Za darmo

La bodega

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VI

– ¡La pobrecita Mari-Cruz! – lloriqueó Alicappón– .

La gitana Mari-Cruz se moría. Lo anunciaba Alcaparrón con sus lloriqueos a todos los del cortijo, sin hacer caso de las protestas de su madre.

– ¡Qué sabes tú, bobo!.. A otros, peor que ella, los sacó alante mi comare…

Pero el gitano, despreciando la fe de la señora Alcaparrona en la sabiduría de su comadre, presentía la muerte de la prima con la clarividencia del cariño. En el cortijo y en el campo, contaba a todos el origen de la enfermedad.

– ¡La mardita groma del señorito!.. La pobresita siempre ha sido poca cosa, siempre malucha, y el susto del novillo la ha acabao de matar. ¡Premita Dios!..

Y el respeto al rico, la sumisión tradicional al amo, cortaban en sus labios la gitana maldición.

Aquel cuervo fatídico que, según él, llamaba a los buenos cuando faltaba uno en el camposanto, debía estar ya despierto, alisándose con el pico las negras alas y preparando el graznido para que compareciese su prima. ¡Ay, pobrecita Mari-Cruz! ¡La mejor de la familia!.. Y para que la muchacha no adivinase sus pensamientos, manteníase a distancia, viéndola de lejos, sin osar aproximarse al rincón de la gañanía, donde estaba tendida sobre un petate, cedido misericordiosamente por los jornaleros.

La seña Alcaparrona, viendo a su sobrina, dos días después de la nocturna juerga, calenturienta y sin fuerzas para ir al campo, había diagnosticado la enfermedad, con su práctica de decidora de buenaventura y bruja curandera. Era el susto del novillo «que se le había quedao adrento».

– La pobresita – decía la vieja – estaba en su… pues, en eso; y ya se sabe que en tal caso los sustos son de cuidao. Es sangre corrompía que se le ha subío al pecho y la ajoga. Por eso pide siempre de beber, como si con un río no la bastase.

Y por toda medicina, cuando al amanecer salía al campo a trabajar con la familia, colocaba junto a los andrajos de la cama un jarro siempre lleno.

Gran parte del día lo pasaba la muchacha sola en el rincón más oscuro del dormitorio de los gañanes. Algún perro del cortijo, entrando de tarde en tarde, daba vueltas en torno de ella con un gruñido sordo, que expresaba su extrañeza, y después de intentar lamer su cara pálida, alejábase repelido por las manos exangües, transparentes, infantiles.

A medio día, cuando un rayo de sol filtraba su faja de oro en la penumbra de lo cuadra humana, las moscas de primavera llegaban hasta el oscuro rincón, animando con su zumbido la soledad.

Algunas veces entraban Zarandilla y su mujer a ver a Mari-Cruz.

– Ánimo, muchacha; hoy ties mejor cara. Lo que importa es que eches todo lo malo que se te ha subío al pecho.

La enferma, sonriendo débilmente, tendía sus flacos brazos para coger el jarro, y bebía y bebía, con lo esperanza de que el agua deshiciese la bola ardorosa y sofocante que dificultaba su respiración, transmitiendo a todo su cuerpo el fuego de la fiebre.

Cuando se retiraba el rayo de sol, extinguiéndose el zumbido de las moscas, y el pedazo de cielo encuadrado por la puerta tomaba un suave color de violeta, la enferma alegrábase. Era la mejor de las horas: iban a llegar los suyos. Y sonreía a Alcaparrón y sus hermanos, que se sentaban en el suelo en semicírculo sin decirla nada, mirándola con ojos interrogantes, como si quisieran atrapar a la fugitiva salud. Su tía, todas las tardes al volver, lo primero que preguntaba era si había arrojado aquello, aguardando que expeliera por la boca la pudredumbre, la mala sangre que el susto había acumulado en su pecho.

La enferma animábase también con la presencia de los compañeros de trabajo, aquellos gañanes que antes de comer su gazpacho de la noche pasaban un momento ante ella, esforzándose por infundirla ánimo con rudas palabras. El temible Juanón la hablaba todas las noches, proponiendo curaciones enérgicas, propias de su carácter:

– Tú lo que necesitas es comer, chiquiya; trajelar. Too lo que tienes es hambre.

Y a continuación ofrecíala cuantos alimentos extraordinarios poseían sus compañeros: un pedazo de bacalao, una morcilla de la sierra que milagrosamente se conservaba en la gañanía… Pero la gitana rechazábalo todo con gesto agradecido.

– Tú te lo pierdes; te se da de too corazón. Así estás de enjuta y esmirriá, y así te morirás: porque no comes.

Juanón se afirmaba en esta creencia, viendo el estado de consunción de la muchacha. Ya no quedaba en ella el menor vestigio de carne: sus débiles músculos de anémica se habían derretido. Sólo subsistía el esqueleto, marcando sus angulosidades bajo la epidermis blancuzca, que parecía adelgazarse también como una envoltura sutil.

Toda su vida parecía concentrada en los ojos hundidos, cada vez más negros, con más luz, como dos gotas de légamo tembloroso en las profundidades de las órbitas amoratadas.

Por la noche, Alcaparrón, en cuclillas detrás de ella, huyendo de su mirada para llorar libremente, veía clarear a la luz del candil sus orejas y las alillas de la nariz, con una transparencia de hostia.

El aperador, alarmado por el aspecto de la enferma, hablaba de traer un médico de la ciudad.

– Esto no es cristiano, tía Alcaparrona. Esa criatura se muere como una bestia.

Pero ella protestaba con indignación. ¿Un médico? Eso era para los señores, para los ricos. ¿Y quién había de pagarlo?.. Además, ella no había necesitado de médico en toda su vida y era vieja. Las gentes de su raza, aunque pobres, tenían su poquito de ciencia, que los gachés buscaban muchos veces.

Y llamada por ella se presentó en el cortijo su comare, una gitana viejísima, que gozaba gran fama de curandera en Jerez y su campo.

Después de oír a la Alcaparrona, palpó el mísero esqueleto de la enferma, aprobando todas las palabras de su amiga. No se había engañado: era el susto, la mala sangre que se le había subido al pecho y la ahogaba.

Anduvieron toda una tarde las dos por las colinas vecinas buscando hierbas, y solicitaron de la mujer de Zarandilla los más disparatados ingredientes para una famosa cataplasma que pensaban preparar. Por la noche, los hombres de la gañanía contemplaron en silencio las manipulaciones de las dos brujas en torno de un puchero puesto a la lumbre, con ese respeto crédulo de las gentes del campo por todo lo maravilloso.

La enferma bebió humildemente el cocimiento y recibió sobre el pecho el emplasto, manejado misteriosamente por las dos viejas, como si contuviese un poder sobrenatural. La comare, que había hecho milagros, renegaba de su sabiduría si antes de dos días no lograba deshacer la bola de fuego que ahogaba a la muchacha.

Y los dos días transcurrieron, y otros dos más, sin que la pobre Mari-Cruz experimentase alivio.

Alcaparrón seguía sollozando fuera de la gañanía, para que no le oyese la enferma. ¡Cada vez peor! ¡No podía estar acostada! ¡se ahogaba! Su madre ya no iba al campo; se quedaba en la gañanía para cuidarla. Hasta para dormir tenían que mantenerla con el cuerpo erguido, mientras su pecho se agitaba con un estertor de fuelle roto.

– ¡Ay, Señó! – gemía el gitano, perdiendo la última esperanza. – Lo mezmo que los pajarillos cuando los jieren.

Rafael no osaba aconsejar a la familia, ni entraba a ver a la enferma más que a las horas de trabajo, cuando los gañanes estaban en el campo.

La enfermedad de Mari-Cruz y la juerga del señorito en el cortijo le había colocado en una situación violenta con toda la gente de la gañanía.

Algunas de las muchachas, al recobrar la razón después de la embriaguez de aquella noche, se habían ido a la sierra, no queriendo permanecer en el cortijo. Apostrofaban a los manijeros, guardianes de confianza de sus familias, que habían sido los primeros en aconsejarlas que siguiesen al señorito. Y después de propalar entre los trabajadores que volvieron a Matanzuela el domingo, lo ocurrido en la noche anterior, emprendieron solas el regreso a sus casas, contando a todos los escándalos del cortijo.

Los gañanes, al volver a Matanzuela no vieron al amo. Éste y su comitiva, una vez dormida la borrachera, habían regresado a Jerez alegres como siempre, con un regocijo escandaloso. Los trabajadores, en su indignación, hacían responsables al aperador y todo el gobierno del cortijo. El señorito estaba lejos; y además era quien les proporcionaba el pan.

Algunos de los que estaban en la gañanía lo noche de la juerga, tuvieron que pedir la cuenta y buscar trabajo en otros cortijos. Los compañeros mostrábanse indignados. Iban a llover puñaladas. ¡Borrachos! ¡Por cuatro botellas de vino habían vendido a unas muchachas que podían ser sus hijas!..

Juanón llegó a encararse con el aperador.

– ¿Conque tú – dijo escupiendo en el suelo con aire de desprecio – eres el que proporcionas al señorito las mozas de la gañanía pa que se divierta?.. Harás carrera, Rafaé. Ya sabemos pa lo que sirves.

El aperador saltó como si recibiese un navajazo.

– Yo sirvo, pa lo que sirvo. Y pa matarme con un hombre cara a cara si es que me farta.

Y herido en su arrogancia, miraba con aire de reto a Juanón y a los más bravos, llevando preparada la navaja en un bolsillo de la chaqueta, siempre a punto de caer sobre ellos, a la más leve provocación. Para demostrar que no tenía miedo a una gente ansiosa por dar salida a los antiguos rencores contra el vigilante de su trabajo, Rafael intentaba justificar al amo.

– Fue una groma. Don Luis sortó el novillo por divertirse, sin hacer daño a nadie. Lo demás jué una desgracia.

Y por altivez, no decía que era él quien había metido en la cuadra al animal, librando a la pobre gitana de las astas que removían feroces sus ropas. Y callaba igualmente su pelea con el amo, después de salvar a Mari-Cruz; la franqueza con que le había censurado y el arrebato de don Luis queriendo abofetearle, como si fuese un matón de su comitiva.

 

Rafael le había agarrado la mano con una de sus garras, zarandeándolo como a un niño, al mismo tiempo que con la otra buscaba su navaja, con ademán tan resuelto, que el Chivo se detenía, a pesar de que el señorito le llamaba a grandes voces para que matase a aquel hombre.

El mismo valentón, temiendo al aperador, había arreglado el asunto declarando sentenciosamente que los tres eran igualmente valientes, y que entre valientes no deben existir cuestiones. Y juntos habían bebido la última copa, mientras la Marquesita roncaba debajo de la mesa, y las muchachas, aterradas por el susto, huían a la gañanía.

Cuando una semana después Rafael fue llamado por el señorito, emprendió el camino de Jerez creyendo que ya no regresaría a Matanzuela. El llamamiento sería para decirle que había buscado otro aperador… Pero el loco Dupont le recibió con gesto alegre.

El día anterior había reñido definitivamente con su prima. Estaba harto de sus caprichos y sus escándalos. Ahora sería hombre serio, para no dar disgustos a Pablo, que era como su padre. Pensaba dedicarse a la política; ser diputado. Otros de la tierra lo eran, sin otro mérito que una fortuna y un nacimiento iguales a los suyos. Además, contaba con el apoyo de los Padres de la Compañía, sus antiguos maestros, que no dejarían de felicitarse al verle en el hotel de su primo hecho un hombre serio, ocupándose en defender los sagrados intereses sociales.

Pero se cansó pronto de hablar en este tono y miró a su aperador con cierta curiosidad.

– Rafael, ¿sabes que eres un valiente?..

Fue su única alusión a la escena de aquella noche. Después, como arrepentido de dar tan en absoluto esto certificado de valor, añadió modestamente:

– Yo, tú y el Chivo, somos los tres hombres más hombres de Jerez. ¡Cualquiera se nos pone delante!..

Rafael escuchábale impasible, con el gesto respetuoso de un buen servidor. Lo único que le interesaba de todo aquello, era la seguridad de continuar en Matanzuela.

El amo le pidió después noticias del cortijo. Su poderoso primo, que todo lo sabía, al reñirle por aquella juerga, de la que se hablaba mucho en Jerez (esto lo decía con cierto orgullo), le había mentado a una gitana enferma del susto. ¿Qué era aquéllo? Y escuchó, con aire de aburrimiento, las explicaciones de Rafael.

– Total, nada: ya sabemos cómo exageran los gitanos. Eso pasará. ¡Un susto, por un novillo suelto!.. ¡Si eso es una broma corriente!

Y enumeraba todas las comidas de campo, con gentes ricas, que habían tenido como final esta broma ingeniosa. Luego, con gesto magnánimo, dio órdenes a su aperador.

– Entrega a esa pobre gente lo que necesite. Págale a la muchacha el jornal mientras esté enferma. Quiero que mi primo se convenza de que no soy tan malo como cree y que también sé hacer la caridad cuando me toca.

Al salir Rafael de la casa del amo, espoleó su jaca, para hacer una visita a Marchamalo antes de volver al cortijo, pero se vio detenido frente al Círculo Caballista.

Los señoritos más ricos de Jerez abandonaban sus copas de vino para salir a la calle, rodeando el caballo del aperador. Querían saber detalladamente lo ocurrido en Matanzuela. ¡Aquel Luis era a veces tan embustero relatando sus hazañas!.. Y al contestar Rafael gravemente, con pocas palabras, reían todos ellos, viendo confirmadas sus noticias. El novillo suelto, persiguiendo a las jornaleras ebrias, hacía prorrumpir en ruidosas carcajadas a una juventud que, bebiendo vino, desbravando caballos y discutiendo mujeres, esperaba el momento de heredar la riqueza y la tierra de todo Jerez… ¡Pero, qué buena sombra tenía el tal Luis! ¡Y pensar que ellos no habían presenciado aquella broma! Algunos recordaban con amargura que les había invitado a la fiesta, y se lamentaban de la ausencia.

Uno de ellos preguntó si era cierto que una muchacha de la gañanía estaba enferma del susto. Al decir Rafael que era una gitana, muchos levantaron los hombros. ¡Una gitana! pronto se pondría buena. Otros, que conocían a Alcaparrón por sus truhanerías, rieron al saber que la enferma era de su familia. Y todos, olvidando a la gitana, volvieron a comentar la graciosa ocurrencia de Dupont el loco, acosando con nuevas preguntas a Rafael, para saber qué hacía la Marquesita mientras su amante soltaba el novillo, y si ésta había corrido mucho.

Cuando Rafael no tuvo más que decir, todos se fueron adentro sin saludarle. Satisfecha su curiosidad, despreciaban al gañán que les había hecho abandonar sus mesas precipitadamente.

El aperador puso su jaca al galope, con el deseo de llegar cuanto antes a Marchamalo. María de la Luz no le había visto en dos semanas y le recibió con mal gesto. Hasta allí había llegado, agrandada por comentarios, la noticia de lo ocurrido en Matanzuela.

El capataz movió su cabeza reprobando el suceso, y la hija, aprovechándose de una ausencia del señor Fermín, increpó a su novio, como si éste fuese el único responsable del escándalo del cortijo. ¡Ah, mardito! ¡Por esto había estado tantos días sin presentarse en la viña! El señor tornaba a sus antiguas costumbres de mozo alegre; convertía en una casa de vergüenzas aquel cortijo, con el que soñaba ella como un nido de amores legítimos.

– Quita allá, sinvergüenzón. Por aquí no güervas: te conozco…

Y el pobre aperador casi rompió a llorar, herido por la injusticia de su novia. ¡Tratarle así!.. ¡después de la prueba a que le había sometido el ebrio impudor de la Marquesita y que él callaba por respeto a María de la Luz!.. Se excusaba hablando de su condición. Él no era más que un criado, que había de cerrar los ojos ante muchas cosas, para conservar su puesto. ¿Qué haría su padre, si el dueño de la viña fuese un señorito como el suyo?..

Partió Rafael de Marchamalo, dejando a su novia menos iracunda, pero llevaba en el pensamiento, como una aguda pesadumbre, la aspereza con que le despidió María de la Luz. ¡Cristo, con el señorito! ¡Qué de disgustos le proporcionaban sus diversiones!.. Volvía lentamente hacia Matanzuela, pensando en las caras hostiles de los gañanes, en aquella muchacha que se moría rápidamente, mientras allá en la ciudad, los desocupados hablaban de ella y de su susto con grandes risas.

Apenas echó pie a tierra, vio a Alcaparrón que vagaba por los alrededores del cortijo, con gestos de loco, como si la exuberancia de su dolor no cupiera bajo los techos.

– Se muere, señó Rafaé. Lleva ya ocho días de paecer. La pobrecita no puede tenderse, y está sentada día y noche con los brazos extendíos y moviendo las manos así… así; como si buscase la salusita que se jué pa siempre. ¡Ay, mi pobre Mari-Cruz! ¡Mi prima del arma!..

Y lanzaba estos gritos como si fuesen rugidos, con la expansión trágica de la raza gitana que necesita espacio libre para sus dolores.

El aperador entró en la gañanía, y antes de llegar al montón de harapos de la enferma, oyó el ruido de su respiración, un soplido doloroso de fuelle descompuesto, que dilataba y contraía el mísero costillaje de su pecho.

La asfixia le hacía abrir, con temblores de angustia, su andrajoso corpiño, mostrando un pecho de muchacho tísico, de una blancura de papel mascado, sin más señales del sexo que dos granos morenos hundidos entre las costillas. Respiraba moviendo la cabeza a un lado y a otro, como si pretendiese absorber todo el aire. En ciertos momentos sus ojos agrandábanse con expresión de espanto, como si sintiera el contacto de algo frió e invisible en las manos crispadas que tendía ante ella.

La tía Alcaparrona mostraba menos confianza que al iniciarse la enfermedad.

– ¡Si echara la cosa maligna que lleva aentro! – exclamó mirando a Rafael.

Y después de limpiar el sudor frío y viscoso de la cara de la enferma, ofreciole la alcazarra de agua.

– ¡Bebe, hija de mis entrañas! ¡Mi blanca paloma!..

Y la mísera paloma, herida de muerte, después de beber, asomaba su lengua entre los labios violáceos, cual si quisiera prolongar la sensación de frescura: una lengua seca, de rojo tostado, como una lonja de carne asada.

A veces interrumpíase el estertor de su respiración con una tos seca, lanzando espectoraciones estriadas de sangre. La vieja movía la cabeza. Ella esperaba algo negro y monstruoso, una oleada putrefacta que, al salir, se llevase todo el mal de la muchacha.

Una tarde la vieja prorrumpió en alaridos. La niña se moría; se ahogaba. Ella, tan débil, que apenas podía mover las manos, retorcía su armazón de huesos con la fuerza extraordinaria de la angustia, y tales eran sus impulsos, que la tía apenas podía contenerla entre sus brazos. Apoyándose en los talones se levantaba, doblándose como un arco, con el pecho abombado y jadeante, el rostro crispado y azul.

– ¡Jozé María! – gimió la vieja. – ¡Que se muere!.. ¡Que se me quea entre las manos! ¡Hijo mío!

Y Alcaparrón, en vez de acudir al llamamiento de su madre, salió corriendo como un loco. Había visto pasar a un hombre, una hora antes, por el camino de Jerez con dirección al ventorro del Grajo.

Era él, el ser extraordinario del que todos los pobres hablaban con respeto. De repente se sintió inflamado por esa fe que los pastores de muchedumbres esparcen en torno de ellos, como una aureola de confianza.

Salvatierra, que estaba en el ventorro hablando con Matacardillos, su doliente camarada, se hizo atrás, sorprendido por la impetuosa entrada de Alcaparrón. El gitano miraba a todos lados con ojos de loco, y acabó por arrojarse a sus pies, agarrándole las manos con suplicante vehemencia.

– ¡Don Fernando! ¡Su mercé lo puee too!.. ¡Su mercé hase milagros, si quiere! Mi prima… mi Mari-Crú… ¡que se muere, don Fernando, que se muere!..

Y Salvatierra no se daba cuenta de cómo había salido del ventorro remolcado por la mano febril de Alcaparrón y cómo había llegado a Matanzuela con una rapidez de ensueño, corriendo tras el gitano, que tiraba de él, al mismo tiempo que le llamaba su Dios, convencido de que haría el milagro.

El rebelde viose de pronto en la penumbra de la gañanía, y a la luz del candil, sostenido por uno de los gitanillos, distinguió la boca dolorosa y azulada de Mari-Cruz contraída por el supremo espasmo, sus ojos agrandados por la negrura del dolor, con una expresión de angustia infinita. Pegó su oído a la piel viscosa y húmeda de aquel pecho que parecía próximo a romperse. El examen fue breve. Al incorporarse se quitó el sombrero instintivamente, quedando de pie y descubierto ante la pobre niña.

Nada había que hacer. Era la agonía, la lucha tenaz y horripilante, el supremo dolor, que espera agazapado al final de toda existencia.

La vieja habló a Salvatierra de sus opiniones acerca de la enfermedad, esperando que las aprobase. Era la sangre corrompida por el susto, que no podía salir y la mataba.

Pero don Fernando movía la cabeza. Su afición a la medicina, sus lecturas desordenadas pero extensas, durante los largos años de reclusión, su continuo contacto con la desgracia, le bastaban para reconocer la enfermedad a la primera ojeada. Era la tisis, rápida, brutal, fulminante, esparciendo el tubérculo con la florescencia fecunda de la plaga: la tisis en forma sofocante, la terrible granulia que surgía a consecuencia de una fuerte emoción en este organismo pobre, abierto a todas las enfermedades, ávido de incubarlas. Examinaba de cabeza a pies aquel cuerpo descarnado, de una blancura enfermiza, en el que los huesos parecían tener la fragilidad del papel.

Salvatierra preguntaba en voz baja por los padres. Adivinaba el remoto arañazo del alcohol en esta agonía. La tía Alcaparrona protestó.

– Su pobresito pare bebía como cualsiquiera, pero era un hombrón de mucho aguante. Los amigos le llamaban de apodo Damajuana. ¿Pero verle borracho?.. nunca.

Salvatierra se sentó en un pedazo de tronco, siguiendo con mirada triste el curso de la agonía. Lloraba la muerte de aquella criatura, que sólo había visto una vez; mísero engendro del alcoholismo, que abandonaba el mundo empujado por la bestialidad de una noche de borrachera.

El pobre ser debatíase entre los brazos de los suyos con los horrores de la asfixia, tendiendo sus brazos hacia adelante.

Un velo parecía flotar ante sus ojos, empequeñeciendo las pupilas. Su respiración tenía el burbujeo del hervor, como si en su garganta tropezase el aire con el obstáculo de extrañas materias.

La vieja, no encontrando a mano otro remedio, la daba de beber y el agua caía en el estómago ruidosamente, como en el fondo de una vasija: chocaba en las paredes del esófago paralizado, haciéndolas sonar como si fuesen de pergamino. El rostro perdía sus rasgos generales; se ennegrecían las mejillas; aplastábanse las sienes; se adelgazaba la nariz con frío afilamiento; la boca torcíase a un lado con una mueca horrible.

 

Comenzaba a caer la noche y entraban en la gañanía los trabajadores y las mujeres, agrupándose silenciosos a corta distancia de la moribunda, con la cabeza baja, conteniendo sus sollozos.

Algunos salían al campo para ocultar su emoción, en la que había algo de miedo. ¡Cristo! ¡Y así morían las personas! ¡Tanto costaba perder la vida!.. Y la certeza de que todos habían de pasar por el terrible trance con sus contorsiones y estremecimientos, les hacía considerar como tolerable y dichosa la vida de trabajo que venían arrastrando.

– ¡Mari-Crú! ¡Palomica mía! – suspiraba la vieja. – ¿Me ves? ¡Aquí estamos toos!..

– ¡Contesta, Mari-Crú! – suplicaba Alcaparrón, lloriqueando. – Soy tu primo, tu José María…

Pero la gitana sólo contestaba con estertores roncos, sin abrir apenas los ojos, mostrando por entre los párpados inmóviles las córneas de un color de vidrio empañado. En uno de sus estremecimientos sacó de la envoltura de harapos un pie descarnado y pequeño, completamente negro. La falta de circulación aglomeraba la sangre en las extremidades. Las orejas y las manos se ennegrecían igualmente.

La vieja prorrumpió en lamentos. ¡Lo que ella había dicho! ¡La sangre corrompía; el maldito susto que no había querido salir y ahora, con la muerte, se le esparcía por todo el cuerpo! Y se abalanzaba sobre la agonizante, besándola con una avidez loca, como si la mordiese para volverla a la vida.

– ¡Se ha muerto, don Fernando! ¿No le ve su mersé? Se ha muerto…

Salvatierra hizo callar a la vieja. La moribunda ya no veía: su respiración cavernosa era cada vez más pausada, pero el oído aún conservaba su poder. Era la última resistencia de la sensibilidad ante la muerte; prolongábase mientras el cuerpo iba cayendo en el abismo negro de la inconsciencia. Sólo restaban en ella los últimos y trabajosos estremecimientos de la vida vegetativa. Cesaron lentamente las contorsiones, el hervor del mísero cuerpo: los párpados se abrieron con el escalofrío final, mostrando las pupilas dilatadas con un reflejo vidrioso y mate.

El rebelde cogió entre sus brazos aquel cuerpo ligero como el de un niño, y apartando a los parientes, fue poco a poco acostándolo en el montón de harapos.

Don Fernando temblaba: sus gafas azules empañábanse turbando la visión de sus ojos. La fría impasibilidad que le había acompañado en los azares de su vida, derretíase ante aquel pequeño cadáver, ligero como una pluma, que acostaba en el lecho de su miseria. Tenía en su gesto y en sus manos algo de sacerdotal, como si la muerte fuese la única injusticia ante la que se prosternaba su cólera de rebelde.

Al ver los gitanos a Mari-Cruz, tendida e inmóvil, permanecieron largo rato en silencioso estupor. En el fondo de la gañanía sonaban los sollozos de las mujeres, el murmullo apresurado de un rezo.

Los Alcaparrones contemplaban el cadáver a distancia, sin besarlo, ni osar el más leve contacto con él, con el respeto supersticioso que la muerte inspira a su raza. Pero la vieja, de pronto se llevó las crispadas manos al rostro, arañándolo, hundiendo los dedos en su pelo aceitoso, de una negrura que desafiaba a los años. Volaron en torno de su cara los flácidos rabos de la cabellera y un aullido estridente hizo temblar a todos.

– ¡Aaay! ¡Que se ha muerto mi niña! ¡Mi palomica blanca! ¡Mi rosita de Abril!..

Y sus alaridos, en los que vibraba la exuberancia aparatosa del dolor oriental, acompañábalos de arañazos que ensangrentaban las arrugas de su rostro. Un choque sordo conmovía al mismo tiempo el suelo de tierra apisonada. Era Alcaparrón, que, caído de bruces, golpeaba con su cabeza el piso.

– ¡Aaay! ¡Que se ha ido Mari-Crú! – rugía como una bestia herida. – ¡La mejó de la casa! ¡La más honrá de la familia!..

Y los Alcaparrones pequeños, como si de repente obedeciesen a un rito de su raza, pusiéronse de pie y comenzaron a correr por el cortijo y sus alrededores, dando alaridos y arañándose la cara.

– ¡Juy! ¡juy! ¡Que ha muerto la pobresita prima!.. ¡Juy! ¡Que se nos ha ido Mari-Crú!..

Era una carrera loca de duendes al través de todas las dependencias del cortijo, como si quisieran que los más humildes animales se enterasen de su desgracia. Penetraban en las cuadras, se escurrían entre las patas de las bestias, repitiendo su quejido por la muerte de Mari-Cruz; corrían, ciegos por las lágrimas, tropezando con las esquinas, con los marcos de las puertas, volcando en su carrera aquí un arado, más allá una silla y seguidos por los perros libres de cadena que les acosaban por todo el cortijo, uniendo sus ladridos a los desesperados lamentos.

Algunos gañanes cazaron al paso a los pequeños energúmenos, levantándolos en alto; pero, aun así, aprisionados, seguían moviendo los remos en el aire con interminable lloro:

– ¡Juy! que se ha muerto la prima! ¡La pobresita Mari-Crú!

Cansados de gemir, de arañarse, de golpear el suelo con la cabeza, anonadados por su dolor ruidoso, todos los de la familia volvieron a formar círculo en torno del cadáver.

Juanón hablaba de velar con algunos compañeros a la muerta hasta la mañana siguiente. La familia podía dormir mientras tanto fuera de la gañanía, que bien necesitada estaba de ello. Pero la vieja gitana protestó. No quería que el cadáver estuviese más tiempo en Matanzuela. A Jerez en seguida. Lo llevarían en un carro, en un borrico, a hombros, si era preciso, entre ella y sus hijos.

Tenían su casa en la ciudad. ¿Acaso los Alcaparrones eran unos vagabundos? Su familia era numerosa, infinita; desde Córdoba hasta Cádiz, no había feria de ganados donde no se encontrase a uno de los suyos. Ellos eran pobres, pero tenían parientes que les podían tapar con onzas de los pies a la cabeza; gitanos ricos que trotaban por los caminos seguidos de regimientos de mulas y caballos. Todos los Alcaparrones querían a Mari-Cruz, la virgen enferma, de ojos dulces: su entierro sería de reina, ya que su vida había sido de animal de carga.

– Ámonos – decía la vieja con gran exaltación en la voz y los ademanes. – Ámonos a Jerez en seguía. Quiero que antes de que amenesca la vean todos los nuestros, tan bonita y tan arreglá como la misma Mare de Dios. Quiero que la vea el abuelo, mi padre, cabayeros; el gitano más viejo de toa Andalusía, y que la bendiga el pobresito con sus manos de Pae Santo, que tiemblan y paese que tienen lus.

La gente de la gañanía aprobaba los propósitos de la vieja, con el egoísmo del cansancio. Ellos no podían resucitar a la muerta, y era mejor, para su tranquilidad, que se ausentase cuanto antes aquella familia ruidosa, que turbaría su sueño.

Rafael intervino, ofreciendo un carro del cortijo. El tío Zarandilla iba a aparejar, y antes de media hora podrían llevarse el cadáver a Jerez.

La vieja Alcaparrona, al ver al aperador, se reanimó, brillando en sus ojuelos el fuego del odio. Encontraba, al fin, alguien a quien hacer responsable de su desgracia.

– ¿Eres tú, ladrón? ¡Ya estarás contento, aperaor farso! ¡Mira ahí a la pobresita que has matao!

Rafael contestó de mal talante.

– Menos palabras e insultos, tía bruja. En lo de aquella noche, tuvo usté más curpa que yo.

La vieja quiso arrojarse sobre él, con la alegría infernal de haber encontrado alguien en quien saciar su dolor.

– ¡Arcagüetón!.. Tú juiste el que lo hiso too. Mardita sea tu arma y la del ladrón de tu señorito.

Aquí vaciló un momento, como arrepentida de nombrar al señor, siempre respetado por la gente de su raza.

– No; el amo, no. Al fin, es joven, es rico y los señoritos no tienen otro obligación que divertirse. Mardito seas tú, tú solo, que estrujas a los pobres y los arreas como si juesen negros y arreglas las mositas a los amos, pa ocultar mejó tus latrocinios. Na quiero tuyo: toma los sinco duros que me diste; tómalos, ladrón: ahí van, arcagüete.