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La Tierra de Todos

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Estas palabras y otras del ingeniero esparcieron la alarma después de los primeros momentos de estupefacción.

Don Roque fué corriendo á su casa para armarse y montar á caballo. Sus cuatro hombres, avisados por él, hicieron todo lo posible para seguirle, pero sólo tres lograron encontrar montura lista y armas de fuego prestadas por algunos vecinos, abandonando sus sables inútiles.

Mientras Robledo, vuelto á su vivienda, daba prisa al servidor español para que le preparase su caballo y se ceñía el revólver con una canana llena de cartuchos, envió aviso á los capataces de sus obras que vivían cerca y tenían armas. Además, pidió al dueño del boliche un magnífico rifle americano que guardaba oculto debajo de su mostrador.

Otra preocupación de Robledo en aquel momento era impedir que se escapase don Carlos Rojas. Le había obligado á venir con él hasta su casa, aconsejándole prudencia.

– Porque usted llegue allá media hora antes no va á evitar lo que haya ocurrido. En cambio, si va solo puede verse á merced de esos bandoleros. Un poco de paciencia y saldremos todos juntos.

El estanciero recibía sus consejos con gruñidos impacientes, temblando al mismo tiempo de cólera y de inquietud. Se apartó Robledo unos instantes de la puerta de su casa para ir al encuentro de algunos hombres convocados por él y explicarles lo que debían hacer. Se presentó también el dueño del boliche con el rifle americano, entregándolo solemnemente á su compatriota como si le confiase toda su familia.

Aprovechó don Carlos este alejamiento momentáneo de Robledo, y saltando sobre su caballo lo hizo salir á todo galope, sin prestar atención á los gritos que acompañaron su fuga.

Después de este acto del impaciente Rojas, se fué organizando la expedición, compuesta de una docena de jinetes, todos con carabinas, y al frente de los cuales se colocaron el ingeniero y el comisario.

La noticia había circulado por el pueblo y acudieron grupos de mujeres y chiquillos para ver la salida de la tropa montada. Cuando el pelotón de jinetes fué pasando ante la casa que había sido de Pirovani, Robledo miró sus ventanas con cierta inquietud.

«¡Si iremos— se dijo— al encuentro de otra desgracia proporcionada por esa mujer!»

En aquel momento Watson abandonaba su caballo y seguido de Cachafaz empezó á arrastrarse entre ásperos matorrales. El mesticillo le había conducido á una altura arenosa, en el borde de la altiplanicie, desde la cual podían verse casi verticalmente las ruinas del rancho de la India Muerta.

El conocía de fama este sitio. Veinte años antes estaba habitado por gentes que hacían pastar sus ovejas en los campos inmediatos. Pero el capricho de los huracanes los había cubierto de pronto con una gruesa capa de arena. Además, el pozo del rancho, que proporcionaba un agua relativamente dulce, no ofrecía ya mas que sal líquida. Los hombres habían huído, arruinándose con rapidez las construcciones de adobes. Únicamente los vagabundos buscaban el abrigo de sus techos rotos.

Watson sintió cierto asombro al poder avanzar á gatas entre el ramaje de la colina arenosa sin que el ladrido de ningún perro avisase su presencia. Esto le hizo temer que Cachafaz se hubiera equivocado en sus deducciones y el rancho estuviese desierto. Pero el pequeño mestizo, que avanzaba delante de él, se detuvo entre dos matorrales y luego volvió el rostro, haciendo un gesto para que se aproximase.

Metió su cabeza igualmente entre las ramas, y pudo ver, veinte metros más abajo, una explanada arenosa, en el centro de la cual estaban las ruinas del rancho. Dos caballos iban de un lado á otro con paso tardo, buscando las hierbas ralas para mascarlas, y un hombre estaba sentado en el suelo teniendo un rifle sobre las rodillas.

Cachafaz le habló al oído tenuemente.

– Es uno de los que se llevaron á la patroncita.

Por más que miró Watson estirando su cuello, no pudo ver á otra persona. Retrocedió á rastras, abandonando su observatorio, y al llegar al pie de la colina sacó de un bolsillo un lápiz y una carta olvidada, de la que arrancó una hoja. Cachafaz le miró mientras escribía, con sus ojos de animalejo astuto, como si adivinase lo que iba á encargarle.

Le entregó Ricardo el papel, señalando á continuación el lugar donde había dejado su caballo.

– Corre al pueblo y da esta carta al señor Robledo el ingeniero, ó al comisario… Al primero que encuentres.

Quiso añadir nuevas explicaciones, pero el duende cobrizo ya no podía escucharlas. Se había lanzado cuesta abajo, y poco después saltaba sobre el caballo, desapareciendo al galope.

Volvió otra vez Ricardo á subir la ladera arenosa para observar lo que pasaba en el rancho. Ahora vió á dos hombres: el mismo de antes, que continuaba sentado en el suelo con su carabina sobre las rodillas, y frente á él, de pie y sin otras armas que las del cinto, un gaucho al que reconoció inmediatamente, pues era Manos Duras. Hablaban los dos, pero no pudo oir sus palabras por ser grande la distancia que le separaba de ellos. Esto hacía inútil su observación por el momento. Tampoco pudo pensar en atacarlos, ni aún valiéndose de la sorpresa. Sólo eran dos los enemigos que tenía á la vista, pero indudablemente los otros dos estaban en el interior de las ruinas, tal vez durmiendo.

«¿Dónde guardarán á Celinda?», pensó el joven.

Arrastrándose siempre entre los matorrales, empezó á seguir el contorno de la loma de arena, para poder ver las ruinas por el lado opuesto. Los dos bandoleros continuaron hablando, sin sospechar que sobre el borde de la pendiente que tenían junto á ellos se deslizaba un hombre espiándolos.

El acompañante de Manos Duras, que era el llamado Piola, le habló con tono de reconvención.

– Bien sabes vos que no me gustan negocios en que hay hembras de por medio. Casi nunca terminan bien, y además arman un bochinche de los demonios. Mejor era habernos ido á tomar «hacienda» en el Limay, para luego venderla en la Cordillera. Mejor también habernos llevado las vacas del viejo Rojas y convertirlas en plata, en vez de entretenernos como unos muchachos en robarle su vaquillona.

Manos Duras contestó con un gesto de hombre superior que no considera necesario explicar la conveniencia de sus actos. Piola continuo:

– Tal vez tengas vos tus razones para eso. Nosotros te ayudamos como hermanos, pero si te han dado plata por llevarte á esa señorita, debías partírtela con nosotros.

El gaucho tomó una actitud altiva.

– Nada de plata. Te expliqué que esto es venganza; la peor para ese viejito que me insultó… Ya sabés también nuestro trato. Me la guardáis, y luego, cuando estemos en la Cordillera, será para vosotros.

Piola sonrió con una alegría repugnante al oir mencionar este convenio.

– Bueno; te la guardaremos— dijo— . Tu serás el primero… sí es que vuelves á juntarte con nosotros no más lejos que mañana. Si tardas no la encontrarás entera… Pero ¿por qué no emprendes viaje ahora con nosotros? ¿Qué tienes que hacer en la Presa esta noche, que nos abandonas?

– Un cobro— contestó Manos Darás, con petulancia— . Quiero dejar mis cuentas bien arregladas antes de irme.

Como el otro no podía explicarse el optimismo de su compañero, empezó á hacer cálculos. Tal vez á aquellas horas ya se sabía en el pueblo lo ocurrido en la estancia de Rojas. Y si aún lo ignoraban, lo sabrían antes de que transcurriese mucho tiempo, ó sea tan pronto como volviese don Carlos á su casa después del inútil viaje á la Presa. ¿No temía Manos Duras que el comisario y las demás gentes del pueblo le atribuyesen el rapto de la muchacha?

– Puede que sea así— contestó el gaucho— , ¡pero me han supuesto tantas cosas, sin llegar á probarme ninguna!… Si me ven en el pueblo, acabarán por creer que no he tenido parte en este negocio. Ninguno de la estancia me ha visto. Además, me iré primeramente á mi rancho, por si alguien se allega por allá, y sólo á la tardecita entraré en la Presa, como otras veces… Creo que á media noche habré terminado mi negocio y podré salir para alcanzaros.

Guiñó un ojo Piola, señalando al mismo tiempo con su diestra el rancho inmediato.

– ¿Qué dice ella?

– Cree que nos la hemos llevado para pedirle dinero al viejo. No adivina lo que le aguarda… Es una muchacha «guapa», y no parece tener mucho miedo ahora que se le ha pasado el primer susto. ¡Pucha, lo que me dió que hacer cuando la traía en mi flete!… La tengo ahí dentro con las manos atadas, pues de no estar así se defiende y habrá que pegarla como á un hombre.

Manos Duras quedó pensativo, añadiendo luego con una sonrisa cínica:

– No he querido quedarme ahí dentro, porque vos comprenderás, hermano, que es muy expuesto estar á solas con una buena moza así… Te diré que hay otra que me gusta más, y espero verla muy pronto. Pero ésta también es de aprecio, y si uno está solo con ella, sopla el diablo, se empiezan á hacer cosas por entretenerse no más, pierde uno la razón, y no sabe cuándo y cómo terminará. Ahora estamos en tierra enemiga, y no hay que olvidarse de ello ni perder el tiempo… La fiesta me la reservo para mañana. Hoy tengo otras cosas que hacer para que mi juego resulte completo… En cuanto vuelvan los compañeros nos decimos adiós. Vosotros seguís viaje con la vaquillona, yo me vuelvo á mi rancho, y hasta mañana si Dios quiere.

Ricardo se arrastró inútilmente entre los matorrales, no viendo mas que á los dos hombres enfrascados en su conversación y el rancho ruinoso, que por el lado opuesto tenía cerrada su única entrada con unos maderos mal unidos. Empezó á dudar si los raptores de Celinda la habrían ocultado allí, ó estaría la joven en un escondite más difícil de descubrir, bajo la guarda de los otros dos cordilleranos.

Al fin, cansado de una observación sin éxito, se deslizó por la colina de arena, viniendo á sentarse en el lugar donde Cachafaz había montado su caballo. Así permaneció mucho tiempo, deseando que transcurriesen las horas con prodigiosa rapidez y terminase el suplicio de una espera impotente, viendo aparecer á lo lejos el auxilio que había pedido á sus amigos.

 

Sus ojos, que examinaban el horizonte, sin ver en él nada extraordinario, se animaron de pronto al distinguir un pequeño jinete que iba agrandándose en el avance de su galope continuo. Minutos después pudo reconocerlo con facilidad, por haberle visto aquella misma mañana. Era don Carlos Rojas.

Aunque venía hacia él, consideró prudente salir á su encuentro y echó á correr con toda la velocidad que le permitía el suelo arenisco surcado por las raíces de los matorrales, que el viento había dejado descubiertas, y en las que se enredaban sus pies, haciéndole dar violentos tropezones.

Viéndole surgir á un lado del camino, don Carlos encabritó su caballo, sacando al mismo tiempo el revólver del cinto. Después, al reconocerlo, echó pie á tierra.

No llegaba á explicarse Watson esta aparición del estanciero, pues él había dirigido su aviso á los amigos de la Presa. Además, le veía llegar solo.

– ¿Dónde están los otros?– preguntó— .¿Ha visto usted á Robledo?

La respuesta de don Carlos fué evasiva.

El ingeniero y el comisario tal vez vendrían detrás de él ó tal vez tardasen horas.

– Yo no he querido aguardarlos. Son algo… cachazudos; á saber cuándo llegarán. Me faltó paciencia y aquí estoy.

Luego fué explicando cómo en mitad de su camino, cuando iba directamente hacia el rancho de Manos Duras, sin pasar por su estancia, vió venir hacia él un jinete que galopaba á rienda suelta. Sacó el revólver para detenerle, pero no hizo uso del arma al fijarse en su aspecto.

– Era como una mona sobre un caballo, y reconocí en esta mona á Cachafaz. Me contó que usted estaba aquí, me enseñó su papel, y yo le dije que avisase á los que vienen detrás para que no pierdan tiempo pasando por mi estancia y que él les sirva de baquiano, trayéndolos directamente… ¿Qué es lo que ocurre?

Marcharon los dos entre matorrales, siguiendo las huellas que había dejado Watson al salirle al encuentro. Rojas llevaba su caballo de las riendas, y lo dejó en el mismo sitio donde Ricardo había dejado antes el suyo. Luego subieron de rodillas y apoyándose en las manos la pendiente arenosa desde cuyo filo podían observar el rancho de la India Muerta.

Al asomarse entre el ramaje, vieron á Piola sentado en el suelo, lo mismo que antes, pero solo, pues Manos Duras había desaparecido.

Este hombre fumaba, mirando en torno inquietamente, como si sus sentidos, aguzados por la vida aventurera en el desierto, le avisasen la cercanía oculta del enemigo.

De vez en cuando estiraba el cuello, mirando á lo lejos con el deseo de ver la llegada de alguien.

– Ataquémosle— dijo en voz baja don Carlos.

Nada le importaba que el cordillerano tuviese su carabina pronta sobre las rodillas. Él y Watson contaban con sus revólveres.

– No hay que olvidar al otro que está oculto— contestó el ingeniero.

– ¿Y qué? Serán dos, y nosotros también somos dos… Voy á voltear á ese bandido.

Tiró de su revólver con la idea de hacer fuego desde allí, sin tener en cuenta la distancia; pero Watson le contuvo con su diestra, murmurando al mismo tiempo junto á uno de sus oídos:

– Hay dos hombres más, que no sé dónde están. Esperemos á que lleguen nuestros compañeros.

Permanecieron en un estado de dolorosa indecisión, fluctuando entre la espera prudente ó la loca aventura de atacar á unos enemigos cuyo número exacto ignoraban.

No tardó Watson en saber dónde se habían ocultado los otros dos camaradas del gaucho. Sonaron lejanos los furiosos ladridos de varios perros. Piola dió un grito y Manos Duras salió del rancho, asomándose á la esquina de adobes y quedando visible por unos momentos para los que espiaban tendidos entre los matorrales.

Eran los cordilleranos que llegaban. Después del rapto se habían dirigido al rancho de Manos Duras para traer la tropilla de caballos que debía acompañarles en su viaje á los Andes, así como los víveres y demás objetos necesarios en tan larga expedición. Los perros del rancho se hablan incorporado á la tropilla.

Algún tiempo después fueron entrando en la arenosa explanada los dos jinetes, armados con carabinas, y seis caballos en libertad que formaban un grupo compacto, sosteniendo sobre sus lomos sacos y fardos sujetados con cuerdas. Los tres perros de Manos Duras, después de saltar junto á las ruinas saludando con alegres ladridos á su amo invisible, se mostraron inquietos y empezaron á husmear en torno á ellos. Luego prorrumpieron en aullidos feroces. Babeando de rabia y con los colmillos amenazantes intentaban subir la arenosa cuesta, retrocediendo á continuación para avisar á los gauchos la presencia del enemigo oculto.

Los dos jinetes, que aún no habían desmontado, después de silbarles inútilmente participaron de su inquietud, mirando con ojos hostiles los matorrales de la altura próxima.

– Nos han descubierto— murmuró el estanciero— . Mejor: así acabaremos de una vez.

El norteamericano, reconociendo la imposibilidad de hacer otra cosa, le siguió ladera abajo hasta donde estaba el caballo. Montó en él don Carlos después de examinar si su revólver salía fácilmente de la funda. Watson marchó á pie, apoyándose en una pierna de Rojas, y de este modo avanzaron los dos francamente hacia el rancho.

Cuando llegaron á él, siguiendo á los tres perros, que retrocedían sin dejar de mostrarles sus colmillos y ladrando furiosos, vieron á los dos cordilleranos todavía á caballo, y á Piola, con su carabina apoyada en el pecho, pronto á hacer fuego. Don Carlos se dirigió á él como si fuese el jefe.

– ¿Dónde está mi hija?– preguntó impetuosamente.

Le escuchó el gaucho andino con rostro impasible, como si no le comprendiese.

– Nada de palabras inútiles— continuó el estanciero— . Si lo que queréis es plata, hablemos, y puede que nos entendamos.

Piola permaneció silencioso. Mientras tanto, obedeciendo tal vez á una seña de él, los dos hombres montados se alejaron, examinando el horizonte. Sólo volvió uno de ellos, y al echar pie á tierra dijo algunas palabras en voz baja. No se veía á nadie en los alrededores.

Los perros seguían ladrando, yendo inquietos de un lado á otro, pero esta alarma no debía ser mas que una continuación de la anterior. Aquellos dos hombres indudablemente habían llegado solos.

Rojas hizo nuevos ofrecimientos, al mismo tiempo que se esforzaba por contener su indignación, dando á su voz una exagerada melosidad.

– No sé de qué me habla, señor— contestó al fin Piola— . Se equivoca usted. Nunca he visto á esa señorita.

– ¿Acaso ustedes no son amigos de Manos Duras?

Mientras hablaban los dos, Ricardo, alejándose un poco de ellos, intentó dar vuelta al rancho para llegar á su puerta; pero el otro cordillerano, adivinando su intención, se colocó ante él, levantando la carabina como si fuese á apuntarle. Al fin, Piola, sin contestar á Rojas nada concreto, le volvió la espalda, dirigiéndose hacia la esquina de la ruinosa construcción y desapareció detrás de ella.

Fué á seguirlo el estanciero, y tropezó con el mismo hombre que había contenido á Watson. Ahora apuntaba francamente su rifle contra los dos, para que no pasasen adelante, y tuvieron que mantenerse inmóviles, dudando entre obedecer á la amenaza ó arrojarse sobre aquel bandido.

De un puntapié apartó Piola las maderas mal unidas que cerraban la entrada del rancho. La presencia del cordillerano hizo que Manos Duras abandonase su lucha con Celinda. Ésta, con las manos atadas, se defendía de la agresividad carnal de su raptor. Le había arañado, le había mordido, repeliéndole al mismo tiempo con sus pies. El gaucho tenía en el rostro y en las manos varios rasguños que goteaban sangre, pero tal era su excitación que no parecía darse cuenta de ellos.

Al ver á su camarada se esforzó por serenarse, hablando con una alegría feroz.

– Lo que yo te dije, hermano; empieza uno por juego y acaba interesándose. No se puede estar en paz al lado de una buena moza.

Pero calló al notar que Piola le miraba como reconviniéndole.

– Vos ahí de farra, como un muchacho, mientras afuera pasa lo que pasa.

Le invitó á salir con un gesto, y más allá de la puerta continuó, bajando la voz:

– Ahí tenes al viejito de la estancia con un gringo de los que trabajan en las obras del río. ¿Qué hacemos?…

Manos Duras, á pesar de su cinismo, quedó sorprendido al saber que don Carlos estaba al otro lado de la esquina de adobes. ¿Cómo se había presentado tan pronto?… ¿Quién había podido revelarle la presencia de su hija en este rancho lejano? Pero su ferocidad y el recuerdo de la ofensa inferida por Rojas le inspiraron una solución.

– Lo mejor será matarlo.

– ¿Y al gringo también?– preguntó Piola con ironía— . Vos encontrás fácilmente el remedio á todo.

Se mostraba inquieto el cordillerano, como si su instinto le hiciese presentir la proximidad del peligro. Ya no creía que aquellos dos hombres hubiesen llegado solos. Otros indudablemente iban á venir, para darles ayuda. Lo que Manos Duras debía hacer— si es que verdaderamente necesitaba seguir este mal negocio del robo de la señorita— era montar en su «flete» sin pérdida de tiempo y llevarse la buena moza á cierto lugar en las orillas del río Limay, donde se habían dado cita para el día siguiente. Debía desistir de su vuelta al pueblo aquella noche. Era oportuno cambiar ahora el orden de la marcha. Mientras él se alejaba llevándose á la muchacha, ellos se quedarían allí con la tropilla. Piola se encargaba de convencer al viejo de la falsedad de sus sospechas. Y si llegaban otros hombres del cercano pueblo, se convencerían también— viéndolos sin ninguna mujer y sin Manos Duras— de que eran unos viajeros pacíficos que habían hecho alto en aquel lugar.

El gaucho le escuchó con impaciencia. Le había tomado gusto á esta aventura y no admitía modificaciones en ella. Deseaba conservar á Celinda, y al mismo tiempo no quería renunciar á su vuelta al pueblo, así que cerrase la noche, para hacer aquel cobro del que hablaba misteriosamente.

– También podés vos hacer otra cosa— continuó Piola— . El padre ofrece plata si le devolvemos la muchacha, y…

Pero no pudo continuar. Cerca de ellos, al otro lado de la esquina de adobes, sonó un tiro, acompañado de un grito. El amigo de Manos Duras lanzó una blasfemia.

– Ya empieza el baile— dijo armando su rifle y corriendo hacia el sitio donde había sonado la detonación.

Rojas acababa de disparar su revólver contra el hombre que le impedía el paso. Este se había fijado especialmente en Watson, pues por ser más joven, le infundía mayor cuidado, volviendo hacia él su carabina, y don Carlos aprovechó el olvido en que le dejaba para sacar cautelosamente su revólver, apuntando al pecho del cordillerano y haciendo fuego.

Al caer este enemigo, Watson se inclinó inmediatamente sobre él para apoderarse de su arma.

Cuando Piola dió vuelta á la esquina, Rojas montaba ya en su caballo. Por un sentimiento atávico de centauro de estancia, se consideraba más fuerte y más seguro de este modo que á pie. Watson, forcejeando con el herido acababa de arrancarle su rifle é iba á incorporarse; pero vió que el bandolero andino le apuntaba por tenerlo más cerca, y su instinto le hizo encogerse, al mismo tiempo que sonaba la detonación. Gracias á este movimiento, el proyectil no le atravesó el pecho, cortándole únicamente el hombro izquierdo, con una herida superficial. El dolor le hizo soltar el rifle, permaneciendo acurrucado con una mano en el hombro.

Su agresor dió unos pasos hacia él para que el segundo disparo resultase más certero, en el mismo instante que Manos Duras avanzaba su cabeza fuera de la esquina del rancho, atraído por la pelea.

Vió á don Carlos, que, montado ya en el caballo, apuntaba con su revólver á Piola. Él sacó igualmente el suyo del cinto para disparar contra el estanciero, pero no pudo hacerlo. Tuvo que levantar el arma al ver interponerse entre los dos al otro jinete andino que había quedado en observación.

– ¡Gente!… ¡Mucha gente!– gritaba este hombre.

Los perros se presentaron detrás de él, con violentos saltos de retroceso y de avance, ladrando á un enemigo invisible.

A partir de este momento, los sucesos parecieron atropellarse unos á otros, superponiéndose con una velocidad irreal.

Manos Duras fué el más ágil para la acción. Corrió hacia su caballo, que seguía rumiando la hierba sin asustarse de los tiros, como si estas detonaciones fuesen ordinarias en su existencia. Luego desapareció detrás del rancho.

Piola pareció olvidarse de Watson, para pensar en su propia seguridad. También era hombre de á caballo, y se consideraba más seguro y fuerte sobre la silla que á pie. Montó en su cabalgadura, siempre con la carabina en la diestra, y uniéndose á su camarada fueron á situarse los dos junto á la tropilla de caballos, dispuestos á defender hasta la muerte las cargas de sacos y fardos que representaban la fortuna de la comunidad.

 

Rojas pareció olvidarlos, acercándose á Watson para preguntarle con ingenua emoción:

– ¿Qué le pasa, gringuito?… ¿Le han matado?

El joven tenía en un hombro de su blusa una mancha negra, que iba agrandándose; pero se incorporó, contestando con pálida sonrisa:

– Poca cosa: un rasguño nada más.

Don Carlos ya no pudo ocuparse de él. Necesitaba ver lo que había al otro lado del rancho, é hizo avanzar su caballo, dando vuelta á la esquina.

No encontró á nadie. Su rústica puerta, completamente abierta, mostraba la soledad de su interior. Pero al apartar sus ojos de las ruinas vió á un jinete que se alejaba al galope, llevando sobre el delantero de su silla una especie de envoltorio largo, sostenido por uno de sus brazos, y que se agitaba violentamente lo mismo que una persona.

El instinto avisó al estanciero más que sus sentidos.

– ¡Ah, gaucho ladrón!…

Lo que le había parecido en el primer momento un envoltorio de ropas contenía una vida, y se negaba á dejarse llevar.

Tuvo la certidumbre de que su oído le engañaba, con el trastorno de la emoción, al hacerle oir una voz de mujer; pero al mismo tiempo creyó que Celinda le había reconocido, llamándolo con desesperado lamento:

– ¡Papá!… ¡papá!…