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La araña negra, t. 9

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La segunda de aquellas entrevistas la había proporcionado un inmenso placer, pues vió a su hijo con aspecto menos enfermizo, notando también que había disminuido algo el volumen de su cabeza. Esto le hizo creer en la bondad de aquellos consejeros del padre Tomás, y en que realmente sería beneficiosa para Paquito la estancia en el colegio, y cuando más ilusionada estaba, venía una noticia tan fatal y urgente a sumirla en la desesperación.

La pobre madre releía sin cesar aquel telegrama como si en su conciso lenguaje pudiera encontrarse la certeza del porvenir del niño, y por más esfuerzos que hacía el padre Tomás para convencerla de que el niño podía salvarse, como ya había ocurrido cuando dos años antes tuvo el ataque de meningitis, María no se tranquilizaba, y aturdida por el dolor, sólo contestaba con gemidos y frases incoherentes.

No lograría tranquilizarla el reverendo padre. La decía el corazón que su niño estaba enfermo, muy enfermo, y aun podía ser que a aquellas horas hubiese muerto ya.

La pobre madre desesperábase por no tener alas para volar hasta donde agonizaba su hijo, y pensaba con terror que aún habían de transcurrir algunas horas hasta el anochecer, que era cuando salía el tren correo de Valencia.

Aquella ciudad, en la que había pasado su infancia soñando tanto, y teniendo en ella sus primeros amores, y en la que ahora agonizaba el pedazo de sus entrañas, era el lugar que llenaba en tales instantes su imaginación, y por encontrarse en él hubiera dado en dicho momento su fortuna y hasta su vida.

Estaba resuelta a salir en el correo de aquella noche, y el padre Tomás, por una complacencia instintiva o por un refinamiento de artista que desea ver su obra acabada para convencerse de su perfección, se prestó a acompañarla.

Como la baronesa estaba ausente, María, al abandonar su casa, dió sus instrucciones al criado Pedro, que era quien merecía toda su confianza.

A las siete de la tarde la condesa y el anciano jesuíta subían a un reservado de primera clase en el tren que iba a salir de la estación del Mediodía.

La joven madre cubría con un velo aquel rostro antes tan fresco y hermoso y que ahora estaba consumido por la enfermedad y desencajado por el dolor.

De vez en cuando una tosecilla seca y violenta agitaba el extremo del velillo.

– Hasta las once de la mañana no llegaremos a Valencia. ¿No es eso, padre Tomás?

– Sí, hija mía.

– ¡Oh, Dios misericordioso! ¡Qué noche me espera! La impaciencia de llegar es más terrible que mi dolor. Cada minuto es un siglo y únicamente me sostiene el deseo de ver a mi Paquito, a mi hijo, que tal vez esté muriendo en este mismo momento.

La pobre madre, asustada por sus propias palabras, rompió a llorar, dejando caer su cabeza sobre los grises almohadones que manchaba con sus lágrimas.

Al otro extremo del departamento iba, inmóvil e impasible, el padre Tomás, que movía sus labios como si rezase y miraba fijamente la luz del farol que oscilaba con la trepidación del tren en marcha.

VIII
La muerte del niño

A través de las vidrieras que cerraban herméticamente las ventanas de la enfermería, entraban en ésta los alegres rayos del sol, después de juguetear entre el ramaje del inmediato jardín, donde un tropel de pájaros piaba en las alturas, y más de un centenar de muchachos correteaban abajo, por las enarenadas avenidas, divirtiéndose con juegos ruidosos que producían explosiones de risas y de gritos.

La animación y el ruido del jardín contrastaban con la soledad y el silencio de aquella habitación con cuatro ventanas, que servía de enfermería.

Doce pequeñas camas de hierro con ropas de deslumbrante blancura alineábanse a lo largo de la pared, enfrente de las ventanas, y todas ellas estaban vacías, a excepción de la primera, sobre cuya almohada destacábase una cabeza que por lo abultada parecía pertenecer a otro cuerpo que a aquel pequeño tronco raquítico y menguado, que apenas si se destacaba con las convulsiones de una respiración jadeante, bajo los pliegues de la cubierta.

Era el hijo de la condesa de Baselga el único enfermo que ocupaba aquel departamento del colegio.

Acababa de ausentarse el hermano lego, encargado de la enfermería, mocetón de anchas mandíbulas y aspecto de imbécil, que manifestaba gran cariño a los niños y entretenía al enfermito con cuentos milagrosos.

El niño sentíase abrumado por la espantosa soledad en que vivía.

La tuberculosis, que paralizaba en parte su cerebro, no había logrado borrar la precocidad de pensamiento que distinguía a Paquito y que parecía agrandarse conforme avanzaba el curso de su enfermedad.

Más que su dolencia, más que aquella terrible opresión en el pecho, que le hacía respirar penosamente, conmovía al niño la soledad en que vivía y el cariño frío y mercenario que le rodeaba.

Al pasear su debilitada vista por aquella vasta pieza silenciosa y fría, el niño se acordaba con dolor y envidia de la casa paterna, donde él reinaba en absoluto; de aquel elegante y confortable hotel, donde vivía entre plumas y abrigos, rodeado de cuantas comodidades puede proporcionar una gigantesca fortuna y un solícito cariño.

Pero más aún que el lujo y el bienestar, lo que el pobre enfermito echaba de menos en su actual situación era su madre, aquella hermosa señora, con los ojos siempre empañados por las lágrimas, que cuando él despertaba veía siempre a la cabecera de la cama, triste y llorosa como las Vírgenes que tantas veces había contemplado en la semiobscuridad de las capillas.

No podía quejarse de la solicitud de que era objeto en el colegio; pero el niño, con su pasmosa precocidad, adivinaba lo mercenario de aquel cariño, que cuidaba por obligación y trataba a cada uno según su riqueza y rango social.

Bien le cuidaba el mozo de la enfermería, pero sus manos rudas no podían ser comparadas con aquellas finas y suaves, que allá en Madrid le manejaban con tanta delicadeza, como si su cuerpo fuese un copo de algodón. Todos los padres profesores del colegio entraban diariamente en la estancia a preguntar al niño por el estado de su salud, pero en sus frías palabras y en sus impasibles rostros no se notaba el menor asomo de aquel cariño vehemente, de aquel doloroso anhelo, que la pobre madre llevaba impreso en todo su ser.

Aquel abandono moral en que le tenían, aquella frialdad que le rodeaba, era lo que entristecía al pobre niño y le hacía sumirse en un decaimiento absoluto, que favorecía el progreso de la enfermedad.

El, que pertenecía a una poderosa familia; que no había ni aun sospechado la verdadera significación de la palabra miseria; que había vivido rodeado siempre de la riqueza, el fasto y la comodidad, y que al experimentar el menor dolor había visto inmediatamente en torno de su lecho a un gran número de solícitos sirvientes, pensaba ahora, con envidia, en los hijos del conserje de su hotel, en aquellos pobrecillos, tímidos y mal abrigados, que subían algunas veces a su cuarto para entretenerle con sus juegos.

¡Cuán felices eran aquellos miserables! ¡Cómo les envidiaba su suerte! Ellos, al menos, si caían enfermos tendrían a su lado una madre que los cuidase, con ese cariño infatigable y heroico del que únicamente es susceptible el corazón de la mujer; y no había miedo de que se viesen como él, que por ser rico e hijo de una gran familia se encontraba ahora en un lugar extraño, en una pobre cama, y sin ver otros seres que el rudo criado, el médico de la casa y media docena de hombres negros, cuyo rostro impasible parecía de bronce, y que a sus terribles dolores sólo sabían contestar con frías palabras, en las que no se notaba el menor asomo de afecto.

Paquito lloraba silenciosamente y sus lágrimas iban a caer sobre el embozo de su cama, que movía con vaivén de oleaje la respiración jadeante de sus congestionados pulmones.

Un pensamiento cruel obsesionaba el cerebro del niño. ¿Es que sus padres no le amaban ya y por esto habían mostrado tanta prisa en alejarlo de su presencia? El pobre niño no podía creer que dejase de amarle aquella mujer que tanto cariño le había demostrado allá en Madrid, y que por dos veces, llorando de emoción, había venido a verle en el colegio; pero al mismo tiempo pensaba con amargura que los padres que quieren a sus hijos hacían como el conserje de su hotel y otras gentes humildes que él había conocido y que por todo el oro del mundo no consentían en separarse un sólo día de los que eran pedazos de sus entrañas.

El infeliz ignoraba la existencia de inhumanas costumbres que la sociedad ha establecido con el carácter de suprema distinción y que hacen que los padres abandonen a sus hijos en la infancia para entregarlos a manos extrañas, justamente en la época en que más necesitan de los cuidados del verdadero cariño.

No era que el niño pudiera quejarse de haber sufrido violencias ni desprecios en aquel colegio, especie de convento de la infancia a que sus padres le habían enviado. La servidumbre le trataba con más cariño que a los otros alumnos; algunos de éstos, malignos e insolentes, que se burlaron de su timidez y de su abultada cabeza, fueron castigados rigurosamente por el director; los padres maestros le trataban siempre con las mayores consideraciones; pero, a pesar de tantas atenciones, el niño, criado al calor de una maternidad cuidadosa y solícita, no podía avenirse con la fría reglamentación de aquella casa y con los cuidados mercenarios de que era objeto y en los que se notaba más el impulso de la obligación que el del afecto.

No; por más que hicieran aquellos hombres para serle agradables, no podían llenar en su corazón el vacío que había dejado la ausencia de la madre.

Paquito notaba en el cariño de todos ellos algo que para él era digno de censura, por más que se fundara en la reglamentación del elogio y en la necesidad de considerar iguales a todos los alumnos.

 

¿Por qué en la sala de estudios habían destinado para él aquel pupitre cercano a la puerta, donde llegaban frías corrientes de aire cada vez que alguien abría la mampara de cristales y levantaba el cortinaje? ¿Por qué en el dormitorio, con el pretexto de que era el último alumno que había ingresado, ocupaba la cama más inmediata al corredor, lo que le hacía pasar las noches con el cuerpo entumecido y tosiendo dolorosamente? De seguro que a estar allí su madre, no hubiese vivido él tan desprovisto de cuidados y la enfermedad no hubiera hecho de su cuerpo una víctima, oprimiendo con mano de hierro sus débiles pulmones.

Y mientras el niño pensaba con dolor en su desgracia al ser conducido a aquel establecimiento, escuchaba con marcada expresión de envidia el rumor que producían sus compañeros jugando en el inmediato jardín, en aquella hermosa arboleda, que era la única parte del colegio a la que profesaba algún cariño.

Su madre era el recuerdo que ocupaba por completo su memoria, y pensaba en ella con la desesperación del desgraciado que ha perdido el protector en quien cifra todas sus esperanzas.

¡Oh, si ella llegase! ¡Si ella apareciese de repente en la enfermería, extendiéndole sus brazos con loco arrebato de pasión y gritando “¡hijo mío!”, con esa voz que sale del alma!..

Dos días hacía que el pobre niño se hallaba enfermo en aquel lecho, y cada vez que pensaba en la posibilidad de que su madre apareciese en aquel lugar, la esperanza le reanimaba, dándole nuevas fuerzas, y hasta le parecía que, de realizarse tal milagro, no tardaría en desvanecerse la temible opresión que agobiaba sus pulmones.

Paquito creía en la posibilidad de que su madre viniese a verle y confiaba en que, antes de morir, podría contemplar aquel dulce rostro que tantas vedes había distinguido al borde de su cuna, como si fuera la buena hada de sus sueños. ¿No había ido a visitarle cuando gozaba de relativa salud? ¿Por qué había de abandonar ahora a su pobre hijo que se sentía morir?

Para el niño era Valencia una ciudad que le recordaba su madre. Cuando le acompañó desde Madrid para que ingresara en el establecimiento de los jesuítas, la condesa, con la emoción del que recuerda los mejores años de su vida, había mostrado a su hijo la fachada del colegio de Nuestra Señora de la Saletta, en cuya terraza había experimentado las más gratas emociones de su existencia.

La idea de que su madre había respirado aquel mismo ambiente de perfumes, teniendo casi la misma edad que él, y que sobre el mismo suelo había estado sometida a una existencia reglamentada como la suya, producíale al niño una placentera emoción y afirmábale en su confianza de que en un país que tales recuerdos guardaba, no podía menos de surgir por arte mágico la dulce figura de la condesa.

El anhelo por ver a su madre y la incertidumbre que le acometía después de permanecer algunos instantes con esta esperanza, fatigaban al pobre niño, y en su enfermizo cuerpo sólo quedaba ya vigor para pensar.

Poco a poco su cerebro fué debilitándose; una soñolencia abrumadora se apoderó de él y se cerraron aquellos ojos macilentos, que hasta entonces con tanta codicia habían contemplado los rayos del sol que se filtraban por las ventanas.

Según el testimonio del encargado de la enfermería, que entró varias veces a verle, el niño deliraba llamando a su madre y pidiéndola con voz quejumbrosa que lo sacara de allí.

Así transcurrieron más de tres horas y, por fin, cedió un tanto el delirio y se abrieron los ojos del enfermito, justamente en el instante en que sonaba un tropel de pasos en el inmediato corredor.

Abrióse la entornada puerta, y lo primero que vió el pobre niño fué al administrador del establecimiento y a un sacerdote viejo, de elevada estatura, cuyo rostro impasible y austero creyó reconocer, aunque no pudo darse exacta cuenta de quién era. Tras de ellos entraban el encargado de la enfermería, con su azul delantal, y otro criado que le servía de ayudante; y en el centro del grupo marchaba una mujer, de la cual, por su baja estatura, sólo se veía el plumaje de la capota.

El anciano jesuíta, extendiendo su brazo hacia atrás, parecía contener a aquella señora.

– Calma, condesa, mucha calma – decía con su fría voz – : una impresión demasiado fuerte podría hacerle daño.

Pero la mujer, con un violento empujón, salió del grupo y se abalanzó a la cama, arrojando atrás el velillo de su sombrero.

El pobre niño exhaló un grito ante tan súbita aparición. ¡Ya se había realizado el milagro! ¡Ya estaba allí su buena hada, con el rostro dulce, lloroso y conmovido de virgen dolorosa!

– ¡Mamá! ¡Mamá mía! – gritó el pobre enfermito, con su voz débil, pero de expresión indefinible.

Y no pudo decir más, pues ahogó su pobre voz aquel rostro que, derramando lágrimas, se pegó a sus demacradas facciones, cubriéndolas de besos.

La madre y el hijo parecieron formar una sola masa que exhalaba tristes gemidos, mientras que el grupo de hombres que estaba en la puerta permanecía impasible, como gente que al entrar en la asociación jesuítica había renunciado a los afectos de la familia y no podía conmoverse ante tales escenas. El padre Tomás miraba con sus ojos fríos de acero a la madre y al hijo, y mientras pensaba, sin duda, en que pronto iba a verse libre de aquellos dos estorbos, cruzaba las manos sobre su vientre y hacía juguetear distraídamente a sus pulgares.

Aquella emoción producida por la llegada de la madre, aceleró el triste desenlace que el médico del colegio había anunciado ocurriría fatalmente en aquella misma mañana.

Sólo dos horas vivió el infeliz niño.

Su agonía fué terrible, y el padre Tomás, ayudado por otros jesuítas, tuvo que arrancar a viva fuerza a la enloquecida madre, que, con la cabeza de su hijo entre sus manos y su boca pegada a la del enfermo, parecía aspirar con delicia el hálito de la agonía.

La condesa, dando alaridos de dolor, fué conducida a las habitaciones de la dirección, cuando ya el niño se agitaba en las últimas convulsiones, buscando un aire vivificante que se negaba a entrar en su pecho.

El padre Tomás conservó su presencia de ánimo, y cuando el cuerpo de Paquito era ya un cadáver, comenzó a dictar todas las disposiciones propias del caso, y ordenó el entierro, que había de ser digno, por su aparato, de la familia a que pertenecía el finado y del establecimiento en que había muerto.

No se separó un sólo instante de la cama en que tan larga agonía había sufrido el infeliz niño, y hubo un momento en que quedó completamente sólo en la vasta habitación. Dos criados habían salido buscando el uniforme de Paquito para amortajarle.

El terrible jesuíta, puesto en pie junto al lecho mortuorio, estuvo contemplando fijamente la deforme cabeza de aquel niño, que aún parecía más horrible con el tinte violáceo de la muerte.

– Dios te tenga en su santa gloria – murmuró el padre Tomás – . La verdad es que para ser hijo de un padre tan corrompido, has sabido resistir bravamente a la muerte. Te ha costado el caer.

Después se separó del lecho, comenzando a pasearse por la enfermería, con cierto aire de satisfacción.

Llegaban hasta allí, amortiguados por la distancia, estridentes alaridos de dolor que no parecían salir de una garganta humana.

Era la infeliz madre, que abajo, en el despacho del director, entregábase a transportes de pena, rodeada de casi toda la servidumbre del colegio, que la sujetaba temiendo que se causase algún daño en una de aquellas convulsiones de loco dolor.

El padre Tomás escuchó durante algunos instantes, sin que en su impasible rostro se notara la menor emoción, y lentamente se dirigió a la puerta. Pero antes de salir, lanzó una postrera mirada al cadáver y murmuró con voz casi imperceptible:

– ¡Adiós, heredero!.. Ya hemos enmendado el único error que tenía mi plan.

PARTE TERCERA
DONDE ACABA DE CUMPLIRSE EL PLAN DEL PADRE TOMAS

I
Señora y criado

Reinaba una calma dulce e inalterable en aquel lujoso y elegante gabinete, de alfombras mullidas y paredes acolchadas de raso azul, adornado con todos los objetos supérfluos y hermosos que produce la moda.

Sillones de curvo perfil que parecían convidar al sueño, sillas doradas con bordados asientos, taburetes de rameado terciopelo con rapacejos que arrastraban por la alfombra, y almohadones de deslumbrantes colores, estaban esparcidos con aparente y artístico desorden, por aquella aristocrática habitación, cuyos ángulos estaban ocupados por vistosas plantas artificiales en macetas gigantescas de chinesca porcelana, y aparadores de ébano poblados de todo un mundo de “bibelots”, estatuillas de “biscuit” en las más graciosas posiciones y jarrones vetustos que demostraban la superioridad de la antigua cerámica.

En un extremo, ocupando uno de los ángulos del gabinete, había un lecho sencillo, que entre aquellos esplendores de un lujo soberbio parecía simbolizar la imagen de la modestia.

Tan elegante estancia producía en los ojos como una embriaguez de colores escalonados armoniosamente; pero existía algo en la atmósfera que destruía inmediatamente el efecto del brillante golpe de vista. Entre tanto esplendor, algo había que olía a enfermo.

No era olor puramente de medicinas lo que allí se notaba, sino ese ambiente indefinible que parece existir doquiera se encuentra una persona debilitada por esas enfermedades terribles que son lentas y mortales.

La tenue claridad de la tarde se filtraba a través de las cortinas de blonda que dejaban en parte al descubierto los abullonados cortinajes de terciopelo, conservando la habitación en una agradable penumbra, propia de una persona que, hallándose enferma, temía la caricia demasiado fuerte del sol de la tarde.

Sentada en un gran sillón de forma antigua y elevado respaldo, estaba junto a una de las semiveladas ventanas la dueña de aquel elegante gabinete, la enferma que parecía empapar el ambiente de la habitación con el hálito de su dolor.

Vuelta de espaldas a la puerta de entrada, el respaldo del alto sillón sólo dejaba al descubierto el remate de una linda cofia de encajes que se agitaba de vez en cuando movida por una tosecilla seca y significativa que hubiera hecho fruncir el ceño al médico menos experto.

Era María, la condesa de Baselga, que pasaba casi todo el día sentada en aquel sillón, dominada por una inercia que se iba apoderando rápidamente de su organismo, y sin otra diversión que contemplar con ojos distraídos, a través de los resquicios que dejaban las corridas cortinas, los vistosos trenes de lujo y los grupos elegantes que pasaban ante su hotel por el espacioso paseo de la Castellana.

Desde que murió su hijo, cinco meses antes, que la salud de la condesa había empeorado visiblemente, tomando un carácter más alarmante aquella tosecilla seca, cuyos progresos seguía con mirada atenta el padre Tomás.

El médico de la casa y la misma baronesa de Carrillo, manifestaban gran confianza acerca de la suerte de la joven. Doña Fernanda se mostraba optimista en extremo. Ya desaparecería aquel malestar que, en su concepto, sólo era el resultado del disgusto terrible que había producido en su sobrina la muerte del niño.

Ordóñez también se mostraba igualmente confiado, y mientras tanto la enfermedad hacía rápidos progresos, y como si dentro del delicado cuerpo de la condesa existiese una voraz hoguera que consumía sus músculos y tejidos, iba demacrándose rápidamente todo su organismo, hasta el punto de que su rostro, antes tan hermoso, presentase ahora el aspecto de un cráneo pelado, cubierto por una piel terrosa que se pegaba a todas sus sinuosidades; y de que por entre las mangas de su peinador de blonda, asomasen unas manos enjutas y afiladas, que parecían un manojo de látigos al extremo de un brazo blanco y descarnado como un hueso.

La pobre enferma vivía en el mayor abandono, pues su tía y su esposo, amparándose siempre en la consabida frase de que aquello no era nada, seguían entregados a sus gustos y aficiones, sin preocuparse de la infeliz María ni atender a su curación. La baronesa seguía dedicada a sus asuntos devotos, que ocupaban todo su tiempo, y en cuanto a Ordóñez, éste continuaba su vida elegante, con el mismo abandono que si fuese un soltero, y cuando le preguntaban en los salones por su esposa, entonces se acordaba de que era casado, y solía responder con expresión indolente:

– No es cosa grave lo que tiene María: la emoción que le ha producido a la pobre la muerte de nuestro hijo. Así que olvide un poco el triste suceso, de seguro que se pondra tan sana y robusta como antes.

Y así seguía viviendo la infeliz María, en medio del mayor abandono y siempre con el pensamiento en su hijo.

 

La persona que más la visitaba era el padre Tomás, que intentaba animarla con frases hechas sobre la bondad de Dios y la posibilidad de que cuanto antes recobrase su salud, si es que el Altísimo así lo disponía; pero a la enferma gustábanle poco estas visitas, pues con ese instinto especial de las mujeres, adivinaba algo funesto y terrible en aquel poderoso jesuíta que tanto había intervenido en su vida.

La fría mirada del padre Tomás tropezaba siempre, al entrar allí, con los grandes ojos de María, que la enfermedad había hecho más vivos y brillantes, y que mirándole fijamente parecían interrogarle, buscando una coyuntura para penetrar en lo más hondo de aquel tétrico personaje, cuyas intenciones eran un misterio.

De todas cuantas personas rodeaban a María, sólo una le inspiraba simpatía y confianza, por el franco cariño y los cuidados que la prodigaba, sin afectación ni deseo de hacerse agradable. Era el criado Pedro, aquel doméstico callado, atento e inteligente, que parecía adivinar sus deseos y que acudía inmediatamente a todos sus llamamientos, sin demostrar la menor contrariedad ante los caprichos y las nerviosidades propias de una enferma.

Desde que María quedó como abandonada en el fondo de su lujoso hotel, sin recibir otras visitas que las del padre Tomás por la mañana y las de Ordóñez y la baronesa antes de acostarse, el fiel criado se había constituído en su perfecto auxilio, y cuando no estaba dentro de aquel gabinete-dormitorio, rondaba por cerca de la puerta, para acudir al primer llamamiento.

Parecía adivinar los menores deseos de su señora, y ésta muchas veces, al volver rápidamente la cabeza, sorprendía en él una mirada de intensa ternura.

Era que el antiguo asistente de Alvarez se reprochaba el haber creído un monstruo de orgullo y altivez a aquella infeliz joven, víctima de oculta fatalidad, que abandonada villanamente por los suyos, sabía sostener su desgracia con tanta mansedumbre y dulzura.

Por las tardes nadie visitaba a María, pues ésta, reconociéndose sin fuerzas para recibir a las numerosas personas de la alta sociedad, que por pura cortesía y sin afecto alguno entraban en el hotel a preguntar por su salud, había dado orden de que no estaba visible para nadie, y las gentes aristocráticas, muy satisfechas de esta disposición, que las libraba de ver a un enfermo, retirábanse después de dejar sus tarjetas al conserje.

Las horas de la tarde eran, pues, las que pasaba María en la más absoluta soledad y toda su ocupación consistía en contemplar un gran retrato de su hijo muerto, que tenía en lugar preferente del gabinete, o en besar, llorando, un medallón que contenía los cabellos de Paquito.

Estos desahogos de fúnebre cariño, que le costaban raudales de lágrimas, agravaban terriblemente su enfermedad, y aun después de haberse serenado, su tos era más seca y dolorosa, como si a cada uno de sus accesos se desgarraran sus pulmones.

Algunas veces, cuando mirando el retrato de su hijo asaltábanle aquellos pensamientos que la enloquecían, temía entregarse a su fúnebre dolor, y entonces era cuando llamaba a su criado Pedro, haciéndole sentar en su presencia y entablando conversación con él, pues parecía que la presencia y las palabras de aquel hombre a quien la domesticidad no había quitado cierta altivez franca y simpática, disipaban momentáneamente su dolor y la hacían olvidar su triste situación.

Esto mismo ocurría en la tarde en que María, sentada cerca de una ventana, miraba por entre las cortinas la gente que paseaba ante su hotel.

La vista de algunos niños que sus madres, con expresión de gozo, llevaban cogidos de la mano, evocó en la condesa el recuerdo de su hijo, y tan triste se sintió, que hubo de acudir inmediatamente a su recurso extremo, cual era buscar compañía que la distrajese.

Tocó un timbre que estaba en una mesilla inmediata, y aun sonaban en el espacio las últimas vibraciones cuando se presentó en la puerta el criado Pedro, vistiendo el uniforme flamante y de vivos colores que Ordóñez había puesto a toda su servidumbre masculina.

– ¿Manda algo la señora? – dijo el criado cuadrándose con su antiguo aire de militar.

– Entre usted, Pedro. Me siento muy triste y le ruego que haga el favor de acompañarme por algún rato. Me distrae mucho su conversación y le pido por favor que me dispense las molestias que le causo.

Cada vez que la aristocrática señora le hablaba con tanta dulzura y sencillez, el criado enrojecía de satisfacción y no sabía cómo contestar a tanta amabilidad.

Avanzó tímidamente entre aquellos muebles esparcidos por el gabinete y, al fin, se detuvo indeciso ante una silla, colocada a pocos pasos de la condesa.

– Siéntese usted, Pedro – insistió María – . Deseche usted esa cortedad: estoy tan sola y me manifiesta usted tanto cariño y respetuosa solicitud, que no es posible que yo le trate como a un criado cualquiera. Hablemos como amigos.

Pedro se sentó ruborizado por la satisfacción que le causaba el oír que la condesa le llamaba amigo, y descansando en el borde de la silla en actitud respetuosa y pronto a ponerse en pie a la menor orden, esperó que hablase su señora.

– Vamos a ver, Pedro. Cuénteme usted algo que me distraiga; es una obra de caridad entretener a los pobres enfermos, para que olviden sus dolores. Usted debe saber cosas muy interesantes, porque ha corrido algo el mundo y ha vivido mucho tiempo en Francia. Además, el otro día creo que usted me dijo que había sido soldado. ¿No es eso?

– Sí, señora condesa – dijo el criado con cierta satisfacción – . He sido soldado y me he batido en la campaña de Africa.

– ¿Y qué motivo le llevó a usted a París, donde vivió tantos años? Varias veces he pensado en esto, y como no puedo evitar el ser curiosa con las personas que me interesan, tenía grandes deseos de preguntárselo.

– Señora, he estado emigrado por cuestiones políticas.

– ¡Ah! – exclamó María con extrañeza – . ¡Se ha mezclado usted en política! ¿Es que era usted carlista?

– No, señora; estuve emigrado por republicano.

La condesa hizo un mohín de disgusto, por lo que el criado se apresuró a añadir:

– Yo, señora, aunque odio la tiranía, realmente no me he metido por mi voluntad en los asuntos políticos. Como hombre de pocos alcances, no entiendo mucho de estas cosas; pero servía a un comandante del que había sido asistente, y como éste era un temible revolucionario, le acompañé a la emigración y a su lado estuve hasta que murió. Le quería como si fuese mi padre, y no me remuerde la conciencia el haberle sido infiel en ninguna ocasión.

– ¿Y no ha servido usted a otras personas?

– No, señora condesa – dijo Pedro con intencionada expresión – . En toda mi vida sólo he tenido un amo, y muerto él sólo podía servir a usted.

– ¿A mí? – exclamó con extrañeza la condesa no comprendiendo aquellas palabras – . ¿Y por qué no a otras personas?

– Es verdad, señora; no he sabido explicarme bien – contestó el criado comprendiendo que había estado próximo a descubrirse y queriendo enmendar su descuido – . Quería decir que después de estar acostumbrado a un amo, a quien servía más por cariño que por obligación, sólo podía prestar mis servicios a una persona tan digna de ser amada como la señora condesa.

Por el pálido y enjuto rostro de aquella infeliz enferma vagó una triste sonrisa al escuchar el alarde de cortesía del criado.

Durante algunos minutos el silencio fué absoluto, hasta que María, deseosa de reanudar la conversación, preguntó:

– ¿Y era buena persona ese comandante?

– Un ángel, señora condesa. Muchos hombres he tratado en esta vida y, sin embargo, no he encontrado uno sólo que pudiera ser comparado con él. Era muy bueno, noble y valiente, al mismo tiempo que sencillo y crédulo, y por esto fué muy infeliz en esta vida y murió, sin duda, abrumado por antiguos disgustos.