Za darmo

La araña negra, t. 9

Tekst
iOSAndroidWindows Phone
Gdzie wysłać link do aplikacji?
Nie zamykaj tego okna, dopóki nie wprowadzisz kodu na urządzeniu mobilnym
Ponów próbęLink został wysłany

Na prośbę właściciela praw autorskich ta książka nie jest dostępna do pobrania jako plik.

Można ją jednak przeczytać w naszych aplikacjach mobilnych (nawet bez połączenia z internetem) oraz online w witrynie LitRes.

Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

El reloj del despacho dió las once, y Ordóñez se apresuró a marcharse.

– Buena hora – dijo alegremente – para pillar a mis dos amigos en la cama. De seguro que ninguno de los dos se ha levantado todavía. Hasta mañana, padre Tomás. Antes de veinticuatro horas ese mocito habrá llevado su merecido.

Estaba Ordóñez junto a la puerta cuando le llamó el jesuíta, diciéndole con acento bondadoso:

– Escucha, atolondrado. El que nos ocupemos de mis asuntos no es motivo para que olvidemos los tuyos. Hablaré esta tarde al administrador de la condesa para que te entregue lo que necesitas y puedas pagar tus deudas. Y mira: he pensado que, en tu situación, esos veinte mil duros no te sacan de penas, pues como son para pagar deudas, te quedarás inmediatamente sin un céntimo. Lo he pensado bien, y creo que será mejor hacer un empréstito para ti de veinticinco mil duros; medio millón de reales, así la cuenta resulta más redonda.

– ¡Oh, reverendo padre! Tantas bondades me confunden y no sé cómo agradecerlas. Gracias, muchas gracias; se necesita ser un impío dejado de la mano de Dios para abofetear a un hombre tan bondadoso y tan bueno.

Y Ordóñez, besando la mano de su protector, salió del despacho con aire de satisfacción y alegría.

El padre Tomás, al quedar sólo, agitó su mano con expresión amenazante, como si se dirigiera a algún ser invisible que estuviese en la habitación, y murmuró:

– ¡Ah, doctorcillo! Me parece que de ésta ya no darás más bofetadas.

Mientras tanto, Ordóñez bajaba la escalera de aquella antigua casa, diciéndose interiormente:

– La verdad es que el servicio no puede estar mejor pagado y que la proposición ha sido hecha del modo más correcto y diplomático, sin que pueda considerarse herida mi susceptibilidad. Veinticinco mil duros si matas a ese caballerete que me ha abofeteado; esto es en el fondo la proposición con toda su crudeza. No se puede negar que el padre Tomás se porta como hombre espléndido cuando trata de librarse de un enemigo… Pero, ¡qué demonio!, si ese dinero que me va a dar es mío, puesto que pertenece a mi esposa… Reconozco en este golpe a los jesuítas. Siempre se muestran generosos y pródigos cuando disponen del bolsillo ajeno.

V
Asesinato legal

Cuando el doctor Zarzoso recibió la visita de los padrinos de Ordóñez no experimentó gran extrañeza.

Al disiparse la ira que le había dominado durante su violenta conferencia con el padre Tomás, pensó fríamente su situación, adivinando que un hombre tan terrible y maligno como era aquel jesuíta no tardaría en tomar venganza. En su concepto, abofetear al jefe del jesuitismo en España, era exponerse a mil iras vengadoras ocultas en la sombra, y por esto se extrañaba al ver que transcurrían unos cuantos días sin notar la persecución del ofendido padre Tomás.

Los padrinos de Ordóñez eran un coronel más conocido por sus jugadas en el Casino que por sus campañas, y un marqués que tenía reputación de ser el primer tirador de armas de España, y cuya intervención resultaba imprescindible en todos los duelos que se concertaban en Madrid.

Llegaron a casa del doctor a las dos de la tarde, cuando éste acababa de terminar su diaria consulta para los pobres, y después de enseñarle una carta de Ordóñez en que les facultaba para representarle en el lance, diéronle otra del mismo individuo, la cual produjo en el doctor terrible efecto.

Ordóñez exigíale una satisfacción por lo ocurrido en su casa; pero el estilo de la carta era tan despreciativo y abundaban tanto en ella las palabras irónicas y mortificantes, que Zarzoso, pálido por la ira, arrojó el papel con visibles muestras de desprecio.

– Señores – dijo a aquellos dos espadachines elegantes – , soy un hombre de ciencia, y como ocupado en el estudio no he tenido tiempo para enterarme de ciertas cosas, ignoro lo que se hace en casos como el presente. Dispensen ustedes mi ignorancia; pero si yo me niego a dar esas manifestaciones humillantes que pide ese señor, ¿qué ocurrirá entonces?

– Tendrá usted que batirse con nuestro apadrinado – contestó el coronel.

Y el marqués añadió con entonación campanuda, como si hablase de una cosa santa:

– Así lo exige el Código del honor.

– Perfectamente – dijo con ironía Zarzoso – . ¿Y qué más ceremonias exige ese sagrado Código?

– Debe usted nombrar dos padrinos para que se entiendan con nosotros y concertar entre los cuatro las condiciones del combate. Esto se sobreentiende que será si usted se niega a dar explicaciones.

– Me niego; sí, señor. No conozco a ese caballero a quien ustedes representan, pero no sé por qué me halaga la idea de romperme la cabeza con él. Voy a presentarles a ustedes mis padrinos.

Y el joven doctor se dirigió a su gabinete de operaciones, donde aún estaban los ayudantes esperando las órdenes del maestro antes de retirarse hasta el día siguiente.

Escogió dos de los que le inspiraban más confianza y los presentó a los padrinos de Ordóñez, quienes los saludaron con una ceremonia grave y casi fúnebre, invitándoles a reunirse de allí a media hora en el domicilio del marqués, para concertar el duelo.

Cuando Zarzoso quedó sólo en su salón, reflexionando sobre aquel suceso, vió entrar a su tío, el viejo doctor, con una expresión ceñuda y volviéndose a todos lados como si quisiera husmear algo extraño en la atmósfera.

Paseando por el salón, miraba de vez en cuando a su sobrino y gruñía sordamente, hasta que, por fin, se plantó ante el joven y le dijo con expresión de juez que interroga:

– Oye: hace un momento he visto salir de aquí a dos caballeros a quienes conozco. Les llamo caballeros, porque esto no significa nada; pero en realidad son dos perdidos, dos tahures espadachines de esos que pululan en la alta sociedad y que sólo sirven para hacer daño a las personas honradas. ¿Qué querían esos individuos? De seguro que no venían a buscarte como médico.

El joven permaneció indeciso por algunos momentos, no sabiendo qué contestar; pero, al fin, se decidió a decir la verdad, y habló a su tío del lance que tenía próximo, aunque procurando ocultar su verdadera causa y diciendo que consistía en ciertas palabras que se le habían escapado hablando con algunos amigos sobre un hombre muy conocido en la alta sociedad y cuyo nombre no quería revelar.

– ¿Y qué es lo que dijiste de él?

– Dije que era un canalla, un estafador y un tahur que había apelado siempre a los más reprobables medios para ganar dinero en el juego.

– ¿Y es esto verdad? ¿Tienes pruebas de ello?

– ¡Bah! ¡Si esto lo sabe todo Madrid! El tal sujeto, cuyo nombre no quiero revelar, tiene la fama tan bien sentada, que no hay persona alguna que no le considere como un pillete.

El buen sentido del viejo doctor, su lógica de hombre rudo, pero recto, sublevábase al oír estas palabras.

– ¿Y vas a batirte con un hombre así? Te digo que no comprendo estas cosas, y que me parece que el mundo no es ya más que una vasta jaula de locos. Comprendo que un hombre quiera matar a otro cuando éste le insulta, atribuyéndole cosas que no ha hecho; pero hablar del honor, de la dignidad y de satisfacciones, por haber sido llamado tal como se merece uno, me resulta la mayor de las demencias. El pillete siempre será pillete, aunque lleve en el bolsillo un código del honor y sepa tirar a todas las armas para asesinar a los que le llaman con el nombre que merece, y el hombre honrado será un jumento, si por respeto a estas farsas, que se llaman conveniencias sociales, accede a exponer su vida riñendo con aquel a quien ha insultado dándole los calificativos que merece por su infame conducta. La cosa es clara. Si esos espadachines aristocráticos que viven en sociedad como en país conquistado, no quieren verse ofendidos a cada punto en lo que ellos llaman su honor, que lleven mejor vida y sean más virtuosos y dignos, pues así se evitarán que el hombre honrado les diga la verdad. Tú le has dicho canalla a ese individuo cuyo nombre no quieres revelarme; ahora, lo que a él le toca, a los ojos de la sana razón, es demostrar que no merece tal calificativo y hacer, enseñándote pruebas, que tú lo confieses así. Con que ya lo sabes; te prohibo que te batas. Me avergonzaría de tener en mi familia un imbécil, que por lo que podrán decir cuatro desocupados, fuese a matarse con un hombre que no merece ni su estimación ni su respeto, a causa de su falta de vergüenza.

Zarzoso oía a su tío sin que sus palabras le produjeran efecto alguno. Había ya adoptado una resolución y se batiría con Ordóñez, pues odiaba a este hombre. El viejo doctor debió adivinar en la mirada de su sobrino algo de lo que éste pensaba, y para disuadirle de su tenaz propósito, se apresuró a añadir:

– Además es una solemne barbaridad, una locura inconcebible, el batirse con un hombre acostumbrado al manejo de las armas. Eso equivale a un suicidio, a dejarse asesinar voluntariamente. ¿Eres tú acaso espadachín? ¿Has perdido mucho tiempo ejercitándote en el uso del sable y de la pistola? No; tú eres un hombre de ciencia, te has dedicado a saber curar las heridas y no a abrirlas, y entre ser aprendiz de sabio o aprendiz de asesino, has preferido lo primero. En cambio, ese caballerete que te reta debe ser un consumado espadachín, pues así lo da a entender la calidad de los amigos que te ha enviado. Si es que tiene interés en librarse de ti, para que no le censures más tiempo diciéndole lo que se merece, te ensartará como a un pajarillo o te meterá una bala en la cabeza. Y, ¿crees tú que tiene sentido común el marchar a la muerte voluntariamente y por un mal entendido amor propio? ¿Qué dirías tú de un hombre que débil y desarmado se metiera voluntariamente en una calle donde supiera que le aguardaba emboscado un asesino para matarle? Si ese enemigo tuyo fuese un hombre de ciencia que, como tú, se hubiese pasado la vida entregado al estudio, sin conocer el manejo de arma alguna, entonces se podría transigir con el lance, pues al menos existiría entre los dos cierta igualdad; pero ir a ponerse enfrente de uno de esos perdidos aristocráticos que apenas saben leer y que cifran todos sus conocimientos en bailar bien y tirar a las armas, es una locura que yo no puedo consentir a un sobrino mío.

 

Se detuvo el doctor para apreciar el efecto que causaba en el joven todo cuanto iba diciendo, y como conforme hablaba, entusiasmábase el viejo con el desarrollo de aquel tema, se apresuró a añadir:

– Tú bien sabes que la mayor de las inconsecuencias en que puede caer un hombre sabio es arrebatarle la vida a un semejante. Tú que eres médico contesta. ¿No te parece que bastantes auxiliares tiene la muerte con esas innumerables y terribles dolencias que la Naturaleza descarga sobre la Humanidad? ¿No se desangra bastante la especie humana con esas guerras que provocan los reyes y que muchas veces tienen por fundamento una ridícula cuestión de cortesía? Yo bien sé que los hombres tenemos algo de fiera y que muchas veces, alterándose nuestro sistema nervioso, se oscurece la razón y apelamos a los puños como supremo argumento. Eso está muy bien, ¡qué demonio!, y no seré yo quien pretenda corregir la plana a la Naturaleza. ¿Se insultan dos hombres? ¿Se odian por motivos particulares? Pues bien; comprendo que al encontrarse desahoguen su furor dándose unos cuantos puñetazos y hasta me parece lógico que en un arranque de su brutalidad excitada lleguen hasta matarse. Pero lo que no comprendo, lo que no concibo cómo la ley no lo castiga con las más terribles penas, es que dos hombres, algunos días después de haberse insultado, vayan con la mayor sangre fría, casi sin odio, a matarse en el campo que llaman del honor, rodeando el crimen de un aparato ceremonioso y ridículo, propio de costumbres bárbaras, que, afortunadamente, pasaron para no volver. Me tiene sin cuidado que esos tontos de la aristocracia y una turba de imbéciles que quieren imitarles cometan estas sangrientas estupideces; pero no puedo consentir que un sobrino mío, que además es sabio, caiga en un ridículo tan deshonroso.

Calló el viejo doctor y dió algunos pasos por la habitación hasta que poco después volvió a detenerse ante el joven, e irguiendo su corpachón, dijo con cierto orgullo:

– Aquí tienes a tu tío que nunca ha llegado a caer en tales ridiculeces, y, sin embargo, me tengo por más valiente que todos esos señores que palidecen de ira a la menor palabra que hablan de acudir inmediatamente al campo de honor. A ellos, que son tan valientes, les hubiera querido ver yo bregando con los locos y quitándoles muchas veces las armas de las manos. Pues bien; yo, que no sé lo que es miedo, nunca he admitido esos ridículos desafíos, en los que se escuda, las más de las veces, la gente que no tiene razón. Una vez, cierto doctor que tenía reputación de espadachín, ofendido por algunas expresiones que se me escaparon en el calor de una discusión científica, me envió sus padrinos, diciendo que no podía vivir tranquilo mientras que yo no le diese una reparación en el terreno de las armas. Despedí a los padrinos con cajas destempladas, diciendo que si mi enemigo no podía vivir sin vengarse de mí, que viniera a buscarme sólo, pues tenía un buen garrote para darle la contestación, y esta es la hora en que todavía no le he visto. Otra vez un cliente me dió su tarjeta en señal de reto y yo le contesté con unos cuantos mojicones, y por esto ha transcurrido el tiempo sin que nadie se atreviera a irle con más farsas de estas al doctor Zarzoso. Créeme, Juanito; eso de los desafíos es un procedimiento inventado por ciertas gentes que no sirven para nada, con el fin de conservar por el terror su supremacía en la sociedad. Si todos tuviesen sentido común e hiciesen lo que yo, despreciando tan ridículas preocupaciones, ten por seguro que pronto terminaría esa ridícula costumbre apadrinada por la fatuidad francesa y que hace revivir la Edad Media en pleno siglo XIX. Con que contesta, muchacho. ¿Estás dispuesto a obrar como cualquiera de esos cabezas de chorlito que pululan en la sociedad, imponiéndola sus ridículas costumbres?

Zarzoso, mientras hablaba su tío, habíase formado su plan. Sabía que el viejo doctor no era capaz de transigir con el duelo y le impediría por todos los medios el que llegara a batirse.

El joven comprendía también la verdad que encerraban las palabras de su tío, pero aquella carta de Ordóñez que él veía blanquear en el rincón a donde la había arrojado, conmovíale y le hacía pensar con fruición en la delicia que experimentaría al verse frente al marido de la condesa con un arma en la mano. Estaba decidido a no retroceder, encontrándose como se encontraban tan adelantados los preparativos del duelo. Adivinaba la inmensa ventaja que llevaría Ordóñez sobre un hombre que no conocía el manejo de las armas, pero al mismo tiempo pensaba que era más preferible morir, que dar lugar a que aquel hombre tan odiado se jactase ante María de haber inspirado miedo a su antiguo novio.

Esto era lo que más decidía a Zarzoso a dejar que la aventura siguiese su curso. Estaba decidido: antes morir que dar pretexto para que María le tuviese por un cobarde.

El joven, deseoso de librarse de su tío, dió a éste toda clase de seguridades. No se batiría, ya que así lo mandaba él, y prometió al mismo tiempo tenerle al corriente de cuanto ocurriera en aquel asunto.

El viejo doctor, a quien nunca había engañado su sobrino, se tranquilizó con tales promesas, y poco después le dejó sólo para ir a dar un paseo con otros dos profesores jubilados, que eran sus únicos amigos, por lo mismo que en genio rudo y en opiniones intransigentes casi llegaban a su misma altura. Los diarios paseos de aquellos tres sabios, con sus incesantes discusiones, equivalían a una continua tempestad científica.

El joven doctor permaneció en el salón reflexionando sobre la aventura de que iba a ser protagonista, y ensimismado en sus ideas pasó para él tan velozmente el tiempo, que habían transcurrido ya dos horas y comenzaba a anochecer cuando él creía que sólo habían pasado algunos minutos.

Al volver los dos ayudantes designados por él como padrinos, encontráronlo tendido en un diván, con la mirada fija en el techo y la expresión del que sueña despierto.

Los dos jóvenes le enteraron de las condiciones concertadas con los otros padrinos.

La discusión había versado principalmente sobre la gran desigualdad que existiría entre los combatientes, a causa de que el doctor era inhábil en el manejo de toda clase de armas. La pistola había resultado inadmisible, a causa de que Ordóñez pasaba por uno de los mejores tiradores de Madrid, y, al fin, como se había de optar por alguna arma, los cuatro padrinos decidiéronse por el sable, aunque en su manejo también se distinguía el marido de la condesa.

A Zarzoso le pareció todo muy bien, y cuando uno de sus ayudantes le propuso ir al salón de armas del “Zuavo”, a que éste le diese algunas lecciones, el joven doctor contestó con un gesto de indiferencia.

¿Para qué? Estaba convencido de que una lección de unas cuantas horas sólo serviría para fatigarle, sin proporcionarle ninguna superioridad sobre el enemigo. Además, sus ayudantes le decían que en las luchas a sable lo más principal era tener coraje, abrumando a golpes al enemigo, y él pensaba que si le mataba Ordóñez no perdía gran cosa, pues estaba cansado de la vida y ésta no tenía para él atractivo alguno desde que María resultaba imposible para él.

Tan indiferente le era la existencia a Zarzoso, que durmió aquella noche con bastante tranquilidad y únicamente se preocupó de que su tío no se apercibiera de que el lance iba a verificarse a la mañana siguiente.

Habían convenido los padrinos que el encuentro fuese en una posesión que el marqués, amigo de Ordóñez, tenía en las inmediaciones de Madrid, y allá fué donde Zarzoso, a las seis de la mañana, se dirigió en un carruaje, acompañado de sus dos ayudantes.

En una enarenada plazoleta del jardín, que se extendía a espaldas de la villa del marqués, fué donde se encontraron aquellos dos hombres que no se conocían, y, sin embargo, se buscaban con el propósito de matarse.

Zarzoso sólo había visto algunas veces a Ordóñez de lejos en las calles de Madrid, y el marido de la condesa contempló por primera vez al hombre a quien aborrecía y cuya muerte le había sido pagada con tanta generosidad por el jesuíta.

Los cuatro padrinos prepararon la lucha con toda la ceremoniosa liturgia propia de tales casos, y sobre la arena pusieron los sables con que aquellos hombres debían herirse.

Ordóñez y sus padrinos, aunque afectando seriedad, mostraban estar acostumbrados a actos como aquél. Zarzoso permanecía indiferente, y en cuanto a sus dos ayudantes, parecían asombrados de que con tanta frialdad se preparase la muerte de un hombre.

Después de los saludos, de señalar el puesto de los combatientes y de dejar ultimados todos los preparativos, Zarzoso y Ordóñez despojáronse de la levita y el chaleco, arremangáronse el brazo derecho y cogieron sus sables.

El joven doctor estaba decidido a no dejarse matar y a causar a su enemigo todo el daño que pudiera; pero cuando los padrinos dieron la voz de ¡en guardia!, él notó en los labios de Ordóñez una sonrisa desdeñosa y en el rostro de sus padrinos un gesto de asombro.

– Esto va a resultar un crimen – murmuraba el coronel, padrino de Ordóñez – . Ese muchacho no sabe lo que tiene en la mano y se va a dejar mechar inmediatamente.

Así era, pues Zarzoso, con el sable en la mano, hacía la figura más ridícula, demostrando desconocer hasta las más rudimentarias reglas de la esgrima.

El sol de la mañana, filtrándose a través de las vecinas arboledas, iluminaba, aquella plazoleta, bañando en luz el sombrío grupo de los padrinos y haciendo centellear las hojas de los sables.

Reinaba un fúnebre silencio, únicamente interrumpido por los rumores de los árboles, y en aquella augusta y silenciosa majestad de la Naturaleza, iban a exponer su vida dos hombres: el uno por el qué dirán de la sociedad, que hace cometer las mayores tonterías, y el otro obedeciendo a la sugestión de un superior y obrando como un asesino pagado.

Apenas comenzó el combate, Zarzoso avanzó sobre Ordóñez dirigiéndole golpes a diestro y siniestro, sin regla ni concierto alguno.

El joven doctor tenía buen brazo, estaba excitado por el coraje que sentía, y Ordóñez, a pesar de ser un experto tirador, hubo de retroceder en el primer instante algunos pasos para librarse de aquella lluvia de cuchilladas.

Esta impetuosidad en el ataque y tan hostil desorden en la agresión, hubiesen servido de mucho a Zarzoso tratándose de un enemigo tan inexperto como él; pero Ordóñez no tardó en reponerse, y notando que su contrario siempre le dirigía los golpes a la cabeza, limitóse a ponerse a la defensiva, sonriendo con desdén.

El coronel seguía murmurando, a pesar de que su compañero el marqués le tocaba con el codo para que callase:

– Ese muchacho tiene bríos. ¡Lástima que no sepa absolutamente nada de esgrima! Ordóñez está divirtiéndose con él y así que quiera lo despachará a su gusto. El mismo será el encargado de matarse.

Aún duró el combate unos cinco minutos.

Zarzoso, jadeante e irritado, se movía de un lado a otro, saltaba, buscando atacar a su enemigo por todos lados; pero siempre le salía al encuentro el sable de Ordóñez, parando con exactitud sus más furibundas cuchilladas.

Aquella defensa pasiva y desdeñosa irritaba aún más a Zarzoso, quien, ciego de furor, deseaba que su enemigo tomase la ofensiva y lo rematara de un golpe, pues así al menos no le serviría de objeto de diversión.

Tuvo un momento de descuido Ordóñez, en que el sable del doctor silbó cerca de una de sus orejas, y entonces el rostro del elegante perdió su desdeñoso gesto para tomar un aire de ferocidad.

Los padrinos adivinaron que llegaba ya el momento supremo.

Zarzoso, más confiado y ensoberbecido por aquella cuchillada que tan cerca había pasado de su enemigo, levantó el sable y audazmente, a cuerpo descubierto, avanzó un paso; pero en el mismo instante, rápido como un relámpago, extendió Ordóñez su brazo, con el sable horizontal y rígido, y al acercarse impetuosamente el doctor, se lo clavó él mismo en el pecho.

Zarzoso, pálido y con la mirada extraviada, cayó de rodillas, al mismo tiempo que un grueso chorro de sangre manchaba su blanca camisa y caía goteando en la arena de la plazoleta.

Los dos ayudantes que se abalanzaron a sostenerle en sus brazos, al ver el sitio donde estaba la herida y la gran cantidad de sangre que manaba, cambiaron entre sí una mirada de horrible desconsuelo.

 

Buena mano tenía el tal Ordóñez. No era necesario que ellos abriesen su botiquín para hacer la cura. La punta del sable le había atravesado el corazón y aquellas convulsiones del infeliz médico eran el estertor de la agonía.

Cuando una hora después los dos ayudantes, auxiliados por el portero, subían el cadáver todavía caliente de Zarzoso por la lujosa escalera de su casa, la primera persona que encontraron al llegar al rellano del segundo piso fué al viejo doctor. Estaba muy desfigurado y su rostro, rudo y siempre cejijunto, parecía el de un león con fiebre.

Al levantarse aquella mañana y no encontrar a su sobrino, había adivinado toda la verdad, y furioso contra Juanito por haberle engañado, ocultándole lo que ocurría, iba de un punto a otro de la casa, rugiendo, insultando a su ausente sobrino por lo que él llamaba su doblez y desahogando su cólera dando patadas a los muebles y a cuantos criados encontraba al paso.

Cuando vió el cadáver de su sobrino no experimentó gran emoción aparentemente. Hacía ya rato que esperaba aquello.

– ¡Ah, imbécil! – exclamó dirigiéndose al inanimado cuerpo – . Al fin, te has salido con la tuya. Era preciso que cuatro estúpidos que ni te conocían ni te apreciaban, no pudieran decir que el doctor don Juan Zarzoso no era hombre de honor, y para esto nada más sencillo que dejarse matar por un cualquiera, sin importarte gran cosa que después tu tío reviente de pena. ¡Ah, pillete! ¡Ah, gran infame! Ya estarás satisfecho: a ti te han muerto y yo no tardaré en seguirte. Puedes estar contento de tu hazaña. Dejándote asesinar has salido del mundo con muchísimo honor, como un completo caballero a los ojos de la estupidez y como un bestia para mí.

Y el pobre viejo hablaba con voz ronca, gesticulando y braceando como un loco.

Los ayudantes y el portero permanecían inmóviles, sosteniendo el cadáver, ante aquel hombre imponente en su dolor, que parecía cerrarles el paso; y como uno de ellos, en su aturdimiento, soltase la cabeza del muerto, que cayó pesadamente hacia atrás, el viejo exclamó con ira:

– ¡Tened más cuidado, animales! ¿No veis que le estáis haciendo daño? Esperad, que allá voy yo.

Y al sostener entre sus manos la helada cabeza del joven, toda su ira desapareció, e inclinándose sobre ella estampó un beso en aquella boca lívida, a la que asomaba una espuma sanguinolenta.

– ¡Pobrecito! ¡Chiquitín mío! – gritó con una voz que parecía un aullido doloroso y que causó escalofríos de terror a los hombres que estaban presentes – . ¿Por qué me has engañado? ¿Por qué fuiste a morir sin acordarte de mí, que soy tu padre? ¡Ay! ¿Qué haré yo ahora, sólo en el mundo, sin este muchacho que era toda mi familia?

Miró con ojos de idiota a aquellos tres hombres, como si no los reconociera, y les dijo:

– Ustedes no saben quién era mi Juanito. ¡Qué han de saber ustedes hasta dónde llegaba esta cabeza que tengo entre mis manos! De estudiante, asombraba a los profesores de San Carlos por su aplicación y su portentosa inteligencia; yo estaba tan orgulloso que hasta me hacía la ilusión de que lo había parido; después, en París, se mostró como un portento, y si quisiera les enseñaría a ustedes cartas de Charcot y de otros sabios, en que hablan de mi niño como de un compañero, y luego aquí ha hecho curas tan grandes, que yo mismo me consideraba a su lado como un discípulo ignorante. Además… ¡tan bueno!, ¡tan sencillo!, siendo el consuelo de los enfermos pobres y el salvador de todos esos chicuelos haraposos que vienen aquí por las mañanas… Respondan ustedes: ¿Había alguien mejor que él? ¡Nadie! no hay en todo Madrid quién pudiera descalzarle. ¡Vaya un suceso divertido! ¡Y luego aún hay imbéciles que se empeñan en hacernos creer que existe Dios, la Providencia Divina y todas esas zarandajas, buenas para engañar a los tontos!..

El viejo miró arriba, y rechinando los dientes, rugió:

– ¡Baja, bandido!.. ¡baja si te atreves, y me explicarás el por qué de esa inmensa sabiduría, que mientras consiente la muerte de un hombre benéfico y virtuoso, deja en pie a un canalla, y hiere mortalmente a un pobre anciano!

El doctor seguía a aquellos hombres que iban empujando el cadáver dentro de la habitación. No soltaba la cabeza de su sobrino, y cuando al atravesar uno de los salones de espera la luz del balcón dió de lleno en aquel rostro de lívida palidez, el viejo, con un rugido, hizo detener a los conductores:

– Mirad, mirad bien esa cara: es la misma de mi pobre hermano. Esto es intolerable, esto es inhumano; parece imposible que en una nación que se llama civilizada, los pobres viejos tengan que pasar por tan terribles agonías. Críe usted hijos, haga usted de ellos unos sabios, enorgullézcase con sus triunfos, que la ley del honor ya se encargará de enviarle un espadachín que a la primera cuchillada derrumbe todas sus ilusiones al suelo… ¡Oh, Juanito! ¡Hijo mío!

Y el viejo pudo, por fin, dar libre expansión a aquel dolor comprimido en su pecho, y derramando abundantes lágrimas, cayó de rodillas, descansando su blanca cabeza sobre la lívida faz del muerto.