plazoleta. El verro levantó la vista al oír ruido de pisadas en el intervalo de dos de sus golpes, y quedó inmóvil, con el martillo en alto, al reconocer al señor de la torre. Pero sus ojos fríos eran incapaces de transparentar ninguna impresión.

Avanzó Jaime ante la fragua con la mirada fija en el herrero, una mirada de reto que el otro pareció no comprender. Ni una palabra, ni un saludo. El señor pasó adelante; pero al salir de la plazoleta se detuvo junto a uno de los primeros árboles y acabó por sentarse en sus raíces salientes, guardando la escopeta entre las piernas.

Un orgullo de viril soberbia invadía el alma de Febrer. Estaba satisfecho de su arrogancia. Bien podía ver aquel matón que venía a buscarlo en la soledad del monte, en su propia vivienda; bien podía convencerse de que no le tenía miedo.

Y para demostrar mejor su serenidad, sacó la petaca de la faja y se puso a liar un cigarro.

El martillo había vuelto a reanudar su tintineo sobre el metal. Jaime, desde su asiento, veía al Ferrer vuelto de espaldas a él con descuidada confianza, como si ignorara su presencia y sólo le preocupase el examen de su trabajo. Esta calma desconcertó un poco a Febrer. «¡Vive Dios! ¿No había adivinado sus intenciones?…» Le exasperaba la frialdad del herrero, y al mismo tiempo infundíale un vago agradecimiento el hecho de permanecer de espaldas a él, tranquilamente, con la confianza de que el señor de la torre era incapaz de aprovecharse de esta situación para dispararle un escopetazo traidor. Cesó de sonar el martillo. Cuando Febrer miró otra vez hacia el cobertizo, ya no vio al herrero. Esta ausencia le hizo requerir la escopeta, acariciando sus llaves. Indudablemente iba a salir con un arma, cansado de aguantar esta provocación muda que venía a buscarle en su propia casa. Tal vez iba a disparar por alguno de los ventanucos que daban luz a la negra vivienda. Debía precaverse contra una asechanza del antiguo presidiario, y se puso de pie, procurando disimular su cuerpo detrás del tronco de un árbol, no dejando visible más que un ojo.

Alguien se movió en el interior de la casucha; algo negro asomó indeciso en su puerta. Iba a salir el enemigo: ¡atención!… Empuñó la escopeta para hacer fuego apenas se mostrase el extremo del arma enemiga; pero quedó inmóvil y confuso al ver que era una falda negra rematada por unos pies desnudos dentro de viejas alpargatas, y sobre esto un busto mísero, encorvado y huesudo, una cabeza cobriza y arrugada, con sólo un ojo, y ralos cabellos grises que dejaban brillar entre sus mechas el barniz de la calvicie.

Febrer reconoció a la mujer. Era la tía del herrero, la tuerta de que le había hablado el Capellanet, la única compañera del Ferrer en su bravia soledad. La vieja se plantó en el cobertizo con los brazos en jarras, echando adelante el flácido vientre abultado por los zagalejos, fijando su pupila única, inflamada por la cólera, en aquel intruso que venía a provocar a un hombre de bien en medio de su trabajo. Miraba a Jaime con la fiera acometividad de la mujer que, segura del respeto que infunde su sexo, es más audaz e impetuosa que el hombre. Mascullaba amenazas e insultos que el señor no podía oír, furiosa de que alguien se atreviera contra su sobrino, amado cachorro en el que había puesto su esterilidad todos los ardores de una madre fracasada.

Jaime se dio cuenta repentinamente de lo odioso de su acción. ¡Un hombre como él venir a provocar en pleno día a otro, en su propia casa! La vieja tenía razón para insultarle. El matón no era el Ferrer: era él, señor de la torre, descendiente de tantos varones ilustres y orgulloso de su origen.

La vergüenza le hizo tímido, sumiéndolo en torpe confusión. No sabía cómo irse ni por dónde escapar. Al fin se echó la escopeta al hombro, y con la vista en alto, como si persiguiese a un pájaro que saltaba de rama en rama, emprendió la marcha por entre los árboles y la maleza, evitando pasar otra vez ante la fragua.

Anduvo ahora cuesta abajo, hacia el valle, huyendo de aquella montaña a la que le había arrastrado un impulso homicida, avergonzado de sus anteriores deseos. Volvió a encontrar a los hombres negros que hacían carbón.

¡Bonas tardes tenguin!

Contestaron a su saludo, pero en sus ojos de extraordinaria blancura sobre el rostro tiznado creyó notar Febrer algo de burla hostil, de repulsiva extrañeza, como si fuese él de otra casta, como si hubiera cometido un acto inaudito que le colocaba fuera para siempre de la comunidad humana de la isla.