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Los muertos mandan

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Más allá del Can extendíanse la arboleda, dividida por paredones de piedra seca, y los bancales de altos ribazos. Los vientos de la isla no permitían la ascensión de los árboles, y éstos esparcían su ramaje en torno de ellos con una prolijidad exuberante, ganando en extensión lo que perdían en altura. Todos conservaban las ramas sostenidas por numerosas horquillas. Algunas higueras llegaban a tener centenares de sostenes, y se extendían como una inmensa tienda verde destinada a cobijar un sueño de gigantes. Eran cenadores naturales, en los que podía ocultarse casi un pueblo. El fondo del horizonte estaba cerrado por montañas cubiertas de pinos con grandes calvas de tierra roja. Entre el obscuro follaje se elevaban columnas de humo. Eran las fogatas de los leñadores que fabricaban carbón vegetal.

Tres meses que Febrer estaba en la isla. Su llegada había asombrado a Pep Arabi, todavía ocupado en relatar a parientes y amigos su estupenda aventura, su inaudito atrevimiento, el reciente viaje a Mallorca con los atlots, la estancia en Palma de unas horas, y su visita al palacio de los Febrer, lugar encantado que guardaba cuanto en el mundo puede existir de señorial y lujoso.

Las rudas declaraciones de Jaime asombraron menos al payés.

–Pep, estoy arruinado; tú eres rico si te comparas conmigo. Vengo a vivir en la torre… no sé hasta cuándo. Tal vez para siempre.

Y entró en los detalles de instalación, mientras Pep sonreía con aire incrédulo. ¡Arruinado!… Todos los grandes señores decían lo mismo, y lo que a ellos les sobraba en su desgracia podía hacer ricos a muchos pobres. Eran como los barcos que encallaban en Formentera antes que el gobierno pusiera faros. Los formenterinos, gente sin ley y dejada de Dios—por ser de una isla más pequeña—, encendían hogueras para engañar a los navegantes; y cuando se perdía el barco para éstos, no se perdía para los isleños, pues sus despojos hacían ricos a muchos.

¡Pobre un Febrer!… No quiso aceptar el dinero que le ofreció don Jaime. Él iba a cultivar unas tierras que eran del señor; ya arreglarían cuentas. Y viendo su empeño en ocupar la torre, trabajó Pep por hacerla habitable, ordenando además a sus hijos que llevasen la comida al señor los días que no quisiera bajar para sentarse a su mesa.

Estos tres meses habían sido para Jaime de rústico aislamiento; ni escribir una carta, ni abrir un periódico, ni conocer más libros que media docena de volúmenes que había traído de Palma. La ciudad de Ibiza, tranquila y soñolienta como un pueblo del interior de la Península, parecíale una capital remota. Mallorca no debía existir ya, ni tampoco las grandes ciudades que él había visitado. En el primer mes de esta nueva vida, un suceso extraordinario turbó su plácida tranquilidad. Llegó una carta, un pliego con membrete de un café del Borne y unos cuantos renglones de letra gruesa y defectuosa. Era Toni Clapés quien le escribía. Le deseaba muchas felicidades en su nueva existencia. En Palma todo continuaba lo mismo. Pablo Valls no le escribía porque estaba enfadado con él. ¡Marcharse sin avisarle!… Pero era un buen amigo y se ocupaba en desenmarañar sus asuntos. Tenía para esto una habilidad diabólica. ¡Al fin, chueta!… Ya le daría más noticias.

Después habían transcurrido dos meses sin que por suerte llegase otra carta. ¿Qué le importaban a él estas noticias de un mundo al que no pensaba volver?… No sabía ciertamente qué le reservaba el porvenir: allí había llegado y allí se quedaba, sin otros placeres que la caza y la pesca, gozando una voluptuosidad animal al no tener más ideas y deseos que los del hombre primitivo.

Permanecía aparte de la vida ibicenca, sin mezclarse en sus costumbres. Era un señor entre los payeses, un forastero. Aquéllos le trataban respetuosamente, pero con un respeto frío.

La existencia tradicional de estas gentes, ruda y un tanto feroz, le atraía con la fuerza de todo lo que es extraordinario y de contornos vigorosos. La isla, abandonada a sus propias fuerzas, había tenido que hacer frente durante siglos y siglos a los piratas normandos, a los navegantes árabes, a las galeras de Castilla, enemiga de los estados aragoneses, a los barcos de las repúblicas italianas, a los bajeles turcos, tunecinos y argelinos, y a los corsarios ingleses en tiempos más recientes. Formentera, deshabitada durante siglos, luego de haber sido granero de los romanos, servía de refugio traicionero a las flotas hostiles. Las iglesias de los pueblos eran aún verdaderas fortalezas con torres robustas, donde se refugiaban los labriegos al enterarse por las fogatas de que desembarcaban enemigos. Esta vida azarosa, de continuo peligro e interminable lucha, había creado una población habituada al derramamiento de sangre, a defender sus derechos con las armas en la mano. Los labradores y pescadores del presente, encerrados en su isla, tenían aún la misma mentalidad y costumbres de sus abuelos. Los pueblos no existían. Eran caseríos desparramados en muchos kilómetros, sin más núcleo que la iglesia y las casas del cura y el alcalde. La única población era la capital, la llamada en los antiguos documentos «Real Fuerza de Ibiza», con su barrio anexo de la Marina.

Cuando un atlot llegaba a la pubertad, su padre lo llamaba a la cocina de la alquería en presencia de toda la familia.

–Ya eres hombre—declaraba solemnemente.

Y le hacía entrega de un cuchillo de recia hoja. El atlot armado caballero perdía su encogimiento filial. En adelante se defendería él mismo, sin buscar la protección de su familia. Luego, al juntar algún dinero, completaba sus arreos paladinescos comprando un pistolete con adornos de plata a los herreros del país, que tenían su forja en el bosque.

Fortalecido por el contacto de estos dos testimonios de viril ciudadanía, que no le abandonarían mientras viviese, se juntaba con los otros atlots igualmente pertrechados, y empezaba para él la vida juvenil y amorosa: las serenatas con acompañamiento di relinchos, los bailes, las excursiones a las parroquias que celebraban la fiesta de su santo patrón, donde se divertía tirando al galle con certeras pedradas, y sobre todo los festeigs, los tradicionales cortejos, la busca de novia, costumbre la más respetable de todas, que daba origen a riñas y muertes.

En la isla no había ladrones. Las casas aisladas en pleno campo conservaban muchas veces la llave en la puerta mientras los dueños estaban ausentes. Los hombres no se mataban por cuestiones de interés. El disfrute del suelo estaba muy repartido, y la dulzura del clima así como la frugalidad de las gentes hacían que éstas fuesen generosas y poco apegadas a los bienes materiales. El amor, sólo el amor empujaba a los hombres a matarse. Los rústicos caballeros eran apasionados en sus predilecciones y fatales en sus celos, como héroes de novela. Por una atlota de ojos negros y manos morenas se buscaban y se provocaban en la obscuridad de la noche con relinchos de desafío; se aucaban de lejos antes de venir a las manos. El arma moderna que sólo emite un proyectil en cada disparo les parecía insuficiente, y sobre el cartucho añadían un puñado de pólvora y otro de balas, atacándolo todo fuertemente. Si el arma no reventaba en sus manos, el agresor estaba seguro de hacer polvo a su contrario.

Los cortejos duraban meses y años. El payés que tenía una atlota en edad de noviazgo veía presentarse a los muchachos del distrito y de otros distritos de la isla, pues todos los ibicencos contaban con igual derecho para solicitarla. El padre apreciaba el número de los pretendientes. Diez, quince, veinte: a veces hasta treinta. Luego calculaba el tiempo de que podía disponer en la velada antes de que le rindiese el sueño, y teniendo en cuenta el número de solicitantes, lo dividía a tantos minutos cada uno.

Al cerrar la noche iban acudiendo por distintos caminos los del cortejo, unos en grupos, canturreando con acompañamiento de relinchos y cloqueos, otros solitarios, haciendo vibrar en su boca el zumbido del bimbau, un instrumento compuesto de dos laminillas de hierro que gruñía como un moscardón y les hacía olvidar la fatiga de la marcha. Venían de muy lejos. Los había que caminaban tres horas a la ida y otras tantas a la vuelta, yendo de un extremo a otro de la isla, los jueves y sábados, días de cortejo, para hablar tres minutos con una atlota.

Sentábanse en el verano en el porchu, especie de zaguán de la alquería, o entraban en la cocina si era invierno. Inmóvil en un poyo de piedra les esperaba la muchacha. Habíase despojado del sombrero de palma con largas cintas, que le daba a las horas de sol un aire de pastora de opereta; vestía el traje de fiesta, la falda verde o azul de menudos pliegues, que guardaba el resto de la semana apretada entre cuerdas y pendiente del techo para que conservase intacto su plegado. Debajo de ésta llevaba otras faldas y otras, ocho, diez o doce zagalejos, toda la ropa femenil de la casa, un embudo sólido de paños y bayetas que borraba los vestigios del sexo y hacía imposible imaginarse la existencia de una realidad carnal bajo la balumba de tejidos. Las hileras de botones de filigrana brillaban en las mangas postizas del jubón. Sobre el pecho, aplastado por un corsé monjil que parecía de hierro, brillaba la triple cadena de oro de enormes eslabones. Por debajo del pañuelo que cubría su cabeza colgaba una gruesa trenza con remate de cintas. Sobre el poyo, sirviendo de tapiz a unas rotundidades que parecían voluminosas como globos por el enorme bulto de las faldas, estaba el abrigais, la prenda femenil de invierno.

Deliberaban los solicitantes para el buen orden del cortejo, y uno tras otro iban a sentarse al lado de la atlota hablando con ella los minutos marcados. Si alguno, enardecido por la conversación, se olvidaba de los compañeros, dejando pasar el tiempo, éstos se lo advertían con toses, miradas furiosas y palabras de amenaza. Si insistía, el más fuerte de la banda lo agarraba de un brazo, apartándolo para que otro ocupase su lugar. Algunas veces, cuando los pretendientes eran muchos y apremiaba el tiempo, la atlota hablaba con dos a la vez, haciendo esfuerzos de habilidad para no dar la preferencia a uno sobre otro… Así continuaban los cortejos hasta que ella manifestaba su preferencia por un atlot, sin tener en cuenta la voluntad de sus padres. En esta corta primavera de su vida, la mujer era reina. Luego, al casarse, cultivaba la tierra como su marido y era poco más que una bestia.

 

Los atlots despreciados se retiraban, cuando no sentían gran interés por la muchacha, trasladando sus amores algunas leguas más allá; pero si estaban realmente enamorados, seguían acechando la casa, y el preferido tenía que pelearse con sus antiguos rivales, llegando milagrosamente al casamiento a través de cuchillos y pistolas.

La pistola era como una segunda lengua del ibicenco. En los bailes domingueros soltaba tiros para demostrar su entusiasmo amoroso. Saliendo de la alquería de la novia, para dar a ésta y a su familia una muestra de aprecio, disparaba un tiro al transponer la puerta, y gritaba luego: «¡Bona nit!» Si, por el contrario, se retiraba ofendido y deseaba inferir a la familia una grave injuria, invertía los términos, dando primero las buenas noches y disparando la pistola después; pero en tal caso había de salir inmediatamente a todo correr, pues los de la casa contestaban acto seguido a la declaración de guerra con otros disparos o con palos y pedradas.

Jaime vivía al borde de esta existencia ruda y tradicional, contemplando de lejos las costumbres de aduar que aún se mantenían en el apartamiento de la isla. España, cuya bandera ondeaba todos los domingos sobre el menguado caserío de cada parroquia, apenas hacía memoria de este pedazo de su suelo perdido en el mar. Muchas tierras de la lejana Oceanía se hallaban en comunicación más frecuente con los grandes núcleos humanos que esta isla, arrasada en otros tiempos por la guerra y la rapiña, y mísera ahora al hallarse lejos del camino de los grandes buques, encerrada en un cinturón de islotes, rocas y bajos, entre freos y canales cuyas aguas transparentaban el fondo submarino.

Sentía Febrer en esta nueva existencia el deleite del que ocupa sitio cómodo para presenciar un espectáculo interesante. Aquellos campesinos y pescadores, belicosos nietos de corsarios, eran para él agradables compañeros de existencia. Pretendía contemplarlos de lejos, como un testigo curioso, pero lentamente sus costumbres habían hecho presa en él, arrastrándolo a los mismos hábitos de existencia. No tenía enemigos, y sin embargo, en sus paseos por la isla, cuando no llevaba la escopeta al hombro, ocultaba un revólver en su faja… por si acaso.

En los primeros días de su estancia en la torre, como las necesidades de la instalación le obligaban a ir a la ciudad, conservó su traje; pero poco a poco prescindió de la corbata, del cuello de camisa, de las botas. La caza le hizo preferir la blusa y el pantalón de pana de los payeses. La pesca le aficionó a marchar con los pies desnudos dentro de unas alpargatas por playas y peñascos. Un sombrero igual al que usaban todos los atlots en la parroquia de San José cubrió su cabeza.

La hija de Pep, conocedora de las costumbres de la isla, admiraba con cierto agradecimiento el sombrero del señor. Los hombres de los diversos cuartones que de antiguo dividían a Ibiza distinguíanse unos de otros por la manera de llevar el sombrero y la forma de sus alas, diferencia imperceptible para el que no fuese de la tierra. El de don Jaime era idéntico al de todos los atlots de San José y se diferenciaba de los usados por los vecinos de los otros pueblos, todos con nombres de santos. Un honor para la parroquia de que ella era hija.

¡Ingenua y graciosa Margalida! Febrer gustaba de hablar con ella, gozándose en el asombro que sus relatos de otras tierras y sus bromas, dichas con gesto grave, despertaban en su alma simple…

No tardaría en traerle la comida. Hacía media hora que una columna tenue de humo flotaba sobre la chimenea de Can Mallorquí. Se imaginaba a la hija de Pep guisando, yendo y viniendo junto al hogar, seguida por la mirada de la madre, payesa infeliz y de silenciosa torpeza, que no osaba poner mano en las cosas del señor.

De un momento a otro la vería aparecer bajo el sombrajo del porchu que daba entrada a su casa, llevando al brazo la cesta de la comida y sobre su rostro de milagrosa blancura, que el sol apenas doraba con ligera pátina de marfil antiguo, un sombrero de paja con largas cintas.

Alguien se movió bajo el sombrajo, emprendiendo la marcha hacia la torre. ¡Era Margalida!… No; no era ella. Llevaba pantalones. Era su hermano Pepet… Pepet, que vivía en Ibiza desde un mes antes, preparándose para seminarista, y al que la gente había dado por esto el apodo de el Capellanet.

II

¡Bon día tengui!…

Pepet extendió una servilleta en un lado de la mesa y puso sobre ella dos platos tapados y una botella de vino de parra que tenía el color y la transparencia del rubí. Luego se sentó en el suelo, abarcando las rodillas con los brazos, y quedó inmóvil. El luminoso marfil de su dentadura brillaba sonriente sobre el rostro moreno. Sus ojos maliciosos fijábanse en el señor con una expresión de can alegre y fiel.

–Pero ¿no estabas en Ibiza para ser cura?—preguntó Jaime mientras atacaba la comida.

El muchacho movió la cabeza. Sí, señor; estaba. Su padre lo había confiado a un profesor del Seminario. ¿Sabía don Jaime dónde era el Seminario?…

Hablaba el pequeño payés de él como de un remoto lugar de tortura. Ni árboles, ni libertad, ni aire apenas: la vida no era posible en aquel encierro.

Febrer, oyéndole, recordaba su visita a la ciudad alta, la Real Fuerza de Ibiza, población muerta, separada del barrio de la Marina por una gran muralla del tiempo de Felipe II, con los intersticios de la piedra arenisca cubiertos de verdes y ondeantes alcaparros. Estatuas romanas sin cabeza decoraban en tres hornacinas la puerta que comunicaba la ciudad con el arrabal. Más allá, las calles tortuosas empezaban a empinarse hacia la cumbre, ocupada por la catedral y el castillo: pavimentos de piedra azul, por cuyo centro corrían en pendiente las inmundicias; fachadas de nítida blancura, marcando borrosamente bajo su enjalbegado escudos nobiliarios y la labor de antiguos ventanales; un silencio de cementerio a orillas del mar, interrumpido solamente por el lejano rumor de la resaca y el zumbido de las moscas amontonándose en el arroyo. De tarde en tarde, pasos en el pavimento de estas calles morunas y ventanas que se entreabren con la ávida curiosidad de un suceso extraordinario; unos soldados que suben lentamente hacia el castillo por las empinadas cuestas; los señores canónigos que bajan del coro, con el pecho de la sotana brillante de grasa y el sombrero de teja y el manteo de color de ala de mosca, míseros prebendados de una catedral olvidada, pobre y sin obispo.

En una de estas calles había visto Febrer el Seminario, casa larga, de blancas paredes, con las ventanas cubiertas de rejas lo mismo que una cárcel. El Capellanet, al recordarla, poníase grave, borrándose de su rostro achocolatado el blanco marfil de la sonrisa. ¡Qué mes había pasado allí! El maestro entretenía el aburrimiento de las vacaciones con este pequeño campesino, queriendo iniciarlo en las bellezas de las letras latinas con ayuda de su elocuencia y de una correa. Deseaba hacer de él un prodigio, para sorprender a los otros profesores cuando se abriesen las clases, y los golpes menudeaban. Además de esto, las rejas, que sólo dejaban ver la pared de enfrente; la aridez de la ciudad, donde no se encontraba una hoja verde; los aburridos paseos al lado del cura por aquel puerto de aguas muertas que olía a almeja corrompida y sin otros barcos que algunos veleros que llegaban a cargar sal… El día anterior, unos cuantos correazos más fuertes habían acabado con su paciencia. «¡Pegarle a él! ¡Si no fuese un cura!…» Se había fugado, emprendiendo a pie el regreso a Can Mallorquí; pero antes, como venganza, desgarró varios libros que el maestro tenía en gran estima, volcó el tintero sobre la mesa y escribió en las paredes vergonzosas inscripciones, con otras travesuras de mono en libertad.

La noche había sido de emociones en Can Mallorquí. Pep había dado de palos a su hijo: lo quiso matar, ciego de ira, teniendo que interponerse entre los dos Margalida y su madre.

La sonrisa del atlot había vuelto a reaparecer. Hablaba con orgullo de los palos que llevaba recibidos sin que le arrancasen un grito. Era su padre quien le pegaba, y un padre puede pegar, porque así demuestra que se interesa por sus hijos. Pero que probase otro a golpearle: era como sentenciarse a muerte. Y al decir esto, se erguía con la belicosa petulancia de una raza habituada a ver correr la sangre y a hacerse justicia por su mano. Pep hablaba de llevar a su hijo otra vez al Seminario, pero el muchacho dudaba de esta amenaza. No iría aunque su padre cumpliera la promesa de llevarlo atado como un costal a lomos de un asno: huiría antes a la montaña o al islote del Vedrá, para vivir con las cabras salvajes.

El dueño de Can Mallorquí había dispuesto del porvenir de sus hijos rudamente, con esa energía del campesino que no repara en obstáculos cuando cree hacer el bien. Margalida se casaría con un payés, y para él serían las tierras y la casa. Pepet sería cura, lo que representaba una ascensión social de la familia, honor y fortuna para todos.

Jaime sonreía al escuchar las protestas del atlot contra su destino. En toda la isla no existía otro centro de enseñanza que el Seminario, y los payeses y patrones de barca que deseaban para sus hijos una suerte mejor los llevaban a él. ¡Los curas de Ibiza!… Muchos de ellos, mientras seguían sus estudios, tomaban parte en los cortejos, usando cuchillo y pistolete. Nietos de corsarios y de soldados, al vestir la sotana guardaban la arrogancia y la ruda virilidad de sus ascendientes. No eran impíos, pues su simpleza de pensamiento no les permitía este lujo, pero tampoco eran devotos ni austeros: amaban la vida con todas sus dulzuras y sentían la atracción de los peligros con atávico entusiasmo. La isla era una fábrica de sacerdotes animosos y aventureros. Los que permanecían en España acababan por ser capellanes de regimiento. Otros, más atrevidos, apenas cantaban misa se embarcaban para América, donde ciertas repúblicas de aristocrático catolicismo son el Eldorado de los sacerdotes españoles que no temen al mar. Desde allá giraban mucho dinero a sus familias y compraban casas y tierras, alabando a Dios, que mantiene a sus sacerdotes con más holgura en el Nuevo Mundo que en el viejo. Había buenas señoras en Chile y el Perú que daban cien pesos de limosna por una misa. Estas noticias hacían abrir la boca de asombro a los parientes, reunidos durante las noches de invierno en la cocina. A pesar de tales grandezas, su deseo era regresar a la isla amada, y volvían a los pocos años con el propósito de vegetar en sus tierras. Pero el demonio de la vida moderna les había mordido en el corazón, y se aburrían en la monótona existencia isleña, tradicional y cerrada. Pensaban en las ciudades jóvenes del otro continente, y al fin vendían sus bienes o los regalaban a la familia, embarcándose para no volver más.

Indignábase Pep contra la tenacidad de su hijo, que se empeñaba en continuar siendo payés. Hablaba de matarlo, como si lo viese en un camino de perdición. Llevaba la cuenta de todos los hijos de amigos suyos que habían partido para el otro mundo con la sotana puesta. El hijo de Treufoch llevaba enviados de América cerca de seis mil duros. Otro, que vivía tierra adentro, entre indios, en unas montañas muy altas a las que llamaban los Andes, había comprado un predio en Ibiza, que cultivaba su padre. ¡Y el pillo de Pepet, más listo para las letras que los demás, negábase a seguir tan hermosos ejemplos!… Había para matarlo.

La noche anterior, en un momento de calma, cuando Pep descansaba en su cocina con el brazo fatigado y el gesto triste del padre que acaba de pegar fuerte, el atlot, rascándose los golpes, había propuesto un arreglo. Sería cura; obedecería al siñó Pep pero antes deseaba ser hombre, ir con los muchachos de la parroquia a hacer música, bailar los domingos, mezclarse en los cortejos, tener novia, llevar un cuchillo en la faja. Esto último era lo que deseaba con mayores ansias. Si su padre le regalaba el cuchillo del abuelo, él pasaría por todo.

 

¡El gabinet del güelo, pare!—imploraba el muchacho—. ¡El gabinet del güelo!

Por obtener el cuchillo del abuelo sería cura, y hasta si era preciso viviría solitario, de la limosna de las gentes, como los ermitaños que estaban a orillas del mar en el santuario de los Cubells. Al recordar el arma venerable, brillaban sus ojos con fulgores de admiración y se la describía a Febrer. ¡Una joya! Era una antigua lima de acero aguzada y bruñida. Podía atravesarse con ella una moneda, ¡y en manos de su abuelo!… Su abuelo era un hombre famoso. El nieto no le había conocido, pero hablaba de él con admiración, colocando su memoria por encima del mediano respeto que le inspiraba el buenazo de su padre.

Luego, a impulsos de su deseo, se atrevía a implorar la protección de don Jaime. ¡Si quisiera darle ayuda!… Bastaría que pidiese una vez el famoso cuchillo, para que su padre se lo entregara al instante.

Febrer acogió esta demanda con risa bondadosa.

–Tendrás el cuchillo, muchacho. Y si tu padre no quiere entregarlo, yo te compraré otro cuando vaya a la ciudad.

Esta certeza entusiasmó al Capellanet. Necesitaba ir armado para poder mezclarse con los hombres. Su casa iba a verse frecuentada por los atlots más valerosos de la isla. Margalida era ya moza e iba a comenzar el festeig. El siñó Pep había sido rogado por los atlots con objeto de que fijase día y hora para la visita de los cortejantes.

–¡Ah! ¡Margalida!—dijo Febrer con asombro—. ¡Margalida con novios!…

Lo que él había visto en tantas casas de la isla parecíale un espectáculo absurdo en Can Mallorquí. Se había olvidado de que la hija de Pep era una mujer. ¿Pero realmente aquella niña, aquella muñeca blanca e ingenua, podía gustar a los hombres?… Sentía la extrañeza del padre que ha enamorado en otro tiempo a muchas mujeres, y juzgando luego por su propia sensibilidad, no puede comprender que su hija inspire pasiones.

Pasados algunos instantes ya no la vio así. Margalida era otra a sus ojos: era una mujer. La transformación le dolía. Creyó que acababa de perder algo, pero se resignó ante la realidad.

–¿Y cuántos son?—dijo con voz algo apagada.

Pepet agitó una mano al mismo tiempo que elevaba los ojos a la bóveda de la torre. ¿Cuántos?… Aún no se sabía con certeza. Lo menos treinta. Iba a ser un festeig del que se hablaría en toda la isla; y eso que muchos, aunque se comían a Margalida con los ojos, no osaban entrar en el cortejo, dándose de antemano por vencidos. Como su hermana había pocas en la isla: guapa, alegre y con un buen pedazo de pan, pues el siñó Pep hablaba en todas partes de dar Can Mallorquí al yerno cuando él muriese. ¡Y el hijo que se reventase con la sotana a cuestas al otro lado del mar, sin ver más atlotas que las indias! ¡Futro!…

Pero su indignación duró poco. Entusiasmábase al pensar en los mozos que iban a acudir a su casa dos veces por semana para hacer la corte a Margalida. Iban a venir hasta de San Juan, al otro extremo de la isla, el pueblo de los hombres valientes, donde muchos evitaban salir de su casa apenas cerraba la noche, sabiendo que cada ribazo servía de sostén a una pistola y cada árbol de guarida a una escopeta, y todos esperaban pacientemente la satisfacción de un agravio recibido muchos años antes; la patria de las temibles «fieras de San Juan». Juntos con estos personajes vendrían otros de los demás cuartones, y muchos tendrían que caminar leguas para llegar a Can Mallorquí.

El Capellanet regocijábase pensando en los mozos arrogantes que iba a conocer. Todos le tratarían como un compañero, por ser hermano de la novia; pero de estas futuras amistades la que más le halagaba era la de Pere, apodado el Ferrer por su oficio de herrero, un hombre cercano a los treinta años, del que se hablaba mucho en la parroquia de San José.

El muchacho lo admiraba como gran artista.

Cuando se decidía a trabajar, fabricaba las más hermosas pistolas que se conocían en los campos de Ibiza. Pepet enumeraba su trabajo. Le enviaban de la Península cañones viejos de escopeta—lo viejo inspiraba respeto al atlot—y los montaba a su modo en culatas de pistola esculpidas con bárbara fantasía, añadiendo a la obra prolijos adornos de plata. Arma salida de sus manos podía cargarse hasta la boca, sin miedo a que reventase.

Pero otra circunstancia más importante aumentaba su admiración por el Ferrer. Lo declaró en voz baja, con un tono de misterio y respeto:

El Ferrer és un verro.

¡Un verro!… Jaime quedó pensativo unos instantes, coordinando sus recuerdos sobre las costumbres de la isla. Un gesto expresivo del Capellanet ayudó a su memoria. Un verro es un hombre cuyo valor no necesita probarse, pues tiene pudriendo tierra uno o varios ejemplos de la dureza de su mano o de lo certero de su puntería.

Pepet, para que los suyos no quedasen por debajo del Ferrer, volvió a recordar a su abuelo. También había sido verro, pero los antiguos sabían hacer mejor las cosas. Aún se acordaban en San José de la habilidad con que el güelo despachaba sus asuntos: un golpe nada más con el famoso cuchillo, y después las precauciones tan bien tomadas que siempre se presentaban testigos para declarar que lo habían visto al otro extremo de la isla a la misma hora en que agonizaba el enemigo.

El Ferrer era un verro con menos fortuna. Hacía medio año que había desembarcado, después de pasar ocho en un presidio de la Península. Le habían condenado a catorce, pero le alcanzaron varios indultos. El recibimiento fue triunfal. ¡Un hijo de San José que regresaba de tan heroico destierro!… No debían mostrarse menos entusiastas que los vecinos de otras parroquias, que acogían a sus verros con grandes agasajos. Y bajaron al puerto de Ibiza, el día de la llegada del vapor, los parientes lejanos del Ferrer, que eran medio pueblo, y todo el resto del vecindario por puro patriotismo. Hasta el alcalde hizo el viaje, seguido de su secretario, para conservar las simpatías de sus administrados. Los señores de la ciudad protestaban con indignación de estas costumbres bárbaras e inmorales de la payesía, mientras hombres, mujeres y chiquillos asaltaban el vapor, ansioso cada uno de ser el primero en estrechar la mano del héroe.

Pepet se acordaba de la vuelta del verro a San José. Él también había figurado en la comitiva, larga hilera de carros, caballos, asnos y peatones, como si el pueblo entero emigrase. En todas las tabernas y ventorros del camino deteníase la romería, y el grande hombre era obsequiado con jarros de vino, pedazos de sobreasada y copas de figola, licor de hierbas de la isla. Admiraban su traje nuevo—un traje de señor que había comprado al salir del presidio—, se asombraban en silencio de la desenvoltura de sus maneras, del aire de buen príncipe con que acogía a sus antiguos amigos, protegiéndolos con el gesto y la mirada. Muchos le envidiaban. ¡Lo que aprende un hombre saliendo de la isla! ¡No hay como correr el mundo!… El antiguo herrero los abrumó a todos con la superioridad de sus recuerdos durante el viaje a San José. Luego, en el espacio de varias semanas, la tertulia en la taberna del pueblo, a la caída de la tarde, resultó interesantísima. Las palabras del verro se repetían de hogar en hogar por todos los esparcidos caseríos del cuartón, viendo cada payés algo honroso para su parroquia en estas aventuras del convecino.

El Ferrer no se cansaba de alabar las bellezas del establecimiento en el que había permanecido ocho años. Olvidaba las cóleras y tristezas sufridas allá. Todo lo veía al través de ese amor a lo pasado que desfigura los recuerdos.

Él no había vivido, como ciertos infelices, en un establecimiento penal de las llanuras manchegas, donde hay que subir el agua a lomos de hombre, sufriendo los tormentos de un frío ártico. Tampoco había estado en los presidios de la vieja Castilla, donde la nieve blanquea los patios y los huecos de las rejas. Venía de Valencia, del penal de San Miguel de los Reyes, llamado Niza, a causa de la dulzura de su clima, por los habituales pensionistas de dichos establecimientos. Hablaba con orgullo de esta casa, lo mismo que un rico estudiante recuerda los años pasados en una universidad inglesa o alemana. Altas palmeras sombreaban los patios, ondeando su capitel de plumas por encima de los tejados. Desde las rejas llegaba a verse toda la extensión de la huerta valenciana, con los frontones triangulares y blancos de sus barracas, y más allá el Mediterráneo, una faja azul inmensa, tras cuyo lomo se ocultaba el peñón natal, la isla amada. Tal vez había pasado por ella el viento cargado de emanaciones salinas y ardores vegetales que se colaba como una bendición en las hediondas cuadras del presidio. ¡Qué más podía desear un preso!… La vida era dulce: se comía a sus horas, siempre de caliente; había orden, y el hombre no tenía más que obedecer, dejarse llevar. Se hacían buenas amistades; se trataba uno con gentes notables, que jamás hubiese conocido de permanecer en la isla. Y el Ferrer hablaba con orgullo de sus amigos. Unos habían tenido millones y paseado en lujosos carruajes allá en Madrid, ciudad casi fantástica, cuyo nombre sonaba en los oídos de los isleños como el de Bagdad para el pobre árabe del desierto que escucha un relato de Las mil noches y una noche. Otros habían corrido medio mundo antes de que la desgracia les confinase en el encierro, y recordaban ante un corro absorto sus aventuras en tierras de negros o en países donde los hombres eran amarillos o verdes y llevaban trenzas mujeriles. En aquel antiguo convento, grande como un pueblo, vivía lo mejor de la tierra. Algunos habían ceñido espada y mandado hombres; otros habían manejado papeles sellados e interpretado la ley. ¡Hasta un cura había sido compañero de cuadra del Ferrer!…