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La bodega

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Viudo desde muy joven, tenía sus dos hijas bajo la vigilancia de criadas jóvenes, a las que más de una vez sorprendían las pequeñas señoritas abrazadas a papá y tuteándole. La señora de Dupont indignábase al conocer estos escándalos y se llevaba las sobrinas a su casa para que no presenciasen malos ejemplos. Pero ellas, verdaderas hijas de su padre, deseaban vivir en este ambiente de libertad, y protestaban con llantos desesperados y convulsiones en el suelo, hasta que las volvían a la absoluta independencia de aquel caserón por donde pasaban el dinero y el placer como un huracán de locura.

La gitanería más famosa acampaba en la casa señorial. El marqués sentíase atraído y dominado por las mujeres de piel aceitunada y ojos de tizón, como si en su pasado existiesen ocultos cruzamientos de raza, que tiraban de sus afectos con misteriosa fuerza. Se arruinaba cubriendo de joyas y vistosos pañolones a gitanas que habían trabajado en los cortijos, escardando los campos y durmiendo en la impúdica, promiscuidad de las gañanías. La interminable tribu de cada una de sus favoritas, le acosaba con el lloriqueo servil y la codicia insaciable propios de la raza; y el marqués se dejaba saquear, riendo la gracia de estos parientes de la mano izquierda, que le adulaban declarando que era un cañi puro, más gitano que todos ellos.

Los toreros famosos pasaban por Jerez para honrar con su presencia al de San Dionisio que organizaba fiestas estruendosas en su honor. Muchas noches despertaban las niñas en sus camas oyendo al otro extremo de la casa el rasgueo de las guitarras, los lamentos del cante hondo, el taconeo del baile; y veían pasar por las ventanas iluminadas, al otro lado del patio, grande como una plaza de armas, los hombres en mangas de camisa con la botella en una mano y la batea de cañas en la otra, y las mujeres con el peinado alborotado y las flores desmayadas y temblonas sobre una oreja, corriendo con incitante contoneo para evadir la persecución de los señores o tremolando sus pañolones de Manila como si quisieran torearles. Algunas mañanas, al levantarse las señoritas, aún encontraban tendidos en los divanes hombres desconocidos que roncaban boca abajo, con los tufos de pelo sudorosos cubriéndoles las orejas, el pantalón desabrochado y más de uno con los residuos de una cena mal digerida a corta distancia de su cara. Estas juergas eran admiradas por algunos como un simpático alarde de los gustos populares del marqués.

El señor Fermín era de estos admiradores. ¡Un personaje de tantos pergaminos, que podía, sin desdoro, hacer el amor a una princesa, encaprichándose de muchachas del pueblo o de gitanas; escogiendo sus amigos entre caballistas, toreros y ganaderos y bebiéndose una copa de vino con el primer pobre que se aproximaba a pedirle algo! ¡Esto era democracia pura!.. Y al entusiasmo por los gustos plebeyos del prócer que parecía querer resarcir a la gente de la altivez y el orgullo de sus empingorotados abuelos, uníase la admiración casi religiosa que la fuerza, el vigor físico, inspira siempre a la gente del campo.

El marqués era un atleta y el mejor jinete de Jerez. Había que verle a caballo, en traje de monte, con el pavero sombreando sus patillas entrecanas y gitanescas, y la garrocha terciada en la silla. Ni el Santiago de las batallas legendarias podía comparársele, cuando a falta de musulmanes derribaba los toros más bravos y hacía galopar su jaca por lo más intrincado de las dehesas, pasando como un rayo entre ramas y troncos sin hacerse añicos el cráneo. Hombre sobre el cual dejaba caer su puño, caía redondo: potro cerril cuyos lomos abarcaba con sus piernas de acero, ya podía encabritarse, morder el aire y echar espumarajos de cólera, que antes se desplomaba vencido y jadeante que lograba libertarse del peso de su domador.

La audacia de los primeros Torreroel de la Reconquista y la largueza de los que vivieron después en la corte arruinándose cerca de los reyes, resucitaban en él como la última llamarada de una raza próxima a extinguirse. Podía dar los mismos golpes que dieron sus antecesores al conquistar el pendón en las Navas y se arruinaba con igual indiferencia que aquellos de sus abuelos que se habían embarcado para rehacer su fortuna gobernando las Indias.

El marqués de San Dionisio mostrábase satisfecho de sus alardes de fuerza, de la rudeza de sus bromas, que terminaban casi siempre con lesiones de los compañeros. Cuando le llamaban bruto con acento de admiración, sonreía orgulloso de su raza. Bruto, sí: como lo habían sido sus mejores abuelos: como lo fueron siempre los caballeros de Jerez, espejo de la nobleza andaluza, arrogantes jinetes formados en dos siglos de batalla diaria y continua algarada en tierras de moros, pues por algo Jerez se llamaba de la Frontera. Y recapitulando en su memoria lo que había leído u oído sobre la historia de los suyos, reíase de Carlos V el gran Emperador, que, al pasar por Jerez, había querido correr unas lanzas con los jinetes famosos de la tierra que no gustaban de combates de puro juego, tomándolos en serio como si aún luchasen con moros. En el primer encuentro le rasgaron la ropilla al emperador; en el segundo le hicieron sangre, y la emperatriz, que estaba en los tablados, llamó muy asustada a su esposo, rogándole que reservase su lanza para gentes menos rudas que los caballeros jerezanos.

El carácter bromista del marqués gozaba de tanta fama como su fuerza. El señor Fermín reía en la viña, repitiendo a los trabajadores las ocurrencias graciosas del de San Dionisio. Eran bromas de acción, en las que siempre había una víctima; genialidades crueles, para regocijar a un pueblo rudo. Un día, al pasar el marqués por el mercado, dos mendigos ciegos le reconocían por la voz y le saludaban con frases pomposas esperando que los socorriese como de costumbre. «Toma, para los dos». Y pasaba adelante, sin dar nada, mientras los dos pordioseros se insultaban, creyendo cada uno que su camarada había recibido la limosna y le negaba la mitad, hasta que, cansados de injuriarse, enarbolaban sus palos.

Otra vez, el marqués hacía pregonar que el día de su santo daría una peseta a todo cojo que se presentase en su casa. Circulaba la noticia por todas partes y el patio del caserón llenábase de cojos de la ciudad y del campo; unos apoyados en muletas, otros arrastrándose sobre las manos como larvas humanas. Y al aparecer el marqués en un balcón, rodeado de sus amigotes, abríase la puerta de la cuadra y salía bufando con espumarajos de rabia un novillo, al que habían aguijoneado previamente los criados. Los que realmente eran cojos, corrían hacia los rincones, amontonándose, manoteando con la locura del miedo; y los fingidos soltaban las muletas, y con cómica agilidad se encaramaban por las rejas. El marqués y sus camaradas rieron como chiquillos, y Jerez pasó mucho tiempo comentando la gracia del de San Dionisio y su habitual generosidad, pues una vez vuelto el toro a la cuadra, distribuyó el dinero a manos llenas entre los lisiados, verdaderos y falsos, para que a todos les pasase el susto bebiendo algunas cañas a su salud.

El señor Fermín extrañábase de la indignación con que la hermana del marqués acogía sus originalidades. ¡Un hombre así, no debía morirse nunca!.. Pero, al fin, murió. Murió cuando no le quedaba nada que gastar; cuando los salones de su casa no tenían un mueble; cuando su cuñado Dupont se negó de veras a hacerle nuevos préstamos, ofreciéndole en su casa todo lo que quisiera, cuanto vino desease, pero sin la menor cantidad de dinero.

Sus hijas, que eran casi unas mujeres y llamaban la atención por su belleza picaresca y su desenfado, abandonaron el caserón paterno que tenía mil dueños, ya que se lo disputaban todos los acreedores del de San Dionisio, y fueron a vivir con su santa tía doña Elvira. La presencia de estos adorables diablillos produjo una serie de disgustos domésticos que amargaron los últimos años de don Pablo Dupont. Su esposa no podía tolerar el desenfado de las sobrinas, y Pablo, el hijo mayor, el favorito de la madre, apoyaba sus protestas contra aquellas parientas que venían a turbar la tranquilidad de la casa, como si con ellas trajesen un olor, un eco, de las costumbres del marqués.

– ¿De qué te lamentas? – decía don Pablo aburrido. – ¿No son tus sobrinas? ¿No son sangre tuya?..

Doña Elvira no podía quejarse de los últimos momentos de su hermano. Había muerto como quien era: como un caballero cristiano, como una persona decente. La enfermedad mortal le había sorprendido en una de sus juergas rodeado de mujeres y mozos de valor. La sangre del primer vómito se la habían limpiado las amigas con sus pañolones bordados de chinos y rosas fantásticas. Pero al ver próxima la muerte y oír los consejos de su hermana, que después de muchos años de ausencia se decidía a entrar en su casa, quiso «dar buen ejemplo», irse del mundo con la discreción que convenía a su rango. Y sacerdotes de todos hábitos y reglas llegaron hasta su lecho, apartando al sentarse una guitarra o una enagua olvidada; hablándole del cielo, en el que, seguramente, le guardaban un sitio de preferencia por los méritos de sus mayores. Las innumerables cofradías y hermandades de Jerez, en las cuales tenía el alegre noble un cargo hereditario, acompañaron al Viático; y al morir, su cadáver fue vestido de fraile, amontonándose sobre su pecho todas las medallas que la señora de Dupont juzgó de más eficacia para que aquel vividor no sufriese retraso ni entorpecimiento en su ascensión a la gloria eterna.

Doña Elvira no podía quejarse de su hermano, que al fin había demostrado su buena sangre en los últimos instantes; no podía quejarse de sus sobrinas, pájaros inquietos que agitaban sus plumajes con cierta insolencia, pero la acompañaban sin réplica a misas y novenas con una graciosa gravedad, que daba ganas de comérselas a besos. Pero la atormentaban el recuerdo del pasado del marqués y el atolondramiento que mostraban sus hijas al hallarse en presencia de los jóvenes; sus voces y gestos desgarrados, que eran como un eco de lo que habían oído en la casa paterna.

 

A la noble señora le indignaba todo lo que pudiese alterar la armonía majestuosa de su existencia y de su salón. Su mismo esposo era para ella un motivo de disgusto por sus modales de hombre de trabajo, siempre ansioso de descanso, y aquel desenfado grave y un tanto excéntrico que había copiado de sus corresponsales de Inglaterra. Sólo sentía por él un débil afecto semejante al que inspira un socio comercial. Estaba unida a él por el interés común en favor de los hijos; por cierta gratitud al ver que su trabajo aseguraba la riqueza de sus descendientes. En el hijo mayor había concentrado toda la cantidad de amor de que era capaz su alma austera y orgullosa.

– Es un Torreroel: es mi hijo; mío solamente. No tiene nada de los Dupont.

Y con estas palabras reveladoras de una feroz alegría maternal, creía librar a su hijo de un peligro; como si después de haber aceptado el matrimonio con Dupont por su gran fortuna, le inspirase éste repugnancia.

Pensaba con orgullo en los millones que tendrían sus hijos, y al mismo tiempo despreciaba a los que los habían amasado. Recordaba mentalmente con cierta vergüenza el origen de los Dupont, del que hablaban los más viejos de Jerez al comentar su escandalosa fortuna. El primero de la dinastía llegaba a la ciudad a principios del siglo, como un pordiosero, para entrar al servicio de otro francés que había establecido una bodega. Durante la guerra de la Independencia, el amo huía por miedo a las cóleras populares, dejando toda su fortuna confiada al compatriota, que era su servidor de confianza, y éste, en fuerza de dar gritos contra su país y vitorear a Fernando VII, conseguía que le respetasen y hacía prosperar los negocios de la bodega, que se acostumbraba a considerar como suya. Cuando, terminada la guerra, volvía el verdadero dueño, Dupont se negaba a reconocerle, alegándose a sí mismo, para tranquilidad de la conciencia, que bien había ganado la propiedad de la casa haciendo frente al peligro. Y el confiado francés, enfermo y agobiado por la traición, desaparecía para siempre.

Los negocios de la bodega crecían y se desarrollaban con la fecundidad beneficiosa que acompaña siempre a todo crimen hábil. Comenzaba la carrera de honradez de los Dupont, gentes excelentes, con esa bondad de los que no necesitan cometer una mala acción para que sus negocios prosperen, ni ven puesta a prueba su virtud por la desgracia.

La noble doña Elvira, que hacía gala a cada momento de sus ilustres ascendientes, sentía cierto escozor al recordar esta historia; pero tranquilizábase pronto, pensando que una parte de la gran fortuna la dedicaba a Dios con sus generosidades de devota.

La muerte de don Pablo fue para ella una solución. Sintiose más libre de preocupaciones y remordimientos. Su hijo mayor acababa de casarse y sería el dueño de la casa. Ya no era la fortuna de los Dupont, era de un Torreroel, y con esto le parecía que se borraba su vergonzoso origen, y que Dios protegería mejor los negocios de la casa. La aptitud comercial de Pablo, sus iniciativas y, especialmente, la nueva destilación del cognac, que hacía famoso el nombre de la bodega, parecían afirmar estas preocupaciones de la buena señora. ¡Dupont, en el rótulo; pero Torreroel en el alma! Su hijo le parecía un gran señor de otras épocas, de aquellos que con toda su nobleza eran agricultores y servían a Dios arado en mano. La industria serviría ahora para que afirmase su importancia social aquel descendiente de virreyes y santos arzobispos. El Señor bendeciría con su protección al cognac y las bodegas…

El capataz de Marchamalo sintió la muerte del amo más que toda la familia. No lloró, pero su hija María de la Luz, que comenzaba a ser una mocita, andaba tras él, animándolo para que saliese de su triste marasmo, para que no pasase las horas sentado en la plazoleta con la mandíbula entre las manos y la vista perdida en el horizonte, desalentado y triste como un perro sin dueño.

Eran inútiles los consuelos de la niña. ¡Cualquier día olvidaba él a su protector, al que le había sacado de la miseria! Aquel golpe era de los de prueba: únicamente podía compararse al dolor que le produciría la muerte de su héroe don Fernando. María de la Luz, para animarle, sacaba del fondo de un armario alguna botella de las que se dejaban los señoritos cuando iban a la viña, y el capataz miraba con ojos llorosos el líquido dorado de la copa. Pero al llenar ésta por tercera o cuarta vez, su tristeza tomaba un acento de dulce resignación:

– ¡Lo que somos! Hoy tú… mañana yo.

Para continuar su fúnebre monólogo bebía con la calma del campesino andaluz, que mira el vino como la mayor de las riquezas y lo huele y examina, hasta que, a la media hora de este copeo solemne y refinado, su pensamiento, saltando de un afecto a otro, abandonaba a Dupont para fijarse en Salvatierra, comentando sus correrías y aventuras, siempre propagando sus ideales de tal modo, que la mayor parte del tiempo la pasaba en la cárcel.

No por esto olvidaba a su protector. ¡Ay, aquel don Pablo, cuánto bien le había hecho! Por él, su hijo Fermín era un caballero. El viejo Dupont, al ver la actividad que mostraba el muchacho en su escritorio, donde había entrado como zagal para los recados, quiso ayudarle con su protección. Fermín se había instruido aprovechando la presencia en Jerez de Salvatierra. El revolucionario, al volver de su emigración en Londres, ansioso de sol y de tranquilidad campestre, había ido a vivir en Marchamalo, al lado de su amigo el capataz. Algunas veces, al entrar el millonario en la viña, se encontraba con el rebelde hospedado en su propiedad sin permiso alguno. El señor Fermín creía que, tratándose de un hombre de tantos méritos, era innecesario solicitar la autorización del amo. Dupont, por su parte, respetaba el carácter probo y bondadoso del agitador, y su egoísmo de hombre de negocios le aconsejaba la benevolencia. ¡Quién sabe si aquellas gentes volverían a mandar el día menos pensado!..

El millonario y el caudillo de los pobres se estrechaban tranquilamente la mano después de tantos años de no verse, como si nada hubiese ocurrido.

– ¡Hola, Salvatierra!.. Me han dicho que es usted el maestro de Ferminillo. ¿Cómo va ese discípulo?

Ferminillo progresaba rápidamente. Muchas noches no quería quedarse en Jerez, y emprendía una marcha de más de una hora para ir a la viña en busca de las lecciones de don Fernando. Los domingos dedicábalos por entero a su maestro, al que adoraba con una pasión igual a la de su padre.

El señor Fermín no supo si fue por consejo de don Fernando o por propia iniciativa del amo; pero lo cierto era que éste, con el acento imperioso que empleaba para hacer el bien, manifestó su deseo de que Ferminillo fuese a Londres a expensas de la casa, para pasar una larga temporada en la sucursal que tenía en Collins-Street.

Ferminillo marchó a Londres, y al escribir, de vez en cuando, mostrábase satisfecho de su vida. El capataz auguraba a su hijo un brillante porvenir. Vendría de allá sabiendo más que todos los señores que plumeaban en el escritorio de Dupont. Además, Salvatierra le había dado cartas para los amigos que tenía en Londres, todos polacos, rusos e italianos, refugiados allí porque en su tierra les querían mal; personajes que eran considerados por el capataz como seres poderosos cuya protección envolvería a su hijo mientras viviese.

Pero el señor Fermín se aburría en su retiro, sin poder hablar más que con los viñadores, que le trataban con cierta reserva, o con su hija, que prometía ser una buena moza, y sólo pensaba en el arreglo y admiración de su persona. La muchacha se dormía por las noches apenas deletreaba él a la luz del candil alguno de los folletos de la buena época, los renglones cortos de Barcia, que le entusiasmaban como una resurrección de su juventud. De tarde en tarde se presentaba don Pablo el joven, que dirigía la gran casa Dupont, dejando que sus hermanos menores se divirtiesen en la sucursal de Londres, o doña Elvira con sus sobrinas, cuyos noviazgos llevaban revuelta a toda la juventud de Jerez. La viña parecía otra, más silenciosa, más triste. Los chicuelos que corrían por ella en pasados tiempos tenían ahora otras preocupaciones. Hasta la casa de Marchamalo había envejecido tristemente; se agrietaba su vetustez de ruda construcción, que contaba más de un siglo. El impetuoso don Pablo, en su fiebre de innovaciones, hablaba de echarla abajo y levantar algo grandioso y señorial, que fuese como el castillo de los Dupont, príncipes de la industria.

¡Qué tristeza! Su protector había muerto, Salvatierra andaba por el mundo y su compadre Paco el de Algar le abandonaba para siempre, muriendo de un enfriamiento allá en un cortijo del riñón de la sierra. También el compadre había mejorado de suerte, aunque sin llegar a la buena fortuna del señor Fermín. En fuerza de trabajar como bracero y de rodar por las gañanías errante como un gitano, siempre seguido de su hijo Rafael, que se empleaba en las faenas de zagal, había acabado por ser aperador de un cortijo pobre: asunto, como él decía, de matar el hambre sin tener que doblarse ante el surco, debilitado por una vejez prematura y por los rudos lances de la conquista del pan.

Rafael, que era ya un mocetón de dieciocho años, endurecido por el trabajo, se presentó en la viña para dar la mala noticia a su padrino.

– Muchacho, ¿y ahora qué va a jacer? – preguntó el capataz interesándose por su ahijado.

El mocetón sonrió al oír hablar de una colocación en otro cortijo. ¡Nada de trabajar la tierra! La aborrecía. Gustábanle los caballos y las escopetas con entusiasmo juvenil, como a cualquier señorito del Círculo Caballista. En punto a domar un potro o a meter la bala donde ponía el ojo, no admitía rival. Además, era todo un hombre; tan hombre como el que más: le gustaban los valientes para ponerlos a prueba; ansiaba aventuras para que se supiese quién era el hijo de Paco el de Algar. Y al decir esto sacaba el pecho y tendía los brazos en cruz, haciendo alarde de la energía vital, de la juvenil acometividad depositadas en su cuerpo.

– En fin, padrino, que con lo que yo tengo naide se muere de jambre.

Y Rafael no murió de hambre. ¡Qué había de morir!.. Su padrino le admiraba cuando le veía llegar a Marchamalo, montado en un alazán fuerte y de libras, vestido como un hacendado de la sierra, con fachenda de galán campesino, asomándole ricos pañuelos de seda por los bolsillos de la chaqueta y el escopetón siempre pendiente de la montura. Al viejo contrabandista le temblaban las carnes de placer oyéndole relatar sus proezas. El muchacho vengaba a su compadre y a él de los sustos sufridos en la montaña, de los golpes que les habían dado los que él apellidaba «los esbirros». ¡De seguro que a éste no se le ponían delante para quitarle la carga!..

El mozo era de los de caballería y no se limitaba a entrar tabaco. Los judíos de Gibraltar le hacían crédito, y su alazán trotaba llevando a la grupa fardos de sedas y de vistosos pañolones de China. Ante el absorto padrino y su hija María de la Luz, que le miraba fijamente con sus ojos de brasa, el muchacho sacaba a puñados las monedas de oro, las libras inglesas, como si fuesen ochavos, y acababa por extraer de las alforjas algún pañuelo vistoso o puntilla complicada, para hacer regalo de ello a la hija del capataz.

Los dos jóvenes se miraban con cierta vehemencia; pero al hablarse experimentaban una gran timidez, como si no se conocieran desde niños, como si no hubiesen jugado juntos cuando el señor Paco venía de tarde en tarde a visitar a su viejo camarada en la viña.

El padrino sonreía socarronamente viendo la turbación de los muchachos.

– No parece sino que ustés no se han visto nunca. Hablarse sin miedo, que ya sé yo que tú buscas ser algo más que mi ahijado… ¡Lástima que andes en esa vida!

Y le aconsejaba que ahorrase, ya que la suerte se le presentaba de frente. Debía guardar sus ganancias, y cuando tuviese un capitalito, ya hablarían de lo otro, de aquello que no se nombraba nunca, pero que sabían los tres. ¡Ahorrar!.. Rafael sonreía ante este consejo. Tenía en el porvenir la confianza de todos los hombres de acción seguros de su energía; la generosidad derrochadora de los que conquistan el dinero desafiando a las leyes y a los hombres; la largueza desenfadada de los bandidos románticos, de los antiguos negreros, de los contrabandistas; de todos los pródigos de su vida que, acostumbrados a afrontar el peligro, consideran sin valor lo que ganan sorteando a la muerte. En los ventorrillos de la campiña, en las chozas de carboneros de la sierra, en todas partes donde se juntaban hombres para beber, él lo pagaba todo con largueza. En las tabernas de Jerez organizaba juergas de estruendo, abrumando con su generosidad a los señoritos. Vivía como los lasquenetes mercenarios condenados a la muerte, que, en unas cuantas noches de orgía pantagruélica, devoraban el precio de su sangre. Tenía sed de vivir, de gozar, y cuando en medio de su existencia azarosa le acometía la duda de lo futuro, veía, cerrando los ojos, la graciosa sonrisa de María de la Luz, escuchaba su voz, que siempre le decía lo mismo cuando él se presentaba en la viña.

 

– Rafaé: me dicen muchas cosas de ti y toas son malas… ¡Pero tú eres bueno! ¿verdá que cambiarás?..

Y Rafael se juraba a sí mismo que había de cambiar, para que no le mirase con sus ojazos de pena aquel ángel que le aguardaba en lo alto de una colina, cerca de Jerez, y corría cuesta abajo entre el ramaje de las cepas, al verle de lejos galopar por la polvorienta carretera.

Una noche, los perros de Marchamalo ladraron desaforadamente. Era cerca del amanecer, y el capataz, echando mano a su escopeta, abrió una ventana. Un hombre en mitad de la plazoleta sosteníase agarrado al cuello de su jaca, que respiraba jadeante, con las piernas temblonas, como si fuese a desplomarse.

– Abra usté, padrino – dijo con débil voz. – Soy yo, Rafaé, que vengo jerío. Pa mí, que me han pasao de parte a parte.

Entró en la casa, y María de la Luz, al asomarse tras la cortina de percal de su cuarto, lanzó un alarido. Olvidando todo pudor, la muchacha salió en camisa a ayudar a su padre, que apenas podía sostener al mocetón, pálido con palidez de muerte, con las ropas salpicadas de sangre negruzca y de otra fresca y roja que caía y caía por debajo de su chaquetón, goteando en el suelo. Anonadado por su esfuerzo para llegar hasta allí, Rafael se desplomó en la cama, contándolo todo con palabras entrecortadas antes de desvanecerse.

Un encuentro en la sierra al anochecer con los del resguardo. Él había herido para abrirse paso, y en la huida le alcanzó una bala en la espalda, debajo del hombro. En un ventorrillo le habían curado de cualquier modo, con la misma rudeza con que cuidaban a las bestias, y al oír, en el silencio de la noche, con su fino oído de hombre de la sierra, el trote de los caballos enemigos, había vuelto sobre la silla para no dejarse coger. Un galope de leguas, desesperado, loco, haciendo esfuerzos por mantenerse sobre los estribos, apretando sus piernas con el estertor de una voluntad próxima a desvanecerse, rodándole la cabeza, viendo nubes rojas en la oscuridad de la noche, mientras por el pecho y la espalda se escurría algo viscoso y caliente, que parecía llevársele la vida con punzante cosquilleo. Deseaba esconderse, que no le cogieran: y para esto, ningún refugio como Marchamalo, en aquella época que no era de trabajo y los viñadores estaban ausentes. Además, si su destino era morir, deseaba que fuese entre los que más quería en el mundo. Y sus ojos se dilataban al decir esto: se esforzaba por acariciar con ellos, entre el lagrimeo del dolor, a la hija de su padrino.

– ¡Rafaé! ¡Rafaé! – gemía María de la Luz inclinándose sobre el herido.

Y como si la desgracia le hiciese olvidar su habitual recato, faltó muy poco para que le besase en presencia de su padre.

El caballo murió en la mañana siguiente, reventado por la loca carrera. Su dueño se salvó después de una semana transcurrida entre la vida y la muerte. El señor Fermín había traído de Jerez un médico, gran amigo de Salvatierra, un compañero de la época heroica, acostumbrado a esta clase de lances. Tuvo delirios que le hacían gritar con el terror de la pesadilla, y cuando después de largos desvanecimientos desentornaba los ojos, veía a María de la Luz sentada junto a la cama, inclinando sobre él su cabeza, como si buscase en su aliento la llegada de la reacción vital que habla de salvarle.

La convalecencia no fue larga. Una vez pasado el peligro, la herida se cicatrizó rápidamente. El capataz afirmaba, con cierto orgullo, que su ahijado tenía carne de perro. A otro lo hubiesen hecho polvo con un balazo así: ¡pero, balitas a él, que era el mozo más valiente del campo de Jerez!..

Cuando el herido abandonó la cama, acompañábale María de la Luz en sus vacilantes paseos por la explanada y los senderos inmediatos. Entre los dos había vuelto a reaparecer esa pudibundez de los amantes campesinos, ese recato tradicional que hace que los novios se adoren sin decírselo, sin declararse su pasión, bastándoles el expresarla mudamente con los ojos. La muchacha, que había vendado su herida, que había visto desnudo su pecho robusto, perforado por aquel rasguño de labios violáceos, no osaba ahora, que le veía de pie, ofrecerle su brazo cuando paseaba vacilante, apoyándose en un bastón. Entre los dos marcábase un ancho espacio, como si sus cuerpos se repeliesen instintivamente; pero los ojos se buscaban, acariciándose con timidez.

A la caída de la tarde, el señor Fermín se sentaba en un banco, bajo las arcadas de su caserón, con la guitarra en las rodillas.

– ¡Venga de ahí, Mariquita de la Lú! Hay que alegrar un poquiyo al enfermo.

Y la muchacha rompía a cantar, con la cara grave y los ojos entornados, como si cumpliese una función sacerdotal. Únicamente sonreía cuando su mirada se encontraba con la de Rafael, que la escuchaba en éxtasis, acompañando con débil palmoteo el rasguear melancólico de la guitarra del señor Fermín.

¡Oh, la voz de María de la Luz! Una voz grave, de entonaciones melancólicas, como la de una mora habituada a eterna clausura que canta para oídos invisibles tras las tupidas celosías: una voz que temblaba con litúrgica solemnidad, como si meciese el sueño de una religión misteriosa sólo de ella conocida. De repente, se adelgazaba, partiendo como un relámpago hacia las alturas, hasta convertirse en un alarido agudo, en un grito que serpenteaba, formando complicados arabescos de salvaje bizarría.

Las vulgares coplas, oídas por Rafael tantas veces en sus juergas con las gitanas, parecían nuevas en los labios de María de la Luz. Adquirían un sentimentalismo conmovedor, una unción religiosa en el silencio del campo, como si aquella poesía ingenua y gallarda, cansada de rodar sobre las mesas, manchadas de vino y de sangre, se rejuveneciera al tenderse soñolienta en los surcos de la tierra bajo los pabellones de pámpanos. La voz de María de la Luz era famosa en la ciudad. En Semana Santa, la gente que presenciaba el paso de las procesiones de encapuchados a altas horas de la noche, corría para oírla de más cerca.

– Es la niña del capataz de Marchamalo que va a echarle una saeta al Cristo.

Y empujada por las amigas, abría los labios y ladeaba la cabeza con un gesto lacrimoso, igual al de la Dolorosa; y el silencio de la noche, que parecía agrandado por la emoción de una religiosidad lúgubre, rasgábase con el lento y melódico quejido de aquella voz de cristal que lloraba las trágicas escenas de la Pasión. Más de una vez la muchedumbre, olvidando la santidad de la noche, prorrumpía en elogios a la gracia de la chiquilla y en bendiciones a la madre que la había parido, sin respetar el aparato inquisitorial del sagrado Entierro con sus negros encapuchados y sus fúnebres blandones.

En la viña no despertaba menores entusiasmos María de la Luz. Oyéndola los dos hombres bajo las arcadas, sentíanse conmovidos, y sus almas sencillas abríanse a la ráfaga de poesía del crepúsculo, mientras se coloreaban las lejanas montañas con la puesta del sol, y Jerez teñía su blancura con resplandores de incendio, destacándose sobre un cielo de violeta en el que comenzaban a brillar las primeras estrellas.