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Los muertos mandan

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–¡Margalida!—murmuró como si fuese a revelarle algo importante—. ¡Margalida!…

Pero no dijo más. El antiguo calavera sintió despertarse sus instintos de libertinaje con el perfume que exhalaba aquella mujer, perfume indefinible de carne fresca y virginal que él creía aspirar, como buen conocedor, más con la imaginación que con el olfato. Al mismo tiempo—¡cosa extraña en él!—experimentó cierta timidez que le impedía hablar; una timidez semejante a la que había sentido en los tiempos de su primera juventud, cuando, lejos de las fáciles conquistas en su predio de Mallorca, se atrevió a dirigirse a las señoras conocidas en la península española… ¿No era un acto indigno de él hablar de amor a aquella muchacha a la que había visto como niña hasta poco antes y que le respetaba cual si fuese su padre?

–¡Margalida! ¡Margalida!

Y tras estos llamamientos, que excitaban la curiosidad de la atlota haciendo que elevase los ojos para fijarlos interrogantes en los de Febrer, éste se lanzó por fin a hablar, preguntándola por los progresos de su noviazgo. ¿Se había decidido por alguien? ¿Quién iba a ser el afortunado? El Ferrer… ¿el Cantó?…

Ella volvió a humillar los ojos, cogiendo en su turbación una punta del delantal y subiéndola hasta su pecho… No sabía. Su voz ceceaba infantilmente a impulsos de un avergonzado aturdimiento. No tenía ganas de casarse. Ni el Cantó, ni el Ferrer, ni nadie. Había aceptado el cortejo porque todas las muchachas hacían lo mismo al llegar a cierta edad. Además—y aquí enrojecía vivamente—, la proporcionaba cierta satisfacción humillar a sus amigas, que rabiaban viendo el gran número de sus pretendientes. Ella estaba agradecida a los atlots que venían a verla de grandes distancias a Can Mallorquí. ¿Pero quererlos? ¿casarse con ellos?…

Había acortado su paso al hablar. La mujer de Pep y su hijo pasaron insensiblemente delante de ellos, y al quedar solos los dos en la senda, acabaron por detenerse sin saber lo que hacían.

–¡Margalida!… ¡«Flor de almendro»!…

¡Al diablo la timidez! Febrer se sintió arrogante y triunfador, como en sus buenos tiempos. ¿Por qué aquel miedo?… ¡Una payesa! ¡una chiquilla!…

Habló con acento firme, poniendo un intento de fascinación en la fijeza apasionada de sus ojos, aproximando su boca a ella, como para acariciarla con el susurro de sus palabras… ¿Y él? ¿qué pensaba Margalida de él?… ¿Y si se presentase un día a Pep diciendo que quería casarse con su hija?…

–¡Usted!—exclamó la muchacha—. ¡Usted, don Jaime!

Levantó los ojos sin miedo alguno, riendo de estas palabras. El señor acostumbraba a engañarla con bromas inverosímiles. Bien decía su padre que los Febrer eran unos caballeros serios como jueces, pero de eterno buen humor. Iba a burlarse otra vez de ella, lo mismo que cuando le hablaba de la novia de barro guardada en su torre, que había estado esperándole miles de años…

Pero al fijar su mirada en la de Febrer y encontrarse con su rostro pálido, crispado por la emoción, ella palideció también. Era otro hombre: veía un don Jaime que nunca había conocido. Instintivamente, a impulsos del miedo, dio un paso atrás. Quedó como a la defensiva, apoyada en el delgado tronco de un arbolillo que se elevaba junto a la senda, con sus menudas hojas casi sueltas por el otoño.

Aún tuvo serenidad para sonreír con una sonrisa forzada, fingiendo creer en una broma del señor.

–No—repuso Febrer con energía—. Hablo seriamente. Di, Margalida… «Flor de almendro»… ¿Y si yo fuese uno de tus novios? ¿Y si yo me presentase en el cortejo? ¿Qué contestarías?…

Ella se apelotonaba contra el débil tronco, haciéndose más pequeña, como si quisiera escapar a aquellos ojos ardientes. Su instintivo movimiento de retroceso hizo cimbrearse el flexible árbol, y una lluvia de hojas amarillas como copos de ámbar cayó en torno de ella, enredándose en su trenza, pegándose a su tez, esparciéndose sobre su traje. Pálida, con la boca apretada y los labios azulados, iba murmurando palabras que sonaban apenas como débiles suspiros. Sus ojos, agrandados y húmedos, tenían la expresión angustiosa de los humildes de espíritu que piensan muchas cosas y no encuentran el modo de decirlas. ¡Él!… ¡el mayorazgo de los Febrer! ¡Un gran señor casarse con una payesa!… ¿Estaba loco?…

–No; yo no soy un gran señor, yo soy un desgraciado. Tú eres más rica que yo, pues vivo de vuestra limosna… Tu padre desea para ti un marido que cultive sus tierras. ¿Aceptas que sea yo, Margalida? ¿Me quieres, «Flor de almendro»?…

Con la cabeza baja, huyendo de una mirada que parecía quemarla, ella siguió hablando sin saber lo que decía. «¡Locura! Aquello no podía ser cierto. ¡Decir el mayorazgo tales cosas!… Estaba soñando.»

Pero de pronto sintió en una de sus manos un contacto leve y acariciador. Era la diestra de Febrer que agarraba la suya. Volvió a verle otra vez, pero le pareció un hombre distinto. Encontró ante sus ojos un rostro nuevo que la hizo estremecerse. Experimentó la sensación de un grave peligro, el sobresalto nervioso que avisa. Temblaron sus rodillas, se contrajeron como si fuese a desplomarse de miedo.

–¿Es que me encuentras viejo para ti?—murmuró en sus oídos una voz suplicante—. ¿Es que nunca podrás quererme?…

La voz era dulce y acariciadora; ¡pero aquellos ojos que parecían comerla! ¡aquella cara pálida, semejante a la de los hombres que matan!… Quiso decir algo para protestar de sus últimas palabras. Don Jaime no había tenido nunca edad para Margalida: era algo superior, como los santos, que crecen en hermosura con los años… Pero el miedo no la dejó hablar. Se desasió de la mano acariciadora, sintióse movida por el prodigioso resorte de los nervios, lo mismo que si viese su vida en peligro, y huyó de Febrer como si fuese un asesino.

–¡Jesús! Jesús!…

Saltó, murmurando esta súplica, a alguna distancia de él, e inmediatamente empezó a correr con sus ágiles piernas de campesina, desapareciendo en una revuelta del sendero.

Jaime no fue tras ella. Permaneció inmóvil en la soledad del pinar, insensible a cuanto le rodeaba, como un héroe de leyenda sometido a un encantamiento. Luego se pasó una mano por el rostro, cual si despertase, coordinando sus ideas.

Dolíanle como un remordimiento sus audaces palabras, el susto de Margalida, la carrera de terror con que había terminado la entrevista. ¡Qué disparate el suyo!… Era el resultado de su viaje a la ciudad, la vuelta a la vida civilizada que había trastornado su calma de solitario, despertando pasiones de antaño; la conversación de los jóvenes militares, que vivían con el pensamiento puesto en la mujer… Pero no, no estaba arrepentido de su acción. Lo importante era que Margalida conociese lo que tantas veces había pensado él vagamente en el aislamiento de la torre, sin poder dar forma precisa a sus deseos.

Continuó lentamente su camino, para no alcanzar a la familia de Can Mallorquí. Margalida se había reunido con su madre y su hermano. Los vio desde una altura, cuando el grupo caminaba ya por el valle con dirección a la alquería.

Febrer torció su marcha, evitando aproximarse a Can Mallorquí. Fue hacia la torre del Pirata, pero al llegar cerca de ella continuó su camino, no deteniéndose hasta el mar.

La costa de roca, que parecía cortada a pico sobre las aguas, estaba quebrantada por el embate de éstas durante siglos y siglos. Las olas, como furiosos toros azules, topaban entre espumarajos de rabia contra la peña, abriendo cóncavas oquedades, cuevas profundas que se prolongaban hacia lo alto en forma de grietas verticales. Esta labor secular iba royendo la costa, arrebatándola su coraza de piedra, lámina por lámina. Despegábanse de ella fragmentos enormes como murallas. Separábanse primeramente formando una rendija imperceptible, que se agrandaba con el curso de los siglos. La muralla natural se inclinaba años y años sobre las olas que batían incesantemente su base, hasta que, perdido el centro de gravedad, una noche de tormenta derrumbábase como la cortina de una ciudadela sitiada, deshaciéndose en bloques, poblando el mar de nuevos escollos, prontamente cubiertos de viscosas vegetaciones, en cuyos enmarañamientos hervían las espumas y chisporroteaban las escamas de los peces.

Febrer fue a sentarse en el borde de un gran peñasco avanzado, de un fragmento de roca desprendida de la costa que se inclinaba peligrosamente sobre los escollos. Su fatalismo le impulsaba a sentarse allí. ¡Ojalá la catástrofe esperada fuese en aquel momento, y su cuerpo, arrastrado por el grandioso accidente, desapareciera en el fondo del mar, teniendo como sarcófago esta mole igual a la pirámide de un Faraón!… ¡Para lo que le esperaba en la vida!…

El sol poniente, antes de ocultarse, se asomó a un agujero del cielo tempestuoso, entre nubes desgarradas. Era una esfera sangrienta, una hostia de púrpura que animó con tonos de incendio la inmensidad del mar. Las negras masas de vapor que cerraban el horizonte se ribetearon de escarlata. Sobre el obscuro verde acuático se extendió un inquieto triángulo de llamas. Enrojecióse la espuma de las olas y la costa pareció por unos instantes de lava en ebullición.

Al resplandor de esta luz de tempestad, Jaime contempló a sus pies el vaivén de las aguas lanzando sus chorros rugientes en las oquedades de la roca, bramando y retorciéndose con espumarajos de cólera en las tortuosas callejuelas de los escollos. En el fondo de esta masa verdosa, iluminada con transparencias de ópalo por el sol poniente, veía agarradas a las peñas extrañas vegetaciones, bosques minúsculos, en cuyas frondas pegajosas movíanse bestias de formas fantásticas, rampantes y veloces o torpes y sedentarias, con duras corazas grises y rojizas, erizadas de defensas, armadas de tenazas, de lanzas y de cuernos, dándose caza entre ellas y persiguiendo a seres menos fuertes que pasaban como exhalaciones, haciendo brillar en la rapidez de la fuga su transparencia de cristal.

 

Febrer se sintió empequeñecido por la soledad. Perdida la fe en su importancia humana, considerábase igual a uno de estos monstruos pequeños que se agitaban en las vegetaciones del abismo submarino. Menos aún tal vez. Aquellos animales estaban armados para la vida, podían mantenerse por su propia fuerza, sin conocer los desalientos, las humillaciones y las tristezas que le afligían a él. ¡El mar!… Su grandeza, insensible para los hombres, cruel e implacable en sus cóleras, abrumaba a Febrer, despertando en su memoria un sinnúmero de ideas que tal vez eran nuevas, pero él las aceptaba como vagas reminiscencias de una vida anterior, como algo que ya había pensado, no sabía dónde ni cuándo.

Un estremecimiento de respeto, de devoción instintiva pasaba por él, haciéndole olvidar el suceso de poco antes, sumiéndolo en religiosa admiración. ¡El mar!… Pensaba, sin saber por qué, en los más remotos ascendientes de la humanidad, en los primeros hombres, miserables, apenas salidos del animalismo original, martirizados y repelidos de todas partes por una Naturaleza hostil en su exuberancia, como el cuerpo joven y vigoroso anula o aleja los parásitos que se empeñan en vivir a costa de su organismo.

A la orilla del mar, ante la divinidad misteriosa, verde e inmensa, debió tener el hombre sus mejores momentos de descanso. Del seno de las aguas salieron los primeros dioses. Contemplando el vaivén de las aguas y arrullado por su murmullo, debió sentir el hombre que nacía en él algo nuevo y poderoso: un alma. ¡El mar!… Los organismos misteriosos que lo pueblan también vivían, como los de tierra, sometidos a la tiranía del medio, inmóviles en su primitiva existencia, repitiéndose a través de los siglos, como si fuesen siempre el mismo ser. También los muertos mandaban allí. Los fuertes perseguían a los débiles, y eran a su vez devorados por otros más poderosos; la misma historia de sus remotos antecesores en las aguas todavía cálidas del globo en formación. Todo igual, repitiéndose a través de centenares de millones de años. Un monstruo de los tiempos prehistóricos que volviese a colear en las aguas presentes encontraría por todas partes, en los abismos obscuros y en las orillas costeras, la misma vida e idénticas luchas que en su juventud. La bestia de combate acorazada de rojo, armada de uñas corvas y tenazas de tortura, guerrero implacable de las verdes cavernas submarinas, jamás se había unido con el pez gracioso, ligero y débil que movía la cola de su túnica rosada y plateada en las aguas transparentes. Su destino era devorar, ser fuerte, y si se veía desarmada, con las defensas rotas, entregarse al infortunio sin protesta y perecer. ¡La muerte antes que abdicar de su origen, de la noble fatalidad del nacimiento! Para los fuertes no había en la tierra y en el mar satisfacciones ni vida fuera de su ambiente. Eran esclavos de su propia grandeza: la casta traía para ellos, con los honores, la desgracia. ¡Y siempre sería lo mismo!… Los muertos eran los únicos que gobernaban lo existente. Los primeros seres que iniciaron una acción para vivir formaron con sus actos la jaula en que habían de moverse prisioneras las sucesivas generaciones.

Los tranquilos moluscos que veía ahora en el fondo de las aguas, agarrados a las peñas como botones obscuros, le parecían seres divinos guardadores en su estúpida quietud del misterio de la creación. Admirábalos augustos y grandes, como los monstruos que adoran los pueblos salvajes por su inmovilidad, y en cuyo quietismo creen adivinar la majestad de los dioses. Febrer recordaba sus bromas de otros tiempos, en noches de francachela, ante los platos de ostras frescas en los grandes restoranes de París. Sus elegantes compañeras le creían loco al escuchar los disparatados pensamientos que le sugerían el vino, la vista de los mariscos y el recuerdo de ciertas lecturas fragmentarias y rápidas de su juventud. «Vamos a comernos a nuestros abuelos, como alegres antropófagos que somos.»

La ostra era una de las primeras manifestaciones de vida en el planeta, una de las primitivas formas de la materia orgánica, flotante aún, incierta y desorientada en su evolución, sobre la inmensidad de las aguas. El simpático y calumniado mono sólo tenía la importancia de un primo hermano que no ha hecho carrera, de un pariente desgraciado y ridículo al que se deja en la puerta fingiendo ignorar su apellido de familia, negándole el saludo. El molusco era nuestro abuelo venerable, el jefe de la casa, el creador de la dinastía, el antecesor, cargado con una nobleza de millones de siglos… Estas ideas resucitaban ahora en Febrer, con la frescura de verdades indiscutibles, al contemplar los seres inmóviles y rudimentarios encerrados en su caparazón, agarrados a las rocas, debajo de sus pies, en las profundidades del verde cristal tembloroso entre los escollos.

La humanidad era fiel a su origen. Nadie renegaba las tradiciones de estos venerables ascendientes que parecían dormidos en la inmensa catacumba del mar. Los hombres se creen libres porque pueden moverse de un lado al otro del planeta, porque su organismo va montado sobre dos columnas ágiles y articuladas que le permiten saltar sobre el suelo con el mecanismo del paso… ¡Error! ¡Una ilusión más de las muchas que alegran mentirosamente nuestra vida, haciéndonos llevaderas su miseria y su pequeñez! Febrer estaba convencido de que todos nacen metidos entre dos valvas de prejuicios, escrúpulos y orgullos, herencia de los que nos precedieron en la vida, y por más que los hombres se agitan, jamás llegan a arrancarse de la misma peña en que vegetaron agarrados sus predecesores. La actividad, los incidentes de la vida, la independencia del carácter, ¡todo ilusión! ¡vanidad de molusco que sueña adherido a la roca, y cree estar nadando por los mares del globo, mientras sus valvas siguen unidas a la caliza!…

Todos los seres eran como habían sido los que marcharon delante de ellos, como serían los que llegasen detrás. Cambiaban las formas, pero el alma permanecía inmóvil e inmutable, como la de aquellos seres rudimentarios, testigos eternos de los primeros latidos de la vida en el planeta, y que parecían envueltos en el más espeso de los sueños. Y así sería siempre. Eran vanos los grandes esfuerzos para librarse de este ambiente fatal, de la herencia del medio, del círculo en que forzosamente nos movemos; hasta que llegaba la muerte y otros animales semejantes venían a dar vueltas en el mismo redondel, creyéndose libres porque siempre tenían ante sus pasos nuevo espacio que correr.

«Los muertos mandan», afirmaba una vez más Jaime en su pensamiento. Parecía imposible que los hombres no se diesen cuenta de esta gran verdad y se agitaran en eterna noche, creyendo hacer cosas nuevas al resplandor de ilusiones que surgen diariamente, como surge el gran engaño del sol para acompañarnos por el infinito, que es lóbrego y a nosotros nos parece azul y radiante de luz…

Cuando Febrer pensaba esto, el sol se había ocultado ya. El mar era casi negro, el cielo de un gris plomizo, y en las brumas del horizonte serpenteaban los rayos bajando a beber en las olas. Sintió Jaime en su rostro y en sus manos el húmedo contacto de algunas gotas de lluvia. Iba a estallar una tormenta que tal vez durase toda la noche. Los relámpagos brillaban cada vez más cerca. Resonaba un lejano estrépito, como si dos flotas enemigas se estuviesen cañoneando detrás de la cortina de bruma del horizonte, aproximándose con ésta. Las láminas de agua mansa, tersas como cristales entre los escollos y la costa, empezaron a temblar con las ondulaciones excéntricas de las gotas de lluvia.

A pesar de esto, el solitario no se movió. Permanecía en la roca, sintiendo una sorda irritación contra la fatalidad, sublevándose con toda la rudeza de su carácter ante la tiranía del pasado. ¿Y por qué habían de mandar los muertos?… ¿Por qué obscurecían el ambiente con las partículas de su alma, semejantes a un polvo de huesos, que se posaban en el cerebro de los vivos imponiéndoles viejas ideas?…

De pronto Febrer sufrió una impresión de deslumbramiento, como si contemplase una luz extraordinaria nunca vista. Su cerebro pareció dilatarse, esparcirse, como una masa de agua que rompe el vaso opresor de piedra. Fue en el mismo instante que un relámpago coloreaba de luz lívida el mar y estallaba un trueno sobre su cabeza, conmoviendo con horrísono tableteo los ecos de la inmensidad marítima y las oquedades y cimas de la costa.

«No; los muertos no mandan, los muertos no gobiernan.» Jaime, como si fuese un hombre nuevo, se burló de sus pensamientos de poco antes. Aquellas bestias rudimentarias que él veía entre los peñascos, y lo mismo que ellas todos los animales del mar y de la tierra, sufrían la esclavitud del medio. Mandaban los muertos sobre ellas porque hacían lo que harían sus descendientes. Pero el hombre no es esclavo del medio: es su colaborador y a veces su dueño. El hombre es un ente de razón y de progreso, y puede modificar el ambiente según sus conveniencias. Fue su siervo en otros tiempos, en remotas edades; pero al dominar en parte a la Naturaleza y poder explotarla, rasgó la especie de envoltura fatal en que siguen prisioneros los otros seres de la creación. ¿Qué podía importarle el medio en que había nacido? Se creería otro si lo deseaba…

No pudo seguir en sus reflexiones. La tempestad había, estallado sobre él. La lluvia chorreaba por los bordes de su sombrero y corría a lo largo de su espalda. La noche había llegado de pronto. A la luz de los relámpagos veíase el mar con la superficie mate estremecida por el choque de la lluvia.

Febrer marchó hacia la torre con toda la ligereza de sus piernas. Iba, sin embargo, alegre, con el gozo desbordante del que sale de un largo encierro y no ve ante los ojos bastante espacio para su contenida actividad. Reía, sin detenerse en su carrera, y la luz de los relámpagos le sorprendió varias veces avanzando el brazo derecho con un dedo en alto, mientras chocaba la mano izquierda en la parte inferior del codo, realizando un ademán de protesta tan popular como poco decente.

–¡Haré lo que quiera!—gritaba, complaciéndose en escuchar su propia voz entre el fragor de la tempestad—. ¡Ni muertos ni vivos mandan en mí!… ¡Toma!… ¡para mis nobles ascendientes!… ¡Toma!… ¡para mis antiguas ideas, para todos los Febrer!…

Repitió varias veces el indecoroso ademán con una alegría de pilluelo. De pronto se vio envuelto en una luz roja y estalló sobre su cabeza un cañonazo, como si la costa acabase de partirse a impulsos de inmenso cataclismo.

–Ha caído cerca—dijo Febrer refiriéndose a la exhalación.

Su pensamiento, ocupado por el recuerdo de los Febrer, fue hacia su ascendiente el comendador don Príamo. Aquella explosión de trueno le hizo recordar los combates del diabólico héroe, del religioso caballero de la Cruz, burlón con Dios y con el diablo, que hizo siempre su soberana voluntad y tan pronto peleó al lado de los suyos como vivió entre los enemigos de la Fe, según sus caprichos y aficiones.

No; de éste no renegaba Febrer. Adoraba al valeroso comendador: era su verdadero ascendiente, el mejor de todos, el rebelde, el demonio de la familia.

Al entrar en la torre encendió luz, se envolvió en el jaique de burda lana que le servía para sus excursiones nocturnas, y tomando un libro quiso distraerse de sus pensamientos hasta que Pepet le subiera la cena.

La tempestad pareció fijarse sobre la isla. Caía la lluvia en los campos, convirtiéndolos en barrizales; saltaba por las pendientes de los caminos, desbordados como barrancos; empapaba los montes, como grandes esponjas, por la verde porosidad de sus pinares y matorrales. La rápida luz de los relámpagos mostraba instantáneamente, como una visión de ensueño, el mar negruzco con hirvientes espumas, los campos encharcados, que parecían llenos de peces de fuego, los árboles brillantes bajo su capa acuosa.

En la cocina de Can Mallorquí, los pretendientes de Margalida formaban una masa de alpargatas enlodadas y cuerpos humeantes por la evaporación de sus ropas húmedas. Esta noche el cortejo sería más largo. Pep, con aire paternal, había permitido a los atlots que esperasen después de pasada la hora del galanteo. Sentía lástima por aquellos muchachos, obligados a caminar bajo la lluvia. Él también había sido novio. Debían esperar; tal vez pasase la tormenta. Y si no pasaba, se quedarían a dormir donde pudiesen: en la cocina, en el porche… «¡Una noche es una noche!»

La atloteria, contenta del accidente, que añadía algún tiempo más a su cortejo, contemplaba a Margalida vestida con su traje de gala, sentada en el centro de la pieza, junto a una silla vacía. Todos habían pasado por ésta en el curso de la noche; algunos miraban con cierta ansiedad al asiento, pero sin atreverse a ocuparlo de nuevo.

 

El Ferrer, ganoso de sobrepujar a sus rivales, tañía una guitarra, cantando a media voz, acompañado por el rodar de los truenos. El Cantó, metido en un rincón, meditaba nuevos versos. Algunos muchachos saludaban con expresiones burlonas la luz de los relámpagos que se filtraba por las rendijas de la puerta, y el Capellanet sonreía sentado en el suelo con la mandíbula apoyada en ambas manos.

Pep dormitaba en su silla baja, vencido por el cansancio, y su mujer lanzaba sordos alaridos de terror cada vez que un trueno fuerte conmovía la casa, intercalando en sus gemidos fragmentos de oraciones, murmuradas en castellano para mayor eficacia. «Santa Bárbera bendita, que en el sielo estás escrita…» Margalida, insensible a las miradas de sus pretendientes, parecía próxima a dormirse en su asiento.

Resonó de pronto la puerta con dos golpes dados por una mano. El perro, que se había erguido momentos antes como adivinando la presencia de alguien en el porche, estiró el cuello, pero no ladró, moviendo la cola con tranquilidad.

Margalida y su madre miraron a la puerta con cierto miedo. «¿Quién podría ser? ¡A aquellas horas, en aquella noche, en la soledad de Can Mallorquí!…¿Le habría ocurrido algo al señor?…»

Pep, despertado por estos golpes, se incorporó en su asiento. «¡Avant qui siga!» Invitaba a entrar con una majestad de padre de familia al uso latino, señor absoluto de su casa. La puerta sólo estaba entornada.

Se abrió, dando paso a una ráfaga de viento cargada de lluvia, que hizo estremecerse las luces del candil y refrescó el denso ambiente de la cocina. Iluminóse con el resplandor de una exhalación el negro rectángulo de la puerta, y todos vieron en ella, sobre el cielo lívido, una figura encapuchada, una especie de penitente, chorreando lluvia y con el rostro casi oculto.

Entró con paso decidido, sin saludar a nadie, seguido del perro, que olisqueaba sus piernas con gruñido cariñoso, y fue rectamente a ocupar la silla vacía junto a Margalida: el lugar reservado a los pretendientes.

Al sentarse se echó atrás la capucha y fijó sus ojos en la muchacha.

–¡Ah!—gimió ésta, pálida, con los ojos agrandados por la sorpresa.

Y fue tal su emoción, tan violento su impulso por retirarse de él, que la faltó poco para caer.