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Los muertos mandan

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Tercera parte

I

Dos días después, cuando Jaime, de vuelta de la pesca, esperaba la comida en su torre, vio presentarse a Pep, que depositó el cestillo sobre la mesa con cierta solemnidad.

El rústico intentó excusarse por esta visita extraordinaria. Su mujer y Margalida habían ido otra vez a la ermita de los Cubells: el muchacho las acompañaba.

Comió Febrer con buen apetito, por haber pasado la mañana en el mar desde que rompió el día; pero el aire grave del payés acabó por preocuparle.

–Pep: tú quieres decirme algo y no te atreves—dijo Jaime en dialecto ibicenco.

–Así es, señor.

Y Pep, igual a todos los tímidos, que dudan y vacilan antes de hablar, pero una vez perdido el miedo se lanzan adelante ciegamente, empujados por el propio temor, expuso con rudeza su pensamiento.

«Sí; algo tenía que decirle, algo muy importante. Dos días había estado pensándolo, pero ya no podía callar más tiempo. Si se había encargado de traer la comida del señor, era sólo por hablarle… ¿Qué deseaba don Jaime? ¿Por qué se burlaba de ellos, que le querían tanto?…»

–¡Burlarme!—exclamó Febrer.

«Sí; burlarse de ellos.» Pep lo afirmaba con tristeza. «¿Qué había sido lo de la noche de la tormenta? ¿Qué capricho había impulsado al señor a presentarse en pleno cortejo, sentándose al lado de Margalida como si fuese un pretendiente?…» ¡Ah, don Jaime! Los festeigs son cosa seria: por ellos se matan los hombres. Bien sabía él que los señores se burlaban de esto, considerando casi como salvajes a los payeses de la isla; pero a los pobres hay que dejarles sus costumbres, olvidarlos, no turbar sus escasas alegrías.

Ahora fue Febrer quien puso el gesto triste.

–¡Pero si yo no me burlo de vosotros, querido Pep! ¡Si todo es verdad!… Entérate de una vez: soy pretendiente de Margalida, como el Cantó, como ese verro antipático, como todos los muchachos que acuden a tu cocina para cortejarla… La otra noche me presenté porque ya no podía sufrir más, porque comprendí de pronto la causa de las tristezas que me vienen afligiendo, porque quiero a Margalida, y me casaré con ella, si ella me acepta.

Su acento sincero y apasionado no dejó dudas al payés.

–¡Luego es verdad!—exclamó—. Algo de eso me había dicho la atlota llorando cuando yo le pregunté el motivo de la visita del señor… Yo no la creí al principio. ¡Las muchachas son tan pretenciosas! Se imaginan que todos los hombres andan locos tras ellas… ¿Conque es verdad?…

Y esta certidumbre le hacía sonreír, como algo inesperado y gracioso.

¡Qué don Jaime! Muy honrados él y su familia por esta muestra de aprecio a los de Can Mallorquí. Lo malo era para la muchacha, que se engreiría, imaginándose ya digna de un príncipe, no queriendo aceptar a ningún payés.

–No puede ser, señor. ¿No comprende usted que no puede ser?… Yo también he sido joven y sé lo que es esto. Un primer movimiento que nos hace ir detrás de toda atlota que no es fea; pero luego reflexiona uno, piensa lo que está bien y lo que está mal, lo que más le conviene, y acaba por no hacer tonterías. Usted habrá reflexionado, ¿verdad, señor?… Lo de la otra noche fue una broma, un capricho…

Febrer movió la cabeza enérgicamente. No; ni broma ni capricho. Amaba a Margalida, a la gentil «Flor de almendro»; estaba convencido de su pasión, e iría donde ella le arrastrase. Su propósito era hacer en adelante lo que le ordenara su voluntad, sin escrúpulos ni prejuicios. Bastante tiempo había sido esclavo de ellos. No; ni reflexión ni arrepentimiento. Amaba a Margalida, y era uno de sus pretendientes, con el mismo derecho que cualquier atlot de la isla. Ya estaba dicho.

Pep, escandalizado por tales palabras, herido en sus ideas más antiguas y arraigadas, levantó las manos, al mismo tiempo que su alma simple se asomaba a los ojos con temblores de sorpresa.

¡Siñor!… ¡Siñor!…

Necesitaba poner por testigo al Señor del cielo para expresar su turbación y su asombro. ¡Un Febrer queriendo casarse con la payesa de Can Mallorquí!… El mundo ya no era el mismo: parecían trastornadas todas sus leyes, como si el mar estuviera próximo a cubrir la isla y los almendros floreciesen en adelante sobre las olas. ¿Pero se había dado cuenta don Jaime de lo que significaba su deseo?…

Todo el respeto depositado en el alma del payés durante largos años de servidumbre a la noble familia, la veneración religiosa que le habían infundido sus padres cuando de niño veía llegar a los señores de Mallorca, renacieron ahora, protestando de este absurdo como de algo contrario a las costumbres humanas y la divina voluntad. El padre de don Jaime había sido un personaje poderoso, de los que dictan las leyes allá en Madrid; hasta había vivido en el palacio real. Le veía en su memoria, lo mismo que se lo había imaginado en las ilusiones crédulas de su niñez, mandando a los hombres a su voluntad; pudiendo enviar unos a la horca y perdonando a otros, según su capricho; sentado a la mesa de los monarcas y jugando con ellos a la baraja, igual que podía hacerlo él con un amigo en la taberna de San José, tratándose tú por tú; y cuando no estaba en la corte, era señor absoluto en barcos de hierro de los que escupen humo y cañonazos… ¿Y su célebre abuelo don Horacio? Pep le había visto pocas veces, y sin embargo, temblaba aún de respeto al recordar su aspecto señorial, su cara grave, limpia de sonrisas, y el gesto imponente con que acompañaba sus bondades. Era un rey a la antigua, uno de aquellos reyes buenos y justicieros, padres de los pobres, con el pan en una mano y el palo en la otra.

–¿Y quiere usted que yo, el pobre Pep de Can Mallorquí, sea pariente de su padre y su abuelo, y de todos los señorones que fueron amos de Mallorca y mandones del mundo?… Vamos, don Jaime. Vuelvo a creer que todo es una broma: su seriedad no me engaña. También don Horacio discurría a veces las cosas más chistosas, sin perder su cara de juez.

Jaime paseó los ojos por el interior de la torre, sonriendo de su miseria.

–¡Pero si soy un pobre, Pep ¡Si tú eres rico comparado conmigo! ¿A qué recordar mi familia, si vivo de tu apoyo?… Si me despidieras, no sé adonde podría ir.

El gesto de incredulidad con que Pep acogía siempre estas afirmaciones humildes volvió a aparecer.

«¡Pobre! ¿Y aquella torre no era suya?…» Febrer le contestó riendo. ¡Bah! Cuatro piedras viejas, que se caían cansadas de existir; un monte inculto, que sólo tendría algún valor trabajado por el payés… Pero éste insistió. Le quedaba lo de Mallorca, que aunque algo enredado, era mucho… ¡mucho!

Y al extender sus brazos con un gesto de inmensidad, como si nadie pudiese abarcar la fortuna de Jaime, añadía convencido:

–Un Febrer nunca es pobre. Usted no podrá serlo nunca. Después de estos tiempos otros vendrán.

Jaime desistió de hacerle reconocer su pobreza. Mejor era que le creyese rico. Así no podrían decir aquellos atlots sin más horizonte que el de la isla, que era un desesperado ansioso de unirse con la familia de Pep para recuperar las tierras de Can Mallorquí.

¿Por qué se asombraba tanto el payés de que él pretendiese a Margalida? No era esto más que la repetición de una eterna historia: la del rey disfrazado y vagabundo enamorándose de la pastora y dándola su mano… Y él no era un rey ni estaba disfrazado, sino en una situación de miseria verdadera.

–También sé yo esa historia—dijo Pep—. Me la contaron de chico muchas veces y se la he contado yo a los míos… No digo que no sucediese así; pero sería en otros tiempos… otros tiempos muy lejanos: cuando hablaban los animales.

Para Pep, la más remota antigüedad y el estado dichoso de los hombres era siempre en el tiempo feliz «cuando hablaban los animales».

Pero ¡ahora!… Ahora él, aunque no sabía leer, se enteraba de las cosas del mundo cuando iba a San José los domingos y hablaba con el secretario del Ayuntamiento y otras personas letradas que leían periódicos. Los reyes se casaban con reinas y las pastoras con pastores. Se acabaron los buenos tiempos.

–¿Pero tú sabes si Margalida me quiere o no me quiere?… ¿Tú estás seguro de que le parece todo esto un disparate, lo mismo que a ti?…

Pep quedó silencioso largo rato, metiendo una mano bajo el fieltro y el pañuelo de seda puesto mujerilmente, para rascarse los bucles crespos y canos de su cabeza. Sonreía maliciosamente y al mismo tiempo con desprecio, como regocijado por la inferioridad en que vive la hembra de los campos.

–¡Las mujeres! ¡Vaya usted a saber lo que piensan, don Jaime!… Margalida es como todas: amiga de vanidades y cosas extraordinarias. A su edad, todas sueñan que va a venir por ellas un conde o un marqués para llevárselas en un carro de oro y que mueran de envidia sus amigas. Yo también, cuando era atlot, pensaba muchas veces que vendría a pedirme en matrimonio la más rica de Ibiza, una muchacha que no sabía quién pudiera ser, pero hermosa como la Virgen y con campos tan grandes como la mitad de la isla… Son cosas de los pocos años.

Luego, cesando de sonreír, añadió:

–Sí; tal vez le quiera a usted y no se dé cuenta de lo que desea. ¡Esto del querer y de la juventud es tan raro!… Llora cuando le hablan de lo de la otra noche; dice que fue una locura, pero ni una palabra contra usted… ¡Ay! ¡el corazón quisiera yo verle!

Febrer acogió estas palabras con una sonrisa de gozo; pero el payés desvaneció instantáneamente su alegría, añadiendo enérgicamente:

–No puede ser, y no será… Piense ella lo que piense, yo me opongo, porque soy su padre y quiero su bien… ¡Ay, don Jaime! Cada cual con los suyos. Me recuerda todo esto a cierto fraile que vivía solitario en los Cubells, hombre sabio, y por ser sabio, medio loco, que se empeñó en sacar crías de un gallo y una gaviota: una gaviota del tamaño de un ganso.

 

Y describía, con la gravedad que tiene para el campesino la vida y el cruce de los animales, la ansiedad de los payeses cuando iban a los Cubells, agrupándose curiosos en torno del jaulón donde estaban bajo la vigilancia del fraile el gallo y la gaviota.

–Años duró el trabajo de aquel buen señor, y ¡ni una cría!… Contra lo imposible nada pueden los hombres. Tenían sangre distinta; vivían juntos y tranquilos, pero no eran iguales ni podían serlo. Cada uno con los suyos.

Y al decir esto, Pep recogió de la mesa los platos de la comida y los fue guardando en la cesta, preparándose para marcharse.

–Quedamos, don Jaime—dijo con su tenacidad campesina—, en que todo es broma, y usted no inquietará a la atlota con sus fantasías.

–No, Pep. Quedamos en que quiero a Margalida, y voy a su cortejo con el mismo derecho que cualquier muchacho de la isla. Hay que respetar los usos antiguos.

Y sonrió ante el gesto malhumorado del payés. Pep movía la cabeza en señal de protesta, repitiendo que aquello era imposible. Las muchachas del cuartón iban a burlarse de Margalida, regocijadas por este pretendiente extraño que rompía el orden de las costumbres. Los maliciosos tal vez iban a calumniar a Can Mallorquí, que tenía un pasado de honradez como la mejor familia de la isla. Hasta sus amigos, cuando fuese él a misa a San José reuniéndose con ellos en el claustro de la iglesia, iban a suponer que era un ambicioso y deseaba convertir a su hija en una señorita… Y no era esto sólo. Había que temer además la cólera de los rivales, los celos de aquellos atlots que habían quedado absortos por la sorpresa al verle entrar en plena tempestad y sentarse junto a Margalida. De seguro que a aquellas horas ya habían salido de su asombro, y hablaban de él concertándose todos para oponerse al forastero. Los de la isla eran como eran. Se mataban entre ellos, sin molestar al de fuera, porque le creían extraño a su vida, indiferente a sus pasiones. ¡Pero si el extranjero se mezclaba en sus asuntos, y además de extranjero… era mallorquín!… ¿Cuándo se había visto a gentes de otras tierras disputarles la novia a los ibicencos?… Don Jaime, ¡por su padre! ¡por su noble abuelo! Se lo rogaba Pep, que le conocía desde niño. La alquería era suya, todos sus habitantes deseaban servirle… ¡pero no debía persistir en aquel capricho! Iba a traerle desgracia.

Febrer, que había escuchado hasta entonces con deferencia, se irguió ante estas palabras de Pep. Sublevóse su carácter rudo, como si acabara de recibir una grave ofensa con los temores del payés. ¡Miedos a él!… Sentíase capaz de pelear con todos los atlots de la isla. No había en Ibiza quien le hiciese retroceder. A su apasionamiento belicoso de amante uníase una soberbia de raza, el odio ancestral que separaba a los habitantes de las dos islas. Iría al cortejo; tenía buenos compañeros que le defendiesen en caso de apuro. Y miraba la escopeta colgada de la pared, luego de pasar sus ojos por la faja, donde ocultaba el revólver.

Pep bajó la cabeza con desaliento. Lo mismo había sido él cuando joven. Las mujeres hacen cometer las mayores locuras. Era inútil insistir para convencer al señor, testarudo y soberbio como todos los suyos.

–Haga su santa voluntad, don Jaime; pero acuérdese de lo que le digo. Nos espera una desgracia, una gran desgracia.

Salió el payés de la torre, y Jaime lo vio alejarse cuesta abajo, hacia su alquería, moviéndose al impulso de la brisa marítima las puntas de su pañuelo y el mantón mujeril que llevaba sobre los hombros.

Desapareció Pep tras las bardas de Can Mallorquí. Febrer iba a separarse de la puerta, cuando vio surgir entre los grupos de tamariscos de la pendiente un muchacho que, luego de mirar a un lado y a otro para convencerse de que no era observado, corrió hacia él. Era el Capellanet. Subió a saltos la escalera de la torre, y al verse ante Febrer rompió a reír, mostrando el marfil de su dentadura rodeada de rosa obscuro.

Desde la noche que el señor se presentó en la alquería, el Capellanet lo trataba con la mayor confianza, cual si le considerase ya de la familia. Él no protestaba de lo extraordinario del suceso. Le parecía natural que Margalida gustase al señor y que éste desease casarse con ella.

–Pero ¿no estabas en los Cubells?—preguntó Febrer.

El muchacho volvió a reír. Había dejado a su madre y su hermana en mitad del camino, y oculto entre los tamariscos esperó a que su padre regresase de la torre. Sin duda el viejo quería hablar de cosas importantes con don Jaime; por esto los había alejado a todos, encargándose de llevar él mismo la comida. Hacía dos días que sólo hablaba en su casa de esta entrevista. Su timidez y el respeto «al amo» le hacían vacilar, pero al fin se había decidido. El noviazgo de Margalida le tenía de mal humor. ¿Había estado muy regañón el viejo?…

Queriendo esquivar Febrer estas preguntas, le hizo otras con cierta ansiedad. ¿Y «Flor de almendro»? ¿Qué decía cuando el Capellanet le hablaba de él?

Se irguió el muchacho con petulancia, satisfecho de proteger al señor. Su hermana no decía nada; unas veces sonreía al oír el nombre de don Jaime, otras se le humedecían los ojos, y casi siempre daba fin a la conversación aconsejando al Capellanet que no se mezclase en este asunto y diese gusto al padre yendo a estudiar en el Seminario.

–Esto se arreglará, señor—continuó el muchacho, poseído de la nueva importancia de su persona—. Se arreglará; se lo digo yo. Estoy seguro de que mi hermana le quiere mucho… pero le tiene cierto miedo, cierto respeto. ¡Quién podía esperar que usted se fijase en ella!… En casa todos parecen locos. El padre pone mala cara y habla solo; la madre gime y se aclama a la Virgen; Margalida llora; y mientras tanto, la gente cree que estamos de lo más alegres. Pero esto se arreglará, don Jaime; yo se lo prometo.

Preocupábale otra cosa, aparte de la voluntad de Margalida. Mientras hablaba, su pensamiento iba hacia sus antiguos amigos, los atlots que cortejaban a «Flor de almendro». «¡Atención, señor! ¡Mucho ojo!…» Él no sabía nada de cierto. Hasta sospechaba que aquellos muchachos habían perdido la confianza en su persona, recatándose de hablar en su presencia. Pero seguramente tramaban algo. Una semana antes parecían odiarse y vivían apartados unos de otros; ahora se habían juntado todos para abominar del forastero. Callaban, pero su silencio era taciturno, poco tranquilizador. El único que gritaba y se movía con una cólera de cordero rabioso era el Cantó, irguiendo su cuerpo desmedrado de tísico, afirmando entre crueles toses su propósito de matar al mallorquín.

–Le han perdido a usted el respeto, don Jaime—continuó el muchacho—. Cuando le vieron entrar y sentarse al lado de mi hermana, quedaron como atontados. Yo también me quedé sin saber lo que veía, y eso que hace tiempo me daba el corazón que a usted no le era indiferente Margalida. Preguntaba usted demasiado por ella… Pero ahora ya se les ha pasado el susto, y van a hacer algo: ¡vaya si lo harán!… Y no les falta razón. ¿Cuándo se ha visto en San José venir los forasteros a quitarles la novia a unos atlots que son los más valientes de la isla?…

El orgullo de vecindario arrastró al Capellanet a participar momentáneamente de las opiniones de los otros, pero pronto renacieron su gratitud y su afecto a Febrer.

–No importa. Usted la quiere, y basta. ¿Por qué ha de ir mi hermana a trabajar la tierra y pasar fatigas, cuando un señor como usted se fija en ella?… Además—y aquí sonreía maliciosamente el pilluelo—, a mí me conviene este casamiento. Usted no va a cultivar los campos, usted se llevará a Margalida, y el viejo, no teniendo a quién dejar Can Mallorquí, me permitirá que sea labrador, que me case, y ¡adiós capellanía!… Le digo a usted, don Jaime, que usted se la lleva. Aquí estoy yo, el Capellanet, para pelearme con media isla en su defensa.

Miraba a un lado y a otro, como si temiera encontrarse con los bigotes y los ojos severos de la Guardia civil, y luego, tras una vacilación de hombre modesto que teme revelar su importancia, llevábase una mano a los riñones y tiraba del interior de la faja, sacando un cuchillo cuyo brillo y limpieza parecían hipnotizarle.

–¿Eh?—decía, admirando la tersura del acero virgen y mirando a Febrer.

Era el cuchillo que le había regalado Jaime el día antes. Como estaba de buen humor, había hecho arrodillarse al Capellanet. Luego, con burlona gravedad, le había golpeado con el arma, proclamándolo caballero invencible del cuartón de San José, de toda la isla y de los freos y peñones adyacentes. El pilluelo, trémulo de emoción por el regalo, había acogido la ceremonia con gravedad, creyéndola algo indispensable que se usaba entre los señores.

–¿Eh?—volvió a preguntar, mirando a don Jaime como si lo protegiese con toda la inmensidad de su valentía.

Pasaba un dedo ligeramente por el filo y luego apoyaba la yema en la punta, gozando voluptuosamente al sentir su agudo pinchazo. ¡Qué joya!

Febrer movió la cabeza. Sí; conocía el arma: él mismo se la había traído de Ibiza.

–Pues con esto—continuó el chicuelo—no hay guapo que se nos ponga delante. ¿El Ferrer?… ¡mentira! ¿El Cantó y todos los otros?… ¡mentira también! ¡Y pocas ganas que tengo yo de usarlo!… Él que intente algo contra usted está sentenciado a muerte.

Y a continuación, con una tristeza de grande hombre que pierde el tiempo sin dar la medida de su valor, dijo bajando los ojos:

–Cuando mi abuelo tenía mi edad, cuentan que ya era verro y metía miedo a toda la isla.

Pasó el Capellanet en la torre una parte de la tarde, hablando de los enemigos supuestos de don Jaime, que ya consideraba como suyos, ocultando su cuchillo para volver a sacarlo, como si necesitase contemplar su imagen desfigurada en la bruñida hoja, soñando en tremendos combates que terminaban siempre con la fuga o muerte de los adversarios, salvando él caballerescamente al acorralado don Jaime. Éste reía de la petulancia del muchacho, tomando a broma sus ansias de pelea y destrucción.

Al anochecer bajó a la alquería para traerle la cena. Ya había encontrado en el porche varios cortejantes venidos de muy lejos, que esperaban sentados en los poyos el principio del festeig. ¡Hasta luego, don Jaime!…

Febrer, así que cerró la noche, se dispuso a bajar a la alquería, con el gesto hosco, la mirada dura, las manos nerviosas por un imperceptible temblor homicida, lo mismo que un guerrero primitivo al emprender una expedición desde la cumbre al valle. Antes de echarse el jaique sobre los hombros sacó su revólver de la faja, examinando escrupulosamente el estado de las cápsulas y el juego de la llave. ¡Todo corriente! Al primero que intentase algo contra él, le metía los seis tiros en la cabeza. Sentíase bárbaro, implacable, como uno de aquellos Febrer leones del mar, que saltaban a las playas enemigas, matando para no morir.

Anduvo cuesta abajo, por entre los grupos de tamariscos, que movían en la obscuridad sus masas ondeantes, con una mano metida en la faja y acariciando la culata del revólver. ¡Nadie! Al llegar al porche de Can Mallorquí lo encontró lleno de atlots que aguardaban de pie o sentados en los poyos a que la familia acabase su cena en la cocina. Febrer los adivinó en la obscuridad por el olor de cáñamo de las alpargatas nuevas y el de lana burda de sus mantones y jaiques. Las chispas rojas de los cigarros indicaban en el fondo del porche otros grupos en espera.

¡Bono, nit!—dijo Febrer al llegar.

Sólo le respondieron con un leve gruñido. Cesaron las conversaciones mantenidas a media voz, y un silencio hostil y penoso empezó a gravitar sobre todos aquellos hombres.

Jaime se apoyó en una pilastra del porche, alta la frente, arrogante el ademán, destacando su figura sobre el fondo del horizonte, como si adivinase los ojos que en la obscuridad estaban fijos en él.

Sentía cierta emoción, pero no era de miedo. Casi llegó a olvidar a los enemigos que le rodeaban. Pensaba con inquietud en Margalida. Sintió el escalofrío del enamorado cuando adivina la proximidad de la mujer adorada y duda de su suerte, temiendo y deseando al mismo tiempo su aparición. Ciertos recuerdos del pasado volvieron a él, haciéndole sonreír. ¿Qué diría miss Mary si le viese rodeado de esta gente rústica, tembloroso y vacilante al pensar en la proximidad de una muchacha campesina?… ¡Cómo reirían sus antiguas amigas de Madrid y de París al encontrarle en esta traza de campesino, dispuesto a matar por la conquista de una mujer casi igual a sus criadas!…

 

Se abrió la puerta de la alquería, que estaba entornada, marcándose en su rectángulo de luz rojiza la silueta de Pep.

¡Avant els hómens!—dijo como un patriarca que comprende los anhelos de la juventud y ríe bondadosamente de ellos.

Y los hombres entraron uno tras otro, saludando al siñó Pep y los suyos, ocupando los bancos y sillas de la cocina como niños que llegan a la escuela.

El payés de Can Mallorquí, al reconocer al señor, hizo un gesto de asombro. «¡Allí él esperando con los otros, como un simple pretendiente, sin atreverse a entrar en una casa que era suya!…» Febrer contestó con un encogimiento de hombros. Quería hacer lo mismo que los demás. Se imaginaba que de este modo le sería más fácil conseguir sus deseos. Nada que recordase su antigua condición de amigo respetable y de señor: cortejante nada más.

Pep le hizo sentar a su lado. Pretendió distraerlo con su conversación, pero él no apartaba los ojos de «Flor de almendro», que, fiel al ritual de los festeigs, estaba en una silla, en el centro de la pieza, acogiendo con gestos de reina tímida la admiración de sus cortejantes.

Fueron uno tras otro sentándose todos al lado de Margalida, que respondía en voz queda a sus palabras. Fingía no ver a don Jaime; casi le volvía la espalda. Los pretendientes que aguardaban su vez estaban taciturnos, sin la alegre charla con que entretenían su espera en otras noches. Parecía que algo fúnebre pesaba sobre ellos, obligándolos a permanecer en silencio, con la vista baja y los labios apretados, como si en la habitación inmediata hubiese un muerto. Era la presencia del extraño, del intruso, ajeno a su clase y sus costumbres. ¡Maldito mallorquín!…

Cuando hubieron pasado todos los mozos por la silla inmediata a Margalida, el señor se levantó. Era el último que se había presentado como cortejante, y en buena ley le llegaba su turno. Pep, que le hablaba sin cesar para distraerlo, quedóse de pronto con la boca abierta al ver cómo se alejaba sin oírle más.

Sentóse al lado de Margalida, que parecía no verle, humillada la cabeza y fijos los ojos en sus rodillas. Todos los atlots quedaron en silencio, para que en el ambiente tranquilo resonasen las más leves palabras del forastero; pero Pep, adivinando esta intención, comenzó a hablar fuerte con su mujer y su hijo sobre trabajos que debían de realizar al día siguiente.

–¡Margalida! ¡«Flor de almendro»!…

La voz de Febrer, como un susurro, acarició las orejas de la muchacha. Allí le tenía, para convencerla de que era amor, verdadero amor, lo que ella consideraba un capricho. Febrer no sabía aún ciertamente cómo había sido esto. Sentía un malestar en su soledad, un anhelo vago de cosas mejores, que tal vez estaban a su alcance, pero que él, en su ceguera, no podía reconocer, hasta que de pronto había visto claro dónde estaba la dicha… Y la dicha era ella. ¡Margalida! ¡«Flor de almendro»! Él no tenía juventud, él era pobre; ¡pero la amaba tanto!… Una palabra nada más, algo que disipase la incertidumbre en que vivía.

Y ella, al sentir más próxima la boca de Febrer, al percibir su aliento ardoroso, movió levemente la cabeza. «No, no. ¡Váyase!… Tengo miedo.» Sus ojos se elevaron para mirar rápidamente a todos aquellos jóvenes morenos, de gesto trágico, que parecían quemarlos a los dos con sus pupilas de brasa.

¡Miedo!… Esta palabra bastó para que Febrer saliese de su encogimiento suplicante y mirase con soberbia a los rivales sentados ante él. ¿Miedo a quién?… Sentíase capaz de pelear con todos estos rústicos y sus innumerables parientes. ¡Miedo no, Margalida! Ni por él ni por ella debía temer. Lo que Jaime la suplicaba era que respondiese a su pregunta. ¿Podía esperar? ¿Qué pensaba contestarle?…

Pero Margalida permanecía silenciosa, descoloridos sus labios, pálidas las mejillas con una blancura lívida, moviendo los párpados para esconder tras el enrejado de las pestañas la humedad lacrimosa de sus ojos. Iba a llorar. Se adivinaban sus esfuerzos para contener el llanto: respiraba con angustia. Sus lágrimas, surgiendo de pronto en este ambiente hostil, podían ser una señal de combate; iban a producir la explosión de todas las cóleras contenidas que adivinaba en torno de ella. No… ¡no! Y el esfuerzo de su voluntad sólo servía para hacer mayor su angustia, obligándola a humillar el rostro como las bestias dulces y tímidas, que creen salvarse del peligro ocultando su cabeza. La madre, que trenzaba cestos en un rincón, sintióse alarmada en sus instintos de mujer. Su alma simple se dio cuenta del estado de Margalida. El padre, viendo la inquietud de aquellos ojos de animal triste y resignado, intervino oportunamente.

«Las nueve y media…» Hubo un movimiento de sorpresa y protesta en el grupo de los atlots. Aún era pronto, faltaban muchos minutos para la hora: lo tratado era ley. Pero Pep, con su testarudez de campesino, se hacía el sordo, repitiendo las mismas palabras mientras se ponía de pie e iba hacia la puerta, abriéndola completamente. «Las nueve y media.» Cada uno era amo en su casa, y él hacia en la suya lo que creía mejor. Debía levantarse temprano al día siguiente: «¡Bona nit!…»

Y fue saludando a los cortejantes según salían de la casa. Al pasar Jaime ante él, sombrío y despechado, intentó retenerlo por un brazo. Debía esperar; él le acompañaría hasta la torre. Miraba con inquietud al Ferrer, que se había quedado detrás de él, retardando voluntariamente su salida de la casa.

Pero el señor no le contestó, librándose de su brazo con rudo movimiento. Sentíase furioso por el mutismo de Margalida, que consideraba un fracaso; por la actitud hostil de los mozos; por el modo insólito con que se había dado fin a la velada.

Los atlots dispersáronse en la sombra, sin gritos, relinchos ni canciones, como si volvieran de un entierro. Algo trágico flotaba en las tinieblas de la noche.

Febrer siguió su camino sin volver la vista, deseoso de oír que alguien venía tras de sus pasos, tomando por misterioso arrastre de perseguidores los leves crujidos del ramaje de los tamariscos bajo la brisa nocturna.

Al llegar al pie de la colina, donde los matorrales eran más espesos, se volvió, quedando inmóvil. Su silueta destacábase sobre la blancura del sendero a la luz vagorosa de las estrellas. Tenía el revólver en la diestra, apretando nerviosamente la culata, acariciando el gatillo con un dedo febril, ansioso de disparar. ¡Ay! ¿no le seguiría alguien? ¿no aparecería el verro o cualquiera de los otros enemigos?…

Transcurrió el tiempo sin que nadie se presentase. En torno de él, la vegetación silvestre, agrandada por la sombra y el misterio, parecía reír irónicamente de su cólera con grandes murmullos. Al fin, la fresca serenidad de la tierra soñolienta pareció penetrar en él. Acabó encogiéndose de hombros con gesto de desprecio, y llevando el revólver por delante, continuó su camino hasta encerrarse en la torre.

El día siguiente lo pasó por entero en el mar con el tío Ventolera. De vuelta a su vivienda encontró fría sobre la mesa la cena que le había traído el Capellanet. Unas cruces y el propio nombre de Febrer grabados en el muro a punta de acero le revelaron la visita del atlot. El seminarista no podía permanecer quieto teniendo un cuchillo al alcance de su mano.

Al otro día apareció en la torre el muchacho de Can Mallorquí con aire misterioso. Tenía que contar a don Jaime cosas importantes. La tarde anterior, correteando en persecución de cierto pájaro por el pinar inmediato a la forja del Ferrer, había visto de lejos, bajo el cobertizo de la herrería, al verro hablando con el Cantó.

–¿Y qué más?—preguntó Febrer, extrañándose de que el muchacho callase.

Nada más. ¿Le parecía poco?… El Cantó no era aficionado a las alturas, porque sus cuestas le hacían toser. Siempre andaba por los valles, sentándose bajo los almendros y las higueras para inventar sus trovos. Si había subido hasta la herrería, era indudablemente porque el Ferrer le habría llamado. Hablaban los dos con gran animación. El verro parecía darle consejos, y el pobrecillo le contestaba con gestos afirmativos.