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Los muertos mandan

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IV

Llegó el invierno. El mar batió furioso, en ciertos días, la cadena de islas y peñascos que forma entre Ibiza y Formentera una muralla de rocas, aportillada por estrechos y freos. En estos pasadizos marítimos, las aguas, antes tranquilas, de un azul profundo que refleja los fondos de arena, arremolinábanse lívidas, chocando contra las costas y las rocas sueltas, que desaparecían y emergían en la espuma.

Entre la isla del Espalmador y la de los Ahorcados, donde se abre el paso para los grandes buques, deslizábanse éstos teniendo que luchar con el ímpetu sordo de las corrientes y los dramáticos y ruidosos golpes de agua. Las embarcaciones de Ibiza y Formentera tendían la lona de su velamen para navegar al abrigo de los islotes. Las sinuosidades de este laberinto de tierras marítimas permitían a los navegantes del archipiélago de las Pitiusas ir de una isla a otra por distintos derroteros, con arreglo a la dirección de los vientos. Mientras en un lado del archipiélago mugía el mar, en el otro manteníase inmóvil y profundo, con una pesadez de aceite. En los freos amontonábanse las olas con remolinos furiosos, pero bastaba un golpe de barra, una desviación de la proa, para quedar al abrigo de una isla, balanceándose la barca en aguas tranquilas, paradisíacas, límpidas, con un fondo visible de extrañas vegetaciones, en el que bullían los peces entre chisporroteos de plata y relámpagos de carmín.

El cielo amanecía nublado los más de los días, y el mar ceniciento. El Vedrá parecía más enorme, más imponente, alzando su cónica aguja en esta atmósfera tempestuosa. El mar se despeñaba en cataratas dentro de las cavidades de sus cuevas, con gigantescos cañonazos. Las cabras silvestres, en sus alturas inaccesibles, saltaban de meseta en meseta, y únicamente cuando rodaba el trueno en el azul sombrío y los rayos como serpientes ígneas bajaban con veloz angulosidad a beber en el inmenso abrevadero del mar huían las tímidas bestias con balidos de terror a refugiarse en las oquedades cubiertas por el ramaje de las sabinas.

Febrer iba de pesca con el tío Ventolera muchos días de mal tiempo. El viejo conocía bien su mar. Algunas mañanas que Jaime se quedaba en el lecho viendo filtrarse por las rendijas la luz lívida y difusa de un día tempestuoso, tenía que levantarse apresuradamente al oír la voz de su compañero, que «cantaba la misa» acompañando los latinajos con pedradas a la torre. «¡Arriba! El día era bueno para la pesca. Iban a coger mucho.» Y cuando Febrer parecía inquieto contemplando el mar amenazador, le explicaba el viejo que al abrigo de la parte opuesta del Vedrá encontrarían aguas tranquilas.

Otras veces, en mañanas esplendorosas, aguardaba Febrer inútilmente la llamada del viejo. Pasaban las horas. Tras la luz rosada del amanecer marcábanse en las rendijas las barras de oro de la luz solar. Pero en vano transcurría el tiempo: ni misa cantada ni pedradas. El tío Ventolera permanecía invisible. Luego, al abrir su ventana, contemplaba un cielo límpido, luminoso, con el esplendor suave del sol invernal, pero el mar estaba agitado, ondeando sin espuma y sin estrépito a impulsos de un viento peligroso.

Las lluvias cubrían la isla de un manto gris, en el que apenas sí se marcaban con indecisos contornos las montañas próximas. En las cumbres lloraban los pinos por todos los filamentos de su follaje y la gruesa capa de humus se empapaba como una esponja, expeliendo líquido bajo la huella de los pies. En las calvas alturas de la costa, de roca viva, amontonábase la lluvia, formando tumultuosos arroyos que saltaban de peña en peña.

Las anchas higueras temblaban como enormes paraguas rotos, dejando entrar el agua en el amplio recinto cobijado por su cúpula. Los almendros, desnudos de hojarasca, temblaban como negros esqueletos. Los profundos barrancos llenábanse de aguas mugientes que rodaban infecundas hacia el mar. Los caminos, empedrados de guijarros azules, entre altos ribazos de piedra seca, convertíanse en cataratas. La isla, sedienta y empolvada durante gran parte del año, parecía repeler por todos sus poros esta exuberancia de lluvia invernal, como un enfermo repele el medicamento enérgico y tardío de difícil asimilación.

En estos días de aguacero, Febrer permanecía encerrado en su torre. Era imposible ir al mar e imposible también salir con la escopeta por los campos de la isla. Las alquerías estaban cerradas, con sus blancos cubos manchados por los raudales de lluvia, sin más vida que el hilo de humo azul que se escapaba de los agujeros de las chimeneas.

Obligado a la inercia, el señor de la torre del Pirata volvía a releer alguno de los pocos libros adquiridos en sus viajes a la ciudad o fumaba pensativo, recordando aquel pasado del que había querido huir… ¿Qué ocurriría en Mallorca? ¿Qué dirían sus amigos?…

Sumido en esta inmovilidad forzosa, cuando le faltaba la distracción de los ejercicios físicos acordábase de la vida anterior, cada vez más lejana e indecisa en su memoria. Creía que era la vida de otro; algo que había presenciado y conocía con exactitud, pero perteneciente a la historia de una existencia ajena. ¿En realidad aquel Jaime Febrer que había rodado por Europa y había tenido sus horas de orgullo y de triunfo era el mismo que habitaba ahora una torre junto al mar, rústico, barbudo y casi salvaje, con alpargatas y sombrero de payés, más habituado al ruido de las olas y el chillido de las gaviotas que al trato de los hombres?…

Semanas antes había recibido una segunda carta de su amigo Toni Clapés, el contrabandista. Estaba escrita también en un café del Borne: cuatro líneas garrapateadas de prisa para hacer presente su buen recuerdo. Aquel amigo rudo y bondadoso no le olvidaba; ni siquiera parecía ofendido por haber quedado sin respuesta su carta anterior. Le hablaba del capitán Pablo. Siempre enfadado con Febrer, pero moviéndose hábilmente para desenmarañar sus asuntos. El contrabandista tenía fe en Valls. Era el más listo de los chuetas y generoso como ninguno de ellos. Indudablemente sacaría a flote los restos de la fortuna de Jaime, y éste podría pasar su existencia en Mallorca tranquilo y feliz. Más adelante recibiría noticias del capitán. Valls no quería hablar hasta que todo estuviese resuelto.

Febrer movió los hombros al enterarse de estas esperanzas. «¡Bah! Todo terminado…» Pero en los días tristes de invierno su resignación se revolvía contra esta existencia de molusco recluido en su caparazón de piedra. ¿Iba a vivir siempre así?… ¿No era torpeza haberse encerrado en este rincón, teniendo aún juventud y bríos para luchar en el mundo?…

Sí; era una torpeza. Muy hermosa la isla y su romántico albergue durante los primeros meses, cuando lucía el sol, estaban verdes los árboles y las costumbres isleñas ejercían sobre su ánimo el encanto de una novedad bizarra. Pero había venido el mal tiempo, la soledad era intolerable, y la vida de los campesinos se le aparecía con toda la rudeza de sus bárbaras pasiones. Aquellos payeses vestidos de pana azul, con sus fajas y corbatas de color y sus flores detrás de las orejas, le habían parecido en los primeros momentos figulinas originales creadas únicamente para servir de adorno a los campos, coristas de una opereta pastoril lánguida y dulzona; pero ahora los conocía mejor, eran hombres como los demás, y hombres bárbaros, en los que el roce de la civilización apenas había logrado un leve pulimento, conservando todas las angulosidades cortantes de su rudeza ancestral. Vistos de lejos, por corto tiempo, seducían con el encanto de la novedad; pero él había penetrado en sus costumbres, casi era uno de ellos, y le pesaba como una caída en la esclavitud esta existencia inferior, en la que chocaba a cada instante con ideas y prejuicios de su pasado.

Debía alejarse de este ambiente; pero ¿adonde ir? ¿cómo escapar?… Era pobre. Todo su capital consistía en unas cuantas docenas de duros que había traído de su fuga de Mallorca, cantidad que conservaba aún gracias a Pep, tenaz en su negativa a aceptar remuneración alguna. Allí debía permanecer, clavado a su torre como si fuese una cruz, sin esperar nada, sin desear nada, buscando en la anulación de su pensamiento una felicidad vegetativa semejante a la de las sabinas y tamariscos que crecían entre las peñas del promontorio, o a la de las almejas agarradas para siempre a las rocas sumergidas.

Tras larga reflexión conformábase con su suerte. No pensaría, no desearía. Además, la esperanza, que jamás nos abandona, hacíale columbrar la posibilidad confusa de algo extraordinario que iba a presentarse a su hora para arrancarlo de tal situación. Pero mientras esto llegaba, ¡cuán abrumadora la soledad!…

Pep y los suyos constituían su única familia; pero sin darse cuenta de ello, obedeciendo tal vez a un confuso instinto, se alejaban cada vez más de él. Jaime se recluía en su aislamiento, y ellos se acordaban menos del señor.

Hacía tiempo que Margalida no se presentaba en la torre. Parecía evitar todo pretexto para este viaje, y hasta sorteaba los encuentros con Febrer. Era otra: diríase que había despertado a una nueva existencia. La sonrisa inocente y confiada de su pubertad habíase trocado en un gesto de reserva, como mujer que conoce los peligros del camino y marcha con paso tardo y prudente.

Desde que era objeto de cortejo y los mozos acudían a solicitarla dos veces por semana con arreglo al tradicional festeig, parecía haberse dado cuenta de grandes e inesperados peligros que antes no sospechaba, y permanecía al lado de su madre, evitando toda ocasión de verse a solas con un hombre, ruborizándose apenas unos ojos varoniles se cruzaban con los suyos.

Este galanteo nada tenía de extraordinario dentro de las costumbres de la isla, pero no obstante, producía en Febrer sorda cólera, como si viese en él un atentado y un despojo. La invasión de Can Mallorquí por la atloteria bravucona y enamorada mirábala como un insulto. Había considerado la alquería lo mismo que si fuese su casa; pero ya que llegaban estos intrusos y eran bien recibidos, él se marchaba.

 

Además, sufría en silencio el despecho de no ser, como en los primeros días, la única preocupación de la familia. Pep y su mujer seguían creyéndolo el señor; Margalida y su hermano le veneraban como un ser poderoso venido de lejanas tierras, por ser Ibiza el mejor lugar del mundo; pero a pesar de esto, otras preocupaciones parecían reflejarse en sus ojos. La visita de tantos atlots y la modificación que esto había traído a sus costumbres les hacía ser menos solícitos con don Jaime. A todos ellos les inquietaba el porvenir. ¿Quién merecería al fin ser el marido de Margalida?…

Durante las noches de invierno, Febrer, recluido en su torre, miraba una lucecita que brillaba a sus pies: la de Can Mallorquí. No eran noches de festeig, la familia debía estar sola, cerca del hogar; pero él manteníase firme en su aislamiento. No, no bajaría. Quejábase en su despecho hasta del mal tiempo, como si quisiera hacer responsable de la frialdad invernal a este cambio que lentamente se había efectuado en sus relaciones con la familia payesa.

¡Ay, las hermosas noches del verano con sus veladas que se prolongaban hasta altas horas, viendo temblar las estrellas en el cielo obscuro, más allá del borde negro del porche!… Sentábase Febrer bajo su techumbre con toda la familia y el tío Ventolera, que acudía atraído por la esperanza de algún obsequio. Nunca le dejaban ir sin una tajada de sandía, que llenaba la boca del viejo con la dulce sangre de su carne roja, o una copa de figola perfumada de hierbas olorosas del monte. Margalida, los ojos puestos en el misterio de las estrellas, cantaba romances ibicencos con voz infantil, más fresca y suave al oído de Febrer que la brisa que poblaba de leves estremecimientos la azul confusión de la noche. Pep contaba con aire de prodigioso explorador sus estupendas aventuras en tierra firme durante los años que había servido al rey como soldado en los remotos y casi fantásticos países de Cataluña y Valencia.

El perro, encogido a sus pies, parecía escucharle, fijos en el amo sus ojos de suave mansedumbre, en cuyo fondo se reflejaba una estrella. De pronto incorporábase con nervioso impulso, y dando un salto desaparecía en la obscuridad, entre sonoro rumor de vegetaciones rotas. Pep explicaba este arranque silencioso. No era nada; algún animal que andaba errante y perdido en la sombra: una liebre, un conejo que había husmeado con su sensible olfato de perro cazador. Otras veces se incorporaba lentamente, con gruñidos de vigilante hostilidad. Alguien pasaba por cerca de la alquería; una sombra, un hombre caminando de prisa, con la celeridad de los ibicencos, habituados a ir rápidamente de un lado a otro de la isla. Si la sombra hablaba, contestaban todos a su saludo. Cuando pasaba silenciosa, fingían no verla, lo mismo que el obscuro viandante parecía no enterarse de la existencia de la alquería y de las personas sentadas bajo el porche.

Era costumbre antiquísima en Ibiza no saludarse en campo raso apenas cerraba la noche. En los caminos se cruzaban las sombras sin una palabra, evitando el encuentro para no rozarse ni conocerse. Cada cual iba a su negocio, a ver a la novia, a buscar el médico, a matar a un contrario en el otro extremo de la isla, para regresar corriendo y poder decir que a la misma hora estaba con los amigos. Todo el que caminaba durante la noche tenía sus razones para pasar inadvertido. Las sombras temían a las sombras. Un «bona, nit!» o una petición de lumbre para el cigarro podían recibir como contestación un pistoletazo.

Algunas veces no pasaba nadie ante la alquería, y sin embargo, el perro, avanzando el pescuezo, aullaba frente al vacío negro. A lo lejos parecían contestarle aullidos humanos. Eran alaridos prolongados y salvajes que cortaban como un grito de guerra el silencio misterioso: «¡Auuú!…» Y mucho más lejos, debilitada por la distancia, contestaba otra fiera exclamación: «¡Auuú!…»

El payés hacía callar a su perro. Nada tenían de extraño estos gritos. Eran atlots que se aucaban en la obscuridad, guiándose por el sonido de sus gritos tal vez para reconocerse y reunirse, tal vez para pelear, siendo el grito un llamamiento de desafío. Era probable que tras el aucamiento sonase una detonación. ¡Cosas de jóvenes y de la noche!… ¡Adelante! Con los de casa no iba nada.

Y Pep seguía el relato de sus viajes extraordinarios, bajo la mirada de asombro de su mujer, que escuchaba por milésima vez estas maravillas, siempre nuevas.

El tío Ventolera, por no ser menos, narraba historias de piratas y de valerosos marineros de Ibiza, apoyándolas con el testimonio de su padre, que había sido paje en el jabeque del capitán Riquer, asaltando detrás de este héroe la fragata Felicidad, del temible corsario «el Papa». Entusiasmado por los recuerdos heroicos, canturreaba con su voz trémula las coplas con que la marinería ibicenca había celebrado el triunfo; coplas en castellano, para mayor solemnidad, y cuyas palabras desfiguraba el tío Ventolera.

 
¿Dónde estás, «Papa» valiente,
hombre de tanto valor,
que por temor a la muerte
te escondiste en un cajón?…
 

Y la boca desdentada del marino seguía cantando las proezas de otros tiempos, como si datasen de ayer, como si las hubiese presenciado, como si de pronto fuesen a flamear sobre aquella tierra envuelta en la obscuridad las llamaradas de las torres atalayas anunciando un desembarco de enemigos.

Otras veces, con los ojos brillantes de codicia, hablaba de enormes caudales que los moros, los romanos y otros marineros rojos, a los que llamaba los mormandos, habían enterrado en cuevas de la costa, tapiándolas después. Sus abuelos sabían mucho de esto. ¡Lástima que muriesen sin decir palabra!… Relataba la historia verídica de la caverna de Formentera, donde los normandos habían guardado los productos de sus piraterías en España e Italia: santos de oro, cálices, cadenas, joyas, piedras preciosas y monedas medidas a celemines. Un espantoso dragón, amaestrado sin duda por los hombres rojos, velaba en el fondo de la sima con el tesoro debajo de su panza. El imprudente que se descolgaba le servía de pasto. Los marineros rojos habían muerto hacía muchos siglos; el dragón había muerto también; el tesoro debía estar aún en Formentera. ¡Ay, quién pudiese encontrarlo!… Y el rústico auditorio temblaba de emoción, sin dudar de la existencia de tales riquezas, por el respeto que le inspiraba la vejez del narrador.

¡Plácidas veladas aquéllas, que ya no se repetirían para Febrer! Evitaba bajar por la noche a Can Mallorquí, temeroso de estorbar con su presencia las conversaciones de la familia acerca de los pretendientes de Margalida.

En las noches de festeig experimentaba mayor desazón; y sin explicarse el motivo, asomábase a la puerta de la torre, mirando ávidamente hacia la alquería. La misma luz, el aspecto de siempre, pero él se imaginaba oír en el silencio nocturno nuevos ruidos, ecos de cantos, la voz de Margalida. Allí estaría el Ferrer odioso, y aquel pobre diablo del Cantó, y todos los atlots bárbaros y rudos, con sus trajes ridículos. ¡Gran Dios! ¿Cómo habían podido gustarle estos campesinos?… ¡Con lo que él había visto en el mundo!…

Al día siguiente, al subir el Capellanet a la torre para llevar la comida a don Jaime, éste le hacía preguntas sobre lo ocurrido en la noche anterior.

Escuchando al muchacho, se imaginaba Febrer todos los accidentes del galanteo. La familia cenaba de prisa, al anochecer, para estar pronta a la ceremonia. Margalida descolgaba del techo de su cuarto la falda de fiesta, y luego de ponérsela, con el pañuelo rojo y verde cruzado sobre el pecho, otro más pequeño en la cabeza y un largo lazo de cintas al extremo de la trenza, colocábase las cadenas de oro que le había cedido su madre, e iba a sentarse sobre el abrigais, doblado en una silla de la cocina. El padre fumaba su pipa de tabaco de pota; la madre, en un rincón, tejía cestos de junco; el Capellanet asomábase fuera de la casa, bajo el amplio porche, en el cual iban reuniéndose silenciosos los atlots cortejadores. Los había que estaban allí desde una hora antes, por ser vecinos; los había que llegaban polvorientos o manchados de barro, después de caminar dos leguas. En las noches de lluvia sacudían bajo el techado sus jaiques de burda capucha, herencia de los abuelos, o el mantón femenil en que se envolvían como prenda de moderna elegancia.

Luego de acordar brevemente el orden que iban a seguir en su conversación con la muchacha, la tropa de rivales entraba en la cocina, por ser en invierno el porche un lugar frío. Un golpe en la puerta.

¡Avant qui siga!—gritaba Pep como si ignorase la presencia de los cortejantes y estuviera esperando una visita extraordinaria.

Entraban mansamente, saludando a la familia. «¡Bona nit!¡Bona nit!» Tomaban asiento en un banco, como niños de la escuela, o quedaban de pie, mirando todos a la atlota. Junto a ella había una silla vacía, y cuando faltaba ésta, el solicitante poníase en cuclillas, a uso moruno, hablando a la muchacha en voz baja durante tres minutos, bajo la mirada hostil de sus adversarios. La menor prolongación de este breve plazo provocaba toses, furiosas miradas y reclamaciones amenazadoras a media voz. Se retiraba el atlot, y otro al puesto. El Capellanet reía de estas escenas, viendo en la tenacidad hostil de los cortejantes un motivo de orgullo para Margalida y la familia.

El noviazgo de su hermana no iba a ser como el de otras atlotas. Los pretendientes parecíanle a Pepet perros rabiosos que no soltarían fácilmente su presa. A él le olía a pólvora el tal galanteo, y esto lo afirmaba con una sonrisa de orgullo, que hacía brillar la blancura de sus dientes de lobezno en el óvalo obscuro de la cara. Ninguno de los pretendientes adelantaba sobre los demás. En dos meses que llevaban de noviazgo, Margalida no había hecho más que escuchar, sonreír y responder a todos con palabras que turbaban a los atlots. Era mucho el talento de su hermana. Los domingos, al ir a misa, marchaba delante de sus padres acompañada por todos los pretendientes. Un ejército: don Jaime los había encontrado varias veces. Las amigas, al verla llegar con este acompañamiento de reina, palidecían de envidia. Todos la asediaban, pugnando por arrancarla una palabra, un signo de preferencia, y ella contestaba a todos con asombrosa discreción, manteniéndolos en perfecta igualdad, evitando los choques mortales que podían sobrevenir repentinamente entre esta juventud belicosa, armada y poco sufrida.

–¿Y el Ferrer?—preguntaba don Jaime.

¡Maldito verro! Su nombre salía con dificultad de los labios del señor, pero su recuerdo se estaba moviendo desde mucho antes en su memoria.

El muchacho agitaba la cabeza negativamente. El Ferrer tampoco adelantaba gran cosa sobre sus rivales, y el Capellanet no parecía sentirlo mucho.

Se había enfriado algo su admiración por el verro. El amor embravece a los hombres, y todos los atlots pretendientes de Margalida, al verle enfrente como rival, ya no le tenían miedo y hasta osaban atropellar su temible persona. Una noche se había presentado con una guitarra, proponiéndose invertir en músicas gran parte del tiempo que correspondía a otros. Al llegarle el turno se colocó junto a Margalida, templó su instrumento y comenzó a entonar canciones de tierra firme aprendidas en el retiro de Niza. Pero antes había sacado de la faja una pistola de dos cañones, dejándola con las llaves montadas sobre uno de sus muslos, pronto a cogerla y descerrajar un tiro al primero que le interrumpiese. Silencio absoluto y miradas impasibles. Cantó cuanto quiso, se guardó la pistola con aire de vencedor; pero luego, a la salida, en la negrura de los campos, cuando los atlots se dispersaban con auquidos de irónica despedida, dos certeras pedradas salidas de la sombra dieron con el bravucón en el suelo, y durante varios días dejó de acudir al cortejo por no mostrarse con la cabeza entrapajada. No había intentado saber quién fuese el agresor. Eran muchos los rivales, y además había que tener en cuenta a sus padres, tíos y hermanos, casi la cuarta parte de la isla, prontos a mezclarse por la honra de la familia en una guerra de venganzas.

–Pienso—decía Pepet—que el Ferrer no es tan valiente como dicen. ¿Y usted qué cree, don Jaime?…

Cuando avanzaba la noche y Margalida había hablado ya con todos sus cortejantes, el padre, que dormía en un rincón, prorrumpía en sonoro bostezo. Aquel hombre de campo parecía adivinar durante su sueño el curso del tiempo. «¡Las nueve y media!… A dormir. ¡Bona nit!» Y toda la atloteria, tras esta invitación, abandonaba la casa, perdiéndose en la obscuridad sus pasos y relinchos.

 

Pepet, al hablar de estas reuniones, en las que se rozaba con gente brava, portadora de armas, volvía a acordarse del cuchillo del abuelo. ¿Cuándo hablaría don Jaime a su padre para que le entregase esta joya de familia?… Ya que retardaba la petición, debía acordarse de su promesa y regalarle otro cuchillo. ¿Qué podía hacer un hombre como él falto de tal compañía? ¿Dónde presentarse?…

–Descansa—dijo Febrer—. Un día de estos iré a la ciudad. Cuenta con el regalo.

Y Jaime emprendió una mañana el camino de Ibiza, ansioso de nueva existencia, de renovar y variar sus impresiones fuera de la rusticidad campestre.

Ibiza le pareció una gran ciudad, a él que había corrido toda Europa. Las casas en fila, las aceras de ladrillos rojos, los balcones con persianas, todo lo admiró con la simpleza de un salvaje del interior que llega a una factoría de la costa. Detúvose ante algunas ventanas convertidas en escaparates, examinando los géneros expuestos con la misma delectación que había contemplado en otra época las lujosas vitrinas de los bulevares o del Regent Street.

Una platería de un chueta le retuvo largo tiempo. Admiraba las cadenas de oro hueco fabricadas para las payesas, los botones de filigrana con una piedra en el centro, reputando en su interior todos estos objetos como las obras más perfectas y maravillosas creadas por el arte de los hombres. ¡Si entrase en la tienda para comprar una docena de aquellos botones!… ¡Qué sorpresa la de la atlota de Can Mallorquí cuando él se los ofreciese para adornar sus mangas!… Seguramente que los aceptaría de él, un señor grave al que miraba con respeto filial. ¡Enojoso respeto! ¡Maldita gravedad la cuya, que le estorbaba como un fardo abrumador!… Pero el heredero de los Febrer, el descendiente de opulentos mercaderes y heroicos navegantes, tuvo que desistir pensando en el dinero que guardaba en su faja. Indudablemente no tenía bastante para tal compra.

Luego, en otra tienda adquirió un cuchillo para Pepet, el más grande y pesado que encontró, un arma absurda, capaz de hacerle olvidar la de su glorioso abuelo.

A mediodía, Febrer, aburrido de sus paseos sin objeto por la Marina y las empinadas callejuelas de la antigua Real Fuerza, entró en una pequeña fonda, la única de la ciudad, situada junto al puerto. Allí encontró los huéspedes de siempre. En el vestíbulo, unos cuantos mozos vestidos de payeses, con gorra de cuartel: soldados de la guarnición que servían de asistentes. En el comedor, oficiales subalternos de un batallón de cazadores, jóvenes tenientes que fumaban con aire aburrido y contemplaban a través de las ventanas, como prisioneros del mar, la inmensa extensión azul. Mientras comían lamentábanse de la mala suerte de su juventud, inútil y perdida en este peñón. Hablaban de Mallorca como de un lugar de delicias; recordaban las provincias de tierra firme, de las que eran hijos muchos de ellos, como paraísos a los que ansiaban volver. ¡Las mujeres!… Era un anhelo, un ansia que hacía temblar sus voces y ponía en sus ojos fulgores de locura. Pesaba sobre ellos, como cadena de insufrible presidio, la casta virtud ibicenca, el exclusivismo isleño, receloso para los forasteros. Allí no se bromeaba con el amor, no se perdía el tiempo en galanteos; o la indiferencia hostil, o el noviazgo honesto para casarse cuanto antes. Palabras y sonrisas conducían rectamente al matrimonio; sólo era posible el trato con las jóvenes para hablar de la formación de una nueva familia. Y esta juventud ruidosa, alegre, exuberante en jugos, sufría un suplicio tantalesco al hablar de las muchachas más hermosas de la ciudad. Las admiraban y vivían aparte de ellas, a pesar de moverse en un estrecho espacio que les obligaba a continuos encuentros. Toda su ilusión era conseguir una licencia para vivir varios días en Mallorca o en la Península, lejos de la isla virtuosa y huraña, que sólo admitía al forastero como marido; embarcarse en busca de otras tierras, donde era fácil dar expansión a sus deseos exacerbados, iguales a los del colegial y el presidiario.

¡Las mujeres!… Aquellos jóvenes no hablaban de otra cosa; y Febrer, sentado a la gran mesa de la fonda, aprobaba en silencio sus palabras y sus lamentaciones. ¡Las mujeres!… La irresistible tendencia que nos liga a ellas es lo único que se mantiene firme después de los trastornos morales que cambian una vida; lo que permanece de pie en medio de los cadáveres de otras ilusiones destrozadas por el cataclismo. Febrer sentía el mismo tedio de aquellos militares, la impresión de hallarse encerrado en una cárcel de privaciones que tenía por fosos el mar. Ahora le pareció la capital isleña una población de irresistible monotonía, con sus señoritas encerradas en un aislamiento huraño y monjil. Pensaba en el campo como en un lugar de libertad, con sus mujeres de alma simple y afectos naturales, limitados solamente por un instinto defensivo igual al de las hembras primitivas.

Aquella misma tarde salió de la ciudad. Nada quedaba en él del optimismo de pocas horas antes. Las calles de la Marina eran nauseabundas; un olor infecto se escapaba de las casas; en el arroyo zumbaban enjambres de insectos, saltando de los charcos al sonar los pasos de un transeúnte. El recuerdo de las colinas inmediatas a su torre, perfumadas de plantas silvestres y olor salitroso de mar, parecía sonreír en su memoria con una dulzura idílica.

El carro de un payés le llevó hasta cerca de San José, y al separarse de él emprendió la marcha por el monte, pasando entre pinares encorvados por las grandes tormentas. El cielo estaba nebuloso; la atmósfera era cálida y pesada. De vez en cuando caían gruesas gotas, pero antes de que las nubes pudieran fijar su lluvia, una ráfaga parecía barrerlas hacia los confines del horizonte.

Cerca de la cabana de un carbonero vio Jaime a dos mujeres que marchaban apresuradas por entre los pinos. Eran Margalida y su madre. Venían de los Cubells, ermita situada en una altura de la costa, junto a una fuente que fecunda los abruptos peñones, haciendo crecer el naranjo y la palmera al abrigo de las rocas.

Jaime se unió a las dos mujeres, y entonces vio salir de entre los matorrales a Pepet, que caminaba fuera del sendero persiguiendo piedra en mano a un pajarraco cuyos graznidos habían llamado su atención. Continuaron juntos la marcha hacia Can Mallorquí, y sin saber cómo, Febrer se vio delante, caminando al lado de Margalida, mientras la esposa de Pep marchaba tras ellos con el lento paso de su debilidad, buscando apoyo en su hijo.

La madre estaba enferma: una enfermedad incierta que hacía levantar los hombros al médico en sus raras visitas y excitaba la imaginación de las curanderas de la isla. Venían de hacer una promesa a la Virgen de los Cubells y habían dejado en su altar dos velas rizadas traídas de la ciudad.

Mientras Margalida iba hablando con voz triste de las dolencias de la vieja, el egoísmo de una juventud robusta coloreaba sus mejillas y sus ojos delataban cierta impaciencia. Aquel día era de festeig. Había que llegar pronto a Can Mallorquí, para preparar la cena de la familia antes de que se presentasen los cortejantes.

Febrer la admiraba con sus ojos graves. Extrañábase ahora de su anterior torpeza, que le había hecho contemplar a Margalida, meses y meses, como una niña, como un ser asexual, sin percatarse de sus gracias. ¡Qué mujer!… Recordaba con desprecio aquellas señoritas de la ciudad por las que suspiraban los militares recluidos en la fonda. Otra vez pensaba en el noviazgo de Margalida con una molestia semejante a la de los celos. ¿Y esta muchacha iba a ser para uno de aquellos bárbaros de tez obscura, que la sometería como una bestia a la servidumbre de la tierra?…