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La araña negra, t. 9

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– Algo hay de cierto en cuanto usted supone y prometo dejar de visitar esta casa apenas el niño entre francamente en la convalecencia; pero… ¿qué es eso del pasado que usted nombra?, ¿qué sabe usted de mi vida, para afirmar que mis visitas a la condesa pueden dar lugar a comentarios?

– Señor Zarzoso, lo que en este mundo se hace nunca queda en el misterio. Yo sé que usted y María se amaron hace algunos años, y por esto me temo que la antigua pasión vuelva a renacer con el continuo trato.

Zarzoso, a pesar de que estaba en guardia contra la astucia del jesuíta, no esperaba que éste tuviese conocimiento de sus antiguos amores, así es que quedó muy sorprendido al oír las últimas palabras del padre Tomás.

– ¿Pero cómo sabe usted eso? – preguntó el médico con extrañeza.

– ¡Oh, señor Zarzoso! Nosotros, por razón del cargo de que estamos investidos, sabemos muchas cosas que los interesados creen guardadas por el más absoluto secreto. Yo conozco toda la historia de los amores entre usted y María, y, por lo mismo, puedo apreciar con imparcialidad el carácter de ambos y tener el convencimiento de que es conveniente que ustedes no se vean con frecuencia. Se han amado demasiado en otros tiempos para que puedan ahora tratarse con esa tranquilidad de ánimo que es la fiel compañera de la virtud.

Y el jesuíta sonreía con expresión triunfante al ver desconcertado y confuso al médico por la inesperada revelación.

Zarzoso, con la frente inclinada y muy extrañado de que el padre Tomás se atreviera a hacer tales manifestaciones, reflexionaba intentando adivinar la verdadera intención del jesuíta al decir tales palabras.

– Es muy extraño – dijo Zarzoso con irónico acento – que usted, por su afecto a esta familia, se tome tanto interés en averiguar el pasado. Oyéndole es como he comprendido hace pocos momentos ciertas cosas que en mi época de enamorado no podía explicarme. Yo he sido muy combatido por enemigos desconocidos que se ocultaban en la sombra; yo he tenido que luchar con terribles maquinaciones cuya procedencia ignoraba, pero que ahora veo claramente. Padre Tomás Ferrari, ya que usted se ha descubierto voluntariamente, yo voy a ser también muy franco. Ya no somos aquí el sacerdote y el médico; somos dos seres iguales, dos hombres que únicamente estamos separados por una diferencia que consiste en que el uno hace todo el bien que puede, y ese soy yo; y el otro se ha pasado la vida produciendo el mal, y ese es usted. Vamos a hablar con entera franqueza. ¿Tenía usted conocimiento de mis amores cuando yo aún era dueño del corazón de María?

– No acostumbro nunca a negar mis actos, y por esto no vacilo en decirle que, antes de que usted marchara a París, ya sabía yo sus relaciones con María.

Zarzoso iba contrayendo su rostro con un gesto de hostilidad, que aún resultaba más terrible en un joven que siempre se mostraba frío y correcto. La franqueza del padre Tomás le irritaba más que si hubiese mentido, pues creía ver en aquélla como un reto a su indignación y un desprecio a su persona.

– ¿Y fué usted – preguntó con voz temblona por la ira – quien hizo terminar aquellos amores?

El jesuíta sonrió con expresión de mansedumbre, como despreciando las furibundas miradas que le dirigía el joven, y contestó con calma:

– Sí; yo fuí.

Zarzoso, nervioso y conmovido, saltó de su asiento, abalanzándose sobre el jesuíta; pero la calma de éste le desconcertaba, a pesar suyo, y en vez de golpearle, como era su primer deseo, se limitó a exclamar con asombro:

– ¡Y tiene usted el valor de confesarlo!

– Señor Zarzoso, el hombre debe siempre decir la verdad, y si confiesa sus malas acciones, ¿con cuánta más razón debe hacer alarde de sus buenos actos? Usted no tendrá por acción meritoria el hacer que terminasen aquellos amores; esto es simplemente cuestión de apreciación, pues yo, en cambio, creo que presté un servicio inmenso rompiendo las relaciones que existían entre usted y María. La condesa es cristiana, pertenece a una familia que siempre se ha distinguido por su puro catolicismo y su amor a las sanas doctrinas, y yo, como servidor fiel de los intereses de Dios no podía consentir que una joven así se uniera eternamente con un impío, que podrá ser muy honrado, no lo dudo, pero que es enemigo de Dios; que escandaliza a la sociedad con sus infernales doctrinas, y sobre el cual, más o menos pronto, caerá la cólera del Altísimo. Como usted comprenderá, yo que tanto amo a María, no podía permanecer tranquilo al verla marchar rectamente a su perdición.

– No está mal, jesuíta – contestó el joven con acento sarcástico – . No está mal hilvanada esa excusa. No quiso usted permitir que María se uniese a un hombre que no es católico, porque esto podía traerla la desgracia, y, en cambio, la casó usted con un pillete a quien conoce todo Madrid, con un aventurero de la peor especie, a quien ninguna persona honrada puede dar la mano sin sentir rubor.

El jesuíta afectaba escandalizarse por estas enérgicas palabras.

– Señor Zarzoso, piense usted bien eso que dice contra Ordóñez, pues sentiría que esta conversación fuese causa de un incidente desagradable. Ordóñez no es ningún pícaro. Ha tenido sus cosillas propias de un joven atolondrado y rico, pero no ha traspasado los límites de la honradez, y se ha portado siempre con la decencia propia de un joven que ha sido discípulo mío. Además, está usted en su casa, y no creo muy correcto eso de insultar al dueño que se halla ausente.

Zarzoso estaba demasiado irritado para hacer caso de las indicaciones del jesuíta. Las insolentes declaraciones de éste habían enfurecido al joven, y bien sabido es cuán terribles son los hombres fríos y tranquilos cuando llegan a encolerizarse.

– Yo diré cuanto quiera – rugió Zarzoso – , y no será usted quien me lo impida. ¿Cree usted acaso que me atemoriza la idea de que Ordóñez me pida cuenta de mis palabras? Yo soy un hombre que no busco las reyertas, pero que tampoco las rehuso cuando llega la ocasión, y experimentaría un placer sin límites si algún día me viera frente a frente de ese antiguo aventurero, a quien odio. Lo digo y no me retractaré nunca, pues estoy bien convencido de ello. Ordóñez es un canalla aristocrático que ha buscado una mujer inocente y sencilla para explotarla, y usted un miserable calumniador, que no vaciló en atacar mi dicha por los más infames medios, indudablemente con la intención de apoderarse de la colosal fortuna de María. Conozco mucho a los jesuítas y sé cuál es la principal norma de todos sus actos.

El médico se detuvo mirando fijamente al padre Tomás, para apreciar el efecto que le causaban sus palabras; pero su indignación fué en aumento al ver que el jesuíta permanecía callado, afectando la santa resignación del justo que se ve calumniado.

Zarzoso, a pesar de la rabia que le producían aquellas declaraciones del jesuíta, quiso saber toda la verdad y siguió preguntando.

– ¿Usted, indudablemente, me seguiría también con su astuta mirada hasta París, buscando una ocasión para desconceptuarme a los ojos de María? ¿No es eso, padre Ferrari?

– Señor Zarzoso, ¿a qué seguir hablando, si esto no ha de producirle a usted más que indignación ahora y reyertas después? Somos dos caracteres distintos, dos hombres de diversas ideas que no podremos llegar nunca a comprendernos, y por más que yo me esfuerce, nunca sabrá usted apreciar en lo que vale la bondad de esa conducta que le parece infame. Si usted amaba a María, yo la quiero como a una hija, y no podía permitir que perdiera su alma por toda una eternidad, uniéndose a un impío que la contaminaría con sus ideas infernales. Inútil es que usted me pregunte más. Bástele saber que he hecho cuanto he sabido y podido para romper las relaciones de usted y María, y que la muerte de su amor debe atribuirla exclusivamente a mí. Después de esto, y en pago de mi franqueza, sólo le pido que se retire cuanto antes de esta casa, donde su presencia resulta fatal.

– ¡Me iré, sí, me iré! – dijo Zarzoso con furor – . No quiero permanecer en una casa donde es fácil codearse con canallas como Ordóñez y su maestro y protector el padre Tomás. ¡Pobre María! ¡De qué gente estás rodeada! Pero antes de marcharme, quiero conocer en toda su extensión la vil trama de que fuí objeto. Padre jesuíta, conteste usted con claridad. Tenga usted el valor de los grandes bandidos que se envanecen de confesar sus fechorías. ¿Fué usted quien hizo que allá en París una mujer fatal se apoderara de mí, con el único objeto de proporcionarse un recuerdo de mi amor con María, que sirviera para enemistarme con ella?

– Sí, yo fuí – contestó con cínica audacia el jesuíta – . De seguro que usted considerará el acto como poco correcto; pero todos los medios son buenos cuando con ellos se trata de salvar un alma. El Señor escoge muchas veces los caminos más apartados para hacer el bien, y por esto aquella mujerzuela de París sirvió para librar a María de la perdición eterna.

Zarzoso, que estaba en pie y a corta distancia del jesuíta, habló, gesticulando como un loco, al escuchar estas últimas palabras:

– ¡Ah, miserable hipócrita! ¡Reptil con sotana! ¿Con que tantos males ha hecho usted con el único objeto de salvar el alma de María? Lo que la Compañía ha buscado siempre, al vivir tan unida a la familia de Baselga, ha sido apoderarse de sus millones, casando a las mujeres de esa familia con hombres miserables y sin conciencia, que sirvieran al jesuitismo de instrumento. Por eso la Compañía ha perseguido a todos los que por amor han intentado unirse a las hembras de la estirpe de los Baselgas; por eso fué acosado hasta morir en extranjero suelo aquel infeliz mártir que se llamaba don Esteban Alvarez, y por eso yo también he sido víctima de traidoras maquinaciones. ¡Ah, infames! Conozco la significación que en los labios de un jesuíta tiene esa frase de salvar un alma. Vosotros sólo salváis almas que tengan millones.

 

El padre Tomás no se inmutaba ante aquella indignación creciente del joven, que hacía que las manos de éste se agitasen cerca del rostro del jesuíta, y aun en su cínica audacia tuvo valor para decir:

– Según lo enterado que usted se muestra de la gran fortuna que posee María, no parece sino que su indignación reconozca por causa el haber perdido la ocasión de un matrimonio que le hubiera hecho dueño de tantos millones. Siento, en verdad, haberle estorbado tan bonito negocio.

Este insulto causó tal efecto en el joven, que el jesuíta se arrepintió inmediatamente de haberlo pronunciado, y se levantó con rapidez de su asiento. Pero Zarzoso, que estaba ciego por el furor y temblaba de ira, cayó sobre el padre Tomás antes que éste llegara a enderezarse, y dió al jesuíta una terrible bofetada.

Recibió éste el golpe, y en sus ojos brilló una iracunda expresión de furor reconcentrado, propia para infundir miedo al que supiera de lo que era capaz aquel hombre; pero inmediatamente se repuso, y apoyando en un hombro la mejilla enrojecida por la bofetada, presentó la otra al joven, diciendo con evangélica resignación:

– Siga usted pegando. Mayores humillaciones sufrió Dios por hacer el bien. Pegue usted, joven, que yo le perdono.

– ¡Ah, hipócrita! ¡Hipócrita! – rugió Zarzoso con la mano todavía levantada.

Pero el aspecto de aquel hombre, que afectando humildad y resignación aguardaba el golpe sin conmoverse, le desarmó en seguida, haciéndole bajar la mano. El no podía seguir desahogando su justo furor, a pesar de que estaba convencido de que aquella resignación era pura farsa.

Irritado porque el enemigo, a quien odiaba, no era tan audaz en sus actos como en sus palabras, y comprendiendo que de seguir allí cometería la infamia de ensañarse con un hombre que no quería defenderse, se apresuró a salir de la casa.

No quería ver más a María, y maldecía en aquel momento la hora en que a ésta se le había ocurrido llamarle, sacándole de la plácida tranquilidad en que vivía.

Marchó de espaldas hacia la puerta, lanzando iracundas miradas al jesuíta, que seguía con la cabeza baja, afectando humildad; y cuando llegó a la puerta, dijo con resolución:

– Se cumplirán los deseos de usted; no volveré más por aquí; pero conste que el niño que está arriba se halla ya fuera de peligro, y si es que hay malvados que le hacen sufrir una mortal recaída, aquí estoy yo que sabré exigir responsabilidad a los culpables. Adiós, jesuíta. Estamos en paz; mucho daño me has hecho, grandes dolores me has obligado a sufrir; pero, al menos, acabas de proporcionarme la satisfacción de que abofeteé ese rostro, inmunda máscara tras la cual se oculta la doblez y la mentira.

Salió el médico de la habitación, y al quedarse solo el jesuíta, permaneció algunos minutos inmóvil y ensimismado.

Después rascóse la mejilla, enrojecida por la bofetada, y dijo con calma, sonriendo con expresión diabólica:

– ¡Ah, doctorzuelo! ¡Caro te ha de costar este desahogo!

Inmediatamente salió del hotel, sin que la desconsolada condesa, siempre al lado de la cama de su hijo, llegase a apercibirse de lo que había ocurrido en el piso bajo, y media hora después el jesuíta estaba en su despacho escribiendo un papel, que luego entregó a uno de sus secretarios, encargando que inmediatamente lo llevase a su destino.

Era un telegrama:

“Londres. – Fleet Street, 5. Hotel Hig-Liffe. – Francisco Ordóñez.

“Ven inmediatamente, asunto de honor urgentísimo. Te necesito. —Tomás Ferrari.

IV
La mansedumbre del padre Tomás

Cuatro días después estaba ya en Madrid el elegante Ordóñez.

Había sido muy oportuno para él el telegrama del padre Tomás.

Las grandes corridas de caballos de la ciudad de Londres habían sido muy funestas para Ordóñez, pues perdió todas las apuestas que hizo, y éstas eran tan considerables, que no sólo se quedó sin dinero, sino que tuvo que recurrir a pedir prestados algunos centenares de libras esterlinas a los amigos que tenía en la alta sociedad londinense.

El telegrama del jesuíta sirvió a Ordóñez de pretexto para huir, antes de que terminasen las carreras, sin que sus amigos pudieran achacar este acto al temor de seguir perdiendo; e inmediatamente salió para Madrid, pensando de dónde sacaría los seis o siete mil duros que debía entregar sin pérdida de tiempo a sus aristocráticos acreedores.

Ordóñez, que nunca se había preocupado por las deudas, sentía ahora la impaciencia de pagar cuanto antes, para no sufrir menoscabo alguno en su fama de hombre opulento, pues sus amigos de Londres le creían dueño absoluto de la presente fortuna que pertenecía a su mujer.

Ordóñez tenía puestos sus ojos en el padre Tomás, proponiéndose que fuese éste quien se encargara de satisfacer la presente deuda, como ya lo había hecho con otras.

¿No le llamaba con gran urgencia diciendo que necesitaba de él? Pues bien; ya que con tanto imperio le mandaba, al menos que pagase la exacta obediencia, encargándose de extraer, del peculio de María, la cantidad que el esposo necesitaba para pagar sus deudas.

Deseoso Ordóñez de arreglar cuanto antes aquel asuntillo y de mostrarse obediente y respetuoso con el padre Tomás, fué a buscar a éste en su despacho el mismo día de su llegada.

El jesuíta le recibió con la misma cordialidad fría y calmosa que si le hubiese visto el día anterior.

– ¡Hola, perdido! – le dijo con benevolencia – . Por fin te has decidido a venir, abandonando ese maldito sport, que ha de ser tu ruina. ¿No has sabido la peligrosa enfermedad de tu hijo?

– Sí; un día antes de recibir el telegrama de usted, me telegrafió María, y yo me disponía ya a venir, cuando recibí la orden de vuestra paternidad, que sirvió para acelerar aún más mi marcha.

Ordóñez mentía, pues la enfermedad de su hijo, aunque le causó cierta impresión, no le había decidido a regresar rápidamente a Madrid. Al recibir el telegrama de María le quedaba todavía algún dinero, y confiaba desquitarse en las carreras que aún habían de verificarse.

– ¡Bah! – se dijo el amable vividor, al recibir el aviso de su desolada esposa – . Porque yo vaya allá, Paquito no se pondrá mejor; además, las madres exageran siempre mucho. Esto no pasará de ser una enfermedad propia de la niñez y que todos hemos sufrido; el sarampión, por ejemplo. La semana que viene me iré.

Y Ordóñez se olvidó por completo de su hijo, lo que no impedía que ahora, en presencia de su terrible protector, se esforzase en demostrar que le había herido en el alma la noticia de la enfermedad del niño, y que experimentó una alegría inmensa a su llegada, al saber que Paquito estaba ya fuera de peligro.

– Vaya, no te esfuerces tanto en demostrarme lo que no sientes – dijo el jesuíta, que conocía bien a su discípulo – . No niego que querrás a tu hijo, pero estoy convencido de que entre él y el Gladiateur, el Vincitor o cualquier otro caballejo de esos que corren en las carreras, te vas con los últimos.

– ¡Oh, padre Tomás! ¡Qué bromas tiene usted!

– Vamos a ver. ¿Cómo te ha ido en las carreras?

Ordóñez se animó con esta pregunta. Antes de entrar en aquel despacho estaba muy preocupado buscando el medio de abordar al jesuíta para suplicarle que le librase de tan afrentosas deudas; y ahora, he aquí que era el mismo padre Tomás quien, inesperadamente, le ponía en camino de hacer la petición.

El aristocrático calavera adoptó un gesto de compunción y murmuró:

– Mal, muy mal, reverendo padre. He sido muy desgraciado, y la fortuna se ha burlado de mí todo lo que ha querido. No sólo perdí cuanto dinero llevaba, sino que, además, he contraído algunas deudas con mis amigos del Gentleman-Club, de Londres. Esto es terrible; deudas que no pueden ser más sagradas y que hay que pagar apenas llega uno a su casa, así tenga que vender hasta su última camisa.

Ordóñez se detuvo, pues como era costumbre siempre que le iba con tales demandas al jesuíta, éste ponía la cara fosca, preparándose a anonadarle con un terrible sermón; pero, con gran sorpresa del calavera, el padre Tomás no sólo permaneció impasible, sino que hasta le pareció a él que por sus labios vagaba una tenue sonrisa.

Buen signo era aquel. Ordóñez sintió renacer su ánimo, y su osadía aún fué en aumento, cuando el jesuíta, sin hacer comentario alguno, le preguntó sencillamente:

– ¿Y cuánto es lo que debes?

– Veinte mil duros – contestó sin vacilar Ordóñez y sin importarle mentir otra vez.

Veía tan bien dispuesto al padre Tomás y tan animado por una inesperada benevolencia, que juzgó muy prudente el aprovecharse de la ocasión para adquirir dinero. El jesuíta, al conocer la cantidad, hizo un gesto de desagrado, y Ordóñez creyó que, en vez de pagar sus deudas, lo que iba a hacer el jesuíta era dirigirle uno de sus terribles sermones; pero pronto se tranquilizó al oírle hablar.

– Mucho dinero es ése, y de seguro que, a seguir en tu desordenada vida, pronto serán insuficientes para tus gastos las cuantiosas rentas de tu mujer.

Pero el padre Tomás pareció arrepentirse del tono con que hablaba a Ordóñez, y añadió después benévolamente:

– Pero, en fin, hijo mío, ya que has contraído tales deudas, preciso es pagarlas, y no seré yo quien me oponga a ello. Al hacer aquel trato que tú recordarás, te prometí mi consentimiento para que gastases cuanto quisieras de las rentas de tu esposa, y no he de faltar a mi palabra, a pesar de que noto que abusas demasiado de mi permiso. Mañana mismo hablaré con el administrador de tu esposa, y aunque creo que no anda muy sobrado de fondos, arreglaremos el asunto para que tengas cuanto antes los veinte mil duros.

Ordóñez estaba encantado por la servicial benevolencia del padre Tomás.

Ni aun influído por el mayor optimismo podía él imaginarse que iba a serle tan fácil el adquirir la exagerada cantidad en que había fijado sus deudas.

El elegante manifestó su agradecimiento con las más expresivas palabras que encontró; pero se detuvo de pronto, y afectando gravedad, dijo a su protector:

– Perdone usted mi aturdimiento, padre Tomás. Ocupado en mis asuntos, he olvidado que usted me necesita, y por esto me envió el telegrama a Londres. ¿En qué puedo yo servirle? Mande, que inmediatamente obedeceré.

El padre Tomás puso también un gesto de gravedad y entró de lleno en el asunto que a él le resultaba más importante.

– Es verdad que hablando de tus deudas hemos olvidado el asunto principal. Te he mandado a llamar porque en tu pronta venida consistía que tu honor quedase a salvo.

– ¡Mi honor! – exclamó Ordóñez, que, como perfecto aventurero de la clase elevada, era capaz de cometer las mayores estafas, sin que por esto dejase de palidecer apenas se ponía en duda lo que él llamaba su honor.

– Sí, tu honor, hijo mío – continuó el padre Tomás, con la expresión del que hace revelaciones importantísimas – . Durante tu ausencia han ocurrido en tu casa algunas cosas que hacían necesaria tu pronta llegada aquí.

– Hable usted, padre Tomás. Espero con impaciencia esas revelaciones importantes.

– ¿Recuerdas que María, antes de concederte su mano se mostraba preocupada y desdeñosa, hasta el punto de que tú creías que tenía ciertos amores en secreto?

Ordóñez contestó con un signo afirmativo.

– Pues bien: lo que tú sospechabas era la verdad. María amaba con delirio a un joven médico que estaba haciendo sus estudios en París, y que ahora es un doctor célebre a quien conoce todo Madrid.

– ¿Cuál es su nombre? – preguntó con impaciencia Ordóñez.

– El doctor don Juan Zarzoso. Es especialista en enfermedades de niños y tiene gran fama por sus asombrosas curaciones. ¿Le conoces?

– No le he visto nunca; pero he leído muchas veces su nombre en los periódicos.

– Pues bien; ese hombre fué novio de María, y sus amores no eran una niñada para pasar el tiempo, pues te puedo asegurar que María le amó como una loca y tal vez hoy la imagen de Zarzoso aún ocupa en su corazón un lugar preferente. Si la que es hoy tu mujer accedió a darte la mano, fué porque en aquel momento estaba irritadísima por una infidelidad, más o menos cierta, del hombre amado. Sé que María, por educación y por su carácter excesivamente pundonoroso, es incapaz de faltar a sus deberes conyugales; pero tengo la certeza de que en el fondo ama más a su antiguo novio que a su marido.

Ordóñez se había preocupado pocas veces del amor de su esposa. Seguía, como antes, entreteniendo bailarinas y disputando la posesión de las mundanas más famosas a sus compañeros en calaveradas; pero, a pesar de la indiferencia con que siempre había mirado a su esposa, no pudo evitar un movimiento de despecho al oír tales revelaciones. Aquello no eran celos, sino una irritación del amor propio herido.

 

Con una mirada hostil, dió a entender al jesuíta el efecto que le causaban sus revelaciones, y éste continuó, bastante satisfecho del resultado de sus palabras:

– Pues bien, hijo mío; ese hombre, que en realidad es el dueño del corazón de tu esposa, ha entrado estos días en tu casa y ha permanecido allí una noche entera.

– ¡Eh! ¿Qué es lo que usted dice, padre Tomás? – exclamó furioso y alarmado Ordóñez por aquellas palabras dichas con tan marcado deseo de molestarle.

– ¡Calma, hijo mío, calma! No hagas todavía suposiciones y espera que acabe de hablarte. María te es fiel, no ha faltado a sus deberes, pues Zarzoso entró en tu hotel llamado como médico y no como antiguo amante. Tu hijo estaba gravemente enfermo de un ataque de meningitis aguda, y María, no sabemos si aturdida o con otra intención, en vez de llamarme a mí y al médico de la casa, solicitó el auxilio de Zarzoso, el cual, justo es confesarlo, salvó al pobre Paquito después de pasar una noche entera a la cabecera de su cama luchando con la terrible enfermedad.

Ordóñez se había tranquilizado al ver el giro que tomaba la revelación, y dijo sonriendo:

– Según esto, no veo que la cosa sea tan grave. Es verdad que María ha obrado ligeramente al llamar a casa a su antiguo novio, pero una madre no repara en nada cuanto se trata de salvar a su hijo que está en peligro.

– Es verdad – dijo el jesuíta, contrariado por la benevolencia que mostraba Ordóñez – que hasta aquí la cosa nada tiene de grave; pero ahora verás cómo cambia de aspecto. Yo fuí a tu casa apenas supe el estado de tu hijo; allí me encontré casualmente con el doctor Zarzoso, y supe con asombro que él era quien curaba al niño y que por esto pasaba gran parte del día en el hotel. Ya puedes imaginarte lo que pensaría yo en presencia de aquel hombre, cuyos antiguos amores sabía. Comprendí que de conocer alguien que no fuera yo la historia de los pasados amores, no tardarían en surgir desfavorables comentarios en vista de la asiduidad con que Zarzoso entraba en tu casa, y, por otra parte, me asustó la natural idea de que rozándose dos seres que se habían adorado tanto, no tardaría en despertar el adormecido amor, y entonces María sería capaz de olvidar sus deberes y serte infiel. ¿Pensaba bien o no? ¿Qué te parece, hijo mío?

Ordóñez contestó afirmativamente, y dió a entender al jesuíta que esperaba con impaciencia el resto de sus revelaciones.

– Movido por el deseo de impedir ese peligro que veía tan próximo, hablé a Zarzoso rogándole en nombre del cielo que no volviese más por aquella casa, con lo cual dejaría tranquila una familia y se portaría como un caballero. ¿Y cuál crees tú que fué su contestación?

El jesuíta se detuvo como gozándose en la perplejidad y la impaciencia de su protegido, y añadió después:

– Debo advertirte que el tal Zarzoso es un impío, un ateo, un defensor de doctrinas infernales, que tal vez hace todos esos actos de caridad que tanto prestigio le dan, con el único objeto de engañar y seducir a la gente sencilla. ¡Qué diferencia entre ese joven y los que, como tú, habéis sido educados por la Santa Compañía en los sanos principios religiosos! En vez de respetar mis años y estos sagrados hábitos que llevo, contestó a mis cariñosas palabras, a mis mansas exhortaciones, con insultos y amenazas, acabando por darme una bofetada.

– ¡Le abofeteó a usted!.. ¡Y en mi casa! – exclamó Ordóñez con asombro.

– Sí, me golpeó villanamente en esta mejilla, y como si esto no le bastara para desahogar su rabia, te insultó a ti, que estabas ausente, diciendo que deseaba matarte, porque, en su concepto, eres un canalla que le has robado a la mujer amada, añadiendo que te conocía muy bien, que eres un estafador y qué sé yo cuantas cosas más.

Ordóñez se había levantado de su asiento, pálido, tembloroso y con el bigotillo erizado por un gesto de ira.

Revivía en él el antiguo espadachín, que valido de su superioridad en las armas, quería siempre tener razón, y a los que le acusaban por sus estafas o por sus fullerías en el juego, les contestaba con estocadas.

El jesuíta, aunque permanecía exteriormente impasible, debía sentir en su interior gran satisfacción, al ver el coraje que tales palabras producían en su discípulo.

– Yo no siento la bofetada – dijo con expresión de mansedumbre – . Sacerdote soy del Hijo de Dios, que recibía con la más sublime paciencia las más terribles injurias, y tengo la obligación santa de perdonar a los que me maltraten. Pero yo, hijo mío, permanecería impasible y aun daría gracias a Dios, porque así pone a prueba mi paciencia, si el que me abofeteó fuese uno de los nuestros, un buen católico que en un rapto de furor hubiese cometido tal atentado; a ese le perdonaría; pero no puedo transigir con el hecho de haber sido abofeteado por un impío, por un ateo, a quien inspira el diablo. Esto es para mí intolerable, pues tengo la convicción de que ese desgraciado obró así con el afán de humillar a nuestras divinas creencias, y que al golpearme a mí, no pensó en insultar al sacerdote, sino a la Iglesia entera.

Se detuvo el jesuíta para apreciar el efecto de sus palabras, y viendo a Ordóñez cada vez más conmovido por una sorda irritación, continuó:

– ¡Abofetear a la Iglesia!.. ¿Crees tú, hijo mío, que tal atentado puede quedar impune? Yo, como campeón de Dios, no puedo transigir con la idea de que triunfe el Infierno y la Iglesia quede humillada, cosa que sucederá si ese hombre terrible no sufre un castigo digno de él. ¡Ah! ¡Si yo no vistiese estos hábitos!.. ¡Si no fuese tan viejo! Mi situación es igual a la del anciano padre del Cid, después de recibir la bofetada del conde Lozano; pero en vano busco a mi alrededor quien ha de vengarme, pues no encuentro un Rodrigo dispuesto a desenvainar su espada por mí.

Ordóñez le interrumpió, como ya lo esperaba el jesuíta:

– Yo seré ese vengador que vuestra reverencia necesita. Odio a ese joven, tanto por el atentado de que le ha hecho a usted víctima, como por sus antiguas relaciones con María. Además, los insultos que, según usted afirma, me dirigió, y el haber ocurrido en mi casa la violenta escena, me autorizan para retar a ese caballero y para matarle después; pues ya sabe usted que hay pocos tan hábiles como yo en el manejo de las armas.

El padre Tomás afectaba estar conmovido por aquel rasgo que calificaba de sublime y decía con expresión de júbilo:

– Acepto tu generoso ofrecimiento, y tengo la seguridad de que Dios te premiará este servicio que vas a prestar a su causa. Admito tu ofrecimiento, principalmente, porque estoy convencido de que saldrás victorioso. Tienes gran fama de tirador.

– ¿Y ese médico no es experto en el uso de armas? – preguntó con cierta inquietud el elegante.

– No creo que sepa manejar otro acero que el del bisturí. Toda su vida la ha empleado en aprender infamias científicas, para negar a Dios y a la religión.

– Esta tarde misma le enviaré mis padrinos. Voy a ir, sin pérdida de tiempo, en busca de dos amigos de confianza. Les pillaré en casa antes de que salgan.

– Espero, hijo mío, que para nada figurará mi nombre en este asunto.

– Pierda usted cuidado, padre Tomás. Conozco de sobra lo que son estas cosas. Mi reto está fundado en el disgusto producido por ciertas violencias que Zarzoso se ha permitido en mi casa y por los insultos que me dirigió estando yo ausente.

– ¡Bravo! Eso es. Que no se mencione para nada la bofetada que me dió.

– Así se hará: tanto más cuanto que él, como persona inteligente, podrá adivinar de dónde viene el golpe y cuál es la verdadera causa del reto.

Aún hablaron durante algunos minutos el padre Tomás y aquel protegido, a quien él llamaba pomposamente el campeón de Dios, a causa de la venganza de que se había encargado.