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La araña negra, t. 9

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II
La última advertencia

Cuatro días después de aquella tarde en que Pedro hizo su revelación a la condesa, en el momento en que los relojes del hotel daban las ocho de la noche, bajaban la pequeña escalinata del edificio el elegante Ordóñez y el padre Tomás, conversando amigablemente.

El jesuíta tenía el mismo aspecto de siempre, y en cuanto al marido de la condesa, un sombrero de “clac” y el gabán abrochado para ocultar el traje de etiqueta, daban a entender que pensaba pasar la noche en alguna fiesta del gran mundo.

Los dos hombres siguieron la ancha avenida que, partiendo el jardín del hotel, conducía a la verja, fuera de la cual esperaban dos carruajes, y al llegar a un espacio donde no alcanzaban las luces de las dos farolas que adornaban la puerta del edificio, el jesuíta se detuvo, cogiendo suavemente a su protegido por un brazo.

– Mira, Paco – le dijo con entonación de consejero bondadoso – ; harías muy bien en no salir esta noche de casa o al menos en volver cuanto antes. No sé por qué, me parece que esta noche va a ocurrir lo que tanto tememos y que tu esposa no verá el sol de mañana. Ya ves que, al menos por el buen parecer y para que no murmure la gente, conviene que tú permanezcas esta noche al lado de María cumpliendo tu deber de buen esposo.

– Pero, padre, ¡si María no morirá esta noche! Hace usted mal en alarmarse tanto. Los enfermos de tisis son como esas luces que se apagan lentamente, y cuando uno cree que ya están extinguidas, vuelve a surgir la llama y aún alumbra trémula y vacilante por mucho rato.

– ¿Qué ha dicho el médico esta tarde?

– La verdad es que la ha dado ya por muerta y ha dicho que de un momento a otro sobrevendrá el fin.

– ¿Ves como debes quedarte?

– Sí, pero tengo la confianza de que María ha de llegar a mañana, aunque sólo sea para desmentir al médico. La tisis tiene sus bromas.

– Pues ten la seguridad de que esas bromas las reserva para ti, que tan convencido pareces de que tu esposa llegará a mañana. Créeme, Paco: quédate esta noche en casa, o si es que tienes verdadera precisión de salir, regresa pronto, para que la gente murmuradora no pueda decir nada contra ti.

– Volveré a las dos de la mañana; antes me es imposible. Tengo precisión de asistir esta noche al baile de la Embajada francesa.

– ¡Desgraciado! ¿Teniendo a tu esposa tan grave te atreves a ir a un baile? ¿No comprendes que la sociedad murmurará con sobrada razón y que tú perderás con ello el escaso prestigio que te queda?

– ¡Bah! La gente está ya acostumbrada a verme en todas partes teniendo a mi mujer enferma y no se fijará esta noche en mí, pues todos ignoran que María se halle tan grave. En las enfermedades lentas la gente se cansa de preguntar y acaba por olvidarse del paciente. Además, reverendo padre, es un compromiso de honor el que yo acuda esta noche a ese baile.

– Lo sé, desgraciado; lo sé todo. No creas que ignoro que en la actualidad haces el amor a la esposa de uno de los empleados de la Embajada; una francesa que te sorberá el poco seso que te queda.

Ordóñez, a pesar de su ligereza fría y aristocrática, que se cifraba especialmente en no asombrarse de nada, no pudo evitar un gesto de extrañeza al oír tales palabras.

– ¿Cómo sabe usted eso, padre Tomás?

– ¡Bah! No te creía capaz de asombrarte por tan poco. Yo sé todo lo que hacen mis amigos. Ya sabes que mi despacho es como un fonógrafo, que me repite todas las palabras y hasta los actos de cuantos amigos tengo esparcidos por el mundo. Hay pocas cosas que yo no sepa.

Los dos hombres quedaron silenciosos y avanzaron algunos pasos con dirección a la verja.

Ordóñez se detuvo al ver que el jesuíta se plantaba mirándole con sus ojos fríos e interrogadores que parecían llegar al alma.

– Mira, muchacho – dijo con severa superioridad – . No sólo conozco a fondo la vida de mis amigos, sino que leo en su pensamiento y adivino todo cuanto se proponen hacer en contra mía. Ha llegado el momento de que hablemos claro: ninguna ocasión mejor que esta.

– Diga usted, reverendo padre – murmuró Ordóñez, algo alarmado al notar el giro que tomaba la conversación.

– Pues bien, te hablaré claro. Tu esposa va a morir y ha llegado el momento de que se cumpla el pacto que hicimos antes de que te casases.

– ¡El pacto!.. ¿Qué pacto es ése, padre Tomás? – dijo Ordóñez con expresión distraída, como si fuese en busca de un recuerdo que se le escapaba.

– Eso es; hazte el olvidadizo. ¿No te acuerdas ya, angelito? – contestó el jesuíta con sarcástica ironía – . Veo que eres muy desmemoriado; pero, afortunadamente, yo, como te decía, leo en el pensamiento de los amigos y te ayudaré a recordar, diciéndote que a la hora en que me dé la gana, a pesar de tu lujo, de tus brillantes relaciones y de tu fama de hombre elegante y calavera, puedo enviarte a presidio. ¿Te acuerdas ahora?

– Vuestra paternidad tiene un modo terrible de recordar las cosas.

– Es porque tu memoria resulta como uno de esos caballos maliciosos que remolonamente se niegan a andar. Conviene darle algún latigazo para que se avive.

– Bien, padre Tomás; me acuerdo del pacto; ¿qué quiere usted de mí?

– Sabes que con arreglo al último Código civil, tus derechos de marido te hacen heredero en usufructo de la mitad de la fortuna de tu mujer.

– Ya sé, reverendo padre; ¿qué es lo que usted quiere advertirme?

– Conforme al trato que hicimos los dos, antes de que tú te casases con María, debías limitarte a gastar sus rentas, y te quedaba prohibido inducir a tu esposa a que enajenase la más mínima parte de su capital.

– Así lo he hecho, reverendo padre. No tendrá usted queja de mí en este punto y creo estará satisfecho.

– No del todo, pues en ciertas ocasiones has gastado algo más que las rentas, embrollando con esto la administración de tu casa; pero no me quejo de estos pequeños excesos. Al fin, así y todo, te has portado con bastante prudencia si se tienen en cuenta tus antecedentes de hombre desordenado.

– ¿Y qué es lo que quiere usted ahora?

– Que se cumpla lo convenido en nuestro pacto, renunciando tú a la parte que te corresponde en la herencia de tu mujer.

Ordóñez se atusó el erizado bigotillo con marcado aire de indignación.

– Padre Tomás, eso es muy duro. No resulta razonable tal exigencia.

– Pues así ha de ser.

– Fíjese vuestra reverencia en que sólo se trata de un usufructo. El día menos prensado me ataca una pulmonía o me dan una estocada en un desafío, y entonces esa parte de la fortuna de mi mujer irá a parar, sana y sin detrimento alguno, a manos de quien corresponda.

– La baronesa de Carrillo es vieja, y, además, no está para esperar a que tú mueras.

– ¡Ah! ¿Conque es doña Fernanda la que ha de heredar toda la fortuna de mi mujer? – preguntó el elegante, con una expresión de incredulidad que no procuró disimular.

– Sí, la baronesa heredará a su sobrina, y ya que pareces dudar de mis palabras, para que no creas que aquí se encierra algún misterio o alguna negociación censurable, te diré toda la verdad. La virtud no necesita recatarse de nadie. La baronesa herederá a tu mujer e inmediatamente traspasará la fortuna a manos de nuestra santa Compañía, para que ésta la emplee en obras de caridad y en hacer propaganda para “la mayor gloria de Dios”. Es una promesa que doña Fernanda ha hecho al Altísimo. Ya comprenderás que en un asunto tan sagrado y que directamente interesa a Dios, tu, pobre criatura humana, no debes oponer tu mezquina voluntad.

Ordóñez, a pesar de que hacía esfuerzos por conservar su exterior indiferente y desdeñoso de hombre elegante y despreocupado, que tantos triunfos le valía en la alta sociedad, sentía hervir en su anterior el fuego de la ira.

– Pero eso es robarme mis derechos de marido – dijo, no pudiendo contenerse.

– ¿Robar? – contestó el padre Tomás con su imperturbable frialdad – . Dura es la palabreja, pero ya que la has dicho, la acepto y contesto que antes has robado tú a otros con escrituras falsas y firmas falsificadas. Por esto mismo puedo enviarte a presidio a la hora que quiera, y esta hora llegará inmediatamente, si te niegas a obedecer mis órdenes.

Ordóñez conocía perfectamente a su protector, y sabía que era imposible que éste retrocediese así que adoptaba una resolución. Además, el elegante, viviendo con lo que le proporcionaban las rentas de su esposa, había perdido su ductilidad de aventurero y no era capaz de humillarse pidiendo misericordia a aquel hombre terrible, que se mostraba sordo a los ruegos que le contrariaban.

El aristócrata resistió su desgracia con dignidad, y únicamente se dignó hablar de su porvenir.

– Y si yo renuncio a mis derechos, ¿qué sería de mí, padre Tomás?

– Permanece tranquilo, que renunciando a la herencia sirves a la Compañía y ésta jamás olvida a los que le son fieles. Aquí estoy para protegerte. No vivirás con el mismo esplendor que ahora, pero te sostendré en una posición que corresponda a tu rango, y ¿quién sabe si encontraré para ti otra mujer con algunos millones de dote?

Estas palabras no parecían tranquilizar mucho a Ordóñez, y por esto el jesuíta se apresuró a añadir:

– No puedes quejarte de mi protección. Antes de casarte vivías entrampado, sin tranquilidad alguna y próximo a caer en la deshonra. Te tendí la mano, te libré del precipicio, has vivido algunos años derrochando como un potentado, y ahora, al morir tu mujer quedarás en la misma situación de antes, aunque con la ventaja de no tener deudas y de contar con mi protección, que será más eficaz y segura. ¿De qué te quejas, pues?, ¿has hecho acaso un mal negocio?.. Cree que me irrita tu ingratitud.

El jesuíta dijo estas últimas palabras con expresión de disgusto, y durante largo rato permanecieron silenciosos el protector y el protegido.

 

– Vamos a ver – dijo el padre Tomás, cansado por aquel silencio – . Decidámonos pronto. ¿Renuncias a la herencia? ¿Cumples la palabra que me diste?

Ordóñez hizo un gesto de desesperación en la sombra. ¡Siempre cogido!, ¡siempre a merced de aquel hombre, a pesar de la fama de listo que a él le concedían en la alta sociedad!

Había que conformarse forzosamente, y Ordóñez tendió su mano al jesuíta en muestra de aprobación, y murmuró:

– De usted es toda la fortuna de María.

– Conforme. Quedo agradecido a tu desprendimiento, y te prometo no abandonarte nunca. Ahora vámonos, pues se hace tarde y los dos tenemos ocupaciones apremiantes. Procura volver pronto a casa, pues esta noche ocurrirá el suceso que esperamos.

Los dos hombres atravesaron la verja, y después de estrecharse la mano, subieron a sus respectivos carruajes, el uno para dar un vistazo al Casino, antes de ir al baile, y el otro para volver a trabajar en aquel despacho, que era como el centro del horrible embudo formado por la telaraña jesuítica que envolvía a toda la península.

Ninguno de los dos miserables que con tanta frialdad habían estado hablando sobre la próxima muerte de María volvió la cabeza para lanzar una mirada de compasión a aquella ventana, que sobre la oscura fachada del hotel destacábase débilmente, bañada en una luz pálida, velada e indecisa. Los millones de la agonizante era lo único que ocupaba su pensamiento.

Los dos carruajes se alejaron en distintas direcciones, separando a aquellos dos compadres de crimen que se aborrecían mutuamente.

– ¡Vive Dios! – decía Ordóñez en voz alta y rugiente, que tal vez era oída por sus cocheros – . Ese tío es un ladrón que me tiene cogido por las orejas. Si algún día se me presenta ocasión, le había de meter un palmo de acero en el vientre.

Mientras tanto el padre Tomás murmuraba en el interior de su berlina, con acento de hipócrita escandalizado:

– Abandona a su mujer para ir a hacerle la corte a otra, y tal vez la pobre condesa haya entrado ya en el período de agonía. Siempre le he tenido por un canalla; pero no me imaginaba que su cinismo fuese tanto.

III
La muerte de María

La condesa moría lentamente en aquel gabinete elegante, donde había pasado toda su enfermedad.

Se veía casi abandonada de los suyos, mas no por esto se consideraba sola, pues la rodeaban hermosos recuerdos que parecían endulzar sus últimos instantes.

Las sombras de su hijo, de don Esteban Alvarez y del infortunado Zarzoso, aquellos tres seres queridos a los que pensaba encontrar más allá de los umbrales de la muerte, parecían rodear su lecho y animarla con invisibles sonrisas en tan supremo trance.

María sabía ya toda la verdad sobre su pasado.

El fiel Pedro, no sólo había relatado la historia de su padre, sino que justificó a Zarzoso, haciéndola saber la repugnante maquinación que contra él se había urdido allá en París, para lograr que María le aborreciese por su infidelidad manifiesta, que era más obra de las circunstancias y de pérfidas intrigas que de su propia voluntad.

La condesa, gracias a las revelaciones de su criado, conocía ya la terrible participación que los jesuítas, y en especial el padre Tomás, habían tomado en los asuntos de su familia, y por esto miraba con franco horror al reverendo padre y no ocultó la repugnancia que sentía cuando éste se aproximaba a su lecho.

La pobre joven, extenuada por la terrible enfermedad, cansada de un mundo que sólo le había proporcionado dolores y tristezas, y deseosa de sumirse cuanto antes en la sombra eterna, con esperanza de encontrar allí a su padre y a su antiguo adorador, con los cuales había sido injusta aunque sin voluntad para ello, caía impasible y sumisa, sin el menor intento de rebelión y limitándose a compadecer a aquellos hombres negros, que tanto daño la habían causado.

– ¡Les perdono! – murmuraba la pobre mártir – . Perdono a todos, a pesar de mis desgracias. Ellos también han de morir; ellos también se verán en el mismo trance que yo, y entonces de seguro que no experimentarán esta santa tranquilidad que ahora siento.

Y la infeliz perdonaba también mentalmente a aquel esposo ligero e infame, que era el autor de su infortunio, que había envenenado su sangre pura con los gérmenes de una terrible enfermedad adquirida en el vicio, y que en el momento supremo, no se cuidaba ni aun de fingir un dolor propio de las circunstancias y la abandonaba para ir a una fiesta donde indudablemente haría, el amor a otra mujer.

Sí, ella perdonaba a Ordóñez, a pesar de todas sus infamias, y no le causaba impresión alguna la cínica serenidad de aquel hombre sin conciencia, pues su pensamiento, su corazón estaba puesto en aquellos tres seres queridos, cuyas sombras parecíale ver vagar en torno de su lecho, para ayudarla a bien morir, y escoltar después su espíritu por las infinitas regiones de lo desconocido.

La condesa perdonaba también a su tía, aquella mujer irascible, fanática e hipócrita, que la había martirizado cuando niña, y que después, obedeciendo automaticamente órdenes superiores, la había entregado en brazos de un hombre corrompido, cuyos besos resultaban contagiosos y mortales.

Aquella misma baronesa, que estaba muy lejos de recelar lo que pensaba su sobrina, se hallaba en tales momentos cerca de su cama, sentada junto a una mesa sobre la que se erguía un hermoso crucifijo entre un par de cirios.

Doña Fernanda, arrastrada por sus preocupaciones devotas, no había tenido inconveniente alguno en amargar los últimos momentos de la enferma, aterrándola con todo el imponente aparato que el fanatismo guarda para tales casos.

María, que al fin había conocido quiénes eran los sacerdotes que la habían rodeado desde la niñez, aunque sin abandonar por esto las creencias religiosas en que la habían educado, se negó en absoluto a confesarse con el padre Tomás, desobedeciendo con ello las recomendaciones de la baronesa.

Esta se hallaba escandalizada por la tenaz negativa de su sobrina, y deseosa de que la próxima conquista de la muerte no careciese del refrendo de la religión, había montado un altar sobre una de las mesitas del gabinete, y sentada al lado de él, leía en voz baja un grueso libro de oraciones, mirando de vez en cuando a la enferma, que inmóvil y respirando penosamente, fijaba sus ojos en el techo como absorta en sus pensamientos.

A pesar de que, con esa falsa esperanza que nunca abandona a los tísicos, María aún creía que su fin estaba lejano, no quería mirar todo aquel aparato religioso montado por su tía, pues la horrorizaba, al par que le producía cierto despecho, la falta de consideración que mostraba la baronesa.

El silencio era absoluto en aquella habitación: una lámpara velada y las llamas de los dos cirios alumbraban el gabinete, formando en su centro un círculo de luz, más allá del cual todo quedaba en una densa penumbra.

Junto a la puerta, erguido e inmóvil cual una estatua, estaba el fiel Pedro esperando órdenes. La oscuridad que le envolvía no permitía a la baronesa el ver el gesto extraño, mezcla de compasión y de ira, que contraía el rostro del criado al contemplar a la pobre enferma.

Pedro se sentía con deseos de estrangular a aquella vieja bruja, como él llamaba a la baronesa, la cual, después de desatender a su sobrina en la época en que su enfermedad todavía era susceptible de curación, permanecía ahora a su lado para amargar sus últimos instantes con terroríficas muestras de devoción, impidiendo al paso que pudiera acercarse a la enferma, él, que era el único ser de aquella casa que sentía por la desgraciada algún interés.

La condesa pareció salir de su profunda meditación cuando uno de los relojes de la casa dió las diez.

– ¡Pedro! – dijo la enferma con voz débil.

Y al acercarse el criado, dióle a entender con un gesto lo que deseaba.

Aquél le trajo una rica capa forrada de pieles y la puso sobre los hombros de la condesa, que se había incorporado.

Después la enferma, mostrando sus extremidades devoradas por la consunción y que parecían los huesos de un esqueleto, bajó de la cama ayudada por los robustos brazos del criado, y apoyándose en él, llegó penosamente hasta un gran sillón que estaba colocado de espaldas al Cristo y a las dos luces de la baronesa.

María experimentaba la necesidad, que todos los tísicos sienten, de morir erguidos y fuera de la cama, que parece causarles horror.

Pedro, sin abandonar su actitud respetuosa, miraba fijamente a su ama y no podía ocultar la impresión de desconsuelo que le producía aquel rostro terroso, enjuto y consumido por la enfermedad. Veíanse en él los signos de una próxima muerte y sobre sus facciones parecía extenderse un denso velo que las ennegrecía.

Pedro recordaba lo que aquella tarde había dicho el médico sobre el próximo fin de la enferma y se afirmaba en la creencia de que la condesa moriría aquella misma noche. Extinguíase la vida en el interior de aquel organismo anonadado, y ya no quedaba en él más que un débil soplo vital que la permitía hablar, aunque con voz tan tenue que sólo podía oírse en aquel absoluto silencio.

– Pero tía – dijo débilmente dirigiéndose a la baronesa que estaba a sus espaldas – , ¿es que tiene usted deseos de que yo muera pronto y por eso me aturde con esas oraciones que murmura?

Este reproche, dicho de un modo dulce, hizo que la baronesa levantase su cabeza, en la que se marcaba un gesto de indignación.

– Mira, María – contestó con una severidad impropia de las circunstancias – . No quiero que una persona de mi familia vaya al infierno, y como tú te niegas a ponerte bien con Dios, yo me encargo de subsanar esta falta y le ruego al Señor que te reciba en su santa gloria, si no por tus méritos, al menos por los de otras personas de tu familia.

La enferma estuvo callada durante algunos minutos y después dijo con dulzura:

– Yo no necesito confesarme. He sido muy desgraciada en este mundo y no recuerdo haber hecho daño a nadie. He obedecido siempre a las personas que me han rodeado, creyendo firmemente cuanto me decían.

Calló la enferma breves instantes y añadió después con marcada intención, volviendo la cabeza y buscando con la mirada a su tía:

– ¡Ojalá no hubiese sido tan crédula y obediente! No hubiese sido tan desgraciada, y tal vez ahora me vería en diferente situación.

La baronesa no contestó, pues adivinaba un gran cambio en el carácter y las ideas de su sobrina, y no quería exponerse a que ésta, con la franqueza del que va a abandonar la vida, le dijese algunas verdades que forzosamente habían de resultarle amargas.

Volvió doña Fernanda a abismarse en la lectura de sus oraciones, afirmando los lentes de oro sobre su picuda nariz, y mientras tanto, la enferma, después de lanzar una mirada de gratitud a aquel criado, modelo de fidelidad y de abnegación, que parecía consternado al contemplar a su señora, volvió sus ojos al rincón más oscuro de su gabinete, y así permaneció impasible e inmóvil.

Transcurría el tiempo en aquella inercia silenciosa, que sólo turbaba el murmullo de los rezos de la baronesa y las llamas crepitantes de los cirios.

Los relojes del hotel daban sus campanadas para marcar el paso del tiempo, y a aquellas tres personas les parecía cosa de milagro la rapidez con que se sucedían las horas, pues absortas en sus pensamientos, creían que las horas se confundían unas con otras, según la frecuencia con que las escuchaban.

Pasaba el tiempo velozmente, y era ya más de media noche cuando la enferma pareció volver en sí de sus tristes reflexiones, y dirigió la palabra a su fiel criado, que seguía de pie, sin que la fatiga consiguiera rendirle.

En el rostro de la condesa veíase una expresión más animada que parecía presagiar el principió de un restablecimiento. Su cutis, antes tan pálido, estaba ligeramente coloreado, y su voz había adquirido nueva potencia.

La baronesa miraba a su sobrina con cierto asombro, no pudiendo explicarse cómo aquel cuerpo tan débil todavía tenía fuerzas para resistir la enfermedad; pero el criado se entristeció al notar aquella mejoría.

Sabía bien lo que significaba. El médico le había dicho que momentos antes de morir los que estaban enfermos de la misma dolencia que la condesa, experimentaban una rápida y fugaz mejoría.

Pedro, pues, veía próxima la muerte de su señora: muerte dulce y casi insensible, como la de todos los tísicos, y cual convenía a aquella pobre mártir que tanto había sufrido en vida.

Acababa de dar el reloj del gabinete la una de la madrugada cuando María se incorporó sobre los almohadones que Pedro había colocado en su sillón, y tendió sus brazos al fiel criado, agarrándose a sus hombros con la intención de levantarse y respirar mejor puesta en pie.

 

La capa se deslizó a lo largo del escuálido cuerpo y la enferma quedó en ropas menores, mostrando sus brazos enjutos y consumidos, capaces de inspirar lástima al más indiferente.

La condesa sosteníase agarrada a su criado, sin dar ninguna orden ni atreverse a andar. Su cuerpo se agitaba con un débil estremecimiento, y sus ojos, desmesuradamente abiertos y con expresión de angustia, miraban a aquel rincón oscuro, como si en él viera impalpables imágenes que en aquellos instantes atraían toda su atención.

– ¡Ah! ¿Estáis ahí? – murmuró con voz tan queda y débil como un suspiro – . ¡Hijo mío! ¡Juanito! ¡Papá! Allá voy.

Y sus manos soltaron los hombros del criado, mientras su cuerpo caía inerte en el sillón.

La baronesa se levantó de un salto, y el criado, tosca pero cariñosamente, agarró entre sus manos aquella cabeza que caía inerte sobre uno de los enflaquecidos y angulosos hombros.

No era posible dudar: la condesa había muerto.

Pedro contempló aquellos ojos desmesuradamente abiertos, vidriosos y empañados, que miraban todavía al oscuro rincón: la nariz, que adquiría un tinte negruzco, y aquella boca entreabierta y todavía contraída por una sonrisa sobrehumana, como si hubiese sido provocada por una visión hermosa, por la vista de la felicidad existente más allá de la tumba.

El aspecto horrible de aquel cadáver, miserable manojo de huesos y de piel, al que faltaba ya la misteriosa esencia que le hacía atractivo y aquel calor vital que rápidamente se iba desvaneciendo dejando al cuerpo cada vez más frío, trajeron a la realidad al pobre criado, que rugiendo de dolor, para desahogar su oprimido pecho, se arrojó a los pies del sillón y comenzó a besar con la furia de un loco una de las manos amarillentas y descarnadas.

– ¡Señorita!.. ¡señorita! – gritaba el pobre hombre, conmovido por aquel suceso, a pesar de que lo esperaba hacía ya mucho tiempo; y trastornado por su desesperación, echábase en cara el no haber salvado a la infeliz hija de su antiguo amo, el no haber velado por su vida tal como lo prometió en París, cual si el desdichado tuviera poder para combatir a la más terrible de las enfermedades.

Permaneció así postrado el infeliz Pedro, mientras tuvo fuerzas para llorar, y por fin, extenuado, debilitado y recordando que su deber le exigía algo más que entregarse al llanto, se levantó, abandonando aquella fría mano que cayó inerte sobre el brazo del sillón.

Cuando Pedro, puesto en pie, miró con extrañeza a su alrededor, vió agrupados en la puerta a la baronesa y a Ordóñez, mirando con espanto casi supersticioso aquel cadáver hundido en el sillón, que parecía aún más repugnante por las desnudeces descarnadas y angulosas que dejaba al descubierto.

El marido de la condesa conservaba todavía su traje de etiqueta, pues acababa de llegar del baile.

Había vuelto una hora antes de lo que había prometido. No se diría que era un esposo incorrecto y desatento con su mujer. Aún había llegado a tiempo para ver el cadáver de su esposa… ¡Dios mío!, ¡cuán fea era la muerta! Ver aquellos hombros que con sus rígidas puntas parecían romper la piel, cuando aún los ojos guardaban el recuerdo de los hermosos escotes contemplados en el baile, resultaba un contraste extraño, una visión dolorosa que él sufría como buen marido, aunque convencido de que nadie le agradecería tan terrible sacrificio.

En cuanto a la baronesa, estaba también conmovida por la fealdad de la muerte. Era ya vieja, su fin estaba próximo, y aunque por sus aficiones devotas estaba en relación amistosa con Dios y los bienaventurados, contando como seguro su ingreso en la corte celestial, no por esto dejaba de producirle una impresión anonadadora el espectáculo de la muerte.

Además, sus gustos y sus delicadezas de persona distinguida sublevábanse a la vista de un cadáver, y comenzaba a encontrar que en aquel gabinete existía un olor especial que hería e irritaba su aristocrático olfato.

El rudo y fiel criado a quien la reciente desgracia había hecho olvidar lo que era y representaba en aquella casa, lanzó una mirada altiva e interrogadora a la baronesa y a Ordóñez, esperando que éstos se acercasen al cadáver; pero al ver que permanecían inmóviles, levantó los hombros con expresión desdeñosa y de desprecio, y agarró el inanimado cuerpo para conducirlo a la cama.

Anduvo algunos pasos cargado con aquel cadáver que pesaba menos que un niño, oprimiéndolo contra su pecho con expresión cariñosa y paternal y procurando que la inanimada cabeza descansase sobre su hombro. Los caídos brazos golpeaban suavemente sus rodillas, como si la muerta acariciase cariñosamente al único ser que había hermoseado los últimos días de su existencia con un poco de amor y abnegación.

Al llegar cerca de la cama, el criado volvió la cabeza, con instintivo impulso, y al ver a los que estaban en la puerta no pudo ahogar una exclamación de sorpresa.

La baronesa de Carrillo aspiraba con codicia el contenido de un bote de perfume, mientras que en honor a las circunstancias hacía esfuerzos porque asomasen algunas lágrimas a sus ojos; y el lindo Ordóñez se tapaba la cara con las manos para llorar, pero lo que agitaba su cuello no era el estertor del llanto, sino el escalofrío de la repugnancia y de la náusea.

El honrado Pedro sintió que en su interior despertaba una indignación feroz y que, a no tener sus brazos ocupados en el cadáver, le hubiese arrastrado al homicidio. Pensó en el pasado, en que aquella vieja aristocrática y aquel aventurero distinguido eran los principales causantes de la muerte de María, de aquella joven infortunada nacida bajo el peso de una fatalidad y que había atravesado la vida pagando cada minuto feliz con interminables años de dolor; y olvidando su condición de criado, pensando únicamente en que en tal momento representaba al pobre padre muerto allá en París y a todos los Baselgas caídos, uno tras otro, en la inmensa red de la negra araña jesuítica, fijó sus ojos centelleantes en la tía y el sobrino, y con voz ruda, atronadora, como si saliese de la boca de un dios vengador, les apostrofó diciendo:

– ¡Canallas! ¡Tienen asco!