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La Tierra de Todos

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Watson y Robledo vestían trajes obscuros. Los dos se habían visto obligados á cambiar de ropa todas las noches, para no parecer «inarmónicos»– como decía el español— en medio de esta elegancia absurda creada por la presencia de Elena.

Como el norteamericano estaba fatigado de su trabajo en los canales, tuvo que sofocar numerosos bostezos, y al fin se levantó para retirarse á su dormitorio. Elena le miraba ahora con interés, y no ocultó su despecho al ver que desaparecía, saludándola fríamente, como si nada le importase alejarse de ella.

El aquel momento Canterac estaba retenido por su conversación con el marqués, Moreno hablaba con Robledo, y á Pirovani le pareció oportuno no dejar que transcurriese más tiempo sin exponer á Elena lo que pensaba.

– Temía hablar, señora marquesa; pero al fin me decido, y ¡allá va!… Este marco es indigno de su hermosura y su elegancia.

Y el contratista abarcó con una mirada de desprecio la habitación y todos sus muebles.

– Si usted quiere, desde mañana puede instalarse en mi casa. Suya es. Yo me alojaré en la vivienda de uno de mis empleados.

No mostró Elena gran asombro. Parecía que esperase desde mucho antes esta proposición, como si ella misma se la hubiese sugerido lentamente al contratista. Pero no por ello dejó de hacer gestos de protesta, al mismo tiempo que sonreía y acariciaba con sus ojos á Pirovani.

Finalmente pareció ablandarse, y prometió que estudiaría la proposición, consultando á su esposo antes de decidirse.

Esta consulta fué al día siguiente, mientras Robledo y Watson se hallaban en las obras de los canales.

Torrebianca, á pesar de la sumisión con que acogía ordinariamente las proposiciones de su mujer, se mostró escandalizado. Le era imposible aceptar la generosidad de Pirovani.

– ¿Qué pensará la gente al ver que nos cede una casa que es su orgullo?…

Y movía su cabeza con enérgicas negativas. Surgió en su interior una repulsión de casta, al pensar que pudiera protegerle aquel compatriota de gustos ordinarios. No le era antipático; pero nunca le admitiría como un igual.

Elena acabó por irritarse, cansada de sus protestas.

– Tu amigo Robledo nos protege, y sin embargo no se te ocurre por eso que pueda murmurar la gente… ¿Qué tiene de extraordinario que un amigo nuevo nos demuestre su simpatía cediéndonos su casa?

Estaba tan acostumbrado Torrebianca á obedecer á su esposa, que bastaron las últimas palabras de ella para quebrantar su resistencia. Sin embargo, aún insistió en sus negativas, y Elena añadió para convencerle:

– Comprendo tus escrúpulos, si la casa fuese regalada; pero es simplemente alquilada. Así se lo he dicho á Pirovani. Tú le pagarás el alquiler cuando la empresa dirigida por Robledo retribuya tus trabajos.

El marqués lo aceptó todo al fin, con un gesto de resignación. Parecía más viejo y más desalentado, como si le royese lentamente una dolencia moral.

– Hágase lo que tú quieras. Mi único deseo es verte feliz.

Al día siguiente visitó su esposa la casa de Pirovani, para conocerla por entero antes de proceder á su instalación en ella.

La recibió el contratista en lo alto de la escalinata, acompañándola después por las diversas habitaciones, pálido de emoción al verse á solas con la «señora marquesa». Ésta, para darse aires de dueña, ordenó inmediatamente á la servidumbre que cambiase algunos muebles de sitio. El italiano elogió su buen gusto de gran dama, guiñando un ojo á la mestiza, su ama de llaves, para que se uniese á esta admiración.

Llegaron al dormitorio que había sido del italiano y en adelante sería de ella. Encima de todos los muebles había grandes paquetes en papel fino, atados y sellados de los que se desprendían gratos olores. Los fué abriendo el contratista, y quedaron visibles docenas de frascos de esencias y de cajas de jabón, así como otros artículos de tocador; todo el encargo enorme hecho á Buenos Aires, que parecía acariciar los ojos con el brillo de sus botellitas de cristal tallado, de sus estuches con forros de seda y pieles finas, de sus etiquetas de oro, al mismo tiempo que cosquilleaban el olfato unos perfumes de jardín sobrenatural.

Ella iba de asombro en asombro, y acabó por reir, lanzando exclamaciones alegres é irónicas.

– ¡Qué generosidad!… Hay para poner una tienda de perfumista.

Pirovani, cada vez más pálido, enardecido por esta sonrisa y por la soledad, intentó aproximar su boca á la de ella, besándola. Pero como Elena esperaba desde mucho antes este ataque, le fué fácil repelerlo avanzando sus dos manos enérgicamente, á la vez que decía:

– Eso equivale á quererme hacer pagar el alquiler de la casa, como un vil comerciante. En tal caso, ya no hay regalo. ¡Y yo que le creía á usted un gentleman!…

Sintió cierta lástima al darse cuenta de la confusión de Pirovani. El pobre temía no haber procedido con el tacto de un hombre elegante. Para consolarlo puso su mano derecha junto á la boca de él.

– Conténtese con esto— dijo.

El italiano besó la mano con entusiasmo, y fueron tan repetidos sus besos, que al fin tuvo ella que retirarla, amenazándole con un dedo para que guardase prudencia.

Luego continuó la visita de la casa, llevando al contratista tras de sus pasos. Parecía arrepentido de su audacia y arrepentido al mismo tiempo de la docilidad con que había obedecido á aquella mujer.

Pero por encima de tan opuestos sentimientos paladeaba una sensación de triunfo al recordar el contacto de aquella mano fina y olorosa. Esto le hizo persistir mentalmente en su opinión:

«¡Oh, las grandes señoras!… No hay mujeres como ellas.»

Capítulo VIII

El aspecto de la casa de Pirovani cambió mucho al instalarse en ella los Torrebianca.

Las ventanas lucían ahora, á través de sus vidrios, unas cortinas flamantes. Ya no se mostraban en las galerías exteriores las domésticas mal vestidas y realizando al aire libre ciertos trabajos de limpieza. La presencia de aquella señora tan hermosa y elegante había impuesto á la servidumbre nuevos cuidados personales. Hasta la gorda Sebastiana iba vestida todos los días «de domingo», como decían sus amigas.

Otra novedad conoció el vecindario de la Presa con la instalación de Elena en la casa del contratista. El salón de Pirovani tenía un piano de media cola, que había permanecido cerrado hasta entonces. Lo compró el italiano en Buenos Aires por complacer á un compatriota suyo, dueño de un almacén de instrumentos de música. Además le habían dicho que un salón «distinguido» no está completo si carece de un piano, pero con cuerdas horizontales y la tapa á medio levantar. Y compró el valioso instrumento, sin esperanza de que llegase á la Presa un visitante capaz de utilizarlo.

Elena, que en sus horas de soledad era una fumadora insaciable, cuando se cansaba de ir con el cigarrillo en la boca de una á otra pieza examinando los adornos y comodidades de su nueva casa, abría el piano, dejando que sus dedos corriesen sobre las teclas. Así pasaba las horas, recordando romanzas de su juventud, casi ignoradas por la generación que había seguido á la suya, ó repitiendo la música que era de moda cuando ella huyó de París.

Muchas veces, entusiasmada por estas evocaciones del pasado, sentía la necesidad de unir su voz á la del instrumento. Sus cantos hacían que Sebastiana y las otras criadas abandonasen los trabajos en el corral, avanzando lentamente hacia el interior de la casa con la expresión de amansamiento de las bestias subyugadas por la voz y la lira de Orfeo.

Una parte del vecindario sentía igualmente esta atracción. Apenas cerrada la noche, cuando los trabajadores habían terminado su cena, muchos chiquillos y mujeres se encaminaban á la casa de Pirovani, sentándose en el suelo á alguna distancia de ella, para contemplar las ventanas, levemente teñidas de rojo. Si algunos niños impacientes empezaban á perseguirse en sus juegos, las madres les imponían silencio:

– ¡Callad, malditos, que la señora va á cantar!…

Y se estremecían con una emoción religiosa al oir los sonidos del piano y la voz de Elena. Era como la melodía de un mundo lejanísimo que iba llegando á través de las paredes de madera hasta esta muchedumbre simple de gustos, que en punto á música llevaba varios años sin oir otra que la de las guitarras del boliche.

Algunos hombres venían á unirse al público rudo, enardecidos por un sentimiento en el que se mezclaban la admiración y el deseo. Los mismos que habían mirado con indiferencia á la niña de la estancia de Rojas por parecerles un muchacho, se entusiasmaban viendo pasar á caballo, con falda de amazona, á la marquesa de Torrebianca.

– Eso es una mujer… ¡Vaya unas curvas!

Y al oir su canto, quedaban como embobados por una delicia voluptuosa. Según ellos, sólo una mujer de gran hermosura podía cantar así.

Una semana después de haberse instalado los Torrebianca en la nueva vivienda anunció Sebastiana á sus amigas que la señorona, á partir de aquella noche, iba á recibir diariamente á sus amistades, lo mismo que hacían las damas ricas de Buenos Aires. Este anuncio sirvió para que las comadres de la Presa se imaginasen algo nunca visto; y después de la cena empezaron á formarse grupos de curiosos frente á las ventanas iluminadas. Algunas mujeres se ponían una mano junto al oído pura escuchar mejor, imponiendo silencio á las compañeras con sus codazos. Elena, sentada al piano, cantaba romanzas sentimentales mientras iban llegando sus invitados.

Los primeros en presentarse fueron el ingeniero francés y Moreno. Este último, para completar el frac, oculto bajo su gabán, había creído necesario ponerse un sombrero de copa. Él no era como Pirovani, que se presentaba vistiendo traje de etiqueta y tocado con un sombrero flexible. La señora marquesa, por ser dama del gran mundo, debía haberse fijado, indudablemente, en estas faltas de elegancia.

 

Canterac, al pisar el primer peldaño de madera, se detuvo para decir á su compañero:

– No debía entrar. Esta casa pertenece al intrigante Pirovani, hombre que aborrezco… Pero temo que la marquesa se queje si no me ve en su reunión.

Moreno, que era amigo de todos y no llegaba á enfadarse verdaderamente con nadie, creyó necesario defender al ausente.

– ¡Si ese italiano es una buena persona!… Tengo la certeza de que le quiere á usted mucho.

Pero Canterac no podía admitir palabras conciliadoras.

– Es un hombre falto de tacto, que se empeña en atravesarse en mi camino… Esto acabará mal para él.

Entraron en la casa, y el marqués vino á saludarles en el recibimiento. Luego pasaron al salón, quedando los tres inmóviles, mientras Elena continuaba su canto como si no los hubiese oído llegar.

Otros dos invitados se encontraron frente á la casa: Robledo y Pirovani. Éste llevaba un gabán de pieles nuevo sobre el frac y se cubría con un sombrero de copa no menos flamante, pedido á Bahía Blanca por telégrafo, como si un duende familiar le hubiese avisado los malos comentarios de su amigo Moreno.

De los grupos de curiosos, medio ocultos en la sombra, partieron risas y cuchicheos. Unos se burlaban del tubo de seda brillante que el contratista se había puesto en la cabeza; otros lo admiraban con orgullo egoísta, como si el tal sombrero aumentase la importancia de la vida en el desierto.

– Vengo de visita á mi propia casa— dijo Pirovani con el deseo de que el otro admirase su generosidad.

– Ha hecho usted mal en cederla— se limitó á contestar Robledo.

El italiano tomó un aire de hombre superior.

– Convendrá usted en que su casa no era la más adecuada para que viviese en ella tan gran señora. Yo, aunque no he estudiado, conozco los deberes de un hombre de buena educación, y por eso…

Robledo levantó los hombros y siguió adelante, como si no quisiera escucharlo. El contratista marchó detrás de él, y, señalando una de las ventanas iluminadas, dijo con entusiasmo:

– ¡Qué voz de ángel!… ¡Qué alma de artista!

Volvió Robledo á levantar los hombros, y los dos entraron en la casa.

Al llegar al salón se unieron á los tres varones que escuchaban inmóviles y apenas Elena hubo lanzado la última nota de su romanza, el italiano empezó á aplaudir y á dar gritos de entusiasmo. Canterac y el oficinista, por no ser menos, prorrumpieron igualmente en manifestaciones de admiración, expresándolas cada uno con arreglo á su carácter.

En la nueva casa las reuniones iban á ser menos simples y austeras que en el alojamiento de Robledo. Sebastiana, que sólo creía en el mate, remedio, según ella, de toda clase de enfermedades y suprema delicia del paladar tuvo que servir á los invitados, ayudada por dos criaditas mestizas, varias tazas de agua caliente con una cosa llamada té.

Fingiendo ocuparse de la buena marcha del servicio, evolucionó Elena entre aquellos tres hombres que la seguían ávidamente con los ojos, mientras vacilaban las tazas en sus manos, derramando á veces su contenido sobre los platillos. Los tres admiradores intentaron repetidas veces conversar con ella; pero era tan hábil para repelerlos dulcemente, que acababan por dialogar con su marido. En cambio, la marquesa buscaba al único hombre que no había mostrado interés en hablarla. Al fin consiguió en una de sus evoluciones sentarse á un extremo del salón, con Robledo al lado de ella.

– Indudablemente, Watson no ha querido venir— dijo al español— . Cada vez estoy mas convencida de que no le soy simpática á él… ni tampoco á usted.

Robledo se defendió de esta acusación con gestos más que con palabras; pero como ella insistiese en presentarse cual una víctima de la injusta antipatía de los dos asociados, el ingeniero acabó por contestar:

– Watson y yo somos amigos de su marido, y nos da miedo ver la ligereza con que hace concebir usted ciertas esperanzas, tal vez equivocadas, á los que la visitan.

Elena empezó á reir, como si la regocijasen las palabras de Robledo y el tono de gravedad con que las había dicho.

– No tema usted. Una mujer que no ha nacido ayer y conoce el mundo, como yo lo conozco, no va á comprometerse y á hacer locuras por esos.

Y abarcó en una mirada irónica á sus tres pretendientes, que seguían al lado del marqués.

– Yo no supongo nada— dijo Robledo en el mismo tono— . Veo lo presente, como vi otras cosas en París… y me da miedo el porvenir.

Quedó indecisa Elena mirando á su interlocutor, como si dudase entre continuar riendo ó mostrarse enfadada. Al fin habló con el tono grave de una persona ofendida:

– No me considero mejor ni peor que otras. Soy simplemente una mujer que nació para vivir en la abundancia y en el lujo, y jamás ha encontrado un compañero capaz de darle lo que le corresponde.

Se miraron en silencio largo rato, y ella añadió:

– Los que me desearon no pudieron proporcionarme cuanto necesito para mi vida, y los que hubieran podido satisfacer mis deseos nunca se fijaron en mí.

Bajó la cabeza como desalentada, murmurando contra su destino.

– Usted no sabe qué vida ha sido la mía. Necesito la riqueza; es algo indispensable para mi existencia, y he pasado lo mejor de mi juventud corriendo inútilmente tras de ella. Cuando imaginé tenerla entre mis manos, la vi desvanecerse, para reaparecer más lejos, obligándome á una nueva carrera… ¡Y así ha sido siempre!

Calló un instante, concentrando su pensamiento, para añadir con el mismo tono que si hiciera una confesión:

– Los hombres no pueden comprender las angustias y las ambiciones de las mujeres de ahora. Necesitamos para vivir muchísimo mas que las hembras de otros tiempos. El automóvil y el collar de perlas son el uniforme de la mujer moderna. Sin ellos, toda la que reflexiona un poco y puede darse cuenta de su situación se siente infeliz… Yo los tuve algunas veces, pero sin tranquilidad, «sin solidez», temiendo perderlos al día siguiente. Como todos necesitamos escuchar, para seguir viviendo, la canción de la esperanza, espero ahora que mi marido ganará aquí una fortuna, ¡no sé cuándo!… y esto me hace soportar el horrible destierro.

Luego continuó con tristeza:

– ¿Y qué ganará?… Centavos tal vez, cuando usted lleve ya ganados miles y miles de pesos… ¡Ay! Yo merecía otro hombre.

Volvió á levantar la cabeza para sonreir melancólicamente mirando al español.

– Tal vez mi felicidad hubiese sido encontrar un compañero como usted: animoso, enérgico, capaz de domar á la fortuna rebelde… Y á usted, para ser un verdadero triunfador, le ha faltado una mujer que le inspirase entusiasmo.

Robledo sonrió á su vez con aire bonachón.

– Ya es tarde para hablar de esas cosas…

Pero ella le miró fijamente, al mismo tiempo que protestaba de su desaliento. Nunca es tarde en la vida para nada. Los hombres enérgicos son como ciertas tierras exuberantes del trópico, en las que se conoce la muerte pero no la vejez, renovándose sobre ellas una primavera incansable. Disponen de la voluntad que manda á la imaginación, y la imaginación es un pintor loco que anima con los colores de su paleta el lienzo gris de la realidad.

Elena, al hablar así, había aproximado su rostro al de él. Sus ojos parecían querer penetrar en los ojos de Robledo. Éste, por un momento, sintió cierta turbación; pero se repuso en seguida, haciendo un gesto negativo.

– Muy interesante lo que usted dice, amiga mía, pero los hombres verdaderamente enérgicos no gustan de resucitar falsas primaveras, por las complicaciones que esto trae.

Continuaron hablando. Ella quiso recordar otra vez su pasado.

– ¡Si yo le contase mi historia!… Todas las mujeres tienen la pretensión de que su vida ha sido una novela, que sólo necesita ser contada con cierta habilidad para que interese al mundo entero. Yo no aspiro á que mi pasado sea interesante; únicamente lo creo triste, por la desproporción que siempre hubo en él, entre lo que yo creo merecer y lo que la vida ha querido darme.

Se detuvo un momento, como si acabara de ocurrírsele una idea penosa.

– No crea usted que soy una de esas advenedizas hambrientas de goces y comodidades, por lo mismo que no los conocieron nunca. En mí ocurre lo contrario: necesito el lujo y el dinero para vivir porque me rodearon al nacer. Fui rica en mi infancia y pobre en mi juventud. ¡Lo que he luchado para ocupar otra vez mi antiguo rango y vivir de acuerdo con mi primera educación!… Y la lucha continúa… y las catástrofes se repiten… y cada vez me veo más lejos del punto de donde partí. Ahora estoy en uno de los rincones más olvidados de la tierra, llevando una existencia casi igual á la de las gentes que vivieron en los primeros tiempos de la Historia. ¡Y todavía me censura usted!…

Robledo se excusó.

– Yo soy su amigo, el amigo de su marido, y lo único que hago es avisarla al verla marchar en mala dirección. Considero peligroso el juego que se permite usted con esos hombres.

Y señaló á los tres personajes de la Presa, que seguían hablando con Torrebianca.

– Además, antes de su llegada, la vida era aquí un poco monótona, pero tranquila y fraternal. Ahora, con su presencia, los hombres parecen haber cambiado; se miran hostilmente, y temo que sus rivalidades, hasta el presente algo pueriles, terminen de un modo trágico. Usted olvida que vivimos lejos de los demás grupos humanos, y este aislamiento nos hace retroceder poco á poco á la vida bárbara. Nuestras pasiones, domesticadas por la existencia en las ciudades, pierden aquí su educación y saltan en libertad. Mucho cuidado con ellas; es peligroso tomarlas con motivo de juego.

Elena rió de sus temores, y hubo en su risa cierto desprecio, no pudiendo comprender tal pusilanimidad en un hombre fuerte.

– Déjeme que tenga mi corte. Necesito estar rodeada de admiradores, como les ocurre á los grandes artistas vanidosos. ¿Qué sería de mí si me faltase el placer de la coquetería?…

Luego añadió, frunciendo el ceño y con voz irritada:

– ¿Qué otra cosa puedo hacer aquí? Ustedes tienen el trabajo que les distrae, sus luchas con el río, las exigencias de los obreros. Yo me aburro durante el día; hay tardes que pienso en la posibilidad de matarme; y únicamente cuando llega la noche y se presentan mis admiradores encuentro un poco tolerable mi destierro… En otro sitio tal vez me hiciesen reir esos hombres; pero aquí me interesan. Resultan un verdadero hallazgo en esta soledad.

Miró con una ironía risueña hacia donde estaban sus tres solicitantes, y continuó:

– No tema usted, Robledo, que pierda la cabeza por ellos. Me doy cuenta de mi situación.

Se comparaba con un viajero de la altiplanicie patagónica que no llevase mas que un cartucho en su revólver y se viera atacado por un grupo de vagabundos de los que merodean cerca de la Cordillera. De hacer fuego, sólo podía derribar á un enemigo, arrojándose los otros sobre él al verle indefenso. Era preferible prolongar la situación amenazándolos á todos, pero sin disparar.

– Me causa risa el pensamiento de que yo pudiera decidirme por uno de ellos. No son estos hombres los que me harán perder la cabeza. Pero aunque alguno de los tres me interesase, guardaría mi prudencia, temiendo lo que harían ó dirían los demás al verse desahuciados. Es mejor mantenerlos á todos en la inquieta felicidad de la esperanza.

Y notando que su larga conversación con el español producía malestar y escándalo en los otros visitantes, se levantó para ir hacia ellos.

– ¿Quién de ustedes me da un cigarrillo?…

Los tres salieron á su encuentro á la vez, ofreciendo sus pitilleras, y la rodearon como si quisieran disputarse á golpes sus palabras y sus gestos.

La primera tertulia de la marquesa de Torrebianca terminó después de media noche, hora inusitada en aquel destierro. Solamente ciertos sábados, en que los trabajadores recibían la paga de medio mes, llegaban á horas tan avanzadas las fiestas en el boliche del Gallego.

Toda la mañana siguiente anduvo Sebastiana adormecida y con los pies torpes por haberse levantado al amanecer, como era su costumbre, después de mantenerse despierta hasta que se marcharon los invitados.

Estaba en una de las galerías exteriores, riñendo con voz queda á las criaditas mestizas para que no despertasen con los ruidos de la limpieza á la dueña de la casa, cuando repentinamente pareció olvidar su cólera, poniéndose una mano sobre los ojos para ver mejor. Un jinete encabritaba su caballo en mitad de la calle, agitando al mismo tiempo un brazo para saludarla.

– ¡Mi señorita linda!… Siempre me cuesta el conocerla con su traje de varoncito. ¿Cómo le va?…

Y bajó apresuradamente los escalones de madera, atravesando la calle para ir al encuentro de Celinda Rojas.

 

No se habían visto desde el día que Sebastiana abandonó la estancia; y ahora, por odio á don Carlos, creyó conveniente la mestiza enumerar las magnificencias de su nueva situación.

– Una gran casa, señorita, sea dicho sin ofender á la suya. La plata corre como agua de acequia. Además, la patrona, una gringa bien, nació, según dicen, marquesa allá en su tierra. El italiano, que es un demonio para roerles la plata á los trabajadores, en cuanto se trata de esta señorona parece medio zonzo, y se cuida de que no la falte nada. Anoche hubo reunión con música. Yo pensé en usted, niña linda, y me dije: «¡Cómo le gustaría á mi patroncita oir cantar á esta marquesa!»

La amazona escuchaba haciendo signos afirmativos, como si su curiosidad se excitase al oir este relato.

Para aumentar su admiración, fué Sebastiana enumerando todas las personas que habían estado en la fiesta.

– ¿Y no te olvidas de alguno más?– preguntó Celinda al terminar ella su lista— . ¿No estuvo don Ricardo, ese que trabaja con don Manuel, el de los canales?

Movió su cabeza la mestiza negativamente.

– En toda la noche vi á ese gringo.

Luego empezó á reir, dándose sonoras palmadas en uno de sus muslos de relieve elefantíaco, lo que marcó su enorme redondez bajo la ligera faldamenta.

– Ya lo sé, mi niña, ya lo sé… Me han hablado de que usted y el gringo van siempre juntos á caballo por esos pagos, y no pasa día sin que se encuentren… Si alguna vez se dan un beso, busquen un lugar donde nadie los vea. Mire que la gente de aquí es muy habladora y no quiere otra cosa. Además, los que mandan en eso de las obras del río tienen unos anteojos muy largos que lo descubren todo de lejos…

Celinda se ruborizó, al mismo tiempo que intentaba protestar.

– ¡Si me parece muy bien!– siguió diciendo la mestiza— . Ese don Ricardo es un buen mozo y excelente persona. Un gran marido para usted, si es que don Carlos, con el geniazo que Dios le ha dado, no se opone. Los gringos de América, cuando no beben, son buenazos. Yo tengo una amiga que se casó con uno que es maquinista, y lo lleva de la nariz adonde quiere. Conozco otra que…

Pero la amazona no sentía interés por tales historias, y la interrumpió:

– Entonces, don Ricardo no vino anoche.

– Ni anoche ni las otras noches. Entoavía no ha aparecido por aquí.

La miró Sebastiana con malicia, al mismo tiempo que una sonrisa bondadosa dilataba su rostro carrilludo y cobrizo.

– ¿Ya tiene celos, niña?… No se ponga colorada por eso. A todas nos pasa lo mismo cuando queremos á un hombre. Lo primero que pensamos es que alguna nos lo va á quitar… Pero aquí no hay motivo. Usted es una perla, patroncita. Esa señorona también es hermosa, principalmente cuando acaba de peinarse y se ha puesto en la cara tantas cosas que huelen bien, traidas de la capital. Pero comparada con usted… ¡qué esperanza!… A mi niña casi la he visto yo nacer, y la marquesa no debe acordarse ya de cuándo vino al mundo.

Luego, pensando en sí misma, creyó necesario añadir:

– A decir verdad, la marquesa no debe tener muchos años… Pero ¿quién no resulta vieja al lado de usted, preciosura?… No todas podemos ser un botón de rosa.

Calló un momento para mirar á un lado y á otro; y después, bajando la voz y empinándose sobre las puntas de los pies para estar más cerca del rostro de Celinda, dijo con la alegría de una comadre que puede chismorrear libremente:

– Sepa, lindura, que muchos van detrás de ella; pero ninguno es don Ricardo. Al pobre gringo le basta con quererla á usted, ramito de jazmín. Los otros andan como avestruces detrás de la marquesa: el capitán, el italiano, el empleado del gobierno que lleva los papeles; ¡todos locos, y mirándose como perros!… Y el marido no ve nada; y ella se ríe de ellos y se divierte en hacerlos sufrir… Yo creo que ningún hombre de los que vienen á la casa le gusta.

Celinda no parecía tranquilizarse con tales palabras. Antes bien, protestó de ellas mentalmente, pensando: «Watson no puede ser comparado con los otros.»

Necesitó exteriorizar su pensamiento, y dijo á Sebastiana:

– Será verdad que no le gustan los demás; pero don Ricardo es más joven que todos ellos; y estas mujeres que han corrido el mundo y empiezan á ponerse viejas, ¡resultan á veces tan… caprichosas!