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La araña negra, t. 9

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EPILOGO

Eran las cinco de la tarde y la calle de Alcalá presentaba el brillante aspecto propio de la principal arteria de una gran ciudad, a la hora en que la aristocracia comienza su día y tumbada en el fondo de sus carruajes se deja conducir con el suave balanceo de los muelles al paseo, donde se saludan y se dirigen sonrisas las gentes que se ven diariamente en todos los puntos de diversión y esparcimiento.

La tarde era espléndida. El sol de la primavera campeaba en un cielo azul matizado por jirones de blancos vapores, y la hermosura de la tarde parecía comunicarse al alma de las gentes que discurrían por las aceras con cierta expresión satisfecha mirando los carruajes que pasaban veloces por el centro de la calle.

Era el primer día que el antiguo asistente de don Esteban Alvarez se sentía un tanto alegre después de la muerte de la condesa de Baselga, ocurrida ocho meses antes.

Esta desgracia le había sumido en una melancolía horrible, y cuando volvió del cementerio, después que el féretro fué sepultado en el panteón de los Baselgas, aquel pobre hombre se juzgó ya solo en el mundo y sin un ser que le conociese.

El cuidado de la infeliz enferma fué su última ocupación grata; después de esto, su corazón quedaba muerto, y cayendo en una espantosa misantropía, el infeliz se creyó en un desierto, donde era imposible que encontrase más seres que excitasen su cariño y que no correspondieran a su afecto con una terrible indiferencia.

La indignación que había mostrado junto al cadáver todavía caliente de María, y las sordas amenazas que profirió contra la baronesa y Ordóñez, hicieron que el mismo día del entierro fuese despedido de la casa.

El pobre Pedro vivió miserablemente con sus escasos ahorros durante un par de meses, y al fin pudo encontrar una colocación modesta, que apenas si le daba para comer.

Aquel hombre sencillo y leal, al considerarse tan completamente solo en el mundo, acogía la vida como una carga pesada que había de sobrellevar forzosamente.

No podía acostumbrarse a vivir en tan completa soledad, pues hacía ya muchos años que su existencia se deslizaba siempre al lado de un ser querido. Primero tenía a don Esteban Alvarez, que era el objeto de todas sus atenciones; después le habían ocupado los cuidados que debía dedicar a aquella infeliz joven, cuyo organismo estaba minado por la tisis; y ahora, al contemplarse sólo, sin otra ocupación que la de ganarse el pan, y arrojado en el seno de una sociedad indiferente, el desgraciado Pedro, a pesar de que gozaba de absoluta libertad, se creía aún en la época de su juventud, en que, por salvar a su amo, fué herido, hecho prisionero y conducido a Ceuta, donde se vió en absoluto aislamiento.

El antiguo asistente tuvo noticia de cuanto ocurrió en la familia a quien servía después de la muerte de la condesa.

La baronesa de Carrillo, que heredó toda la fortuna de su sobrina, habíala cedido a los padres jesuítas, quienes se apresuraron a vender el hotel del paseo de la Castellana y los demás inmuebles de que constaba la herencia, y a realizar los títulos que representaban el resto de aquel respetable capital.

Doña Fernanda, limitada a la pequeña fortuna que había heredado de su madre, la intrigante Pepita Carrillo, y que era suficiente para sus modestas necesidades, dedicábase ahora con más entusiasmo que nunca a su propaganda devota, y pasaba la mayor parte del año fuera de Madrid, visitando conventos y organizando en provincias cofradías de damas aristocráticas.

En cuanto a Ordóñez, sin otro auxilio ya que la protección del padre Tomás, hacía su vida de soltero y ocupaba un lindo entresuelo, gastando con la prodigalidad de siempre el producto de lo que había podido sustraer a la voracidad de los jesuítas, así como lo que le proporcionaba su antiguo crédito, pues no había perdido la costumbre de contraer deudas.

Pensando en la rapidez con que se había deshecho tan grande fortuna entre las manos de los jesuítas, subía Pedro la calle de Alcalá, con paso lento, pues aún le quedaba tiempo para acudir a su cita.

Dos días antes había experimentado una inmensa alegría, que rompió la abrumante soledad que le rodeaba, demostrándole que aún quedaban en el mundo seres que le reconocían y que le daban el título de amigo. A la puerta de un café le detuvo un caballero joven, echándole los brazos al cuello y celebrando con ruidosas carcajadas el inesperado encuentro.

Era Agramunt, el revolucionario Agramunt, que había regresado a España en virtud de una ley de amnistía que acababa de dar el Gobierno, y que antes de volver a Barcelona deteníase en Madrid algunos días para cumplir ciertos encargos políticos.

Aquellos antiguos amigos, que tantas cosas tenían que contarse, pasaron horas muy felices recordando el pasado, y apenas terminaban sus ocupaciones iban a buscarse inmediatamente para pasar la noche juntos, hablando de Zarzoso, de Alvarez, de su desgraciada hija, y de todas cuantas personas conocían, aunque sólo fuera de oídas, por haber intervenido ellas en tan triste historia.

Como Agramunt tenía dinero, convidaba generosamente a su antiguo amigo, y aquella tarde Pedro iba en su busca para dar un paseo juntos, antes de ir a comer a Fornos.

En la esquina del Suizo se encontraron los dos amigos, y cogiéndose familiarmente del brazo, emprendieron la marcha hacia el Retiro.

A los pocos pasos llamóles la atención un hombre de aspecto elegante, que pasó galopando sobre un hermoso caballo inglés, y mirando a todas partes con expresión de superioridad insolente y desdeñosa.

– Mire usted, Agramunt – dijo Pedro tocando con el codo a su amigo – . ¿No quería usted conocer a Ordóñez? Pues, ése es.

– ¡Ah, bandido! – exclamó el joven escritor con amargura – . Ahí va orgulloso como un rey, saludando a las gentes, que se apresuran a contestarle, y, sin embargo, muchos asesinos mueren en el patíbulo con menos causa que él. ¡Qué sociedad ésta!

Los dos amigos, al llegar frente a la iglesia de San José, se detuvieron, pues Pedro, que tenía muy buena vista, señalaba con un gesto a una señora vestida de negro, que, bajando de una modesta berlina, se disponía a entrar en el templo.

– Aquélla es la baronesa. Es tan mala como ese Ordóñez; pero, al menos, por pudor, sabe fingir y aún lleva luto por la muerte de su sobrina. No es como el botarate del marido, que un mes después de fallecer la condesa, ya se presentaba en público, divirtiéndose sin escrúpulo alguno y haciendo el amor a cuantas mujeres le gustaban. A pesar de esto, si me diesen a escoger entre la baronesa y el sobrino…

– No te quedarías con ninguno – interrumpió Agramunt – ; y comprendo que tal hicieras, pues la vieja debe ser más terrible que el botarate de Ordóñez, porque, según tengo entendido, ella es la mejor agente que tienen los jesuítas.

Los dos amigos estaban de espaldas a la acera, y al volverse rápidamente, tropezaron con un anciano que, con el sombrero de copa hundido hasta las cejas, la cabeza baja, moviendo el bastón de un modo extravagante y murmurando incoherentes palabras, marchaba con lento paso.

El viejo contestó con un gruñido feroz y una mirada irritada al empujón de aquellos dos hombres, y siguió su camino lentamente, mientras que Pedro se estremecía diciendo al oído de su amigo con voz ansiosa:

– Mírele usted bien. ¿Le conoce?, ¿le conoce?

– ¿Quién es? – contestó con extrañeza Agramunt.

– El viejo doctor Zarzoso; el tío de nuestro desgraciado amigo don Juan.

– Hablémosle. Tal vez se alegre ese pobre viejo de conocer a quien fué tan amigo de su sobrino.

– No – contestó Pedro con acento triste – . Tal vez nos arrepentiríamos de revivir en el anciano penosos recuerdos. El pobre doctor, desde aquella mañana en que le llevaron a su casa el cuerpo de su sobrino asesinado por Ordóñez, perdió casi por completo la razón, y si en la actualidad no le tienen encerrado en el mismo manicomio que él fundó, es porque su locura es pacífica y no da a nadie el menor motivo de queja. Va por todas partes lo mismo que usted lo ve ahora, y si alguien le habla, él contesta incoherentemente; su manía es que las leyes deben reformarse y que es un absurdo que la sociedad, mientras castiga al hombre de blusa que ebrio y rabioso mata a la puerta de una taberna, tiende su mano protectora sobre el hombre distinguido que ante cuatro amigos atraviesa de una estocada a un semejante.

– Pues no discurre mal el viejo doctor – dijo Agramunt – . Me parece que él es cuerdo, y que los locos son los que se burlan de sus palabras.

– Ha perdido por completo la memoria – continuó Pedro – . Cuando le hablan de su sobrino escucha con gran extrañeza, y en vez de contestar ríe de un modo que causa miedo. ¡Ay, amigo Agramunt! ¡Si usted viera qué pena causa en todos los que tratan al doctor ese estado de imbecilidad en que ha caído, un hombre tan sabio e ilustre!..

Los dos amigos permanecieron inmóviles durante mucho rato, siguiendo con la vista al pobre loco que se alejaba lentamente, y cuando éste se confundió con los demás transeúntes, ellos volvieron a emprender la marcha, cabizbajos y visiblemente emocionados por aquel doloroso encuentro.

Agramunt pensaba en las crueldades de la fatalidad que ocasiona a los humanos tan terribles tristezas.

Estaban ya frente al ministerio de la Guerra y junto al palacio del Banco de España, todavía en construcción, cuando les hizo detener el paso un grupo de curiosos, en el centro del cual se movían los kepis de los guardias de Orden público.

– ¿Qué es eso? – preguntó Agramunt a su compañero, que se había adelantado para enterarse de lo que ocurría.

– Poca cosa. Han prendido a un ladrón que intentaba robarle el reloj a un caballero; ahora lo están atando… ¡Ya se lo llevan!

Y abriéndose el curioso grupo, apareció un hombre mal vestido, pálido, con el pelo pegado a la frente por el sudor, y con todas las señales de haberse resistido fieramente antes de entregarse en manos de la Policía. Llevaba los brazos atados por detrás, y los guardias, enfurecidos sin duda por la anterior resistencia, le empujaban rudamente.

 

Aquella escena vino a aumentar aun la triste impresión que experimentaban los dos amigos, y doblando la esquina entraron en el Prado, al mismo tiempo que, viniendo en dirección contraria, se cruzaban con ellos dos sacerdotes: uno joven y de rostro insignificante que miraba humildemente al suelo, y otro que iba a su derecha, viejo, erguido y fijando en todos los transeúntes sus ojos curiosos e investigadores.

– ¡Vive Dios! – exclamó Pedro – . Esta tarde abundan los encuentros. Ahí tiene usted al padre Tomás Ferrari.

Agramunt contempló con curiosidad no exenta de ira al viejo jesuíta, que se alejaba majestuosamente, convencido de su inmenso poder, y contestando con sonrisas protectoras a los saludos respetuosos que le dirigían algunos transeúntes.

Agramunt sonreía con amargura, avanzando con su amigo por el centro del Prado.

– Ahí tienes lo que es el mundo, amigo Pedro. La sociedad acosa como a una fiera al ladrón que roba un reloj, tal vez por hambre, y en cambio saluda y presta homenaje a otro ladrón, que ha estado preparando un robo de millones durante muchos años, y que para realizar su plan no ha vacilado en premeditar asesinatos y en realizarlos con irritante alevosía.

El joven dió algunos pasos, sumido en el silencio propio de un hombre que reflexiona, y añadió después:

– Verdaderamente resultan admirables, por lo grandes, esos bandidos negros. ¡Qué sublimidad para el mal tiene el jesuitismo! Para los obreros de la sagrada Compañía la palabra imposible carece de sentido. El desaliento es cosa desconocida entre ellos, y con tal de realizar sus planes a la sordina y sin escándalo, disponen de los años y de los siglos con la misma indiferencia que nosotros disponemos de los minutos. Su fuerza es siempre igual, y si cae uno en sus filas, no tarda en ocupar otro su puesto. El mundo está en peligro: la libertad y el progreso serán palabras vanas que representarán cosas inestable mientras siga en pie esa sombría institución que dispone de los primeros tesoros del mundo, aumentándolos cada vez más, y de hombres sumisos e inconscientes que se mueven como máquinas y marchan rectamente a su fin, seguros de que a la corta o la larga han de lograr su objeto. La tiranía imperante los protege; no contentos con disponer de las clases privilegiadas, intentan hoy seducir al pueblo, y si esto continúa por algunos años, llegará el momento en que la libertad caerá anonadada, y cual otro Juliano “el Apóstata”, dirá con desaliento al hombre que en la historia simboliza la reacción: “¡Venciste, Loyola!”

Calló el escritor, y agarrando de un brazo a su amigo, detúvose sin darse cuenta exacta de lo que hacía.

Sus ojos, con cierta expresión propia de un inspirado, miraron al horizonte cubierto de vapores, que adquirían un tinto rojo, bañados por los últimos rayos del sol.

Aquel resplandor de incendio de que parecía empapado el horizonte, entusiasmó al revolucionario.

– Mira, Pedro, mira bien. Ese incendio del cielo es la imagen del porvenir. El fuego todo lo purifica, y en la actualidad resulta el único remedio. Sé muy bien que Torquemada sentía estas ideas y las aplicaba en favor de la reacción. Pues bien, el mundo necesita hoy un Torquemada en sentido inverso, que queme al presente, no en nombre del pasado, sino en el del porvenir. Mira bien, ¡qué alegre resplandor! Un fuego que todo lo devore, una inquisición que respete a las personas, pero que convierta en cenizas todas las instituciones del presente… ¡he ahí el más bello porvenir para la Humanidad!

Y el joven revolucionario, como si le asaltase la idea de que aún estaba lejos aquella solución anhelada y esto despertase su ira, cerró los puños convulsivamente y miró otra vez al cielo, murmurando con voz anhelante, como si hablase con un ser invisible:

– Pero ¿cuándo te decidirás a barrer tanta podredumbre? ¿Cuándo darás el gran escobazo?

FIN DE “LA ARAÑA NEGRA”