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La Catedral

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Después sobrevenía la ruina. Tras los cesares grandes, fatales para España, venían los chicos: el fanático Felipe III, que daba el golpe de misericordia expulsando a los moriscos; Felipe IV, un degenerado con aficiones literarias, que escribía versos y cortejaba monjas, y el miserable Carlos II.

–Nunca ha habido en España tanta religiosidad, don Antolín—decía Luna—. La Iglesia era dueña de todo. Los tribunales eclesiásticos juzgaban hasta al mismo rey, pero la justicia seglar no podía tocarle un pelo de la ropa al último sacristán, aunque cometiese los mayores delitos en la vía pública. Sólo la Iglesia podía juzgar a los suyos. Según cuenta Barrionuevo en sus Memorias, frailes armados hasta los dientes arrebataban a la justicia del rey, en pleno día y en medio de la plaza Mayor de Madrid, al pie de la horca, a uno de los suyos sentenciado por asesinato. La Inquisición no satisfecha con achicharrar herejes, juzgaba y castigaba… a los contrabandistas de ganado. Los hombres de letras refugiábanse aterrados en la amena literatura, como último albergue del pensamiento. Limitábanse a producir novelas picarescas o comedias en las que se ensalzaba un honor fiero que sólo existía en la imaginación de los poetas, mientras reinaba la mayor corrupción en las costumbres. Los grandes ingenios españoles ignoraban o fingían ignorar lo que la revolución decía más allá dé las fronteras. Quevedo, que era el más audaz, sólo osaba decir:

 
Con la Inquisición....
¡Chitan!
 

triste epitafio del pensamiento español, que prefería perecer, ya que la verdad no podía decirse. Para vivir tranquilos y sustentarse en una época de incultura, los poetas buscaban la sombra de la Iglesia y se cubrían con sus hábitos. Lope de Vega, Calderón, Moreto, Tirso de Molina, Mira de Amescua, Tárrega, Argensola, Góngora, Rioja y otros, eran sacerdotes, muchos de ellos después de una vida borrascosa. Montalbán fue cura y empleado de la Inquisición, y hasta el pobre Cervantes, en la vejez, hubo de tomar el hábito de San Francisco. España tenía once mil conventos, con más de cien mil frailes y cuarenta mil monjas, y a esto había que añadir ciento sesenta y ocho mil sacerdotes y los innumerable servidores dependientes de la Iglesia, como alguaciles, familiares, carceleros y escribanos del Santo Oficio, sacristanes, mayordomos, buleros, santeros, ermitaños, demandaderos, seises, cantores, legos, novicios, ¡y qué sé yo cuánta gente más…! En cambio, la nación, desde treinta millones de habitantes, había bajado a siete millones en poco más de dos siglos. Las expulsiones de judíos y moriscos por la intolerancia religiosa; la Inquisición con el miedo que inspiraba; las continuas guerras en el exterior; la emigración a América con la esperanza de enriquecerse sin trabajo; el hambre, la falta de higiene, el abandono de los campos, habían realizado esta rápida despoblación. Las rentas de España llegaron a bajar a catorce millones de ducados, mientras las del clero ascendían a ocho millones. La Iglesia poseía más de la mitad de la fortuna nacional. ¡Qué tiempos!, ¿en, don Antolín?

El Vara de plata le escuchaba fríamente, como si hubiese formado un concepto definitivo de Luna y no hiciera gran caso de sus palabras.

–Por malos que fuesen—dijo con lentitud—, no serían peores que los presentes. Al menos, nadie robaba a la Iglesia. Cada uno se contentaba con su pobreza, pensando en el cielo, que es la única verdad, y el culto de Dios tenía lo que le corresponde. ¿Es que tú, acaso, no crees en Dios…?

Gabriel eludió la respuesta, y siguió hablando de aquellos tiempos.

Fue un período de barbarie, de estancamiento, mientras Europa se desenvolvía y progresaba. El pueblo que iba al frente de la civilización se quedó entre los últimos. Los reyes, impulsados por el orgullo español y por las pretensiones heredadas de los cesares germánicos, acometían la loca aventura de dominar toda Europa, sin más base que una nación de siete millones de habitantes y unos tercios mal pagados y hambrientos. El oro de América iba a parar a los bolsillos de los holandeses, y en esta empresa, digna de Don Quijote, recibía la nación golpe tras golpe. España era cada vez más católica, más pobre y más bárbara. Ansiaba conquistar el mundo, y tenía en su interior regiones enteras deshabitadas. Muchos de los antiguos pueblos habían desaparecido; se borraban los caminos; nadie en España sabía con certeza la geografía del país, y en cambio, pocos ignoraban la situación del cielo y del purgatorio. Los parajes de alguna feracidad no estaban ocupados por granjas, sino por conventos, y al borde de las escasas carreteras vivaqueaban las partidas de bandoleros, refugiándose, al verse perseguidos, en los monasterios, donde les apreciaban por su religiosidad y por las muchas misas que encargaban para sus almas pecadoras.

La incultura era atroz. Los reyes estaban aconsejados por clérigos hasta en asuntos de guerra. Carlos II, ante la oferta de que tropas holandesas guarnecieran las plazas españolas de Flandes, consultó el asunto con teólogos, como un caso de conciencia, porque esto podía facilitar la difusión de la herejía, y acabó por preferir que cayesen en poder de los franceses, que, aunque enemigos, al fin eran católicos. En la Universidad de Salamanca, el poeta Torres de Villarroel no encontraba ni una sola obra de geografía, y cuando hablaba de matemáticas, los discípulos le decían que eran cosas de sortilegio, ciencia del diablo que únicamente podía entenderse untándose con el ungüento que usan los brujos. Los teólogos de la corte repelían el plan de un canal para unir el Tajo con el Manzanares, diciendo que la obra era contra la voluntad de Dios, pues con decir éste «fiat», los dos ríos se hubieran unido, y que por algo estaban separados desde el principio del mundo. Los médicos de Madrid pedían a Felipe IV que se dejara la basura en las calles, «porque siendo muy sutil el aire de la ciudad, ocasionaría grandes estragos si no se impregnaba del vaho de las inmundicias». Y un siglo después, un teólogo famoso de Sevilla retaba en un acto público a que discutiesen con él esta tesis: «Más queremos errar con San Clemente, San Basilio y San Agustín, que acertar con Descartes y Newton.»

Felipe II había amenazado con pena de muerte y confiscación de bienes al que publicase libros extranjeros o circulase los manuscritos; sus sucesores prohibieron a los españoles escribir sobre materias políticas. Falto el pensamiento de expansión, se dedicó a las artes y la poesía. El teatro y la pintura llegaron a un nivel casi superior al de los otros pueblos. Fueron la válvula de escape del genio nacional; pero esta primavera del arte fue efímera, y en mitad del siglo XVII sobrevino una decadencia grotesca y envilecedora.

La pobreza en aquellos dos siglos fue horrible. El mismo Felipe II, con ser señor del mundo, sacó a la venta los títulos de nobleza por seis mil reales, añadiendo al margen del decreto «que no se reparase mucho en la calidad y origen de las personas». En Madrid, el pueblo asaltaba las panaderías, disputándose el pan a puñaladas. El presidente de Castilla recorría los lugares de la provincia, acompañado del verdugo, para despojar a los labradores de sus escasas cosechas. Los recaudadores de tributos, no encontrando qué cobrar en los pueblos, arrancaban las techumbres de las casas, vendiendo las maderas y las tejas. Las familias huían al monte al ver en lontananza a los representantes del rey; los pueblos quedaban desiertos y caían en ruinas. El hambre entraba hasta en el palacio real, y Carlos II, señor de España y de las Indias, no podía algunos días dar de comer a la servidumbre. El embajador de Inglaterra y el de Dinamarca tenían que salir con criados armados a buscar pan en las cercanías de Madrid.

Y mientras tanto, los innumerables conventos, dueños de más de la mitad del país y únicos poseedores de la riqueza, mostraban su caridad repartiendo la sopa a aquellos que aún tenían fuerzas para ir a buscarla, y fundando hospicios y hospitales, donde la gente moría de miseria, pero segura de entrar en el cielo. En las ciudades no había más establecimientos prósperos y ricos que los conventos y los hospitales. La antigua industria había desaparecido. Segovia, famosa por sus paños, que ocupaba en su fabricación cerca de cuarenta mil personas, apenas si tenía quince mil habitantes, y tan olvidados de tejer la lana, que cuando Felipe V quiso restablecer la fabricación tuvo que traer obreros alemanes.

–Y así Sevilla, y Valencia, y Medina del Campo, famosas por su feria y sus industrias—continuaba Gabriel—. Sevilla, que en el siglo XV poseía dieciséis mil telares de seda, llegó en el XVII a no tener más que sesenta y cinco. Bien es verdad que, en cambio, su clero catedral era de ciento diecisiete canónigos y tenía sesenta y ocho conventos con más de cuatro mil frailes y catorce mil clérigos en la diócesis. ¿Y Toledo? A fines del siglo XV empleaba cincuenta mil obreros en sus tejidos de seda y de lana y sus talleres de armas, y a más los curtidores, los plateros, los guanteros y los joyeros. A fines del XVII no tenía apenas quince mil habitantes. Todo muerto, todo arruinado; veinticinco casas de familias ilustres pasaron a poder de los conventos; no había más ricos en la ciudad que los frailes, el arzobispo y la catedral. España estaba tan exangüe al acabar los Austrias, que se vio próxima a ser repartida entre las potencias de Europa, como Polonia, otro pueblo católico como el nuestro. La discordia entre los reyes fue lo único que nos salvó.

Si tan malos fueron aquellos tiempos, Gabriel—dijo el Vara de plata—, ¿cómo los españoles mostraban tanta conformidad? ¿Por qué no hacían pronunciamientos y sublevaciones como en esta época de perdición?

–¿Qué habían de hacer? El despotismo de los dos cesares había impuesto a los españoles una ciega obediencia a los reyes, como representantes de Dios. El clero los educaba en esta creencia, por la comunidad de intereses entre la Iglesia y el Trono. Hasta los poetas más ilustres corrompían al pueblo, ensalzando el servilismo monárquico en sus comedias. Calderón afirmaba que la hacienda y la vida del ciudadano no pertenecían a éste, pues eran del rey. Además, la religión lo llenaba todo, era el único fin de la existencia, y los españoles, pensando siempre en el cielo, acababan por acostumbrarse a las miserias de la tierra. No dude usted que el exceso de religiosidad nos arruinó y estuvo próximo a matarnos como nación. Aún ahora arrastramos las consecuencias de esta enfermedad que ha durado siglos.... Para salvar de la muerte a este país, ¿qué hubo que hacer? Llamar al extranjero; y vinieron los Borbones. Miren ustedes si habríamos llegado abajo, que ni militares teníamos. En esta tierra, a falta de otros méritos, desde la época celtíbera siempre hemos contado con caudillos de pelea. Pues bien; en la guerra de Sucesión hubo que traer generales ingleses y franceses y hasta oficiales, pues no había un español que supiera apuntar un cañón ni mandar una compañía. No había quien sirviera para ministro, y extranjeros fueron todos los gobernantes con Felipe V y Fernando VI; extranjeros los que vinieron a restaurar las perdidas industrias, a roturar las tierras abandonadas, a establecer los antiguos riegos y fundar colonias en los páramos frecuentados por fieras y bandidos. España, que había colonizado medio mundo a su manera, era a su vez descubierta y colonizada por los europeos. Los españoles aparecían como pobres indios guiados por su cacique el fraile y adornados los harapos con escapularios y milagrosas reliquias. El anticlericalismo era el único remedio para tanta ruina, y este espíritu vino con los colonizadores extranjeros. Felipe V quiso suprimir la Inquisición y acabar la guerra naval con las naciones musulmanas, que duraba mil años, despoblando las costas del Mediterráneo con el miedo a los piratas berberiscos y turcos. Pero los indígenas se revolvían contra toda reforma de los colonizadores, y el primer Borbón tuvo que desistir, viendo en peligro su corona. Después, sus sucesores inmediatos, con mayores raíces en el país, se atrevieron a continuar su obra. Carlos III, para civilizar a España, sólo tuvo que meter mano a la Iglesia, limitando sus privilegios y sus rentas, cuidando las cosas de la tierra y olvidando las del cielo. Se vio el mismo espectáculo que en nuestro siglo, cuando los gobiernos tocan los intereses eclesiásticos. Los obispos protestaron, hablando en pastorales y cartas de «las persecuciones de la pobre Iglesia, saqueada en sus bienes, ultrajada en sus ministros y atropellada en sus inmunidades»; pero el país despertó, gozando el único período próspero que se conoce en los tiempos modernos antes de la desamortización. Europa estaba regida entonces por reyes filósofos y Carlos III era uno de ellos. El eco de la revolución inglesa vibraba aún en el mundo. Los monarcas querían ser amados, no temidos, y en casi todas las naciones luchaban con el embrutecimiento de las masas, imponiendo las reformas progresivas de real orden y casi por la fuerza. Pero el gran mal del sistema monárquico es la herencia, el poder vinculado en una familia. Un hombre de buen sentido y rectas intenciones puede engendrar un imbécil: tras Carlos III reinó Carlos IV, y por si esto no fuese suficiente, al año de morir aquel monarca estalló la Revolución francesa, con sus audacias, que volvieron locos a todos los reyes de Europa. A los Borbones de España se les fue la cabeza, para no recobrarla ya más. Descarrilaron, se salieron del camino, abrazándose de nuevo a la Iglesia, como única salvación ante el peligro revolucionario, y todavía no han vuelto ni volverán a la buena ruta. Jesuítas, frailes y obispos tornaron a ser los consejeros de palacio, y aún lo son ahora, como en los tiempos en que Carlos II consultaba los planes militares y políticos con una junta de teólogos. Hemos tenido revoluciones mentidas que han derrocado las personas, no las ideas. Algo hemos adelantado, pero a saltitos, tímidamente, con desordenados retrocesos, como el que avanza con miedo, y de repente, al más leve ruido, echa a correr hacia el punto de partida. La transformación ha sido más exterior que interna. La gente vive aún con el alma del siglo XVII. Perdura en ella el miedo, la cobardía que inspiraba la hoguera inquisitorial. Los españoles tienen médula de esclavo; sus arrogancias y energías son exteriores. No en balde se viven tres siglos de servidumbre eclesiástica. Hacen revoluciones, son capaces de rebelarse, pero se detendrán siempre ante el umbral de la Iglesia, que fue su señora por la fuerza y continúa siéndolo sin ella. No hay miedo de que entren aquí: esté usted tranquilo, don Antolín; y eso que, en justicia, tendrían muchas cuentas que pedirla sobre el pasado. ¿Es porque son religiosos como en otras épocas? Usted sabe que no, y se queja con razón viendo cómo se extinguen, sin el auxilio popular, las antiguas grandezas de la Iglesia.

 

–Eso es verdad—dijo el Vara de plata—. No hay fe: nadie es capaz de hacer un sacrificio por la casa de Dios. Sólo en la hora de la muerte, cuando entra el miedo, se acuerdan algunos de ayudarnos con su fortuna.

–No hay fe; ésa es la verdad. El español, después de aquella fiebre religiosa que casi le produjo la muerte, vive en una indiferencia interna, no por reflexión científica, sino por debilidad de pensamiento. Sabe que irá al cielo o al infierno; lo cree así porque se lo han enseñado; pero se deja llevar por la corriente de la vida, sin esfuerzo alguno por escoger un sitio u otro. Es el hombre que más práctica la religión y menos piensa en ella. Ni duda ni cree. Acepta lo establecido, viviendo en un sonambulismo intelectual. Si alguna vez el pensamiento, desvelándose, le sugiere una crítica, la ahoga al momento por el miedo. La inquisición aún vive entre nosotros; no tememos a la hoguera, pero nos causa pavor el «qué dirán». La sociedad estacionada y refractaria a toda innovación es el Santo Oficio moderno. El que desentona, saliéndose de la general y monótona vulgaridad, se atrae las iras sordas de la gran masa escandalizada y sufre el castigo. Si es pobre, se le somete a la prueba del hambre cortándole los medios de vida; si es independiente, se le quema en efigie, creando el vacío en torno de él. Hay que ser correcto, acatar lo establecido, y de aquí que, ligados unos a otros por el miedo, no surja una idea original, no exista un pensamiento independiente, y hasta los sabios se guarden para ellos las conclusiones que sacan del estudio, sometiéndose en la vida vulgar a los mismos usos y preocupaciones de los imbéciles. Mientras esto siga, es tarea inútil la de los revolucionarios en este país. Podrán cambiar aparentemente la faz del suelo, pero al hundir el azadón encontrarán la piedra de los siglos siempre unida y compacta. El carácter nacional, al perder la fe religiosa, no ha cambiado. La fe ha muerto, pero queda el cadáver, con apariencias vitales, ocupando el mismo sitio, obstruyendo el paso con su dureza de momia. Los mismos revolucionarios sostienen, con su deseo de no desentonar, este simulacro de vida. Imitan el respeto y la tolerancia de los vencedores de otros países, pero no aprenden antes el ímpetu irrespetuoso y anonadador con que otros pueblos derrumbaron y patearon el pasado sin misericordia ni escrúpulos. Pobre y arrinconada está la Iglesia, don Antolín, comparándola con lo que fue en otros siglos; pero no tema usted que se agrave su situación. La marea ha llegado a su mayor altura y no pasará de ahí. Mientras en este país tenga miedo la gente a decir lo que piensa, y se escandalice ante una idea nueva, y tiemble por lo que dirá el vecino, ríanse de las revoluciones, pues por muchas que estallen no les llegará a ustedes el agua a la boca.

Don Antolín reía escuchando esto.

–Pero hombre, Gabrielillo, debes de estar loco. Esos viajes y esas lecturas te han trastornado. Al principio me indignaba, creyéndote de los que desean una revolución para quitarnos lo poco que nos queda y proclamar a la pendanga de la República, suprimiendo el presupuesto eclesiástico. Pero veo que vas más allá; con nada te conformas, todo te parece pésimo… y esto me hace gracia. No eres enemigo terrible, porque tiras de muy lejos. Me parece que andas tan mal de la cabeza como del pecho.... Pero hombre, ¿aún te parecen poca cosa las revoluciones que hemos tenido? ¿Y aún crees que el país está tan salvaje como en esos siglos que has pintado a tu manera…? Pues yo—añadió el sacerdote con ironía—oigo hablar mucho de los progresos del país, y sé que hay ferrocarriles, y que los alrededores de las ciudades se pueblan de chimeneas, y hasta muchos impíos celebran esto, comparándolas con los campanarios de las iglesias.

–¡Bah!—exclamó Gabriel con expresión de indiferencia—. Algo hay de esos adelantos. Las revoluciones políticas han puesto a España en contacto con Europa. La corriente progresiva ha cogido a este país, arrastrándolo como arrastra a los pueblos asiáticos y oceánicos. Hoy nadie se libra de ella. Pero nosotros vamos río abajo, inertes y sin fuerzas; si avanzamos, es por la corriente, no por nuestro vigor, mientras otros pueblos más fuertes nadan y nadan, alejándose cada vez más. ¿En qué hemos contribuido a este progreso? ¿Dónde están nuestras manifestaciones de vida moderna? Los ferrocarriles, escasos y malos, son obra de extranjeros, y a ellos pertenece su propiedad; entre los rieles crece la hierba, lo que demuestra que aún sigue la santa calma de aquellos tiempos de carromatos y galeras aceleradas. Las industrias más importantes, la metalurgia y las minas, de extranjeros son también, o de españoles que están supeditados a ellos, viviendo de su protectora misericordia. La industria vegeta a la sombra de un proteccionismo bárbaro que encarece el género, fomentando sus defectos, y aun así no encuentra capital. El dinero sigue guardado en los campos en forma de tesoro, en el fondo de una tinaja, o se dedica a la usura en las poblaciones, lo mismo que en pasados siglos. Los más audaces se atreven a dedicarlo a la compra de los valores públicos, y los gobiernos continúan el despilfarro, seguros de que encontrarán siempre quienes les presten y ensalzando este crédito como una manifestación de la prosperidad del país. Hay en España dos millones de hectáreas de tierra sin cultivar, veintiséis millones de secano y sólo un millón de regadío. Este cultivo de secano, que viene a ser toda nuestra agricultura, es un llamamiento que la desidia española hace al hambre; una demostración perpetua del fanatismo, que confía en la rogativa y en la lluvia del cielo más que en los adelantos de los hombres. Los ríos ruedan hacia los mares por cerca de comarcas abrasadas, desbordándose en el invierno no para fecundar, sino para arrastrarlo lodo en el ímpetu de la inundación. Hay piedra para iglesias y nuevos convenios, nunca para diques y pantanos. Se levantan campanarios y se cortan árboles, que atraen la lluvia. Y no me arguya usted de nuevo, Antolín, que la Iglesia es pobre y de nada tiene la culpa. Los pobres son ustedes, los de la Iglesia rancia y tradicional, los de la religión a la española, pues en esto hay modas, y los fieles se van con lo más reciente; pero ahí están los jesuítas, la manifestación más moderna del catolicismo, la «última novedad», que con su Corazón de Jesús y demás idolatrías a la francesa levantan palacios e iglesias en todas partes, desviando el dinero que antes iba a las catedrales y siendo la única demostración de la riqueza del país. Pero volvamos a nuestro progreso. Peor aún que la sequedad, es para nuestra agricultura la ignorancia y la rutina del pueblo labrador. Toda invención y aplicación científica la rechazan, creyéndola mala. «Los tiempos pasados eran los buenos. Así cultivaban mis abuelos y así debo hacerlo yo.» La ignorancia se ve convertida en gloria nacional. Y no hay que esperar por ahora el remedio. En otros países salen de las universidades y de las escuelas superiores los reformistas, los combatientes del progreso. Aquí sólo producen los centros de enseñanza un proletariado de levita ansioso de vivir, que asalta las profesiones y puestos públicos sin otro deseo que el de abrirse paso y que esta situación continúe. Se estudia (si es que se estudia) durante unos cuantos años, no para saber, sino para adquirir un diploma, un pedazo de papel que autorice a ganarse el pan. Se aprende lo que declama el catedrático, sin curiosidad alguna de ir más allá. Los profesores son en su mayoría médicos y abogados que ejercen su carrera, van una hora todos los días a sentarse en la cátedra, repitiendo como un fonógrafo lo que dijeron en años anteriores, y vuelven en seguida a sus enfermos y sus pleitos, sin enterarse de lo que se escribe y se dice por el mundo después que ellos ganaron su puesto. La cultura española es de segunda mano, puramente exterior, «traducido del francés», y aun esto para la exigua minoría que lee, pues el resto de los llamados intelectuales no tienen otra biblioteca que los textos en que estudiaron de muchachos y se enteran de los adelantos del pensamiento europeo… por los periódicos. Los padres, con el afán de asegurar cuanto antes el porvenir de sus hijos mediante una carrera, los envían a los centros de enseñanza apenas saben hablar. El estudiante-hombre de otros países, en toda la plenitud de su razón, no existe aquí. Las universidades se llenan de niños; en los institutos sólo se ven pantalones cortos. El español, al afeitarse por primera vez, es ya licenciado y va para doctor. La nodriza acabará por sentarse al lado del catedrático. Y esos niños que reciben el bautismo de la ciencia a la edad en que otros países se juega al trompo, y afirmándose en el título que pregona su ciencia ya no estudian más, son los intelectuales que han de dirigirnos y salvarnos, los que mañana serán legisladores y ministros. ¡Vamos, hombre, que hay para reír!

 

Gabriel no reía, pero el Vara de plata y los demás celebraban sus palabras. Toda crítica contra los tiempos presentes alegraba al sacerdote.

–¡Qué demonio de hombre!—decía a Gabriel—. Tú, en tu locura, tienes para todos.

–Este país está agotado, don Antolín. Aquí nada queda en pie. Es incalificable el número de ciudades que han desaparecido desde que comenzó nuestra decadencia. En otros países guardan cuidadosamente las ruinas del pasado como páginas de piedra de la Historia. Las limpian, las conservan, las sostienen y fortifican, y abren caminos para que todos puedan contemplarlas. Aquí, por donde ha pasado el arte romano, el bizantino, el árabe, el mudejar, el gótico y el Renacimiento, todas las artes de Europa, los hierbajos y matorrales cubren las ruinas en los campos, ocultándolas y desfigurándolas, y la barbarie de las gentes las mutila en las ciudades. Se piensa a todas horas en el pasado, y sin embargo, se desprecian sus restos. ¡Qué país de sueño y de abandona! España no es un pueblo, es un museo desordenado y polvoriento de cosas viejas que atrae a los curiosos de Europa. En él, hasta las ruinas están arruinadas.

Los ojos de don Martín, el cura joven, se fijaban en Gabriel. Parecían hablarle expresando el entusiasmo con que acogía sus palabras. Los otros oyentes, silenciosos y cabizbajos, no experimentaban menos el encanto de aquellas afirmaciones, que tan audaces resultaban en el ambiente reposado y rancio del claustro. Don Antolín era el único que reía, encontrando graciosísimas, por lo disparatadas, las ideas de Gabriel. Comenzaba a atardecer. El sol había desaparecido tras de los tejados de la catedral. La sobrina del Vara de plata volvía a llamarles desde la puerta de su clavería.

–Ahora vamos, muchacha—dijo el cura—. Tengo que decirle antes una razón a este señor.

Y dirigiéndose a Luna, continuó:

Pero, ¡hombre de Dios…! (y no debía llamarte así, porque estás empecatado), tú todo lo encuentras mal. La Iglesia española, rancia, como tú dices, ha quedado empobrecida, ¡y aún te parece poca revolución! ¿Qué es lo que tú quieres?, ¿qué es lo que deseas para que esto se arregle? Suéltanos tu secreto y vámanos, que ya va picando el frío.

Y reía, mirando a Gabriel con lástima paternal, como si fuese un niño.

–¡Mi remedio!—exclamó Luna, sin hacer caso del gesto del sacerdote—. Yo no tengo remedio alguno. Es la marcha de la humanidad la que lo ofrece. Todos los pueblos de la tierra han pasado por las mismas evoluciones. Primero fueron regidos por la espada, después por la fe, y ahora por la ciencia. Nosotros hemos sido gobernados por guerreros y sacerdotes, pero nos detuvimos en el pórtico de la vida moderna, sin fuerza ni deseo para tomar la mano de la ciencia, que era la única que podía guiarnos. De aquí nuestra situación triste. Ciencias son hoy la agricultura, las industrias, las artes y los oficios, la cultura y el bienestar de los pueblos… hasta la misma guerra. Y España vive lejos del sol de la ciencia. Cuando más, conoce un reflejo pálido, frío y debilitado que le llega de países extraños. La enfermedad de la fe nos ha dejado sin fuerzas; somos como esos seres que, después de sufrir una dolencia en su juventud, quedan anémicos para siempre, sin reconstitución posible, condenados a prematura vejez.

–¡Bah!, ¡la ciencia!—dijo el Vara de plata yendo hacia su casa—. Conozco eso. Es la eterna música de todos los enemigos de la religión. No hay mejor ciencia que amar a Dios y sus obras. Buenas tardes.

–Muy buenas, don Antolín. Pero no lo olvide usted; aún no hemos salido de la fe y la espada. A ratos, nos dirige una o nos arrea la otra. Pero de la ciencia, ni una palabra. Ni siquiera ha regido España durante veinticuatro horas.