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La araña negra, t. 9

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II
¡La familia está completa!

Aquella mañana era de sorpresas para el doctor Zarzoso. Le llamaba la mujer a quien tanto había amado, y después reconocía a un antiguo amigo en el criado que había ido a avisarle.

No le cupo duda alguna al joven doctor de que aquel hombre era el antiguo y fiel compañero de don Esteban Alvarez. Era verdad que la librea le desfiguraba mucho, pero, a pesar de esto, su rostro, aunque algo modificado por el tiempo, tenía aún aquellas facciones rudas y enérgicas que, según el mismo interesado, eran el distintivo de todos los brutos que habían tenido la honra de nacer en la parroquia de San Pablo, de Zaragoza.

Zarzoso había perdido de vista al fiel Perico poco después de la muerte de su señor. Sin despedirse de otra persona que de Agramunt, desapareció de París, sin decir adónde iba, y ahora se lo encontraba Zarzoso convertido en criado de una gran casa y siendo, sin duda, el servidor de confianza de María.

El joven doctor estrechó la mano que le tendía su antiguo y rudo amigo, el cual, comprendiendo que Zarzoso deseaba conocer la causa de aquel cambio, habló así:

– Apenas me vi solo en París, me propuse cumplir, sin pérdida de tiempo, el ruego que mi difunto señor, el buen don Esteban, me había hecho poco antes de su muerte. Prometí yo pasar el resto de mi vida al lado de su hija doña María, velando por ella y dispuesto a toda clase de sacrificios si se encontraba en un peligro, y pocos meses después de la muerte de mi señor me vine a Madrid con la intención de cumplir lo prometido. La condesa de Baselga había vuelto ya de su viaje de novios, y su marido, que es un antiguo calavera, y que aquí entre los dos lo considero como un pillete, capaz, si lo dejaran, de comerse en cuatro días la fortuna de su mujer, se estaba ocupando entonces en montar su casa al estilo más moderno y elegante. El palacio de la calle de Atocha, con ser hermosísimo y estar dispuesto con las mayores comodidades, no le parecía bien al señor, por resultar, según él decía, anticuado y sombrío, y no paró hasta convencer a su esposa y a la tía, de que dicha finca debía venderse, comprando con el producto de esta venta un magnifico hotel con jardín en el paseo de la Castellana.

Así se hizo, y al mismo tiempo que mudaron de domicilio, reemplazaron la servidumbre; y todos aquellos criados de la baronesa, que tenían aire de mandaderos de monjas, fueron despedidos y reemplazados por nuevos domésticos.

Entonces entré yo en la casa sin encontrar obstáculo alguno, pues bastó presentar mis certificados acreditando que había servido mucho tiempo en París y demostrar que conocía con alguna perfección el francés, para que inmediatamente me admitiesen, pues la gente aristocrática, con su habitual extravagancia, prefiere siempre los criados extranjeros a los del país. Hace ya mucho tiempo que estoy en la casa, y todo va en ella con bastante regularidad. La señora, a pesar de que ignora la sagrada misión que me he impuesto de velar por ella, me trata con gran amabilidad, y soy, de todos los criados, el que mejor merece su confianza. Parece que lea en mis ojos el interés que me inspira. Yo soy el hombre a quien ella acude en todos sus momentos de tribulación, y aunque nunca olvida su rango y me habla siempre con cierta altivez natural, no por eso ha dejado, en algunas ocasiones, de escapársele ciertas palabras que demuestran su situación y el poco afecto que existe entre ella y su esposo.

– ¿Cuál es la conducta de Ordóñez? – preguntó Zarzoso con marcado interés.

– El señor sigue siendo tan calavera como antes de su matrimonio. En los primeros meses se contuvo y mostraba cierto empeño en agradar a su esposa; pero desde que tuvieron el hijo y la señora estuvo muy enferma, volvió a sus antiguas costumbres y creo que desde entonces se ocupa en derrochar las rentas de la colosal fortuna de su mujer. Como sus calaveradas en Madrid son inmediatamente del dominio público y hacen que, tanto la baronesa como su inseparable consejero, el padre Tomás, le citen a capítulo y le endilguen severas reflexiones, él ha encontrado ahora el medio de ponerse a salvo de tales censuras, emprendiendo continuos viajes, con excusa de su afición a las carreras de caballos ahora está en Londres por un asunto de sport, y como también la baronesa se halla ausente por haber ido a ciertos famosos ejercicios en un convento que los jesuítas tienen en el Norte, de aquí que la señora, al verse sola en casa y con el niño enfermo de tanta gravedad, haya perdido la cabeza hasta el punto de llamarle a usted. Crea, señor doctor, que para la condesa supone un inmenso sacrificio eso de llamarle a usted a su casa. Se conoce que le quiere a usted muy mal. Como yo sabía sus antiguas relaciones, varias veces en la conversación he procurado sacar a plaza el nombre de usted, con la idea de ver que efecto le producía saber la fama y la justa popularidad que usted goza en Madrid por sus beneficios; pero siempre ha puesto mal gesto, y con acento enojado ha procurado desviar la conversación.

A Zarzoso producíale un efecto fatal el saber que María le odiaba, guardándole aún rencor por aquella traidora caída que ocultos enemigos le habían hecho sufrir en París, y mientras él reflexionaba sobre sus antiguos y desgraciados amores, el sencillo Pedro añadió:

– Y, sin embargo, la condesa hubiese sido muy feliz casándose con usted, que de seguro no la haría sufrir como el granuja de su marido. Pero todas las mujeres son ciegas cuando se trata de su porvenir, y más aún las pertenecientes a la familia Baselga, gente altiva y orgullos, que por escrúpulos de nacimiento, abandonan siempre a los hombres que las quieren, para casarse después con verdaderos perdidos.

La veloz berlina, pasando como un rayo la calle de Alcalá, había entrado en el paseo de la Castellana, y atravesando una magnífica verja con remates dorados, rodó por la enarenada avenida, hasta detenerse bajo una gran marquesina de cristales, en la que caía la lluvia con incesante murmullo.

El doctor y el criado saltaron a tierra y entraron en un elegante hotel construído con arreglo al arte francés del pasado siglo, sin ninguna originalidad y con esa monotonía de los edificios de moda, que parecen producto de una arquitectura de pacotilla.

En el primer piso Zarzoso se encontró frente a frente con María.

Esperaba el doctor que aquel reconocimiento tras cinco años de ausencia, iba a ser terrible y que engañó por completo.

Después de su regreso de París, Zarzoso, para conservar su tranquilidad estoica había procurado evitar un encuentro con María, y por esto huyo de todos aquellos puntos donde asistía el mundo elegante.

Creía el doctor que aquel encuentro con su antigua novia, en circunstancias tan especiales, le produciría una impresión profunda que vendría a reavivar el ya muerto amor; pero la entrevista sólo despertó en él una viva curiosidad, no exenta de lástima.

María estaba desconocida. El dolor y la zozobra que le causaba el estado de su hijo, producía algún desorden en su rostro; pero, además de esto, Zarzoso notó en ella algo que forzosamente debía llamar la atención del golpe de vista de un buen médico.

Había perdido la joven aquel aspecto de salud y frescura que tanto la hermoseaba antes. Aún era bella, y sus ojos, que parecían haberse agrandado, brillaban con mayor fuego; pero, en cambio, había adelgazado, perdiendo la vigorosa robustez que tan atractiva la hacía antes; su piel, que había adquirido un color densamente pálido, caía desmayada sobre el hueso, marcando rudamente todas las sinuosidades del cráneo, y la nariz, muy afilada, destacábase mucho sobre su rostro.

Zarzoso, al encontrarla tan cambiada, no pensó en su antigua pasión. Su carácter de médico se sobrepuso al amor, y lo único que se le ocurrió pensar al verla, fué que María estaba muy enferma, y que él tenía el deber de combatir aquella dolencia, aún desconocida, que indudablemente se ocultaba en el interior de la joven y que poco a poco iba minando su organismo.

Fué realmente frío el encuentro de los dos antiguos novios.

María, por su parte, preocupada por el estado de su hijo, sólo tuvo para él una mirada de curiosidad. Le vió casi igual al último día en que entre suspiros y lágrimas se había despedido de él en el Retiro; los años transcurridos habían aumentado su aspecto de hombre grave y estudioso, y María, al verle así, dudó un momento de que aquel joven de aspecto sesudo y frío hubiese sido en París un calvera sin conciencia, que se entregaba a todas las locuras de Crápula.

Hubo un instante en que, contemplando a aquel hombre que había sido dueño de su corazón, el recuerdo de la antigua dicha surgió en ella con todos sus risueños atractivos; pero inmediatamente sobrevino en su memoria la burla que de ella habían hecho en París y el pensamiento de que su hijo estaba a pocos pasos de allí, delirando con la fiebre, y esto fué suficiente para que se repusiera, y con marcada frialdad, como si se tratara de un extraño recién llegado, dijera a Zarzoso:

– Pase usted adelante, doctor. Mi hijo está muy enfermo, y toda mi esperanza la pongo en usted, que tanta fama tiene.

Zarzoso encontró al hijo de Ordóñez y de su antigua novia agitándose en su camita, víctima de una fiebre espantosa y balbuceando con la incoherencia propia del delirio.

A la vista de aquel pobre niño que tanto sufría, Zarzoso olvidó su anterior preocupación, que le hacía mirar con odio al hijo de Ordóñez, y no pensó más que en ser médico y cumplir su santa misión.

En cuanto a la pobre madre, todo lo olvidó: su antigua pasión, la presencia de aquel médico a quien tanto había amado, y los comentarios maliciosos que la visita podía suscitar en las personas enteradas del pasado. Comenzó a llorar silenciosamente, y pugnando por ahogar sus sollozos, como si pudiera oírla aquel pobre niño enloquecido por la fiebre, y olvidada de todo, con esa suprema desesperación de la madre, capaz de las mayores locuras cuando ve próximo a perecer el pedazo de sus entrañas, sin darse cuenta exacta de lo que hacía, puso su mano en un hombro de Zarzoso, y con el mismo misterio que cuando le hablaba de amor, murmuró junto a su oído:

 

– ¡Por Dios, Juan, sálvale! Tú sabes mucho, tú lo puedes todo; se cuentan de ti cosas milagrosas. Olvídate del pasado y piensa únicamente en mi hijo; piensa en mí, que moriré de pena si mi hijo llega a perecer.

Y poco después añadió, como si hubiese leído en el pensamiento del doctor:

– Olvida quién es su padre. Piensa, únicamente en que yo soy su madre y quiero que viva. ¿Lo oyes bien, Juan? Quiero que viva; soy yo quien te lo ordeno.

Zarzoso estaba habituado a los lamentos de las madres y a sus accesos de desesperación, así es que, a pesar del tuteamiento de María y de sus súplicas ardientes, en aquel momento supremo no perdió la serenidad, y procedió inmediatamente al examen del enfermito.

No necesitó hacer numerosas preguntas a la madre ni mirar mucho tiempo al hijo para convencerse de la clase de enfermedad de éste.

La hinchazón desmesurada de aquella cabeza que asomaba entre las sábanas, la terrible fiebre que consumía al raquítico cuerpecillo y un sello especial en aquellas facciones infantiles, le reveló inmediatamente la existencia de una meningitis aguda, que había de combatir inmediatamente, pues la inflamación de las envolturas del cerebro amenazaban con un desenlace mortal.

Aquel descubrimiento sirvió a Zarzoso para ir encadenando una serie de observaciones hasta llegar a una conclusión fatal.

Miró a la madre, que ya al entrar le había parecido muy enferma, aunque se mantenía firme por un vigor nervioso; y haciendo un esfuerzo de imaginación, recordó el tipo físico de Ordóñez, a quien había visto varias veces en la calle: ésto, unido al conocimiento de su vida de depravado, vino a convencerle de que la terrible tuberculosis se había apoderado de la familia.

El placer desordenado, los brutales excesos y la lepra del vicio, habían hecho nacer el terrible germen en el organismo del padre, donde, por un capricho de la Naturaleza, tenía un carácter benigno, que prometía largos años de lento desarrollo. Valiéndose del beso de amor, la tuberculosis habíase trasmitido a la madre, donde se desarrollaba con mayor rapidez, como en un campo virgen, dispuesto a acoger todos los cultivos y a desarrollarlos con inmensa fuerza, y de esta unión de seres emponzoñados por la enfermedad, había nacido aquel pobre niño, organismo contagiado en el mismo vientre de su madre y que venía al mundo con el único destino de luchar algunos años contra una dolencia que, al fin, había de acabar con él.

Zarzoso seguía mentalmente la historia y el desarrollo de este contagio, transmitiéndose de unos organismos a otros, e inconscientemente, sin reparar en la presencia de María, murmuró, mirando la hinchada cabeza del niño:

– No hay duda, ahí se halla el terrible monstruo microscópico que tantas vidas acaba. ¡Oh! No ha sido muy escrupuloso en sus conquistas. La familia está completa.

María se alarmó al oír hablar de este modo a Zarzoso, y éste, apercibiéndose de su imprudencia, quiso remediarla, dando a la madre algunas esperanzas.

Se le había avisado muy tarde, pero aun así, tal vez se podría salvar al pequeño enfermo.

Preguntó después sobre los remedios que se habían dado al niño, y supo, con sorpresa, que el médico de la casa era un amigo, un protegido del padre Tomás, que parecía no dar importancia a la enfermedad, por lo cual, la madre, desesperada y olvidando todo lo pasado, se había decidido a llamar al notable especialista de los niños.

Zarzoso experimentó gran sorpresa al ver que también en aquel asunto se mezclaban los jesuítas, de los cuales tan fatal memoria conservaba, desde que Judith le hizo aquellas revelaciones la misma noche en que la despidió.

El joven doctor, pasando a la habitación que servía a Ordóñez de despacho, extendió una receta, mientras que María, de pie a espaldas de él, le contemplaba fijamente.

La pobre madre, tranquilizada por las esperanzas que la daba el doctor, había recobrado la calma y ya no le tuteaba, volviendo a hablarle con la frialdad del primer momento.

– Tome usted, señora – dijo el doctor ceremoniosamente, entregando la receta a su antigua novia – . Que vayan en seguida con esto a la botica.

– ¿Cuándo volverá usted, doctor? – preguntó con ansiedad María, pues la presencia de aquel hombre parecía devolverle la calma.

– Antes de tres horas estaré aquí y le aseguro que no me retiraré hasta que por el momento hayamos vencido la enfermedad.

Zarzoso volvió al hotel tal como lo había prometido y pasó toda la noche a la cabecera del enfermito, poniendo en juego cuantos recursos le proporcionaba su ciencia y batallando con la terrible meningitis, que parecía empeñada en arrojar al niño en brazos de la muerte.

María y el doctor pasaron la noche a ambos lados de la cama sin que se cruzaran entre ellos más palabras que las que arrancaban las diversas alternativas por que pasaba el enfermo.

De vez en cuando, en los momentos en que el niño parecía entrar en el período de favorable reacción, sus miradas se encontraban sin darse cuenta de ello y Zarzoso veía desaparecer poco a poco, en los ojos de su antigua novia, la fría hostilidad con que le había recibido aquella mañana.

Al amanecer, Zarzoso, mirando al niño, lanzó un suspiro de satisfacción. Estaba ya seguro del éxito; y la madre, adivinando en el rostro del médico tan grata noticia, volvió a llorar, pero esta vez fué de alegría.

La fiebre descendía rápidamente, el delirio había desaparecido ya, y el pobre niño, extenuado por tantas horas de atroz calentura y con cierta expresión de imbecilidad que aún hacía más conmovedora su mirada, fijaba los ojos en la pobre madre, que, enloquecida por la alegría, se inclinaba sobre el lecho abrazando a su hijo convulsamente.

Zarzoso se retiró a descansar, asegurando que volvería aquella misma tarde a las dos, y salió del hotel acompañándole Pedro hasta su casa, muy satisfecho de que la enfermedad del niño hubiese servido para que se formara cierta débil amistad entre dos seres que antes se habían amado tanto.

Aquella misma mañana, a las diez, entraba en el hotel el padre Tomás y se detenía a hablar con el portero, un guipuzcoano que él había introducido en la servidumbre de la casa, con el objeto de que le diera exacta cuenta de todas las visitas y al mismo tiempo le enterara de los secretos de la familia.

El poderoso jesuíta había sabido, casualmente en la misma mañana, el estado desesperado del niño Paquito Ordóñez y acudía presuroso a enterarse por sí mismo de lo que ocurría.

Aquel niño era el ser que tal vez le interesaba más en todo Madrid y su nacimiento le había producido un verdadero acceso de furor. ¿Quién diablos iba a figurarse que un hombre corrompido como Ordóñez llegara a tener hijos? Aquel nacimiento había sido un obstáculo inesperado, un accidente con el que no había contado el padre Tomás al forjar su plan y que venía a impedir la realización de todas las esperanzas que el jesuíta se forjaba acerca de la colosal fortuna de María. Por fortuna para él el niño era digno de su padre, y el médico de la casa, que estaba por completo a merced de la Compañía, aseguraba que no viviría mucho tiempo el triste retoño de un árbol podrido.

Estas seguridades eran lo único que alentaba al poderoso jesuíta, el cual no perdía la confianza de que muriera de un momento a otro aquel niño a quien la Medicina clasificaba con el título de “candidato a la tuberculosis” y cuyo organismo estaba predispuesto a adquirir las más terribles enfermedades.

Por esto, cuando en aquella mañana le dijeron el grave estado del niño, acudió presuroso al hotel con la infame esperanza de encontrar un cadáver.

– ¡Qué! ¿Ha muerto ya? – preguntó ansiosamente al portero.

– No, reverendo padre. El señorito está mejor desde esta madrugada y se da por seguro su restablecimiento. La señora condesa ha pasado toda la noche en vela en compañía de Pedro, viendo las cosas extraordinarias que hacía para salvar al niño ese médico tan famoso que vive en la Carrera de San Jerónimo y que cura gratis a los pobres.

– ¿Qué médico es ése? ¿Es que no han llamado al de la casa?

– ¡Quiá! La señora condesa dice que para curar a los niños no hay nadie como el doctor Zarzoso.

El padre Tomás retrocedió un paso y se quedó mirando con asombro al portero, como si dudase de sus palabras.

– ¿Dices que el doctor Zarzoso ha estado aquí?

– Sí, reverendo padre; aquí ha estado hasta esta madrugada y él es quien ha sacado al señorito de las garras de la muerte. Le he visto yo mismo: es un joven delgado, con gafas, muy serio y muy afable y simpático.

El jesuíta quedó reflexionando por algunos minutos, y dijo después:

– ¿Ha quedado en volver por aquí?

– Sí, reverendo padre; vendrá esta tarde a las dos.

– Pues bien – dijo el jesuíta con acento imperioso, después de una pequeña vacilación – ; cuando venga, lo haces entrar en el salón del piso bajo, diciéndole que espere un momento hasta que la señora se prepare para recibirle; yo estaré allí.

– Está bien, padre Tomás.

– Hasta luego, hijo mío; ahora tengo que despachar algunos asuntos.

Y el jesuíta se alejó del hotel sin que María se apercibiera de su llegada, pues la pobre madre, a pesar del sueño y del cansancio, no quería separarse un solo instante de la cama de su hijo.

III
La bofetada

El corpulento portero se inclinó al paso del doctor Zarzoso, diciéndole con expresión respetuosa:

– La señora condesa no está visible en este momento, y me ha encargado ruegue a usted que tenga la bondad de esperar algunos minutos.

Y diciendo esto, el criado introdujo al doctor a un elegante salón del piso bajo, y después de volver a saludarle con la misma ceremonia, se retiró.

Zarzoso, al verse solo, púsose a examinar aquella pieza, amueblada con exquisito gusto, ocupación que le era muy grata, pues, a pesar de sus austeridades de hombre de ciencia, gustábanle mucho los esplendores del lujo y los objetos elegantes que tenían cierto aspecto artístico.

Pasó algunos minutos en apreciar los originales dibujos de los cortinajes, la forma de los muebles y el mérito de las acuarelas y estatuillas que adornaban el salón, y cuando más ocupado estaba en admirar un gracioso barro de Benlliure, sintió a sus espaldas un ruido producido por el roce de una persona que pisaba cautelosamente la alfombra.

Volvió rápidamente la cabeza creyendo encontrarse con María, y vió un sacerdote con el sombrero en la mano, que, después de saludarle con exagerada finura, fué a sentarse en un sillón a corta distancia de donde se hallaba Zarzoso.

Púsose de espaldas a la luz, que entraba por las dos ventanas del salón; pero el doctor tuvo tiempo para apreciar aquel rostro anguloso y picudo que recordaba el hambriento perfil de las aves de rapiña.

No conocía personalmente al padre Tomás Ferrari, del que había oído hablar mucho: pero, instintivamente, sin poder explicarse la verdadera causa, pensó que aquel cura debía ser el famoso padre de la Compañía.

El jesuíta sonreía bondadosamente fijando su mirada sencilla en el joven, y después de algunas tosecitas, como si quisiera entrar en conversación sin saber cómo, dijo al médico, que interiormente se sentía alarmado, aunque procuraba permanecer impasible:

– La señora condesa debe estar descansando, ya que nos hace esperar. ¡Pobrecita! ¡Cuán angustiosa es su situación! Sólo una madre puede resistir tantas fatigas sin decaer un solo instante.

Zarzoso se limitó a hacer un signo afirmativo, evadiendo la conversación que el sacerdote quería entablar.

– Ha sido muy notable el que Paquito se haya salvado tan rápidamente y que ahora se encuentre fuera del peligro. Ese doctor Zarzoso que le cura ha demostrado que es digno de la gran fama que goza en Madrid.

El médico a pesar de su convencimiento de que el padre Tomás buscaba entablar conversación con él, creyó del caso corresponder a estas últimas palabras inclinándose, al mismo tiempo que decía:

– Muchas gracias, señor.

– ¡Ah! ¿Es usted el doctor Zarzoso? No tenía el honor de conocerle, aunque hace tiempo que le admiraba por los grandes servicios que presta a los desgraciados.

– Cumplo con mi deber y nada más.

– Tenía verdaderos deseos de conocer a usted y de ser su amigo, aunque en verdad, un hombre como usted no debe tener en mucho el afecto de uno de mi clase.

– ¿Por qué, señor?

– Porque para nadie son un misterio las ideas que usted profesa. ¡Lástima que un hombre tan caritativo tenga ideas tan contrarias a los dogmas religiosos!

 

– ¡Bah! Yo soy amigo de todos, sin fijarme en sus ideas religiosas. Me basta que los hombres sean honrados y probos.

Estas palabras las dijo Zarzoso con una intención que no pasó desapercibida para el jesuíta y que le dió a entender que el médico le había reconocido.

– Usted me dispensará, señor Zarzoso, si me tomo ciertas libertades; pero, francamente, me apena ver a un hombre del criterio de usted, alejado del gremio de la Iglesia, y desvaneciendo con su impiedad esos grandes méritos que contrae a los ojos del Señor, sacrificándose por la gente desheredada y miserable. ¡Ah, señor Zarzoso! Usted sería un santo, usted iría al cielo, si creyese algo más en Dios.

– No hago el bien con la esperanza de una recompensa futura. Para estar satisfecho de mis trabajos, me basta el agradecimiento de toda esa pobre gente cuyas enfermedades curo. La gratitud de las madres vale más, para mí, que todas las recompensas que pudiera encontrar más allá de la tumba, si es que realmente después de la muerte hay algo.

El médico dijo estas palabras con sencillez y convicción, por lo que el padre Tomás, que no quería entablar una discusión que le alejase de su objeto, hizo caso omiso de las afirmaciones antirreligiosas del joven, y dijo, variando repentinamente el tema de la conversación:

– La señora condesa debe estar muy agradecida a usted por el grande servicio que la ha prestado salvando a su hijo. Fué una resolución acertada la suya, al mandarle llamar.

Zarzoso callaba, no sabiendo adónde iría a parar el jesuíta.

– Lo que extraño – continuó el padre Tomás – es que la señora condesa haya prescindido del médico de la casa, del cual no creo que tenga queja alguna. ¿No le parece a usted así?

Zarzoso hizo un gesto de irritación e impaciencia, y contestó de mal talante:

– Nada me importa eso que usted dice.

El jesuíta calló durante algunos minutos, y por fin, dijo con resolución, afectando una franqueza ruda:

– Señor Zarzoso, me ha dado usted a conocer, hace poco, su nombre, y justo es que corresponda a tal franqueza. Yo soy el padre Tomás Ferrari, de la Compañía de Jesús.

– Le conozco a usted – dijo intencionadamente el médico.

– No es extraño. Aunque Dios no me ha favorecido con grandes cualidades, trabajo en su favor cuanto puedo, y mis servicios al Altísimo me han dado cierto renombre. Conozco el concepto en que ustedes, los enemigos de la Iglesia, nos tienen a los hijos de San Ignacio. En su concepto somos avariciosos, falsarios, maquiavélicos y hasta asesinos; pero esto no hace decaer nuestro ánimo, ni nos quita nuestra cristiana fe. También calumniaron al dulcísimo Jesús, y cuando el hijo de Dios sufrió pacientemente las injurias, bien podemos aguantarlas nosotros que somos representantes indignos del Altísimo.

Zarzoso encogió los hombros con visibles muestras de impaciencia y como dando a entender que nada le importaba aquello, y el jesuíta continuó:

– Yo soy un antiguo amigo de esta casa. La familia Baselga ha sido siempre muy afecta a la Compañía de Jesús, y en cuanto a Ordóñez, el marido de la condesa, soy para él como un segundo padre. No extrañe, pues, que me interese mucho por los asuntos de esta casa y que procure el velar en ella por la tranquilidad y la virtud que debe existir siempre en el seno de toda familia cristiana.

El padre Tomás, al hablar así miraba fijamente a Zarzoso, y éste, impacientado ya, no pudiendo sufrir más tiempo aquellas manifestaciones, cuyo sentido no comprendía, pero en las que adivinaba cierta intención de molestarle, le interrumpió diciendo con expresión hostil:

– ¡Bien! ¡Y qué! ¿Qué me importa a mí todo eso que usted me dice mirándome fijamente como si debiera darme por aludido? ¿Tengo yo algo que ver con las cuestiones internas de esta familia a la que visité ayer por primera vez? Yo me limito a ser médico y a prestar mis servicios cuando me llaman, dejando a usted la misión de arreglar las familias, o, lo que es más probable, de desarreglarlas.

Zarzoso estaba irritado, y como no creía necesario el fingirse amable con aquel inesperado visitante, le miraba con franca hostilidad.

– Hace usted mal en irritarse – dijo el jesuíta cada vez con mayor calma, conforme se enfurecía el joven. – Me he tomado la libertad de decirle las anteriores palabras, justamente, porque estoy convencido de que de usted depende la futura tranquilidad de esta casa; solamente que muchas veces hacemos el mal sin saberlo, y cuando se nos reprende por ello, no podemos menos de extrañarnos.

Esto, que equivalía a una acusación, acabó de indignar a Zarzoso, quien, sin embargo, procuró contenerse, y dijo con frialdad amenazadora:

– Explíquese usted, caballero.

El padre Tomás parecía gozar viendo la creciente indignación del joven, y después de una breve pausa se expresó así:

– Lo que usted ha hecho acudiendo a esta casa donde un pobre niño necesitaba los auxilios de su ciencia, es muy santo y muy bueno; pero no lo será tanto si usted sigue viniendo por aquí, ahora que el enfermito está fuera de peligro. ¿No le parece a usted que la gente podrá hacer comentarios muy desfavorables al ver que usted viene con mucha frecuencia a esta casa?

– ¡Caballero!, o usted no tiene muy firme la razón – dijo Zarzoso con voz temblona por la ira – , o quiere divertirse conmigo, cosa que no le permitiré. ¡Es donosa la ocurrencia! ¿Puede acaso llamar la atención de nadie el que un médico visite la casa de un enfermo? Entonces la calumnia se cebaría continuamente en nosotros los médicos, pues en un mismo día entramos en diferentes casas, para cumplir nuestra sagrada misión.

El padre Tomás, sonriéndose, acercó su sillón al asiento del joven y le dijo confidencialmente:

– Eso que dice usted, es verdad; pero aquí, en la presente ocasión, aunque usted se resista a creerlo, sus visitas pueden originar comentarios muy desfavorables. El pasado no es para todos un secreto.

– ¿Qué quiere decir usted con eso?

– Que hay quien sabe que no es ésta la primera vez que la condesa de Baselga y el doctor Zarzoso se encuentran, y como usted comprenderá, esto puede dar lugar a comentarios muy desfavorables. ¿Se altera usted, doctor? ¿Se ofende acaso por mis palabras?.. Conozco que no es muy grato cuanto le digo; pero mi carácter de antiguo amigo de la casa, me obliga a ser franco hasta la rudeza. Aún estamos a tiempo de evitar el mal; aún podemos lograr que la gente no murmure. Si usted siente algún interés por la condesa, si en algo estima su prestigio de mujer honrada, debe agradecerme lo que yo hago en estos momentos y ayudarme a evitar murmuraciones escandalosas. Señor Zarzoso, créame usted; debe alejarse usted de esta casa bien convencido de que con ello presta un gran servicio a la condesa.

– ¿Le ha encargado a usted ella misma que me dijera tales palabras? – preguntó con amargura el joven.

– No. La condesa ignora que en estos momentos los dos nos hallamos aquí. Esta resolución, que usted juzgará como crea conveniente, es mía absolutamente y está inspirada en el santo deseo de conservar la paz en una familia cristiana. Estoy plenamente convencido de que usted, señor Zarzoso, a pesar de sus ideas antirreligiosas, es un hombre honrado; pero no puedo permitir que algún malicioso, conocedor del pasado, en vista de las frecuentes visitas de usted a esta casa, ponga en duda el honor de María.

Y el jesuíta se expresaba con tanta sencillez y con tal aire de hombre honrado, que el doctor iba perdiendo terreno y hasta se convencía de que algo había de cierto y prudente en los temores que manifestaba. Sin embargo, sintió la necesidad de sondear a aquel hombre terrible para saber hasta dónde llegaban sus designios.