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La araña negra, t. 9

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III
Una respuesta del doctor Zarzoso

Apenas la mano de María fué pedida oficialmente por el duque de Vegaverde, aquel senador sesudo que consideraba con el mayor desprecio a su hermano el calavera, la baronesa y el novio, aconsejados por su irreemplazable oráculo el padre Tomás, comenzaron a arreglar todos los preparativos de la boda.

Doña Fernanda, no se sabe si por propia inspiración o por ajeno consejo, se mostraba muy radical en todos estos preparativos.

– Yo no soy partidaria de los noviazgos largos – decía continuamente a sus amigos – . Me gusta que lo que tenga que ser, sea pronto.

Y por esto la boda de María marchaba con gran rapidez a su desenlace.

El suceso era muy comentado en la alta sociedad, pues llamaba la atención, tanto la respetable fortuna de María como los antecedentes del novio, que no podían ser más públicos.

Ordóñez, tal vez porque envidiaban muchos su buena suerte, era objeto de numerosos e irónicos comentarios.

– Ese ya ha encontrado lo que quería – decían sus amigos en el Casino – . Una mujer millonaria y además beata y algo tonta, según aseguran los que la conocen. Es de esperar que antes de dos años, Ordóñez se haya comido la fortuna.

El padre Tomás había fijado la boda para dos semanas después del día en que María aceptó la declaración de Ordóñez, y como hombre poderoso en todos los asuntos concernientes a la Iglesia, se había encargado del arreglo de los documentos y demás formalidades necesarias para que el matrimonio canónico se efectuara en el plazo marcado.

María asistía como una sonámbula a todos aquellos preparativos de boda, que parecían destinados a otra mujer, según la impasibilidad con que los acogía.

Recibía, al lado de su tía, las visitas íntimas, acogiendo sus felicitaciones con estúpidas sonrisas; y experimentaba alegrías de niña mimada al ver los regalos con que la obsequiaban los numerosos amigos de la casa y las principales familias de la nobleza, unidas a los Baselgas con lazos de parentesco más o menos lejano.

Muchas veces, en aquella calma insensible en que parecía sumida, surgían relampagueos de odio que la hacían recordar su exacta situación. Era entonces cuando menos arrepentida se mostraba del matrimonio que iba a contraer, y experimentaba una alegría amarga y punzante, pensando que todo aquello le serviría para vengarse del hombre que tan injustamente la había despreciado.

Abrigaba la esperanza de que Zarzoso no era capaz de olvidarla repentinamente tan por completo y creía que el día en que tuviese noticia de su casamiento, el joven médico sentiría renacer su antigua pasión y experimentaría un remordimiento sin límites.

En esto cifraba María su venganza, y por ello cada vez que recibía un regalo de bodas o su futuro esposo le dirigía una galantería amorosa, pensaba con fruición en que si Zarzoso estuviera allí todo aquello sería para él un motivo de terrible desesperación.

Se aproximaba el día señalado para la boda, y la baronesa mostrábase muy complacida en arreglar las cosas con solemnidad. Quería que todo se hiciese en grande, como correspondía a la clase social de los novios, y además por su afición tradicional, odiaba las costumbres de la moderna aristocracia que efectúa los casamientos con sencillez casi ocultándose, como si se avergonzara de un acto tan solemne.

Ella quería que el matrimonio de su sobrina fuese bien público, a la luz del día, con aparato casi regio; y en esto la apoyaba Ordóñez a quien no le venía mal que moviese mucho ruido su boda con una millonaria, en aquella sociedad que, aunque le halagaba, le tenía por un estafador y un aventurero de mala ley.

El padre Tomás dispensaría a los novios el alto honor de darles su bendición. Al acto, que se verificaría en la capilla de la casa, acudiría lo más selecto de todo Madrid, y la misa sería amenizada por una gran orquesta y los principales cantantes del teatro Real. En fin, que la baronesa, ya que no había conseguido que su sobrina fuese monja, quería al menos que su casamiento metiese ruido en el gran mundo, y no reparaba en gastar miles de duros, aunque esto le atrajera el dictado de cursi.

Terminada la ceremonia, los novios saldrían de Madrid para efectuar el largo viaje que es de rúbrica y cuyo itinerario se discutió bastante; pues María no transigía con entrar en París, aunque sólo fuera de paso. A pesar del ansia de venganza que sentía y su vehemente deseo de mortificar a Zarzoso, estremecíase solamente al imaginar que podía encontrarse en los bulevares con el joven médico, yendo ella del brazo con Ordóñez.

La proximidad de su matrimonio no evitaba que pensase en su antiguo amor, y la víspera misma de la ceremonia fué cuando envió a París el papel que envolvía sus cabellos, con una carta sin firma, en la que daba cuenta de su casamiento, experimentando, al pensar lo que sufriría Zarzoso al recibirla, la amarga complacencia del desesperado que muere matando.

Cuando entregó la carta a doña Esperanza, que esta vez fué fiel y la puso en el correo, experimentó cierto vacío, como si con aquella prueba fatal que tanto excitaba su odio, desapareciera el vehemente deseo de venganza.

Mostrábase arrepentida de su violenta resolución que la empujaba a un matrimonio poco grato, y para hacer más doloroso su estado, la víspera misma de la boda, doña Fernanda sufrió un accidente, que puso en conmoción toda la casa.

No se supo si fué a consecuencia de la agitación producida por los preparativos de la boda o por el berrinche que la causaron las murmuraciones de ciertas amigas suyas que la criticaban por lo ostentoso de la boda, tachándola de cursi y de persona de mal gusto; pero lo cierto resultó que en aquella mañana doña Fernanda tuvo un ataque de nervios, asustando a toda la servidumbre pues desde la muerte de su hermano el padre Ricardo, no la habían visto en un estado tan alarmante.

Fueron a buscar en seguida al viejo doctor Zarzoso, y como si su presencia ejerciera cierto influjo sobre el excitado ánimo de la baronesa, ésta se calmó apenas el doctor estuvo algunos minutos a su lado.

María experimentaba gran complacencia al ver en su casa, y en la víspera de la boda, al tío del hombre odiado, v se mostraba amable en extremo, enseñándole sus regalos de boda, y abrumándole a fuerza de atenciones, con el loco intento de mortificarle como si el pobre señor hubiese alguna vez tenido noticias de que Juanito era el dueño de aquella beldad.

El doctor, como un oso domesticado a medias, refunfuñando y visiblemente molestado, se dejaba llevar por la joven, no pudiendo comprender el motivo de tanta amabilidad. Siempre le había llamado la atención la inexplicable benevolencia de aquella joven sonriente, a la que él, por otra parte, consideraba con alguna simpatía, pues en su concepto era la única sangre algo pura que había en la familia.

Miraba con poca atención todos los valiosos objetos que le enseñaba la joven y que para él eran chucherías sin importancia, dijes propios del afeminamiento que existía en la sociedad; pero, en cambio, no quitaba sus ojos del novio, de aquel Ordóñez, al que miraba con la misma atención que el naturalista contempla a un bicho raro.

¡Vaya un tipo el de aquel elegante, enjuto, extenuado, y que con gestos de soberano desdén ocultaba el aire de cansancio de la vida que se notaba en su rostro! El doctor admiraba a este representante de la degeneración aristocrática que era un tipo acabado de esa degradación hereditaria de las altas familias, que tiene su principio en la glotonería y en la lujuria y su fin en el raquitismo y la imbecilidad.

No pasaban inadvertidas para el doctor las señales exteriores que en aquel mozo había dejado su anterior vida de crápula, y se fijaba con una insistencia que no pasaba inadvertida para Ordóñez en las manchas de su rostro, que delataban un emponzoñamiento de la sangre por la lepra del vicio.

La mirada del viejo Zarzoso iba desde Ordóñez a aquella joven robusta, fresca y alegre, a la que quería por no pertenecer físicamente a la raza aristocrática y degenerada que tales censuras le merecía; y al pensar que iban a unirse en íntimo contacto dos organismos tan distintos, sintió tentaciones de protestar en nombre de la salud y de la Naturaleza, amenazando, en caso contrario, con un contagio terrible que desharía rápidamente la lozanía y el vigor de una joven tan sana, fuerte y hermosa.

Pero el doctor se abstuvo de hablar en presencia de toda aquella gente aristocrática, que podía considerarse aludida por sus apreciaciones, y se despidió de todos, dando las gracias a María por su amabilidad y a la baronesa por su invitación a que asistiera a la fiesta del día siguiente.

Doña Fernanda, en vista de la negativa del doctor y de que ella no se sentía aún muy segura de sus nervios, le arrancó la promesa de que al menos al día siguiente iría a visitarla después que hubiese terminado la ceremonia.

Cuando el viejo Zarzoso salió a la calle iba refunfuñando:

– Ese casamiento es un asesinato que se lleva a cabo en presencia de la sociedad entera y sin que ninguna ley lo castigue. Ni al mismo diablo se le ocurre casar una muchacha sana y robusta con un hombre que en las venas debe tener pus en vez de sangre. ¡Bueno está el tal mocito! De seguro que tiene la tuberculosis y no tardará en contagiar al organismo puro de su mujer. ¡Buenos hijos producirá el tal matrimonio! Las leyes de hoy son una farsa, pues sólo tratan de cosas que únicamente debían ser de la competencia de los médicos alienistas, y en cambio no se preocupan del porvenir de la humanidad. ¡Ni una sola disposición para fomentar el vigor y la salud de las generaciones venideras! Si estos Gobiernos tuvieran sentido común, ordenarían el examen médico antes de todo matrimonio; así se evitarían muchas desgracias y podríamos librarnos de que antes de un par de siglos la humanidad sea un vasto hospital y un gigantesco manicomio.

 

Al día siguiente verificóse el acto del que tanto se hablaba en la alta sociedad.

María y Ordóñez se casaron con todas las solemnidades deseadas por doña Fernanda, y después de despedirse de aquel público brillante y privilegiado que había asistido a la ceremonia, salieron para el extranjero.

La baronesa se despidió de ellos en el mismo andén de la estación, y cuando volvió a su casa, recibió al poco rato la visita del doctor Zarzoso.

– ¡Ay, querido doctor! – le dijo la baronesa – . ¡Qué sola me encuentro desde que ha partido la niña! Parece como que la casa está deshabitada. Y sin embargo, estoy contenta, sí, señor, muy contenta. La ceremonia del matrimonio ha sido una fiesta solemnísima, como en muchos años no se había visto en Madrid. Además, María será muy feliz, tendrá un esposo modelo.

Debió traslucirse en el rostro del doctor el mal efecto que le causaban estas palabras, por cuanto la baronesa se apresuró a añadir:

– ¿No piensa usted lo mismo que yo? ¿Cree usted que este matrimonio resultará desgraciado? Vamos a ver, hable usted con entera franqueza. ¿Qué opina usted del casamiento de mi sobrina?

El doctor saludó y dijo con su rudeza que no admitía réplica:

– Señora, opino que ese casamiento ha sido un crimen.

PARTE SEGUNDA
PAQUITO ORDOÑEZ

I
La clínica de los niños

Todas las mañanas, a las once, el portero de aquella gran casa de la Carrera de San Jerónimo experimentaba una sorda desesperación que se conocía en su rostro, al ver subir por la escalera de deslumbrante mármol, adornada en el centro por una ancha faja de fieltro rojo sujeta con doradas varillas, a toda una procesión de gente pobre, sucia y desharrapada, en su mayoría mujeres de los barrios bajos, llevando al brazo o cogidos de a mano una turba de chiquillos voceadores y mugrientos, que al mismo tiempo que ensuciaban los brillantes peldaños, promovían al subir, temerosos y azorados, una verdadera tempestad de protestas, lloros y aullidos.

Era la hora en que se abría la Clínica gratuíta para enfermedades de los niños en el segundo piso, donde vivían, instalados con gran lujo, el viejo doctor Zarzoso, catedrático jubilado de la Escuela de San Carlos y que ya no quería visitar, y su sobrino don Juan Zarzoso, médico de gran fama, a pesar de su juventud, tanto por numerosas curas casi milagrosas que había realizado, como por haber permanecido cinco años en París estudiando la especialidad de enfermedades infantiles, circunstancia que no era la que menos impresión causaba en la generalidad del vulgo, que mira con cierto respeto supersticioso la ciencia que procede del extranjero.

El joven doctor era muy apreciado entre las clases elevadas de Madrid; pero este afecto no tenía comparación con la popularidad que gozaba entre la gente humilde, a causa de aquella consulta gratuíta que abría todas las mañanas en su propia casa, y en la cual no sólo recetaba, sino que muchas veces, cuando se hallaba en presencia de la verdadera miseria, proporcionaba a los enfermos medios de subsistencia y de higiene.

Aquella sucia oleada de pobreza que todos los días invadía la hermosa escalera produciendo sordo rumor, malhumoraba al rígido portero y a los inquilinos de las otras habitaciones. Hasta el mismo doctor Zarzoso, el viejo, encontraba que iba haciéndose abusiva aquella clientela, que aumentaba rápidamente; pero en el fondo agradábanle mucho la delicadeza y paciencia de su sobrino al socorrer a la humanidad doliente. Complacíase en reconocer que Juanito no era rudo y atrabiliario como él, que según decían en el hospital, siempre había hecho el bien a puñetazos.

El joven Zarzoso tenía una popularidad tan grande, que de haberse presentado alguna vez en los barrios bajos solicitando algo de sus clientes, es indudable que todas las madres le hubiesen llevado en triunfo, dejándose matar por él.

Su nombre corría de boca en boca por los barrios obreros, y no caía enfermo un pequeñuelo, sin que faltase al momento la amiga oficiosa que se encargase de decir a la desconsolada madre que aquello no sería nada, pues bastaba que al día siguiente fuese con el pedazo de sus entrañas a casa del médico joven, como le llamaban por antonomasia; un señor mu amable, mu fino y mu cabayero, que no sólo se abstenía de sacarles pesetas a los pobres, sino que si les faltaba algo para poner el puchero, se rascaba el bolsillo en obsequio del pobre enfermito.

La fama de aquel bienhechor corría de un extremo a otro de Madrid, y las horas de consulta gratuíta eran muchas veces insuficientes para la inmensa concurrencia de madres y padres, con sus correspondientes pequeñuelos, que no encontrando sitio en las antesalas ni aun para permanecer en pie, acampaban en la escalera y tomaban asiento en los peldaños de mármol, con gran desesperación del portero, que veía aumentarse con esto sus tareas de limpieza.

A la gratitud vehemente y conmovedora de aquella clientela miserable, uníase cierta satisfacción de amor propio halagado, al saber que el mismo médico que curaba gratis a la gente pobre, era muy apreciado entre las clases acaudaladas, a las cuales hacía pagar las visitas con bastante esplendidez.

Esto contribuía a aumentar su popularidad entre los miserables.

– Es un grande hombre – decían algunos de los filósofos con gorra de seda y blusa blanca de los barrios bajos – . Ese cabayero sabría arreglar perfectamente la cuestión social. Les saca a los ricos cuanto puede para dárnoslo a los probes.

Hasta las once de la mañana el portero tenía orden de no permitir la entrada a las mujeres y niños, que iban deteniéndose en la acera y entablando conversaciones sobre las enfermedades que les obligaban a ir en busca del bondadoso médico; pero apenas sonaba dicha hora, el rebaño de la miseria asaltaba la escalera, anunciando su presencia con un confuso pataleo, y pugnando todas las madres por llegar las primeras y coger buen número, entraban en los lujosos salones de espera, donde los criados iban estableciendo el turno entre aquella pobre gente, que por su escasa educación provocaba a cada instante ruidosos altercados.

Zarzoso, con algunos ayudantes jóvenes como él, y que le admiraban cual a maestro, ocupaba un gabinete por el que iban desfilando todos los niños, con el acompañamiento de sus familias, las cuales contestaban a coro a todas las preguntas del doctor, y muchas veces se enzarzaban en grotesca discusión antes de dar una respuesta.

Necesitábase toda la paciencia del joven doctor y su sonriente calma para sufrir diariamente aquella consulta de algunas horas que fatigaba a sus ayudantes.

Las madres, al hablar al doctor, lloriqueaban como si vieran ya a sus hijuelos camino del cementerio; los niños, temerosos y asustados al fijarse en los aparatos y objetos científicos que estaban en el gabinete, aullaban apenas el doctor les ponía la mano encima, como si temiesen que cada uno de sus dedos fuera a convertirse en un cuchillete que practicara en su cuerpo las más dolorosas operaciones; y fuera del local de la consulta en aquellos dos vastos salones de espera, sonaba un murmullo de gigantesca colmena, producido por la impaciencia de la gente que deseaba entrar.

Algunas veces el viejo doctor Zarzoso salía de sus habitaciones y se encaminaba al gabinete de consultas, pasando por entre aquella multitud a cuyos saludos contestaba refunfuñando y repartiendo algunos tirones de orejas entre los chicuelos, que jugueteaban con la misma confianza que si estuvieran en la Ronda o se escondían tras los muebles.

A pesar de que le satisfacía el inmenso y conmovedor servicio que prestaba su sobrino, el viejo doctor refunfuñaba por costumbre.

– Esto es intolerable – le decía a Juan – . Has convertido nuestra casa en una prolongación de la calle. ¡Vaya una confianza la de esa gente que hace aquí lo mismo que si estuviera en su casa! Yo no critico el que cures a toda esa gente; lo que si encuentro mal es que tengas tus habitaciones particulares tan mal arregladas, y, en cambio, te hayas gastado tantos miles de pesetas en amueblar esos salones que solo sirven para que esperen en ellos las gentes más piojosas de Madrid. Ya que tienes ese capricho, al menos procura rociar con ácido fénico todos los muebles. Los criados dicen que, después que se va esa gente, necesitan temer abiertos los balcones más de dos horas para que se aireen las habitaciones, y aun así, todavía queda olor. ¡Vaya una gente curiosa! Hay ahí una caterva de chicuelos tiñosos que se restregan la cabeza contra el respaldo de los sillones, y el otro día agarré a un pillete en el acto de limpiarse los mocos con una cortina de terciopelo. ¡Flojo fué el cachete que se llevó!

Y así seguía el viejo enumerando todos los abusos de aquella gente, sin que en el fondo los sintiera gran cosa, pues únicamente le servían para refunfuñar y desahogar su rudo carácter, que todo lo encontraba mal.

El joven Zarzoso limitábase a sonreír en contestación a todas las quejas que con agrio acento formulaba su tío.

– Hay que dejar a los pobres – decía a sus ayudantes – que gocen de algunas comodidades, aunque sólo sea por unas cuantas horas. Es criminal y egoísta el reservarse para uno solo las ventajas que le produce su posición social.

Y con cierta coquetería de bienhechor satisfecho de sus actos, atendía al embellecimiento de aquellos salones, por los que desfilaba todo el Madrid miserable, sin fijarse en que este capricho le costaba mucho dinero.

Las respetuosas indicaciones de sus criados merecían siempre idéntica contestación.

– Señor, la alfombra del salón número uno está ya muy ajada. La compró el señor este mismo año y, sin embargo, está quemada y rota.

– Avisa al tapicero y que ponga otra.

– Si me lo permite el señor, le indicaré que hay unas alfombras de fieltro más baratas y más fuertes. Así me lo ha dicho el tapicero.

– Haz lo que te digo, y que la alfombra sea de igual clase que la rota.

Y a este tenor eran todas las conversaciones entre Zarzoso y sus criados. La seda de los sillones habían de cambiarla cada tres meses, a causa de los desahogos naturales de los niños y del pringue que en ella dejaban las faldas de las madres; y no todo era suciedad de la miseria, pues también el irritante abuso y la costumbre del delito pasaban por allí dejando sus huellas, sin tener en cuenta la misión sagrada y santa que en aquella casa se cumplía.

Las flores de las doradas jardineras, las estatuillas puestas encima de las chimeneas y los bibelots que adornaban los rincones, eran hurtados diestramente, a pesar de la vigilancia de la servidumbre.

Había entre aquella gente desharrapada muchos seres que, por costumbre o por manía, sentían removerse en su interior el instinto del robo a la vista de tales preciosidades; y, a pesar de que esto era una confirmación práctica de las teorías que sustentaba el viejo doctor Zarzoso, éste juraba como un condenado cada vez que desaparecía un objeto, y afirmaba que cualquier día iba a ponerle una carta al gobernador pidiendo que considerara aquellos salones como vía pública y estableciera en ellos un retén de Policía.

La benévola calma del joven doctor era inalterable, y en vez de ofenderse por unos robos que tanta ingratitud denotaban, aún se esforzaba en excusar a los autores, fundándose en su escasa educación, en el ambiente en que vivían, etc.

– Señor, los libros y los álbumes artísticos que puso usted en los veladores de los salones han desaparecido en su mayor parte, y los que quedan están faltos de hojas y les han arrancado las mejores láminas.

– Está bien – contestaba sonriendo – ; me gusta la noticia. Eso demuestra que esa pobre gente siente el afán de ilustrarse, y para aprender a salir de la ignorancia apela hasta al robo. Mañana pondremos más libros.

Y de este modo aquel joven bienhechor que se esforzaba en servir a sus semejantes sin hacer ostentación de su virtud y sin fijarse casi en sus actos, seguía acogiendo pacientemente, todos los días, a aquella turba de desgraciados, atento únicamente a hacer bien y sin fijarse en los desmanes que pudieran cometer en su propia casa.

Era rico; los niños nacidos en elegantes alcobas y criados entre los esplendores del lujo, se encargaban de proporcionarle con sus dolencias hereditarias, cuanto dinero necesitaba para sus filantrópicos despilfarros, y bien podía el darse el gusto de derrochar miles de duros auxiliando a la clase obrera y desheredada, siendo el protector de aquellos otros niños que, no solo carecían de comodidades, sino que muchas veces su enfermedad procedía de la falta de nutrición.

Su clientela pobre y el estudio de los últimos adelantos científicos constituían sus únicos placeres, y, a pesar de la riqueza y el lujo que le rodeaban, hacia una vida casi austera que alarmaba a su tío, a pesar de que este, entregado de lleno a la ciencia, no había gustado gran cosa de los placeres de la vida.

 

El viejo doctor tenía a veces ideas muy originales, según afirmaba su sobrino. Cada vez que se enfurecía con los desacatos de aquella clientela pobre, terminaba sus recriminaciones siempre con la misma pregunta:

– Oye, Juan: ¿por qué no te casas? la presencia de una mujer aquí pondría orden y haría que acabasen todos esos abusos que me irritan.

– Y usted, ¿por qué no se ha casado, tío? – decía el joven, eludiendo la respuesta.

– Porque nunca he tenido tiempo para pensar en eso y porque no había a mi lado una persona que me lo recordase. Pero tú que me tienes a mí, debes seguir mi consejo, y si te decides a casarte, yo me encargo de buscar una mujer, que a más de las condiciones de su sexo, tenga la salud necesaria y un gran equilibrio orgánico, para que vuestros hijos no sean micos, como la mayor parte de los productos de la generación actual. Vamos, sobrino, decídete; me gustaría eso de tener nietos sin haber sido padre.

Pero el joven no se dejaba convencer por las palabras de su tío, a las que respondía siempre con una enigmática sonrisa.

El ya estaba casado. Había contraído matrimonio con toda la pobreza de Madrid, y le sería fiel mientras viviese.

Esta resolución le resultaba muy extraña al tío, quien llegó a creer en ciertos momentos que su sobrino tenía amores ocultos; alguna querida a quien visitaba en secreto; pero no tardó en convencerse de la falsedad de tales suposiciones.

La ciencia y el bien de sus semejantes eran las únicas pasiones del joven doctor.

Una mañana en que caía uno de esos terribles aguaceros que convierten las calles en arroyos y dispersan rápidamente a los transeúntes que se guarecen en los portales temiendo por la integridad de sus paraguas, Zarzoso abrió su Clínica, como de costumbre, a las once.

Era poca la gente que esperaba, en proporción a la de otros días, pues sólo en uno de los salones se agrupaban algunas mujeres con sus niños.

La lluvia había acobardado, indudablemente, a muchos de los que asistían diariamente a la Clínica.

Fueron desfilando por la puerta del gabinete aquellos grupos de desgraciados, dejando sobre las ricas alfombras sucias manchas con sus embarrados pies, y cuando ya no quedaban esperando más que dos o tres familias, entró apresuradamente en el primer salón de espera un hombre moreno, fornido y con patillas a la inglesa, que vestía una lujosa librea.

Preguntó apresuradamente por el doctor a uno de los criados, que le trataba con gran atención, ateniéndose a que aquel servidor, por su traje y por sus maneras, debía pertenecer a una gran casa.

Quería ver al doctor inmediatamente, y cuando el criado de éste le dijo que su señor no estaría libre hasta que terminase la consulta, el recién llegado manifestó gran alarma.

– Es un caso de urgencia – decía en voz alta, sin fijarse en la curiosidad con que le oían las gentes que aún estaban en el salón de espera – . El señorito se muere y la señora condesa espera al doctor como si esperase a Dios. Vaya, amigo – continuó dirigiéndose al criado – ; haga, por Dios, el favor de decirle al señor Zarzoso que me deje entrar en su gabinete, para rogarle que venga en seguida.

El criado entró en la habitación donde estaba su señor y momentos después volvió a salir, dejando franca la puerta al recién llegado.

Este, cuando se halló en presencia de Zarzoso y sus ayudantes, le rogó, con entrecortadas frases, que le siguiera sin pérdida de tiempo.

– Tengo abajo el carruaje, señor doctor. Venga usted cuanto antes, pues la señora condesa está muy asustada en vista de la enfermedad de su hijo.

Zarzoso estaba muy acostumbrado a aquella clase de entradas rápidas e inesperadas, en las cuales se pintaba la zozobra y la alarma, y por esto preguntó con el tono frío e indiferente del que cumple un acto de su profesión:

– ¿Dónde vive la señora de usted?

– En el paseo de la Castellana. Mi señora es la condesa de Baselga.

Zarzoso, a pesar de su carácter frío e impasible, y del gran dominio que tenía sobre sus nervios, no pudo evitar un instintivo movimiento que aquel criado tomó por una negativa.

– ¡Qué! ¿No quiere el señor venir?

Zarzoso parecía dudar y, por fin, contestó:

– Iré después, cuando termine la consulta.

– ¡Por Dios!, señor doctor. Ese retardo sería fatal; el señorito está muy enfermo y su madre, la condesa, es capaz de morirse de desesperación si usted tarda en presentarse.

– ¿Es el hijo de la condesa el enfermo?

– Sí, señor doctor; su hijo, su hijo único; un niño que siempre está enfermo. La señora condesa tiene en usted gran confianza y me ha encargado que no volviera sin que usted viniese conmigo. El señor doctor comprenderá que cuando la condesa se decide a llamarle el caso debe ser muy urgente.

A Zarzoso le pareció que el criado decía estas últimas palabras con cierta intención, y hasta creyó ver en sus ojos una expresión maliciosa que subrayaba lo anteriormente dicho.

¿Llamarle a él María? ¿Pedirle que fuese a su casa para que salvase a su hijo; a aquel fruto de una unión que tanto le atormentaba? ¡Qué cosas tan extrañas ofrece la vida!

Aquella frialdad de carácter, aquel tenaz empeño de olvidar el pasado, aquella vida ascética que había caído como una losa sobre sus recuerdos, permitiéndole vivir tranquilo durante cinco años, todo se desvaneció rápidamente, y los antiguos sentimientos volvieron a reaparecer.

Zarzoso creyó sentir sobre su rostro la caricia del pasado y que un ambiente de nueva juventud le rodeaba, y hasta se creyó igual, momentáneamente, a aquellos tiempos en que, todavía estudiante, iba a la calle de Atocha a esperar una ocasión favorable para ver un instante a María asomada tras los vidrios de un balcón.

– Vamos allá – fué todo lo que dijo al criado; y pidiendo a uno de su servidumbre el sombrero y el gabán, salió por entre aquella clientela que miraba hostilmente al hombretón que había venido a arrebatarles su médico.

Los ayudantes de Zarzoso quedaron encargados de la clínica, como era costumbre cuando éste tenía que ausentarse.

Frente a la puerta de la casa, estaba parada una elegante berlina con soberbio tronco, cuyos cocheros aguantaban, impávidos e inmóviles, el diluvio que les caía encima.

El médico y el criado atravesaron rápidamente la acera bajo aquel torbellino de agua, y Zarzoso tomó asiento en el interior de la berlina, mientras su acompañante gritaba: “¡A casa!”, y se colocaba después frente al doctor.

El carruaje emprendió una desesperada carrera por las calles casi solitarias, arrastrado por aquel par de fogosas bestias, a quienes cegaba la lluvia que el viento empujaba hacia sus ojos.

En el interior de la berlina, el criado, con su galoneada gorra en la mano, pues no quería cubrirse en presencia del doctor, miraba a éste con sonriente fijeza.

Su voz vino a sacar de pronto al doctor de las reflexiones en que parecía sumido, mientras miraba distraídamente las gotas de lluvia que se deslizaban por los vidrios de las portezuelas.

– Creo, señor doctor, que usted no me ha conocido.

Zarzoso le miró por algunos momentos, y después hizo un gesto negativo.

– Sin embargo – continuó el criado – , hace ya mucho tiempo que nos conocemos, sólo que este traje que ahora visto y los modales propios de la profesión, desfiguran mucho al hombre. Míreme usted bien. ¿De veras que no me conoce?

Zarzoso volvió a hacer otro ademán negativo, y entonces el criado dijo alegremente y con expresión de confianza:

– Pues bien, don Juan; yo soy Pedro Martínez, el antiguo asistente de don Esteban Alvarez, aquel Perico que usted conoció allá, en París, en la calle del Sena.