Za darmo

Los muertos mandan

Tekst
0
Recenzje
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Seguía repicando el tamboril, sonaba la flauta, tableteaban las enormes castañuelas, pero ninguna pareja se lanzaba al centro de la plaza. Los atlots parecían consultarse con indecisión, como si todos temiesen ser los primeros. Además, la inesperada presencia del señor mallorquín intimidaba a las vergonzosas muchachas.

Jaime sintió que le tocaban en un codo. Era el Capellanet, que le hablaba misteriosamente al oído al mismo tiempo que señalaba con un dedo… Aquél era Pere el Ferrer, el famoso verro. Y designaba a un mozo de estatura menos que mediana, pero arrogante y jactancioso en su actitud. Los atlots se agrupaban en torno del héroe. El Cantó le hablaba sonriente, y él oía con protectora gravedad, escupiendo de vez en cuando por las comisuras de la boca, y admirándose a sí mismo por la distancia a que enviaba el chorro de secreción.

De pronto, el Capellanet saltó al medio de la plaza tremolando su sombrero… «Pero ¿es que iban a pasar la tarde oyendo la flauta sin bailar?» Corrió al grupo de atlotas y agarró por las manos a la más grande, tirando de ella. «¡Tú!…» Esto bastaba para la invitación. Cuanto más rudo era el manotazo, más cariñoso parecía y digno de agradecimiento.

El travieso atlot quedó frente a su pareja, moza arrogante y fea, de rudas manos, pelo aceitoso y cara negra, que le llevaba de estatura casi toda la cabeza. El muchacho protestó, encarándose con los músicos. Nada de llarga; quería bailar la curta. La «larga» y la «corta» eran los dos únicos bailes de la isla. Febrer no había llegado nunca a distinguirlos: una simple variación de ritmo, pues la música y la danza siempre parecían iguales.

La moza, con un brazo doblado sobre la cintura en forma de asa y pendiente el otro a lo largo de la hueca faldamenta, comenzó a girar. No debía hacer más: ésta era toda su danza. Bajaba los ojos, fruncía la boca, como era de rigor, con un gesto de virtuoso desprecio, cual si bailase contra su voluntad, y así giraba y giraba, trazando en sus evoluciones sobre el suelo grandes números ochos. El bailarín era el hombre. Reproducíase en esta danza tradicional, inventada sin duda por los primeros pobladores de la isla, rudos piratas de la edad heroica, la eterna historia de los humanos, la persecución y la caza de la hembra. Ella giraba fría e insensible, con la altivez asexual de una virtud ruda, huyendo de los saltos y contorsiones varoniles, presentando la espalda con gesto de desprecio, y el fatigoso trabajo de él consistía en colocarse siempre ante sus ojos, en ponerse ante su paso, en salirle al encuentro para que le viera y le admirase. El bailarín saltaba y saltaba sin regla alguna, sin otra disciplina que la del ritmo de la música, rebotando sobre el suelo con incansable elasticidad. Unas veces abría los brazos con gesto agresivo de dominador, otras los replegaba sobre la espalda, echando los pies en alto.

Era más que baile un ejercicio gimnástico, un delirio de acróbata, un movimiento frenético como el de las danzas guerreras de las tribus africanas. La hembra no sudaba ni enrojecía: continuaba sus vueltas fríamente, sin apresurar el paso, mientras el compañero, poseído del vértigo de la velocidad, jadeaba con el rostro congestionado, retirándose trémulo de fatiga a los pocos minutos. Cada atlota podía bailar con varios hombres sin esfuerzo alguno, rindiéndolos. Era el triunfo de la pasividad femenil, que sonríe ante la jactancia arrogante del sexo contrario, sabiendo que acabará por verlo humillado…

La salida de la primera pareja pareció arrastrar a los demás. En un momento, todo el espacio libre que había ante los músicos se cubrió de faldas pesadas, bajo cuyo rígido y múltiple ruedo movíanse los pequeños pies, metidos en blancas alpargatas o amarillos zapatos. Las anchas bocas de los pantalones cimbreábanse a un lado y a otro con el rápido movimiento de los saltos o el enérgico pateo que hería la tierra levantando nubecillas de polvo. Los brazos varoniles escogían con galante zarpazo entre las atlotas agrupadas. «¡Tú!…» Y a este monosílabo seguían el tirón de conquista, los empellones, que equivalían a un título momentáneo de propiedad, todos los extremos de una predilección rudamente ancestral, de una galantería heredada de remotos abuelos en la época obscura en que el palo, la pedrada y la lucha a brazo partido eran la primera declaración de amor.

Algunos atlots que se habían visto precedidos de otros más audaces en el escogimiento de las parejas permanecían inmóviles cerca del corro, vigilando a sus compañeros para sucederles. Cuando veían al danzarín congestionado y sudoroso por los saltos, extremando sus esfuerzos para seguir adelante, llegábanse a él, tirándole de un brazo para apartarlo. «¡Déixamela!» Y ocupaban su puesto sin más explicación, saltando y acosando a la hembra con el empuje de su frescura, sin que ella pareciese percatarse del cambio de pareja, pues continuaba sus vueltas con la vista baja y el gesto desdeñoso.

Jaime vio por primera vez en las evoluciones del baile a Margalida, que hasta entonces había permanecido oculta entre sus compañeras.

¡Hermosa «Flor de almendro»! Febrer la encontraba más bella al compararla con sus amigas, morenas y curtidas por el sol y el trabajo. Su piel blanca, de una suavidad de flor, sus ojos húmedos y brillantes de animalillo dulce, su cuerpo esbelto y hasta la suavidad de sus manos, la separaban, como si fuese de una raza distinta, de aquellas compañeras negruzcas, seductoras por su juventud, enérgicas y guapotas, pero que parecían talladas a hachazos.

Contemplándola, pensaba Jaime que aquella muchacha, en otro ambiente, podía haber sido una criatura adorable. Él creía entender algo de esto. Adivinaba en «Flor de almendro» un sinnúmero de delicadezas, de las que ella misma no se daba cuenta. ¡Lástima que hubiese nacido en esta isla para no salir de ella jamás!… ¡Y su belleza sería para alguno de aquellos bárbaros que la admiraban con perruna mirada de ansiedad! ¡Tal vez para el Ferrer, el odioso verro que parecía protegerlos a todos con sus ojos sombríos!…

Cuando fuese casada cultivaría la tierra, como las otras: su blancura de flor se marchitaría, amarilleando; sus manos se tornarían negras y escamosas; acabaría siendo igual a su madre y a todas las payesas viejas, una hembra esqueleto, retorcida y nudosa, lo mismo que un tronco de olivo… Febrer entristecíase con estos pensamientos como ante una gran injusticia. ¿De dónde habría sacado este retoño el simple Pep, que estaba a su lado? ¿Por qué obscura combinación de raza había podido nacer Margalida en Can Mallorquí?… ¿Y habría de agostarse esta florescencia misteriosa y perfumada del tronco payés lo mismo que los otros brotes rudos que crecían junto a ella?…

Algo extraordinario distrajo a Febrer de estos pensamientos. Seguían sonando la flauta, el tamboril y las castañolas, saltaban los danzarines, giraban las atlotas, pero en los ojos de todos brillaba una mirada de alarma inteligente, una expresión de solidaridad defensiva. Los viejos cesaban en su conversación, mirando hacia la parte que ocupaban las mujeres. «¿Qué es? ¿qué es?» El Capellanet corría por entre las parejas, hablando al oído de los bailarines. Éstos salíanse del corro con las manos en la faja, y desapareciendo unos segundos volvían inmediatamente a ocupar su sitio, mientras las atlotas seguían girando.

Pep sonrió levemente al adivinar lo que ocurría, y habló al oído del señor. «Nada: lo de todos los bailes. Había peligro, y los atlots ponían en seguridad sus arreglos.»

Estos «arreglos» eran las pistolas y los cuchillos que llevaban los muchachos como testimonio de ciudadanía. Durante unos instantes, Febrer vio salir a luz las armas más estupendas y enormes, disimuladas prodigiosamente en aquellos cuerpos enjutos y esbeltos. Las viejas las reclamaban con sus manos huesosas, deseando compartir el riesgo, brillando en sus ojos la vehemencia de un heroísmo agresivo. ¡Tiempos malditos de impiedad los de ahora, en que se molesta a las gentes y se atenta a las antiguas costumbres! «¡Aquí! ¡aquí!» Y agarrando los mortales chismes, los escondían bajo el ruedo de innumerables hojas de sus faldas y zagalejos. Las madres jóvenes se arrellanaban en sus asientos y abrían el ángulo de las abultadas piernas, como para ofrecer mayor espacio al guerrero escondrijo. Unas a otras se miraban las mujeres con belicosa resolución. «¡Que viniesen aquellas malas almas!… Se dejarían hacer pedazos antes que moverse de su sitio.»

Febrer vio brillar algo en un camino que conducía a la iglesia. Eran correajes y fusiles, y sobre éstos las blancas cogoteras de los tricornios de una pareja de la Guardia civil.

Los dos soldados del orden se aproximaron lentamente, con cierto desmayo, convencidos sin duda de haber sido adivinados de lejos y llegar demasiado tarde. Jaime era el único que los miraba; los demás fingían no verles, con la cabeza baja o puestos los ojos en distinta dirección. Los músicos tocaban con más fuerza, pero las parejas se iban retirando. Las atlotas abandonaban a los mozos para ir a confundirse en el grupo de mujeres.

–¡Buenas tardes, señores!…

A este saludo del guardia más antiguo contestó el tamboril callando en seco y dejando sola a la flauta. Ésta todavía gangueó unas cuantas notas, que parecieron contestar irónicamente a la salutación.

Hubo un largo silencio. Algunos contestaron con un leve «¡Tengui!» al saludo de la pareja, pero todos fingían no verla, y miraban a otra parte, como si los guardias careciesen de presencia real.

El silencio penoso pareció molestar a los dos soldados.

–Vaya, sigan ustedes—continuó el más viejo—. Por nosotros que no pare la diversión.

Hizo un gesto a los músicos, y éstos, incapaces de desobedecer en nada a la autoridad, acometieron una música más viva y endiabladamente alegre que la de antes. ¡Pero como si tocasen a muerto!… Todos permanecían inmóviles y enfurruñados, pensando cómo podría acabar esta inesperada presentación.

 

La pareja, acompañada por el repiqueteo del tamboril, las cabriolas musicales de la flauta y la risa seca y estridente de las castañuelas, comenzó a moverse entre los grupos de atlots examinándolos.

–Tú, galán—decía con paternal autoridad el más antiguo de la pareja—, ¡brazos en alto!

Y el designado obedecía mansamente, sin el menor intento de resistencia, casi orgulloso de esta distinción. Conocía sus deberes. El ibicenco ha nacido para trabajar, vivir… y ser registrado. ¡Nobles inconvenientes de ser valeroso y que le tengan a uno cierto miedo!… Y cada atlot, viendo en el registro un testimonio de su mérito, levantaba los brazos y avanzaba el vientre, prestándose satisfecho al manoseo de los guardias, mientras miraba orgulloso hacia el grupo de las muchachas.

Febrer se dio cuenta de que los dos soldados fingían no reparar en la presencia del Ferrer. Parecían no reconocerlo; le volvían la espalda. Pasaron varias veces junto a él, registrando minuciosamente a los que estaban a su lado y haciendo visible alarde de no fijarse en el verro.

Pep habló al oído del señor en voz queda, con acento de admiración. «Aquellas gentes del tricornio sabían más que el diablo. No registrando al verro le inferían un insulto. Demostraban no tenerle miedo; le ponían aparte de los demás, eximiéndole de una operación por la que iban pasando todas las personas.» Siempre que encontraban al verro con otros mozos, registraban a éstos, sin tocar nunca a aquél. De este modo, los atlots, por miedo a perder sus armas, acababan por evitar el trato con el héroe y huían de él como de una atracción del peligro.

Continuaba el registro al son de la música. El Capellanet seguía a la pareja en sus evoluciones, plantándose siempre ante el guardia viejo con las manos en la faja, mirándole tenazmente con una expresión entre amenazadora y suplicante. El guardia parecía no verle, buscaba a los otros, pero a poco volvía a tropezarse con el muchacho, que le cerraba el paso. El hombre del tricornio acabó por sonreír bajo el duro bigote y llamó a su camarada.

–Tú—dijo, designándole al muchacho—registra a este verro. Debe ser de cuidado.

El Capellanet, perdonando el tono zumbón del enemigo, estiró los brazos todo cuanto pudo para que nadie dejase de enterarse de su importancia. Ya se había alejado el guardia, luego de hacerle unas cosquillas en el ombligo, cuando todavía guardaba su actitud de hombre temible. Después corrió hacia el grupo de mozas, para ufanarse del peligro que acababa de arrostrar. Afortunadamente, el cuchillo del abuelo estaba en casa, bien guardado por su padre en un lugar que él desconocía. «Si llego a traerlo, me lo quitan.»

Los guardias cansáronse pronto de este registro infructuoso. El guardia más antiguo miraba maliciosamente, como un perro que husmea, hacia el grupo de mujeres. Por allí cerca debía estar el escondrijo. ¡Pero cualquiera hacía mover a las secas y negruzcas matronas de sus asientos! Bien claro hablaban los ojos hostiles de estas damas. Habría que arrastrarlas a viva fuerza, y eran señoras.

–¡Caballeros, buenas tardes!

Y se echaron los fusiles al hombro, rechazando la amable solicitud de algunos mozos que habían corrido a la taberna para traer unas copas. «Se las ofrecían sin rencor y sin miedo; al fin todos eran unos y vivían en la estrechez de la isla.» Pero los guardias insistieron en su negativa. «Se agradece; lo prohíbe el reglamento.» Y se marcharon, tal vez para emboscarse a corta distancia y repetir el registro al anochecer, cuando la gente volviese dispersa a sus alquerías.

Al alejarse este peligro cesaron de sonar los instrumentos. Febrer vio al Cantó que se apoderaba del tamborcillo, sentándose en el espacio libre que antes ocupaban los bailarines. Las gentes se agruparon en semicírculo frente a él. Las respetables matronas avanzaban sus silletas de esparto para oír mejor. Iba a cantar uno de aquellos romances que sacaba de su cabeza; una «relación» cortada a uso del país por un alarido tembloroso, gorjeo de dolor que se iba prolongando mientras el cantante tenía aire en los pulmones.

Golpeó con el palillo el parche lentamente para dar una tétrica gravedad a su canto monótono, soñoliento y triste. «¡Cómo queréis, amigos, que cante, si tengo el corazón destrozado!…» Y a continuación un gorjeo estridente, un quejido interminable de ave moribunda, en medio del general silencio. Todos miraban al cantor, no viendo en él al atlot, perezoso y enfermo, despreciable por su inutilidad para el trabajo. En el rudimentario magín de todos ellos latía algo confuso que les impulsaba a respetar las palabras y quejidos del mozo débil. Era algo extraordinario que parecía pasar con rudo batir de alas sobre sus almas primitivas.

La voz del Cantó lloriqueaba hablando de una mujer insensible a sus quejas; y al comparar su blancura con la flor del almendro, todos volvieron la vista a Margalida, que permanecía impasible, sin rubores virginales, habituada a estos homenajes de burda poesía, que eran el preludio de todo galanteo.

Continuaba el Cantó sus lamentos, enrojeciéndose con el esfuerzo del cacareo doloroso que daba remate a las estrofas. Su pecho angosto jadeaba con el esfuerzo; dos rosetas de enfermiza púrpura coloreaban sus pómulos; dilatábase su débil cuello, marcándose en él las venas con azul relieve. Siguiendo la costumbre, ocultaba parte del rostro en un pañuelo que sostenía con el brazo apoyado en el tamboril. Febrer sentía congoja al escuchar esta voz doliente. Creía que iba a desgarrarse su pecho, a estallar su garganta; pero los oyentes, habituados al canto bárbaro, tan anonadador como la danza, no paraban atención en la fatiga del cantor ni se cansaban de su interminable relato.

Un grupo de atlots separándose del corro que rodeaba al poeta, pareció deliberar y se aproximó luego adonde estaban los hombres graves. Venían en busca del siñó Pep el de Can Mallorquí, para hablar con él de asuntos importantes. Volvían la espalda con desprecio a su amigo el Cantó, un infeliz que no servía para otra cosa que para dedicar trovos a las atlotas.

El más atrevido del grupo se encaró con Pep. Querían hablar del festeig con Margalida; recordaban al padre su promesa de autorizar el cortejo de la muchacha.

El payés miró el grupo detenidamente, como si contase su número.

–¿Cuántos sois?…

Sonrió el que llevaba la voz. Eran muchos más. Representaban a otros atlots que se habían quedado en el corro escuchando la canción. Los había de diferentes cuartones. Hasta de San Juan, en el extremo opuesto de la isla, vendrían mozos para cortejar a Margalida.

Pep, a pesar de su falso gesto de padre intratable, enrojecía y apretaba los labios con mal disimulada satisfacción, mirando de reojo a los amigos sentados junto a él. ¡Qué honor para Can Mallorquí! Nunca se había conocido un galanteo como éste. Jamás sus compañeros habían visto a sus hijas tan cortejadas.

¿Sereu vint?—preguntó.

Los atlots tardaron en contestar, ocupados en cálculos mentales, murmurando nombres de amigos. ¿Veinte?… Más, muchos más. Podía contar con unos treinta.

El payés extremó su falsa indignación. ¡Treinta! ¿Creían acaso que él no necesitaba descanso y que iba a pasar la noche en vela presenciando sus galanteos?…

Luego se calmó, entregándose a complicados cálculos mentales, mientras repetía pensativo, con expresión de asombro: «¡Trenta!… ¡trenta!

Su decisión fue autoritaria. Él no podía dedicar al noviazgo más que hora y media de la noche. Siendo treinta, salían a tres minutos por cabeza. Tres minutos, contados reloj en mano, para hablar cada uno con Margalida: ni un minuto más. Noches de noviazgo, la del jueves y la del sábado. Cuando él había cortejado a su mujer eran muchos menos los pretendientes, y sin embargo, su suegro, un hombre al que jamás vio nadie reír, no le concedió mayor tiempo… Mucha formalidad, ¿eh? Nada de rivalidades y riñas. Al primero que faltase a lo convenido, él era muy nombre para hacerle pasar la puerta a palos; y si resultaba preciso coger la escopeta, la cogería.

El buen Pep, satisfecho de poder fingir una bravura sin límites a costa del respeto de los pretendientes de su hija, amontonaba bravata sobre bravata, hablando de matar al que faltase a lo convenido, mientras los atlots le escuchaban con la vista humilde y una mueca de ironía debajo de la nariz.

El trato quedó cerrado. El jueves próximo sería la primera velada en Can Mallorquí. Febrer, que había escuchado la conversación, miró al verro que se mantenía aparte, como si su grandeza no le permitiera descender a los míseros regateos de este arreglo.

Cuando se alejaron los muchachos para incorporarse al corro, discutiendo en voz baja el modo de repartirse los turnos, cesó el Cantó en su lastimera poesía, lanzando el último cacareo con voz dolorosa, que parecía desgarrar definitivamente su pobre garganta. Se limpió el sudor y luego se llevó las manos al pecho; su cara era de un rojo amoratado; pero la gente le volvía la espalda, olvidada ya de él.

Las atlotas, con una solidaridad de sexo, envolvían a Margalida en vehementes manoteos, la empujaban, pidiéndola que cantase para contestar a lo que había dicho el cantor sobre la falsedad de las mujeres.

¡No vullc!¡no vullc!—contestaba «Flor de almendro», agitándose entre los brazos de sus compañeras.

Y tan sincera era su resistencia, que al fin intervinieron las mujeres viejas, defendiéndola. «¡Dejad a la atlota! Margalida había venido para divertirse y no para entretener a los demás. ¿Creían empresa fácil sacarse de la cabeza repentinamente una contestación en verso?…»

El tamborilero había recobrado el instrumento de manos del Cantó, y golpeaba con su baqueta el redondo parche. La flauta parecía gargarizar rápidas escalas, antes de emprender la adormecedora melodía de africano ritmo. ¡Siga el baile!…

Comenzaba a ocultarse el sol. La brisa venida del mar refrescaba los campos. Las gentes, que parecían dormidas en la pesadez ardorosa del ambiente, agitábanse ahora con vivo movimiento, como si la frescura las espolease.

Los atlots gritaban a un tiempo contradictoriamente, con agresiva vehemencia, dirigiéndose a los músicos. Unos pedían la llarga, otros la curta: todos se sentían fuertes e imperiosos en su voluntad. La ferretería mortal oculta bajo los zagalejos de las mujeres había vuelto a sus fajas, y con el contacto de estos acompañantes cada uno sentía nueva vida, un recrudecimiento de sus arrogancias.

Los músicos rompieron a tocar lo que les pareció mejor, echóse atrás el gentío curioso, y otra vez en el centro de la plaza volvieron a dar saltos las blancas alpargatas, a agitarse, rígidos, los ruedos de las faldas azules y verdes, mientras arriba ondeaban los picos de los pañuelos sobre las gruesas trenzas, o se movían como borlas rojas las flores que llevaban los atlots en las orejas.

Jaime seguía mirando al Ferrer con la irresistible atracción de la antipatía. Manteníase el verro silencioso y como distraído entre sus admiradores, que formaban corro en torno de él. Parecía no ver a los demás, fijos sus ojos en Margalida con una expresión dura, cual si pretendiese vencerla bajo esta mirada que infundía miedo a los hombres. Cuando el Capellanet, con sus entusiasmos de aprendiz, se aproximaba al verro éste dignábase sonreír, viendo en él a un pariente próximo.

Los mismos atlots que habían hablado del noviazgo con el siñó Pep parecían intimidados por la presencia del Ferrer. Salían las muchachas a bailar, sacadas por los mozos, y Margalida permanecía al lado de su madre, contemplada codiciosamente por todos, pero sin que nadie osase avanzar para invitarla.

El mallorquín sintió renacer en él las aficiones camorristas de su primera juventud. Odiaba al verro; sentía como una vaga ofensa inferida a su persona al ver el terror que inspiraba a todos. ¿Y no habría quien le diese una bofetada a este fantasmón venido del presidio?…

Un atlot avanzó hasta Margalida, tomándola la mano. Era el Cantó, sudoroso y trémulo aún por su reciente fatiga. Erguíase, como si su debilidad fuese una nueva fuerza. La blanca «Flor de almendro» comenzó a girar sobre sus pequeños pies, y él saltó y saltó, persiguiéndola en sus evoluciones.

 

¡Pobre muchacho! Jaime sentía una impresión de angustia, adivinando los esfuerzos de aquella pobre voluntad para dominar la fatiga de su cuerpo. Respiraba jadeante, a los pocos minutos le temblaban las piernas, pero a pesar de esto sonreía, satisfecho de su triunfo. Contemplaba amorosamente a Margalida, y si volvía la vista era para mirar altivamente a los amigos, que le contestaban con gestos de lástima.

Al dar una vuelta, estuvo próximo a caer; al dar un gran salto, sus rodillas se doblaron. Todos esperaban de un momento a otro verle tendido en el suelo; pero él seguía bailando, adivinándose el esfuerzo de su voluntad, su resolución de perecer antes que confesar su flaqueza.

Se cerraban ya sus ojos con el vértigo, cuando sintió que le tocaban en un hombro, según costumbre, para que cediese la pareja.

Era el Ferrer, que se lanzaba a bailar por primera vez en la tarde. Sus saltos fueron acogidos con un murmullo de aplauso. Todos le admiraban, con esa cobardía colectiva de la multitud temerosa.

El verro, viéndose aplaudido, extremaba los movimientos y contorsiones, persiguiendo a su pareja, saliéndola al paso, envolviéndola en la complicada red de sus movimientos, mientras Margalida giraba y giraba con la vista baja, evitando el encuentro de sus ojos con los del temible galán.

En ciertos momentos, el Ferrer, para demostrar su vigor, con el busto echado atrás y las manos en la espalda, saltaba a considerable altura, como si el suelo fuese elástico y sus piernas acerados resortes. Estos saltos hacían pensar a Jaime, con una sensación de repugnancia, en carcelarias evasiones o en canallescos duelos a cuchillo.

Pasaba el tiempo y aquel hombre parecía no fatigarse. Se habían retirado unas parejas, había sido sustituido en otras el bailarín varias veces, y el Ferrer continuaba su danza violenta, siempre sombrío y desdeñoso, como si fuese insensible al cansancio.

El mismo Jaime reconocía con cierta envidia el vigor del temible herrero. ¡Qué animal!…

De pronto vio cómo buscaba algo en su faja y avanzaba una mano hacia el suelo, sin detenerse en sus evoluciones y saltos. Una nube de humo se esparció sobre la tierra, y entre sus blancas vedijas marcáronse, pálidos y sonrosados por la luz del sol, dos rápidos fogonazos. A continuación sonaron dos truenos.

Las mujeres agrupáronse chillando con instantáneo susto; los hombres quedaron indecisos; pero al momento, reponiéndose todos, prorrumpieron en gritos de aprobación y aplausos.

¡Muy bien! El Ferrer había disparado la pistola a los pies de su pareja: la suprema galantería de los hombres valientes; el mayor homenaje que podía recibir una atlota de la isla.

Y Margalida, mujer al fin, siguió bailando, sin haberla impresionado gran cosa, como buena ibicenca, el estampido de la pólvora. Fijaba en el Ferrer una mirada de agradecimiento por su bravura, que le hacía desafiar la persecución de la Guardia civil, tal vez próxima; contemplaba después a sus amigas, temblorosas de envidia por este homenaje.

Hasta el mismo Pep, con gran indignación de Jaime, mostrábase orgulloso de los dos tiros disparados a los pies de su hija.

Febrer era el único que no parecía entusiasmado por esta hazaña galante del verro.

«¡Maldito presidiario!…» No sabía ciertamente el motivo de su furia, pero era algo inevitable… A este «tío» le pegaría él.