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Los muertos mandan

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Los admiradores de éste le oían con los ojos muy abiertos y las narices palpitantes de emoción. ¡Qué dicha! Ser verro, haber ganado la celebridad y el respeto matando a un enemigo en las sombras de la noche, y a cambio de esto, ocho años en Niza, lugar de delicias y honores. ¡No tendrían ellos tanta suerte!…

El Capellanet, que había escuchado estos relatos, sentía por el verro un respeto admirativo. Describía las particularidades de su persona con la prolijidad del que se siente enamorado de un héroe.

No era alto ni fuerte como el señor; pero era ágil, nadie le ganaba en el baile, y podía danzar horas enteras, hasta rendir a todas las muchachas de la parroquia. Había traído de su larga temporada en Niza una tez pálida y lustrosa, una tez de monja en clausura; pero ya estaba obscuro como los demás, con la cara bronceada y curtida por el aire del mar y el sol africano de la isla. Vivía en la montaña, en una casucha inmediata a los bosques de pinos, cerca de los carboneros que proporcionaban combustible a su fragua. Esta no se encendía todos los días. El Ferrer, con sus pretensiones de artista, sólo trabajaba cuando tenía que reparar una escopeta, transformar un viejo trabuco de chispa en arma de pistón, o fabricar aquellas pistolas con adornos de plata que admiraban al Capellanet.

Deseaba éste verle preferido por su hermana; que el verro entrase en su familia con sus asombrosas habilidades. Tal vez a impulsos del próximo parentesco se decidiese a regalarle una de aquellas joyas.

–Puede ser que Margalida le quiera, y entonces el Ferrer me dé una de sus pistolas. ¿Usted qué cree, don Jaime?…

Abogaba por el verro como si fuese ya pariente suyo. ¡El pobre vivía tan mal!… Solo en la fragua, sin otra compañía que una parienta vieja, siempre vestida de negro por remotos lutos, lagrimeante un ojo, cerrado otro, y tirando del fuelle mientras su sobrino batía el hierro rojo. La vecindad del fogón secaba cada vez más su huesosa flacura. En su cara arrugada de manzana vieja parecían liquidarse las cuencas de los ojos.

Aquel antro ahumado y lóbrego en medio de los pinares podía embellecerse con la presencia de Margalida. Su único adorno actual eran unos cuantos cestillos de juncos de colores tejidos en forma de tablero de ajedrez, con pompones de seda, amistoso recuerdo de los ignorados artistas que entretenían sus ocios en el retiro de Niza. Cuando su hermana viviese en la fragua, Pepet iría a verla, y contaba adquirir de la munificencia de su cuñado, en estas visitas, un cuchillo tan famoso como el del abuelo, si es que el señor Pep perseveraba injustamente en negarle esta herencia gloriosa.

El recuerdo de su padre pareció obscurecer las esperanzas del muchacho. Veía difícil que el dueño de Can Mallorquí aceptase como yerno a Pere el Ferrer. Nada malo podía decir el viejo de él; aceptaba su fama como una honra para el pueblo. La isla no sólo tenía hombres bravos en «las fieras de San Juan»; también San José podía enorgullecerse de mozos valientes que habían sufrido duras pruebas. Pero el Ferrer era hombre de oficio, poco entendido en materias agrícolas, y aunque todos los ibicencos mostrábanse igualmente dispuestos a cultivar la tierra, echar una red en el mar o hacer un alijo de contrabando, pasando fácilmente de un trabajo a otro, él quería para su hija un verdadero labrador, habituado toda su vida a arañar el suelo. Su resolución era inquebrantable. En aquel cerebro yermo y duro, cuando llegaba a retoñar una idea, echaba raíces tan hondas, que no había huracán ni cataclismo que la arrancase. Pepet sería cura y correría mundo. Margalida la guardaba para un labrador que agrandase las tierras de Can Mallorquí al heredarlas.

El Capellanet inquietábase al pensar en quién podría ser el favorecido por Margalida. Trabajo le daba a todos teniendo enfrente a un hombre como el Ferrer. Aunque su hermana se inclinase hacia otro, el agraciado tendría que vérselas luego con Pere, el bravo glorioso, quitándolo de en medio. Iban a verse cosas grandes. Del cortejo de Margalida se hablaba ya en todas las casas del cuartón; su fama acabaría por extenderse a toda la isla. Y Pepet sonreía con feroz deleite, como un pequeño salvaje que ve próxima una matanza.

Admiraba a Margalida, reconociendo en ella una autoridad mayor que la del padre, por lo mismo que no estaba basada en el miedo a los golpes. Ella lo dirigía todo en la casa. La madre marchaba tras sus pasos como una doméstica, no osando hacer nada sin consultarla. El siñó Pep, tan absoluto en sus ideas, deteníase antes de tomar una resolución, rascándose la frente con gesto de duda mientras decía en voz baja: «Esto habrá que consultarlo con la atlota». El mismo Capellanet, que había heredado la terquedad paternal, desistía fácilmente de sus intentos de protesta con sólo una palabra de la hermana, una insinuación de su boca sonriente, de su voz dulce.

–¡Lo que ella sabe, don Jaime!—decía el muchacho con admiración—. Yo ignoro si es guapa. Por ahí dicen que sí; pero a mí no me gusta. A mí me gustan otras de mi edad. ¡Lástima que no estén aún para admitir el festeig!....

Y volviendo a hablar de su hermana, enumeraba sus talentos, insistiendo con cierto respeto en su habilidad para el canto.

¿Conocía don Jaime al Cantó, un atlot malucho del pecho, que no trabajaba y pasaba los días tendido a la sombra de los árboles, golpeando el tamboril y mascullando versos?… Era un blanco cordero, una gallina, con ojos y piel de mujer, incapaz de hacer frente a nadie. También éste pretendía a Margalida; pero el Capellanet juraba meterle el tamboril por el cogote antes que aceptarlo como cuñado… Él sólo podía emparentar con un héroe… Pero en lo de sacarse canciones de la cabeza y cantarlas intercaladas con alaridos de pavo real no había quien se midiese con el Cantó. Había que ser justos, y Pepet reconocía su mérito. Era para el cuartón una gloria que casi podía compararse con la del valeroso Ferrer. Pues bien; a este cantor le hacía frente Margalida cuando, en las tertulias de verano en el porchu de la alquería o en los bailes del domingo, ruborosa, empujada por las compañeras, se decidía a sentarse en el centro del corro, y con el tamboril en una rodilla, ocultos los ojos tras un pañuelo, contestaba con un largo romance, todo de su invención, a lo que había dicho antes el poeta.

Si el Cantó soltaba un domingo un interminable relato sobre la falsedad de las mujeres y lo caras que cuestan al hombre por su afición a los trapos, Margalida le respondía al otro domingo con un romance doblemente largo criticando la vanidad y el egoísmo de los hombres, y la turba de atlotas coreaba sus versos con cloqueos de entusiasmo, reconociendo la gloria de una vengadora en la muchacha de Can Mallorquí.

¡Pepet!… ¡Atlot!

Una voz femenina sonó a lo lejos, como un cristal, cortando el denso silencio de las primeras horas de la tarde, cargado de vibraciones de calor y de luz. Sonaba cada vez más fuerte, al repetirse, como si se aproximase a la torre.

Pepet abandonó su posición de bestezuela en descanso, libertando las piernas encogidas del anillo de los brazos para erguirse de un salto… Era Margalida la que llamaba… Su padre debía reclamarle para algún trabajo, en vista de su tardanza.

El señor le retuvo por un brazo.

–Déjala que venga—dijo sonriendo—. Hazte el sordo, para que grite.

El Capellanet enseñó los nítidos dientes en la obscuridad de su cara bronceada. Sonrió el pillete, satisfecho de esta inocente complicidad, y quiso aprovecharse de ella, hablando al señor con atrevida confianza.

¿De veras que pediría para él, al siñó Pep, el cuchillo del abuelo? ¡Ay, el gabinet del güelo! Estaba siempre presente en su memoria.

–Sí, lo tendrás—dijo Jaime—. Y si tu padre no te lo da, yo te compraré el mejor que encuentre en Ibiza.

El muchacho se frotó las manos, brillándole los ojos con fulgores salvajes.

–Es sólo para que seas hombre como los otros—continuó Febrer—; pero ¡nada de usarlo! Un simple adorno nada más.

Pepet, ansioso de realizar cuanto antes su deseo, contestó con enérgicos movimientos de cabeza. Sí; un adorno nada más… Pero sus ojos se obscurecieron con una duda cruel… Un adorno; pero si alguien le ofendía llevando tal compañero, ¿qué debe hacer un hombre?…

¡Pepet!… ¡Atlot!

La voz de cristal sonó ahora al pie de la torre. Febrer esperaba oírla más cerca, ver aparecer la cabeza de Margalida y luego todo su cuerpo en el hueco de entrada. En vano aguardó largo rato: la voz fue haciéndose apremiante, con graciosos temblores de impaciencia, pero sin aproximarse más.

Febrer se asomó a la puerta y vio a la muchacha al pie de la escalera, algo empequeñecida por la distancia, con hinchada falda azul y un sombrero de paja del que pendían cintas a flores. Sobre el fondo de las amplias alas del sombrero, iguales a una aureola, destacábase su rostro, de una palidez de rosa, en el que parecían temblar las gotas negras de los ojos.

¡Salut, Flo d'enmetllé!—dijo Febrer con cierta inseguridad en la voz, pero sonriendo.

«¡Flor de almendro!…» Al oír la muchacha este nombre en boca del señor, el carmín de una expansión sanguínea ocultó momentáneamente la suave blancura de su tez…

«¿Ya sabía don Jaime este nombre?… ¿Un señor como él se enteraba de tales tonterías?…»

Febrer sólo vio ya la copa y las alas del sombrero de Margalida. Había bajado la cabeza, y en su turbación jugueteaba con las puntas del delantal, avergonzada como una niña que se da cuenta de pronto de la significación de su sexo y escucha el primer requiebro.

III

El domingo siguiente, Febrer fue por la mañana al pueblo. El tío Ventolera no podía acompañarle al mar, pues consideraba indispensable su presencia en la misa, para responder con voz chillona a las palabras del sacerdote.

 

Falto de ocupación, Jaime emprendió la marcha hacia el pueblo por senderos de tierra roja que ensuciaba la blancura de sus alpargatas. Era uno de los últimos días estivales. Las alquerías de nítida blancura parecían reflejar como espejos el fuego de un sol africano. Zumbaban en el ambiente los enjambres de insectos. En la sombra verdosa de las higueras, amplias, bajas y redondas, apoyadas en un círculo de estacas como un techo de verdura, caían los higos abiertos por el calor, reventando en el suelo como enormes gotas de azúcar purpúreo. Las chumberas alzaban sus muros de pinchosas palas a ambos lados del camino, y entre sus raíces polvorientas correteaban, medrosas y ebrias de sol, pequeñas bestias ondeantes, de larga cola y verde esmeralda.

Por entre la columnata negra y retorcida de los olivos y los almendros veíanse a lo lejos, siguiendo otros senderos, grupos de payeses que también marchaban hacia el pueblo. Delante iban las atlotas de traje dominguero, con pañuelos rojos o blancos y faldas verdes, brillando al sol sus grandes cadenas de oro. Junto a ellas caminaban los pretendientes, escolta tenaz y hostil que se disputaba una mirada o una palabra de preferencia, asediando varios a la vez a la misma moza. Cerraban la marcha los padres de las muchachas, envejecidos antes de tiempo por las fatigas y sobriedades de la vida del campo, pobres bestias de la tierra, sumisas, resignadas, negras de piel, con los miembros secos como sarmientos, y que en la modorra de su mente recordaban cual una vaga y remota primavera los años del festeig.

Cuando Febrer llegó al pueblo se dirigió rectamente a la iglesia. Lo formaban seis u ocho casas con la alcaldía, la escuela y la taberna en torno del templo. Éste erguíase soberbio y poderoso, como nexo de unión de todo el caserío esparcido por valles y montes en algunos kilómetros a la redonda.

Jaime, despojándose del sombrero para limpiarse el sudor de la frente, se refugió bajo las arcadas de un pequeño claustro que precedía a la iglesia. Allí experimentó la misma sensación de bienestar del árabe que se acoge a un solitario morabito tras la marcha por el arenal inflamado como un horno.

La blancura de la iglesia, enjalbegada de cal, con sus arcadas frescas y sus ribazos de piedra seca coronados de nopales, hacía pensar en una mezquita africana. Tenía más de fortaleza que de templo. Sus tejados estaban ocultos por el borde superior de los muros, especie de reducto sobre el cual habían asomado muchas veces escopetas y trabucos. La torre era un torreón de guerra coronado todavía de almenas: su vieja campana había volteado en otro tiempo con la fiebre del rebato.

Esta iglesia, en la que los payeses del cuartón entraban a la vida con el bautismo y salían de ella con la misa de difuntos, había sido durante siglos el refugio de sus pavores, la fortaleza de sus resistencias. Cuando las atalayas de la costa anunciaban con fogatas o humaredas un barco de moros, de todas las alquerías de la parroquia corrían las familias hacia el templo, los hombres cargando su escopeta, las mujeres y niños arreando las cabras y los asnos o llevando a cuestas con las patas atadas en manojo todas las aves de corral. La casa de Dios se convertía en establo guardador de la fortuna de sus adeptos. El cura, en un rincón, rezaba con las mujeres, siendo cortadas sus oraciones por chillidos de angustia y llantos de niños, mientras en los tejados y la torre los escopeteros exploraban el horizonte, hasta que llegaba noticia de que las aves de rapiña del mar se habían alejado. Entonces reanudábase la existencia normal, volviendo cada familia a su aislamiento, con la certeza de repetir el viaje angustioso pocas semanas después.

Febrer permaneció bajo las arcadas viendo cómo iban llegando los grupos de payeses a toda prisa, espoleados por el último toque del esquilón que volteaba en lo alto de la torre. El interior de la iglesia estaba casi lleno. Por la puerta entreabierta llegaba hasta Jaime una densa bocanada de respiraciones ardorosas, de sudor y ropas burdas. Experimentaba Febrer cierta simpatía por estas buenas gentes cuando las tropezaba por separado, pero la muchedumbre inspirábale aversión, y permanecía lejos de su contacto.

Muchos domingos bajaba al pueblo para quedarse en la puerta de la iglesia, sin entrar en ella. La soledad habitual en su torre de la costa le hacía necesario ver gentes. Además, el domingo resultaba para él, hombre sin ocupaciones, un día monótono, fastidioso, interminable. Este descanso de los demás era su tormento. No podía ir al mar por falta de barquero, y los campos solitarios, con sus casas cerradas, por hallarse las familias en la misa o en el baile de la tarde, le comunicaban la impresión penosa de un paseo por un cementerio. La mañana pasábala en San José, y uno de sus placeres era permanecer en el claustro de la iglesia viendo entrar y salir al gentío, gozando de la fresca sombra de los arcos, mientras unos pasos más allá ardía la tierra con la reverberación solar, mecían sus ramas los árboles lentamente, como angustiadas por el calor y el polvo que cubría sus hojas, y el ambiente denso parecía ser mascado antes de descender a los pulmones.

Llegaban las familias retrasadas, pasando ante Febrer con una mirada de curiosidad y un leve saludo. Todos le conocían en el cuartón. Estas buenas gentes, al verle en el campo podían abrirle la puerta de su casa; pero su afabilidad no iba más allá, siendo incapaces de aproximarse a él por impulso propio. Era un forastero. Además, era un mallorquín. Su condición de señor creaba una misteriosa desconfianza en la gente rústica, que no podía explicarse su permanencia en el aislamiento de una torre.

Febrer quedó solo. Llegó hasta sus oídos el repiqueteo de una campanilla, el rumor de la gente al arrodillarse o al ponerse de pie, y una voz conocida, la voz del tío Ventolera, lanzando en tono cantable las respuestas de la misa con el estridor de su boca sin dientes. La gente aceptaba sin reírse estas ingerencias de su locura senil. Estaba habituada, años y años, a oír los latinajos del antiguo marinero, que desde su banco apoyaba a gritos las respuestas del ayudante. Todos daban cierto carácter sagrado a estos desvaríos, como los orientales, que ven en la demencia un signo de santidad.

Fumó Jaime en la entrada de la iglesia para entretenerse. Unos palomos se arrullaban sobre los arcos, cortando con el rumor de sus caricias las largas pausas de silencio. Tres colillas de cigarro estaban a los pies de Febrer, cuando sonó en el interior del templo un largo murmullo como de cien respiraciones contenidas que se exhalan al fin con un suspiro de satisfacción. Luego ruido de pasos, voces ahogadas de saludo, chocar de sillas, chirrido de bancos, arrastre de pies, y la puerta quedó obstruida por las gentes que intentaban salir todas a un tiempo.

Comenzaron a desfilar los fieles, saludándose como si se vieran por primera vez al encontrarse en pleno sol, fuera de la luz crepuscular del templo.

¡Bon dia!… ¡Bon dia!…

Salían en grupos las mujeres: las viejas vestidas de negro, esparciendo el interno olor de sus innumerables zagalejos y faldas; las jóvenes erguidas en su estrecho corsé, que les aplastaba los pechos y borraba las curvas salientes de las caderas, ostentando con nobiliario orgullo, sobre el pañuelo multicolor, las cadenas de oro y los enormes crucifijos. Eran cabezas morenas o verdosas con grandes ojos de dramática expresión; vírgenes cobrizas con el pelo brillante y aceitoso partido por una raya que iba ensanchando cada vez más la rudeza del peine.

Los hombres deteníanse un momento en la puerta para colocarse sobre la rapada cabeza, con luengos rizos en su parte delantera, el pañuelo que llevaban bajo el sombrero, a uso mujeril. Era una prenda con la que suplían el capuchón del antiguo jaique del país, usado ya únicamente en circunstancias extraordinarias.

Luego, los viejos sacaban de la faja una pipa rústica fabricada por ellos mismos, llenándola de tabaco de pota cultivado en la isla, hierba de acre olor. Los mozos se alejaban de ellos. Salían del atrio para adoptar fieras posturas, con las manos en la faja y la cabeza erguida, ante los grupos de mujeres. En ellos estaban las amadas atlotas fingiendo indiferencia y contemplándolos al mismo tiempo con el rabillo de un ojo.

Poco a poco iba disolviéndose esta masa de gentío.

¡Bon dia!… ¡Bon dia!…

Muchos no volverían a verse hasta el domingo siguiente. Por todos los senderos se alejaban grupos multicolores: unos obscuros, sin escolta alguna, marchando lentamente, como si se arrastrasen, con la miseria de la ancianidad; otros bulliciosos, de faldas inquietas y pañuelos ondeantes, seguidos a distancia por una tropa de atlots, que gritaban, relinchaban y corrían para advertir su presencia a las muchachas.

Aún quedaba gente dentro de la iglesia. Febrer vio salir a unas mujeres vestidas de negro, tétrico grupo de tapadas, que apenas sí enseñaban a través de la abertura del manto su nariz enrojecida por el sol y un ojo de brasa velado por las lágrimas. Iban cubiertas con el abrigais, chal de invierno, envoltura tradicional de gruesa lana, cuya vista producía una sensación de tormento y asfixia en aquella mañana bochornosa de verano. Detrás salieron unos encapuchados, antiguos payeses que se habían cubierto con el capote de ceremonia, un jaique pardo de lana burda con amplias mangas y apretado capuchón. Las mangas las llevaban sueltas, pero el capuchón iba bien abrochado bajo la barba, mostrando por la abertura sus rostros tostados de piratas.

Eran los parientes de un payés que había muerto una semana antes. La numerosa familia, que habitaba en distintos puntos del cuartón, habíase reunido, según costumbre, en la misa del domingo para recordar al muerto, y al verse estallaba su dolor con africana vehemencia, como si aún tuviesen ante sus ojos el cadáver. La costumbre exigía que se cubrieran con sus prendas de ceremonia, con sus vestidos de invierno, encerrándose en ellos cual si fuesen cáscaras de dolor. Lloraban y sudaban bajo las envolturas, y al reconocer cada uno a los parientes que no había visto en algunos días, estallaba su pena con nuevo recrudecimiento. Salían suspiros de agonía de entre los espesos mantos; las rudas caras, encuadradas por el capuchón, contraíanse con crispaciones de dolor infantil, exhalando lamentos de pequeñuelo enfermo. El dolor se licuaba con una incesante secreción, mezcla de sudor y lágrimas. De todas las narices—la parte más visible de estos fantasmas doloridos—pendían gotas que iban a caer sobre los pliegues del paño burdo.

Un hombre hablaba con bondadosa autoridad, exigiendo calma, en medio del estrépito de las voces femeniles que rugían broncas de pena y de los suspiros masculinos atiplados por el dolor. Era Pep el de Can Mallorquí, lejano pariente del muerto, en esta isla donde todos se hallaban más o menos unidos por los cruces de la sangre. El vago parentesco, aunque le impulsaba a participar del dolor, no le había obligado a ponerse el jaique de las grandes solemnidades. Iba vestido de negro y se cubría con un manteo de ligera lana y un fieltro redondo, que le daban cierto aire eclesiástico. Su mujer y Margalida, que no se creían unidas por el parentesco a esta familia, manteníanse aparte, como si las alejase la diferencia entre sus alegres ropas domingueras y aquel aparato de dolor.

El bondadoso Pep fingía enfadarse por los extremos de desesperación, cada vez más vehementes, de los enlutados… «¡Ya había bastante! Cada uno a su casa, a vivir muchos años, para encomendar el muerto al Señor.»

Estallaron más fuertes los sollozos bajo los mantos y los capuchones. «¡Adiós! ¡adiós!» Se estrechaban las manos, se besaban las bocas, se retorcían los brazos, como si todos se despidieran para no verse más. «¡Adiós! ¡adiós!» Se alejaron por grupos, cada uno en distinta dirección, hacia las montañas cubiertas de pinos, hacia las alquerías de lejana blancura medio ocultas entre higueras y almendrales, hacia los rojos peñascos de la costa; y era un espectáculo absurdo e incoherente ver bajo el ardor del sol, al través de los campos verdes y espléndidos, cómo marchaban con paso tardo estos fantasmas espesos y sudorosos, incansables lloradores de la muerte.

La vuelta a Can Mallorquí fue triste y silenciosa. Pepet abría la marcha con el bimbau en los labios, que le acompañaba en su caminata con un zumbido de moscardón. De vez en cuando deteníase para echar piedras a los pájaros o a los lagartos hinchados y negruzcos que asomaban entre las chumberas. ¡Lo que a él le importaba la muerte!… Margalida caminaba junto a su madre, silenciosa, abstraída, con los ojos muy abiertos: unos ojos de vaca hermosa que miraban a todas partes sin ver, sin reflejar pensamiento alguno. Parecía no darse cuenta de que tras ella caminaba don Jaime, el señor, el reverenciado huésped de la torre.

 

Pep, abstraído también, delataba el curso de sus pensamientos con palabras sueltas dirigidas a Febrer, como si necesitase hacer partícipe a alguien de sus ideas.

«¡La muerte! ¡Qué cosa tan fea, don Jaime!… Y allí estaban ellos, en un pedazo de tierra rodeado por las olas, sin poder escapar, sin poder defenderse, aguardando el momento en que les echase la zarpa.» El payés sentía sublevarse su egoísmo ante esta gran injusticia. Bueno que allá en tierra firme, donde las gentes son felices y gozan mucho, se ensañase la muerte… ¿Pero aquí? ¿También aquí, en el último rincón del mundo? ¿No había límite ni excepción para la gran entrometida?…

Era inútil imaginarse obstáculos. Ya podía el mar embravecerse entre las cadenas de islotes y escollos que van de Ibiza a Formentera. Los freos eran hervideros de olas, los peñones se cubrían de espuma, los rudos hombres de mar retrocedían vencidos, los barcos se refugiaban en los puertos, el paso se cerraba para todos, las islas quedaban apartadas del resto del mundo… Pero esto nada significaba para la marinera invencible de cráneo pelado, para la caminante de piernas de hueso, que podía correr con gigantescos saltos por encima de montañas y mares.

No había tempestad que la detuviese; no existía alegría que la hiciera olvidar; estaba en todas partes; se acordaba de todos. Ya podía lucir el sol, y mostrarse hermosos los campos, y ser buena la cosecha… ¡Engañifas para entretener al hombre en sus fatigas y que le fuesen más tolerables! ¡Mentirosas promesas, como las que se hacen a los niños para que se sometan de buen grado al tormento de la escuela!… Y había que dejarse engañar; la mentira era buena. No debían acordarse de este mal inevitable, de este último peligro sin remedio alguno, que entristece la vida, quitando su sabor al pan, su alegre topacio al líquido de la parra, su jugo al blanco queso, su sabor de azúcar a los higos purpúreos, y su energía picante a la sobreasada, entenebreciendo y amargando todas las cosas buenas que Dios puso en la isla para consuelo de las gentes de bien. «¡Ay, don Jaime, qué miseria!…»

Febrer comió en Can Mallorquí, para evitar a los hijos de Pep la subida a la torre. La comida empezó con cierta tristeza, como si aún vibrasen en sus oídos los lamentos de los encapuchados en el atrio de la iglesia. Poco a poco, en torno de la mesita baja y su gran cazuela de arroz fue difundiéndose cierta alegría. El Capellanet hablaba del baile de la tarde, olvidado totalmente de su vida de seminarista y osando arrostrar los ojos de Pep. Margalida recordaba las miradas del Cantó y la arrogante postura del Ferrer cuando ella había pasado ante los atlots al entrar en misa. La madre suspiraba:

¡Ay, Siñor!… ¡Ay, Siñor!…

Nunca había dicho más, acompañando con la misma exclamación de su confuso pensamiento hacia Dios las alegrías y los dolores.

Pep había dado varios tientos al jarro de vino, lleno del zumo sonrosado de las mismas parras que extendían un toldo de pámpanos ante el porche. Su rostro cetrino se coloreó con una aurora alegre. «¡Al diablo la muerte y sus miedos! ¿Iba un hombre honrado a pasar la existencia entera temblando por su llegada?… Podía presentarse cuando lo tuviese a bien. ¡Mientras tanto, a vivir!…» Y manifestó esta voluntad de vida durmiéndose en un poyo, con sonoros ronquidos que no lograban asustar a las moscas y avispas revoloteantes en torno de su boca.

Febrer se marchó a la torre. Margalida y su hermano apenas se fijaron en el señor. Habían abandonado la mesa para hablar más libremente del baile de la tarde, con una alegría de muchachos a los que estorba la presencia de una persona grave.

En la torre se tendió en su jergón y quiso dormir. ¡Solo!… Se daba cuenta de su aislamiento, rodeado de personas que le respetaban, que tal vez le amaban, pero al mismo tiempo sentían la irresistible atracción de unas alegrías sencillas, insípidas para él. ¡Qué tormento el de los domingos! ¿Adonde ir? ¿Qué hacer?…

En su firme deseo de suprimir el martirio del tiempo, de alejarse de una vida sin objeto inmediato, acabó por dormirse y despertó a media tarde, cuando el sol empezaba a descender lentamente, más allá de la línea de islotes, entre una lluvia de oro pálido que parecía dar a las aguas un azul más intenso y profundo.

Al bajar a Can Mallorquí vio cerrada la alquería. ¡Nadie! Ni siquiera excitaron sus pasos el ladrido del perro que estaba siempre bajo el porche. El vigilante animal había ido también a la fiesta con la familia.

«Están todos en el baile—pensó Febrer—. ¿Si yo fuese al pueblo?…»

Dudó largo rato. ¿Qué podía hacer allá?… Repugnábanle estas diversiones, en las que su presencia de forastero parecía despertar cierta molestia entre los payeses. Aquellas gentes preferían verse solas. ¿Iba él a bailar con una atlota a sus años y con su aspecto malhumorado que infundía respeto y frialdad?… Tendría que permanecer con Pep y otros, aspirando el olor del tabaco de pota, hablando de la almendra y del miedo a que se helase, esforzándose por abatir su pensamiento al nivel del de estas gentes.

Al fin se decidió a ir al pueblo. Tenía miedo a la soledad. Antes que pasar solo el resto de la tarde, prefería la conversación lenta y monótona de las gentes simples, una conversación refrescante, como él decía, que no le obligaba a reflexionar y dejaba su pensamiento en dulce calma animal.

Cerca de San José vio la bandera española flotando sobre el tejado de la alcaldía, y llegaron a sus oídos los golpes secos del parche del tamboril, el bucólico gorjeo de la flauta y el repiqueteo de las castañolas.

El baile era frente a la iglesia. La gente joven formaba grupos, de pie, cerca de los músicos, que ocupaban silletas bajas. El tamborilero, con su redondo instrumento acostado en una rodilla, golpeaba el parche cadenciosamente, mientras su compañero soplaba en la larga flauta de madera, adornada con tallas de primitiva rudeza hechas a cuchillo. El Capellanet repicaba las castañolas, enormes como las conchas que cogía en la playa el tío Ventolera.

Las atlotas, agarradas del talle o apoyadas unas en los hombros de otras, miraban con virtuosa hostilidad a los mozos, que se pavoneaban en el centro de la plaza, las manos metidas en el cinto, el ancho castoreño echado atrás para dejar al descubierto las rizos de su frente, el cuello envuelto en bordado pañuelo o corbata de cintas, y las alpargatas de inmaculada blancura casi ocultas por la boca del pantalón de pana en forma de pata de elefante.

A un lado de la plaza estaban sentadas sobre un ribazo, o en sillas de la inmediata taberna, las casadas y las viejas; mujeres anémicas y tristes en su relativa juventud por una procreación excesiva y por las fatigas de su existencia campestre, con los ojos hundidos en un cerco azul que parecía revelar desarreglos interiores, guardando sobre su pecho las cadenas de oro de sus tiempos de atlotas y adornadas las mangas con botones de oro. Las ancianas, cobrizas y arrugadas, vistiendo trajes obscuros, suspiraban lastimeramente al ver la alegría de la gente moza.

Febrer, luego de contemplar un buen rato a toda esta concurrencia, que apenas fijó en él una mirada distraída, fue a colocarse junto a Pep en un corro de payeses viejos. Hicieron sitio al siñor de la torre con respetuoso silencio, y después de lanzar algunas bocanadas de humo de sus pipas cargadas de pota, reanudaron la lenta conversación sobre los rigores probables del invierno próximo y la suerte de la futura cosecha de almendra.