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La araña negra, t. 9

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VI
El porvenir de la familia Ordóñez

La trágica muerte del doctor Zarzoso produjo gran impresión en Madrid.

Los periódicos se ocuparon del suceso, aprovechando la ocasión para declamar contra la bárbara costumbre del duelo, y al entierro del doctor acudió toda la aristocracia de la ciencia en unión de aquella clientela pobre que adoraba a Zarzoso como un ser casi sobrenatural, a causa de sus bondades sin límites.

Durante algunos días la muerte del doctor fué el tema de todas las conversaciones en Madrid; pero al domingo siguiente, “Frascuelo” tuvo una cogida, y el público novelero no tardó en olvidarse del trágico desafío para ocuparse únicamente de la salud del diestro.

Dos semanas después, eran ya muy pocos los que se acordaban de la triste suerte del doctor Zarzoso; la excitación pública devanecióse, y así no resultó difícil que Ordóñez fuese condenado únicamente a dos años de destierro, juntando con este castigo la esperanza de que el Gobierno le indultaría de la pena así que, transcurridos algunos meses, se hubiese olvidado por completo el trágico suceso.

Ordóñez acogió con satisfacción aquella sentencia que le daba un pretexto para satisfacer su afición a vivir en el extranjero, y salió inmediatamente para Londres, después que el padre Tomás, muy satisfecho de su comportamiento, le prometió interponer su valiosa influencia para que el administrador de la condesa atendiese a todas sus necesidades con frecuentes envíos de dinero.

Quedó, pues, María completamente sola en su hotel, al cuidado de su enfermo hijo, pues su tía, la baronesa, había olvidado por completo las costumbres de mujer elegante que observaba antes del matrimonio de su sobrina y en los primeros tiempos de éste, y había vuelto a sus aficiones devotas, pasando la mayor parte del año fuera de Madrid, visitando conventos y tomando parte en ejercicios religiosos y romerías que organizaban los jesuítas para levantar el espíritu católico, que según ellos estaba muy decaído. La viuda de López ya no ejercía de confidente de la baronesa y de María. Doña Fernanda había perdido toda su confianza en la intrigante viuda, y ésta, por su parte, cansada de servir a sus aristocráticas amigas, y habiendo ganado con sus complacencias lo que creía necesario para el resto de su vida, habíase retirado a Andalucía, dedicándose a negocios con sus ahorros en Sevilla, donde prestaba al 30 por 100 a las gentes más necesitadas.

Fué para María una época muy triste los dos años que permaneció sola en su hotel, sin otra distracción que el cuidado de su enfermizo hijo, ni otras visitas que las del padre Tomás y el médico de la casa.

Algunas veces, doña Fernanda, fatigada por las correrías religiosas que la hacían viajar por todas las provincias de España, permanecía algunas semanas en el hotel; pero aquella quietud en una casa que tenía algo de hospital y cuyo ambiente apestaba con el acre olor de las medicinas, no agradaba a una mujer que era inquieta y movediza, por el instinto de la propaganda y la organización, e inmediatamente, la vieja paloma mística levantaba el vuelo para continuar aquella obra que tan grata les era a los padres de la Compañía.

Mientras la baronesa permanecía en Madrid. María abandonaba su pasiva existencia de mujer resignada y triste, y obedeciendo a su tía, la acompañaba a la iglesia o a las reuniones piadosas, mostrándose entonces a los ojos de las gentes de su clase, que la creían enferma al no verla en los demás puntos de reunión donde se codeaban las clases privilegiadas.

La joven condesa de Baselga, por más que transcurría el tiempo, no lograba reponerse de la dolorosa sorpresa, del inmenso pesar que la produjo la noticia del triste fin del doctor Zarzoso.

Adivinaba que ella había intervenido indirectamente en aquella espantosa tragedia, en la cual su marido había desempeñado el papel más odioso, quedando su antiguo adorador con el prestigio sublime del hombre de corazón que se deja matar por haber amado mucho.

Antes de aquel duelo, miraba con indiferencia a Ordóñez, pero ahora le odiaba, viendo en él al asesino de Zarzoso, y se sentía satisfecha por vivir alejada de su marido, pues hubiese sido un tormento horrible el tener que estar a todas horas junto al hombre que aborrecía.

El recuerdo de aquel trágico suceso producíale una melancolía incurable, y prefería permanecer encerrada en el fondo de su hotel a tomar parte en las diversiones de la vida elegante o a mostrarse simplemente en público.

Por otra parte, la continua e interminable dolencia que debilitaba a su hijo, obligábala a permanecer siempre encerrada, adivinando muchas veces que no era Paquito el único enfermo, pues ella sentía la falta de salud, y en su rostro marcábanse cada vez más aquellos signos que alarmaron a Zarzoso la primera vez que entró en el hotel y que le hicieron sospechar que la tuberculosis del padre había contagiado a toda la familia.

Cada vez que ella se quejaba de su falta de salud, presintiendo que existía en su organismo un principio de terrible enfermedad, el médico de la casa y el padre Tomás bromeaban sobre lo que ellos llamaban escrúpulos y manías de la condesa.

En concepto de dicho médico, lo que sentía María era el cansancio producido por las muchas noches en vela y la angustia que le causaba el estado de su hijo, al cual prometía él curar en plazo muy breve, a pesar de cuyas promesas la enfermedad de Paquito no dejaba de ir en aumento rápidamente.

El terrible hidrocéfalo no podía ser más visible. La cabeza del niño había ido desarrollando exageradamente su volumen de un modo lento y progresivo. La frente se había extendido elevándose y avanzando hacia los ojos, de un modo que éstos estaban dirigidos hacia abajo y recubiertos por el párpado inferior hasta el centro de la pupila. La cabeza tomaba la forma de una pirámide con la base hacia arriba; la cara se achicaba haciéndose pálida y huesuda; el cuero cabelludo sólo estaba cubierto por muy escasos y finos cabellos, y las venas subcutáneas de las sienes y de la frente, hinchábanse, destacándose bajo la piel con marcado relieve.

A pesar de unos signos tan característicos, el doctor, protegido por el padre Tomás, negaba siempre que aquello pudiera ser el hidrocéfalo y atribuía tales síntomas a todas las enfermedades, antes que a una tuberculosis encefálica.

El padre Tomás, al hablar de la enfermedad de Paquito, atribuíala siempre al exagerado cuidado de su madre y a la anormal temperatura de Madrid, asegurando que el niño se curaría así que estuviera en condiciones para entrar en cualquiera de los colegios de educación que la Compañía tenía establecidos en provincias y en el cual, con un clima saludable y un régimen reglamentario e higiénico, no tardaría en desaparecer la hinchazón del cráneo que tanto alarmaba a María.

Transcurridos los dos años de destierro a que habían condenado a Ordóñez, éste volvió a Madrid con el único fin de avistarse con sus amigos, pues le gustaba más la vida de París o de Londres que la de Madrid. En cuanto a su mujer y a su hijo, apenas si se acordaba de ellos, pues sólo de tarde en tarde había enviado a María una breve carta por pura cortesía, preguntando con marcada negligencia por la salud de Paquito.

Cuando la condesa vió de vuelta a su marido, experimentó un gran disgusto. Le era muy grato vivir sola en su hotel, sin otra compañía que la de su hijo, pues así su imaginación excitada se hacía la ilusión de que era una viuda y que su esposo había sido aquel infeliz doctor, al cual amaba ahora sin sombra alguna del antiguo despecho, desde que lo había visto morir a causa del amor que la había profesado.

Ordóñez, como si adivinara cuáles eran los sentimientos de su esposa, no intentó con ella la menor intimidad. Además, el aventurero sin corazón que explotaba de tal modo a su esposa, como había estado tanto tiempo ausente, notó al primer golpe de vista lo envejecida que se hallaba por las penas, y la interna destrucción que en su organismo iba operando la enfermedad, y esto era más que suficiente para que aquel hombre corrompido y sin sentimiento, que en punto a amor no había ido más allá de una carnívora brutalidad, rehuyese todo contacto con la esposa honrada, que, por ser madre, había perdido una gran parte de su frescura y de su belleza.

La fría indiferencia entre los dos cónyuges era visible para todos cuantos entraban en la casa, y apenas si al sentarse a la mesa, los pocos días en que Ordóñez comía en casa, dirigía éste algunas palabras a su esposa, la cual, por su parte, tampoco tenía gran interés en tratarse con un hombre a quien odiaba.

Un día Ordóñez se mostró con su esposa más insinuante y cariñoso que de costumbre.

Después del almuerzo, en vez de salir apresuradamente como hacía siempre, para acudir a las mil citas de amigos y amigas que le asediaban desde que había llegado a Madrid, Ordóñez permaneció sentado, mostrando deseos de entablar conversación con María, a la cual inquietaba algo tan inesperada solicitud.

Hablaron primeramente del estado de su hijo que en aquellos días parecía experimentar cierta mejoría y correteaba por la casa sin pesadez y sin mostrar esa manifiesta imbecilidad que produce el hidrocéfalo en los niños.

– Tú verás – decía Ordóñez a su esposa – cómo al fin no resulta nada la enfermedad de nuestro hijo. Son dolencias esas que cuando niños todos hemos pasado y que desaparecen al robustecerse el cuerpo y salir de la infancia. Como esa enfermedad se hará más grave, será si tú te empeñas en tener siempre a Paquito cosido a tus faldas y rodeado de los más nimios y escrupulosos cuidados. Esto sólo servirá para que su dolencia se agrave y tú te pongas más enferma, porque, ¡mira, hija mía!, voy a serte franco; tú no estás muy bien y de seguro que si te empeñas en sacrificarte tanto por cuidar a tu hijo, no tardarás en morirte. Me parece muy bien que una madre cuide a su hijo sin reparar en fatigas; lo mismo hacía la mía; pero esto no impide que uno se cuide a sí mismo. Yo también estoy muy delicado y, sin embargo, me hago la cuenta de vivir muchos años, porque me preocupo mucho de lo que puede hacer daño a mi salud y procuro cambiar de aires con frecuencia, pues esto siempre es bueno. Dirás que soy muy egoísta; conforme, no lo discuto; pero con egoísmo se vive, y si yo muriera, nadie de este mundo se encargaría de resucitarme. Los muchachos, ¡qué demonio!, deben acostumbrarse a vivir libres de cuidados; esto los robustece y a Paquito lo que le conviene es estar una buena temporada lejos de tí, rodeado de otros chicos que le animen y sometido a un régimen sin contemplaciones que excite su energía.

 

María se asustó al oír estas palabras y adivinó ya lo que su esposo iba a decirle.

– Yo he hablado del asunto con el padre Tomás y éste que, como ya sabes, es persona de mucha ciencia, cree lo mismo que yo y aconseja que enviemos a Paquito a uno de los colegios que la Compañía tiene en provincias; al de Valencia, por ejemplo, asegurando que allí sabrán robustecerlo y librarlo de toda enfermedad, hasta el punto de que antes de un año estará rollizo y sonrosado como un tudesco. Yo también pasé los primeros años en un colegio de jesuítas, y te aseguro que allí no nos iba mal, pues me crié perfectamente, y al mismo tiempo que me fortalecí supe muchas cosas que jamás hubiese aprendido metido entre las faldas de mi señora madre. Con que ya lo sabes, María; como quiero mucho a mi hijo, por más que tú creas lo contrario, deseo que ingrese pronto en un colegio, donde aprenderá a ser hombre.

Desde aquel día el porvenir de Paquito fué el motivo de todas las conversaciones que se entablaban entre los dos esposos.

María resistíase con energía a acceder a aquella separación; pero la asediaban continuamente con sus palabras, a más de su esposo, el padre Tomás y el médico de la casa, el cual hablaba de los grandes peligros del clima de Madrid, que amenazaba continuamente con una pulmonía al organismo débil y delicado del niño.

Un nuevo refuerzo tuvieron los que atacaban la resistencia de su sobrina, y llevada de la indignación que le produjo, que vino a descansar un mes de sus tareas de propaganda y a saludar a Ordóñez, su “tunante sobrino”, a quien seguía profesando gran simpatía, porque sus calaveradas le hacían mucha gracia.

Doña Fernanda, después de escuchar reverentemente la autorizada voz del padre Tomás, mostróse decidida partidaria de que el niño fuese al colegio.

Con su carácter dominante e irascible, atacó la resistencia de su sobrina, que llevada de la indignación que le producía tanta tenacidad, llegó a decir con imponente voz:

– Si se muere el niño, tú serás la culpable, pues te empeñas en retenerlo aquí con gran peligro de su vida, y no quieres enviarlo donde indudablemente adquirirá la robustez que le falta. Amas mucho a tu hijo; pero esto no impide que seas una mala madre.

Esta acusación fué lo que hizo a María rendirse.

Llegó la infeliz a imaginarse que podían ser ciertas tales palabras, y con el deseo de no causar el más leve mal a su hijo, accedió a consentir tal separación, aunque estaba segura de que esto le produciría un disgusto sin límites.

Quedó acordado que el niño iría a educarse al colegio de los jesuítas de Valencia, por ser el clima templado de esta ciudad el que más convenía al enfermizo niño.

María, deseosa de separarse de su hijo lo más tarde posible, se encargó de ser ella quien lo condujese a Valencia, y la baronesa, que cada vez estaba más dominada por su manía de viajar, prestóse a acompañarla.

La joven condesa llegó hasta proyectar el traslado de su domicilio a Valencia, para vivir de este modo más cerca de su hijo; pero tuvo que desistir de tal idea ante la rotunda negativa de su esposo.

El antiguo calavera, que, según decía, comenzaba a sentirse viejo y se hallaba algo cansado de ser simplemente en sociedad un aturdido, quería adquirir el prestigio de hombre serio y distinguido, y pensaba, aprovechando la ausencia de su hijo, en arrastrar a María a las fiestas del gran mundo y presentarse en bailes y recepciones, grave y estirado, con su esposa del brazo, cual convenía a un hombre que aspiraba a solicitar en la primera ocasión oportuna una embajada en cualquier nación de segundo orden.

La misma noche en que María, ante su familia y sus amigos, se decidió a permitir que la separasen de su hijo, llevando éste al colegio de Valencia, el padre Tomás y el médico de la casa, al salir del hotel y subir al carruaje que les esperaba, entablaron inmediatamente conversación sobre la salud del hijo de la condesa de Baselga.

– ¿Cree usted, doctor, que ese niño puede gozar larga vida?

– Lo que me extraña, reverendo padre, es que no haya muerto ya. La tuberculosis del padre, contaminando a la madre, ha producido en el hijo ese hidrocéfalo tan marcado, que seguramente llevará el niño a la tumba.

– ¿Y tardará mucho en morir?

– No puedo asegurarlo; pero un tuberculoso es un campo abonado para toda clase de enfermedades. Bastaría que en el colegio sufriese un ligero enfriamiento, que se expusiera a una corriente de aire después de la agitación propia de la hora de recreo en que juegan los alumnos, para que inmediatamente se declarase en él una pulmonía, que en pocas horas le produciría la muerte.

El padre Tomás sonrió en la oscuridad que envolvía el interior del carruaje.

– ¿Y la condesa? – preguntó el jesuíta – . ¿Cree usted que será muy larga su vida?

– También está amenazada de muerte, pues la tuberculosis hace en ella rápidos estragos. Tal vez no tarde mucho en declararse en ella la tisis.

– Pues entonces tampoco a Ordóñez le quedan muchos años de divertirse, ya que él ha sido el foco de la enfermedad que ha contaminado a toda la familia.

– ¡Oh! Tal vez viva ese más años que nosotros. La tuberculosis se presenta en él en forma muy benigna. Esto le parecerá extraño a vuestra reverencia, pero las enfermedades tienen sus rarezas, lo mismo que los seres humanos. Hay quien esparce la muerte en derredor suyo y, sin embargo, vive muchos años gozando una relativa salud.

Callaron los dos hombres y permanecieron inmóviles en la oscuridad del carruaje, hasta que por fin sonó la voz melosa e hipócrita del jesuíta:

– ¡Oh, Dios mío! ¡Cuán triste es el porvenir de esa familia! Crea usted, doctor, que siento haberla conocido, y que si hubiese llegado a adivinar que Ordóñez no era hombre de completa salud, me hubiese opuesto a su casamiento con la condesa.

VII
Un telegrama

Aquella mañana el padre Tomás esperaba en su despacho la visita de uno de sus subordinados, pertenecientes a la casa-residencia de Sevilla y el cual había sido llamado a Madrid por orden de su superior.

El jesuíta italiano, llevado siempre de su idea de hacer las cosas por sí mismo, cuando estaba disgustado de alguno de sus subordinados, no quería valerse de intermediarios para formular sus repulsas y les hacía presentarse en Madrid, donde podía vigilarlos de cerca.

El jesuíta que había incurrido en su desagrado y a quien él esperaba aquella mañana para desahogar en su persona su mal humor, era un jesuíta andaluz, el padre Palomo, que gozaba de cierto renombre, a causa de sus aficiones literarias y de los artículos y novelas que publicaba en todos los periodiquillos y revistas, más o menos subvencionados por la Compañía de Jesús.

Poco después de las once entró su criado de confianza a anunciarle la llegada del padre Palomo y pasados algunos segundos presentóse en el despacho el jesuíta andaluz, al que examinó el padre Tomás con una rápida mirada.

Era un hombre de mediana estatura, de aspecto enfermizo y de frente espaciosa y pronunciada, bajo la cual brillaban unos ojos que, aunque fijos en el suelo, con la tenacidad de la costumbre, chispeaban de vez en cuando con la llamarada propia del hombre observador y de inteligencia despierta.

El padre Tomás, al notar en la figura del recién llegado cierta delicadeza de modales y un asomo de indolencia aristocrática, recordaba con su prodigiosa memoria la historia de aquel padre de la Compañía.

Su juventud había transcurrido en los salones, siendo un hombre de moda, disputado por las damas y a quien el amor había reservado grandes triunfos. Su existencia alegre y aventurera le hizo arrostrar grandes peligros, y al verse en cierta ocasión próximo a la muerte y salvar inesperadamente la vida, su imaginación de poeta excitada por el riesgo que había corrido, vió en aquella aventura la milagrosa protección de Dios y abandonó el mundo, ingresando en la Compañía de Jesús, poseído de la mayor fe.

Los jesuítas fomentaron sus aficiones literarias comprendiendo que podían proporcionar algún honor a la Compañía que siempre muestra empeño en presentar como eminencias a aquellos de sus individuos que no pasan de ser medianías, y consiguió el padre Palomo ser en breve un escritor a quien todos los afectos a la Orden consideraban como un portento literario.

El padre Tomás tenía motivos para estar quejoso de aquel jesuíta que, aunque proporcionaba cierto honor a la Compañía, hacíase objeto de censuras por la altivez con que acogía las órdenes de sus superiores, y el orgullo que parecía poseerle desde que la Orden había hecho de él una eminencia.

Al entrar el padre Palomo en aquel despacho y verse en presencia del hombre poderoso que dirigía los negocios de la Orden en toda España, bajó sus ojos con la humilde expresión del esclavo, y arrodillándose a los pies del padre Tomás, le besó reverentemente la mano.

El italiano mostró entonces en su rostro impasible una expresión de superioridad y con severo acento comenzó a hablar al padre Palomo, que había vuelto a ponerse en pie:

– ¿Sabe usted por qué he mandado llamarle?

– No, reverendo padre.

– El superior de nuestra residencia en Sevilla me ha dado sus quejas por la conducta de usted. El demonio del orgullo le domina a usted, reverendo padre, desde que se ve aplaudido por esa gente estólida que lee novelas; y porque sus libros han tenido alguna aceptación, que es debida principalmente a nuestros reclamos, se cree usted ya con suficiente mérito para despreciar a sus superiores naturales, a los que debe exacta obediencia. ¿Cree usted que los éxitos que en el mundo alcanza un jesuíta corresponden a él únicamente?

– No, reverendo padre.

– Celebro que así lo reconozca usted. La gloria de un jesuíta es la gloria de la Compañía entera, y si usted ha alcanzado éxito en sus libros, ese éxito es de la Compañía. El autor no es más que un simple instrumento que produce, para que todos sus hermanos gocen por igual de la gloria.

El padre Palomo, con su sagacidad y su silencio, daba a entender que nada tenía que objetar contra aquella teoría puramente jesuítica que anulaba lo más notable y digno de cada individuo.

– Ha sido usted muy culpable, padre Palomo – continuó el jesuíta con creciente severidad – . Merece usted un cruel y saludable castigo que le libre de ese orgullo que parece dominarle, y no sé como me detengo y dejo de ordenarle que vaya unos cuantos años a Filipinas a vivir entre los igorrotes, para olvidar de este modo esas aficiones literarias que han despertado su fatuidad.

El jesuíta escritor permaneció inmóvil ante tal amenaza; pero con su aspecto resignado demostraba que estaba dispuesto a sufrir cuantos castigos le impusiera su superior.

– Aquí – continuó éste con visible irritación – no hacemos las reputaciones de los individuos de la Compañía para que éstos se enorgullezcan, y queremos que por encima de todas las satisfacciones que a un jesuíta puedan producirle los aplausos del mundo, exista el respeto y la sumisión a todo aquel que sea superior en rango. Aquí me tiene usted a mí – continuó con creciente exaltación – que soy el superior de la Orden en toda España y que tengo en mi vida militante hechos suficientes para mostrarme orgulloso y satisfecho de mí mismo; pues bien, si ahora entrase por esa puerta el general de la Compañía, me vería usted inmediatamente postrarme de hinojos a sus pies, y si me ordenaba él arrojarme por ese balcón, no tardaría un segundo en tirarme de cabeza. Solo con una obediencia ciega e inflexible, es como podemos realizar nuestra grande obra: la conquista del mundo para Dios.

Al padre Palomo le impresionaba algo la inquebrantable fe que demostraba su superior, y le parecía sublime en un hombre tan poderoso aquella obediencia ciega y aquella confianza tan absoluta en todo superior.

El italiano comprendió el efecto que sus palabras producían en el literato, y como tenía sus miras acerca de éste se apresuró a terminar la parte severa y dura de tal conferencia, para entrar después en otra más agradable y útil.

 

– Vamos a ver, padre Palomo; yo no tengo gusto en castigar a un individuo de la Compañía, y cuando tomo severas disposiciones con alguno, sufro tanto como el mismo interesado. ¿Está usted arrepentido de sus faltas de respeto y sus altiveces con el padre superior de Sevilla?

– Sí, reverendo padre.

– Pues bien, yo le perdono su falta, aunque con la condición de que nunca ha de volver a incurrir en desobediencia. De rodillas, padre Palomo, y solicite usted su perdón.

El escritor estaba demasiado acostumbrado a las prácticas humillantes e infantiles del jesuitismo para intentar la menor resistencia; así es que se apresuró a ponerse de rodillas, y vióse entonces al mismo hombre de quien la crítica literaria hacía grandes elogios y que gozaba del favor del público, decir humildemente, arrodillado y con los brazos en cruz:

– Pido a Dios y a mi superior, el reverendo padre Tomás Ferrari, que me perdone mi soberbia, mi orgullo y mi desobediencia.

Con estas prácticas degradantes, que matan en el hombre el sentimiento de la dignidad convirtiéndole en un autómata inconsciente, es como el jesuitismo sostiene la ruda y perfecta disciplina de sus huestes.

– Levántese usted, padre Palomo. Dios le perdona; pero para que acabe de ser vencido ese demonio del orgullo que tanto le ha dominado, es preciso que durante siete días, a la hora de comer, se arrodille usted en el refectorio de la casa-residencia y repita esas mismas palabras ante los demás padres. Es una santa humillación que conseguirá alejar del todo al espíritu malo.

El escritor elevó sus ojos con expresión de santa mansedumbre, y dijo con místico acento:

– Así lo haré, reverendo padre. No me duele esa humillación, porque me la ordenan mis superiores y es beneficiosa para mi alma.

– Ahora que ya hemos hablado de asuntos particulares – dijo el padre Tomás con entonación más amable, aunque sin perder su gesto de superior – , conviene que hablemos de otros asuntos que serán beneficiosos para la Compañía. Ante todo advierto a usted, padre Palomo, que va a quedarse en Madrid.

– Haré lo que mis superiores me manden.

– Seguirá usted dedicado a sus tareas literarias, pues conviene a la Compañía, en las presentes circunstancias, el emplear las facultades que Dios le ha dado a usted, aunque advirtiéndole que no por esto debe volver a caer en su antiguo orgullo.

– Seré humilde como un buen soldado de Jesús.

– Soldado; esa es la palabra. Va a ser usted combatiente en favor de nuestra gran causa. Hasta ahora sólo ha escrito usted novelas de puro entretenimiento, ¿no es esto?

– Sí; pero todas ellas tienen su fin: el de demostrar que la Compañía de Jesús es la institución más santa, y que todos deben ponerse bajo su dirección.

– Sí; lo sé. He leído algunas de esas obras, pero no basta eso. La Compañía necesita un libro de batalla que mueva ruido y que escandalice. ¿Antes de entrar en la Orden no pertenecía usted a esa juventud elegante que penetra hasta en lo más recóndito de las alcobas de las grandes damas, y conoce todas las miserias de la alta sociedad?

– Sí, reverendo padre. Vi el gran mundo de cerca, aprecié todas sus miserias y por esto mismo desengañado de la existencia terrenal, entré en la Compañía.

– Pues bien, aproveche usted todos sus recuerdos, sus antiguas observaciones, para escribir un libro que sea como una sátira sangrienta contra la aristocracia. Nada de escrúpulos ni vacilaciones. Palo seco con todos, y mucha verdad en la descripción, sin temor a incurrir en una crudeza impropia de un sacerdote: ahora está en moda el naturalismo.

Calló el padre Tomás, pero como su subordinado daba a entender con su silencio que no había comprendido del todo lo que deseaba su superior, éste añadió:

– Para que usted se capacite de lo que tal obra debe ser, le explicaré el objeto que la Compañía se propone. Hoy la aristocracia, a fuerza de imitar la elegancia francesa, se ha contaminado de cierto volterianismo, y no viene ya a buscarnos como en otros tiempos, solicitando nuestra dirección. Piense usted, Padre Palomo, lo que sería de nuestra Compañía si la gente de dinero nos fuera infiel separándose para siempre de nosotros. Yo, después de varias tentativas, me he convencido de que es imposible atraer a esa aristocracia veleidosa e ingrata por medio de la persuasión y la dulzura, y no nos queda más recurso para encadenarla a nuestra dirección que apelar al terror, atemorizándola con un soberbio varapalo. Para eso quiero el libro de usted. Este es el objeto que ha de llenar. Pondremos a la aristocracia en ridículo, describiendo todos sus vicios y miserias, y esto, al mismo tiempo que hará volver al redil a los ingratos, nos proporcionará la adhesión de la clase media, que odia a la gente privilegiada, y tal vez hará que por espíritu de partido nos miren con menos hostilidad los hombres que son nuestros irreconciliables enemigos. ¿Ha comprendido usted ya la tendencia del libro en cuestión?

El padre Palomo había ido entusiasmándose conforme su superior le exponía el espíritu de la obra, y en sus facciones coloreadas por la animación, notábase el satisfecho gesto del escritor que encuentra un tema de su gusto.

– ¡Muy bien! ¡Eso es! – decía el jesuíta andaluz, despojándose de su actitud humilde y encogida – . La idea es magnífica y digna de vuestra paternidad. Fustigaremos a la aristocracia, que es la clase que mejor conozco, y yo le aseguro a vuestra reverencia que con las anécdotas que recuerdo y los escándalos que he presenciado en mi época de hombre de mundo, hay más que suficiente para formar una novela que mueva ruido. La titularemos “Miserias”, si a vuestra paternidad le parece bien.

– Me gusta el título. ¿Cuándo va usted a ponerse a trabajar?

– Mañana mismo; así que descanse de las fatigas del viaje comenzaré a hacer mis apuntes y a clasificar mis recuerdos.

– Está bien. Vivirá usted en nuestra casa-residencia, y yo daré orden de que nadie le incomode en sus trabajos.

Hablaron aún los dos jesuítas un buen rato sobre la futura obra, oyendo el escritor con gran respeto las indicaciones del padre Tomás, y cuando el padre Palomo salía del despacho, satisfecho del resultado de una conferencia que tanto había temido, entró uno de los secretarios del italiano, mudo e impasible como una estatua, según era costumbre en todos los que trabajaban en la casa, y le entregó un telegrama que acababa de llegar.

El padre Tomás rasgó la cubierta, y al leerle, una ligera sonrisa de satisfacción vagó por sus labios.

Era el padre director del colegio de Valencia quien le telegrafiaba, manifestándole que el niño Paquito Ordóñez estaba gravemente enfermo, a consecuencia de una pulmonía.

No había resultado deficiente la gestión del padre Tomás desde Madrid, y la enfermedad llegaba con tanta precisión como él la había previsto.

Por fin, el heredero que tantos cuidados inspiraba, ya no estorbaría más los planes de la Compañía.

– Es preciso – se dijo el jesuíta – avisar a los padres este triste suceso. No sé si Ordóñez estará en Madrid. El otro día me dijo que pronto iba a salir con algunos amigos a cazar en un coto de Extremadura. Vamos allá: siempre encontraré a María, y ésta es la única a quien podrá impresionar la noticia; conozco bien a toda aquella gente.

Así fué. María prorrumpió en alaridos al saber que su pobre hijo estaba enfermo de gravedad.

Medio año hacía que Paquito estaba en el colegio de Valencia, y a pesar de que el director del establecimiento le escribía frecuentemente dando noticias de su salud, la pobre madre no podía contener su impaciencia, y dos veces había tomado el tren, sufriendo las fatigas del viaje tan sólo para estar en Valencia algunas horas al lado de su hijo, y regresar inmediatamente a Madrid.