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La araña negra, t. 9

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Calló Pedro y en su frente contraída adivinábase el esfuerzo mental que estaba haciendo para encontrar palabras y comparaciones, que retratasen fielmente lo que en la vida había sido su antiguo amo.

– ¿La señora condesa ha leído “Los Tres Mosqueteros”?

Hay que advertir que la célebre novela de Dumas era para el antiguo asistente la mejor de las obras conocidas, la producción maestra de la inteligencia humana, pues experimentaba goces infinitos enterándose de las intrigas y contando las estocadas y estupendas pendencias de que se componía el libro.

Por esto, cuando la condesa contestó afirmativamente a su pregunta, se apresuró a añadir con satisfacción:

– Pues bien, señora condesa; mi amo era una exacta copia de aquel caballero Athos que aparece en dicho libro. Era valiente, noble y sabio como él y quería a su asistente con delirio; pues yo, más que un criado era un respetuoso amigo, un fiel acompañante en toda clase de aventuras. Nos queríamos mucho, señora condesa; como tal vez nunca en la vida se hayan querido dos hombres.

Detúvose Pedro, y después de lanzar una rápida mirada a su señora, añadió bajando los ojos:

– Tengo la seguridad de que si la señora condesa hubiese llegado a conocerlo también le hubiese concedido su amistad. ¡Qué hombre aquél! – continuó el criado en un rapto de entusiasmo y animándose su voz y sus gestos – . ¡Cómo exponía su vida para salvar a un amigo!.. ¡Aún recuerdo como si acabase de suceder, lo que nos ocurrió en Africa!

– ¿Y qué fué ello? – preguntó María, que, ansiosa por distraerse, deseaba que su criado le contase algo que despertara su curiosidad.

– No fué ningún asunto de verdadero interés que pueda entretener agradablemente a la señora condesa. Nada… un lance de los muchos que tiene la guerra. ¿Se empeña la señora condesa en que lo cuente?.. Pues fué que yendo con mi amo, en la compañía de guías que se había formado por orden del general Prim, una mañana marchamos a la descubierta, delante de la vanguardia del ejército. Componíase la compañía de gente muy distinguida: licenciados de presidio, aventureros de mala especie, gente, en fin, de pelo en pecho, de cuyo mando se había encargado mi amo, ganoso siempre de estar en el puesto de mayor peligro, donde se conquistara la gloria a fuerza de balazos y cuchilladas. Como gente valiente, y por tanto confiada, nos adelantamos demasiado a la vanguardia, el ejército nos perdió de vista, y en esta disposición, abandonados de todos, sin más auxilio que el de Dios, cincuenta hombres que éramos, caímos en una emboscada, y de repente resonó una infernal gritería y nos vimos rodeados por un centenar de moros harapientos, feos como demonios. No había salvación para nosotros.

La pobre enferma atendía con una expresión propia del interés poderosamente excitado, y al ver que el criado se detenía como para coordinar mejor sus recuerdos, preguntó con impaciencia:

– ¿Y qué ocurrió después?

– A la primera descarga que hicieron los moros yo caí al suelo. Una bala perdida, después de chocar contra una piedra, vino a darme aquí, en la sien, donde todavía tengo una cicatriz, y me derribó, aunque sin hacerme perder el sentido. Al ver que tenía la cabeza manchada de sangre, creyéronme muerto, además de que la situación no era la más propia para atender a los que caían. La compañía, formando un apretado pelotón, comenzó a retirarse, haciendo un fuego horroroso, que no lograba tener a raya a aquel enjambre de moros. Yo, como ya he dicho, no había perdido el conocimiento y me daba cuenta exacta de mi situación. Tendido en el suelo, y con todo el aspecto de un muerto, pues aquella bala parecía haberme anonadado con su golpe, vi cómo retrocedían mis compañeros, y al mismo tiempo, cómo algunos moros al avanzar iban rematando con sus gumías a los que habíamos caído. ¡Aún me horrorizo cuando recuerdo aquello! Un negrote que parecía un gigante se acercó a mí con su yatagán desenvainado, para cortarme a cabeza, como ya lo había hecho con otros, pero en el mismo instante que su cuchilla brillaba sobre mis ojos, le vi caer exhalando un rugido de muerte, e inmediatamente me sentí cogido por los sobacos y levantado en alto. Era mi amo, que al verme próximo a perecer, había abandonado el pelotón que mandaba, y despreciando las balas y riñendo cuerpo a cuerpo con los más audaces enemigos, había llegado donde yo estaba, matando al negrazo de un tiro de revolver. Sosteniéndome con uno de sus hercúleos brazos, mientras con el otro se defendía jugando magistralmente su sable, intentó llegar donde estaban nuestros compañeros, cada vez más abrumados por la superioridad del número; pero le fué imposible, pues un grupo de moros nos cerró el paso. Mi amo apoyó sus espaldas en una roca, y esperó valientemente, con la desesperación del que va a morir.

– ¿Y cómo se salvaron los dos? – interrumpió la interesada condesa.

– Yo no sé cómo fué aquello; pero apenas mi amo, echando mano al revolver, disparó contra los que nos cercaban sus dos últimos tiros y cuando sus espingardas y sus yataganes se dirigían a nuestros pechos, les vimos huir perseguidos por un tropel de jinetes que pasaron a galope tendido, con las lanzas en ristre y gritando ¡viva España! Eran dos escuadrones de lanceros que Prim había enviado para salvarnos.

– ¡Ah!.. ¡Por fin! – exclamó María con la expresión del que se libra de un pensamiento angustioso.

– Sí, no salvamos en tan difícil situación; pero yo, antes de que llegase nuestra Caballería a sacarnos de tan apurado trance, cuando la muerte nos acechaba a pocos pasos, pronta a caer sobre nosotros, experimenté la más grata satisfacción que he sentido en mi vida. Miraba aquellas armas enemigas prontas a destrozarnos, y, sin embargo, me sentía feliz.

– ¿Cómo pudo ser eso?

– Cuando mi amo se consideró perdido, viendo el círculo de enemigos que nos estrechaba, dispúsose a morir, pero antes… ¡ah, señora condesa!, ¡todavía me conmuevo al recordar tal escena! El capitán me sostenía con su brazo izquierdo, y antes de defenderse a sablazos de los ataques de la morisma, me miró con unos ojos que aún parece estoy viendo; me contemplaba como mi pobre padre, cuando yo era niño, y él, que era todo un caballero, un grande hombre, un portento de valor y de sabiduría, me dió un beso en la ensangrentada frente, diciéndome con un acento que me llegó al alma: “¡Adiós, Perico! ¡Hermano mío! ¡Hasta que nos veamos en la Eternidad!” Yo no contesté, pues el golpe de la bala me había privado de mis facultades; pero aquella voz aún parece que la tengo en los oídos.

El criado quedó silencioso y meditabundo un buen rato, abismado en sus conmovedores recuerdos.

– Ya ve usted, señora condesa – continuó – que actos como los de mí pobre amo no se olvidan con facilidad.

– Sí que era un hombre notable el señor a quien usted servía. ¿Y murió en París?

– Sí, señora. Murió allí cansado de la vida, hastiado del mundo y abrumado por los desengaños y pesadumbres que habían llovido sobre él sin compasión alguna. Aquí en Madrid había desempeñado muy altos cargos cuando mandaba la República: en el Ministerio de la Guerra fué el dueño absoluto durante mucho tiempo, y, sin embargo, murió pobre: y él y yo, señora condesa, no siento rubor al confesarlo, hemos sufrido mucha hambre en París.

– ¿No tenía familia ese señor?

– La tenía, pero nunca quiso ésta reconocerle. Yo fuí para él toda su familia y quien se encargó de cerrarle los ojos, después de ser su fiel compañero durante treinta años.

– ¿Y cómo era que los suyos no le reconocían?

– ¡Ah, señora condesa! Es una historia muy triste la de mi pobre amo: una relación que parece propiamente una novela. Ante todo, mi amo, siendo capitán, y poco después de llegar de Africa, cometió la tontería de enamorarse locamente de una mujer perteneciente a una clase muy superior a la suya.

– ¿Era noble y rica?

– Era la hija de un conde millonario: una señorita muy hermosa que parecía corresponder al amor de mi amo; pero que al fin se portó con él con la mayor ingratitud.

– ¿Le abandonó?

– Sí. Mi pobre amo, estando en la emigración por primera vez, triste y en la miseria, supo que la mujer amada, aquella en la que él tenía una absoluta confianza, había dado su mano a otro hombre que por sus antecedentes y por su carácter era indigno de merecer tal honor.

– ¿Y qué hizo entonces el amo de usted?

– Mi señor debía haber olvidado a la mujer ingrata; pero no lo hizo así, porque la amaba mucho, y por algo dicen que el amor es ciego. Además aquellos amores sostenidos en secreto habían dado su fruto, y mi señor tenía una hija, una niña encantadora que constituyó en adelante su eterno pensamiento, su constante ilusión.

– ¿Y qué fué de esa hermosa condesa? ¿Vive todavía?

– No, señora. Murió hace ya muchos años.

– ¿Y la hija?

– La hija vive y es una de las más elevadas damas de Madrid.

– ¿Y conoció a su padre? – preguntó la condesa, que se iba interesando rápidamente por aquella historia, en la que adivinaba algo muy importante.

– Señora condesa – contestó Pedro, que temía decir demasiado pronto la verdad – ; mi amo no sólo fué desgraciado como amante, sino que como padre sufrió las mayores amarguras. Fué una historia muy triste la de sus relaciones con su hija, y francamente, como la señora condesa ha sido tan buena madre, y aún está conmovida por el recuerdo de su hijo, temo entristecerla con la relación de los sufrimientos de un padre infeliz.

– No, Pedro; hable usted sin cuidado. Me interesa mucho esa historia.

– Pues bien, señora condesa; mi amo ha muerto antes de conseguir que su hija le reconociera como a padre. Había nacido cuando su madre estaba unida a otro hombre y ella creía y sigue aún creyendo de buena fe, que éste último, de quien lleva el apellido, es su verdadero padre.

– ¿Y no consiguió nunca ese pobre señor acercarse a su hija, revelándole de viva voz el secreto de su nacimiento?

 

– Sí que lo intentó, pero sus gestiones resultaron siempre infructuosas. Hay que advertir, señora condesa, que sobre la familia de aquella otra condesa parecía pesar una terrible fatalidad. Un jesuíta ambicioso dirigía los asuntos de la familia para llevar poco a poco a todos sus individuos a la perdición, y éste fué el que hizo una cruda guerra a mi amo, comprendiendo que podía estorbarle sus planes. Tenía ciertas miras sobre la niña, una de las cuales era, sin duda, el arrebatarle su colosal fortuna, y por esto le interesaba que la hija no llegase nunca a conocer a su padre y que siguiese sola y abandonada, sometida a las órdenes que él quisiera dar y a la vigilancia de parientes fanáticos.

María se estremeció mirando fijamente el respetuoso rostro de su criado, para ver si adivinaba en él alguna intención determinada al decir tales palabras. Llamábale la atención el sorprendente parecido que comenzaba a encontrar entre aquella historia y la suya propia.

– ¿Y murió ese señor sin haber logrado que su hija le reconociera y sin que en el último instante de su vida recibiera de ella una frase de consuelo?

– Nada de esto. Mi infeliz amo murió en la más espantosa soledad, como antes he dicho, y puedo añadir que la ingratitud, que el desvío de su hija, fueron la principal causa de su muerte. Mi pobre viejo se imaginaba que el silencio de su hija obedecía al orgullo y al desprecio, y yo creo ahora que aquel silencio sólo era debido a que la hija desconocía la existencia de su verdadero padre. El comandante tenía, sobre todo, clavado en el alma un recuerdo cruel que acibaraba su existencia. Esa gente diabólica que por su interés tenía moralmente secuestrada a la pobre señorita, no se contentó con impedir que el padre llegase a ser reconocido por su hija, sino que hizo crecer a ésta que aquel hombre a quien debía la vida sin que ella lo supiera era un ser horrible, una especie de bandido monstruoso, que por un odio tradicional era el perseguidor de la familia, de generación en generación.

– ¡Ah! – exclamó la condesa con asombro al encontrar una circunstancia que aún hacía mayor la identidad entre aquella historia y la suya propia.

– ¿Y qué escena fué esa de que usted hablaba? – preguntó después la condesa con ansiedad que era ya visible.

El criado calló, mostrando una expresión indecisa, como si no se atreviera a decir a su señora las últimas palabras, que serían la solución decisiva del misterio, la revelación de toda la verdad; pero, al fin, se determinó a hablar con un violento esfuerzo de su voluntad.

– Señora, esa escena fué terrible, según la relataba mi pobre amo. Al caer la República no quiso marchar a la emigración sin antes ver a su hija, y se dirigió a Valencia para visitar a la niña, que estaba en un colegio dirigido por monjas. Aquel hombre, tan dulce como enérgico, después de algunos años de continua agitación, en que había expuesto cien veces su vida y derrochado la fuerza de su inteligencia, quería, antes de sumirse en la calma y la miseria de la emigración, dar un beso a su hija, oír de sus labios una palabra cariñosa, y con esto se conceptuaba ya con fuerzas suficientes para arrostrar todas las contrariedades y las tristezas del proscripto.

– ¿Y qué colegio era ese adonde se dirigió su antiguo amo? ¿Cuál era su título?

– Creo que se llamaba de Nuestra Señora de la Saletta. El pobre comandante fué allá; preguntó por su hija y no quisieron reconocerle, y cuando, a fuerza de ruegos y amenazas, consiguió que se la mostraran, entonces no sé cómo su corazón no se rompió en pedazos. La niña no sólo no quiso reconocerle, sino que al oír su nombre se estremeció de horror, pues como antes he dicho, los enemigos que querían monopolizar su suerte le habían hecho creer que mi amo era un bandido, un perseguidor tenaz y sanguinario que acosaba a su familia. Yo creo que desde aquel día mi pobre señor adquirió la enfermedad que le llevó a la tumba.

La condesa, a pesar de que su rostro estaba siempre pálido por la enfermedad, aún perdió algo de color al oír estas palabras, y se agitó nerviosamente en su asiento. ¡Gran Dios! No cabía ya la duda: aquella historia era la suya propia.

– Pero… ¿qué nombre era el de ese señor? – preguntó con ansiedad – . ¿Cuál era su nombre?

– Se llamaba don Esteban Alvarez.

María, a pesar de sus años y de su posición, sentía aún tan latentes los recuerdos de su niñez que no pudo menos de estremecerse de horror al oír el nombre que tanto miedo le había causado cuando niña.

Pedro la contemplaba con mirada fija, y al ver en su señora tan marcada expresión de terror, dijo con acento triste:

– Veo que aún duran en el ánimo de la señora condesa las huellas de las infames calumnias con que la engañaron cuando era niña. La señora puede odiar todo cuanto quiera el recuerdo de aquel pobre mártir, pero tenga la seguridad de que no ha existido en el mundo mujer alguna a quien haya amado su padre con más vehemente cariño.

La condesa estaba asombrada y aturdida ante el tono sincero con que el criado decía sus palabras.

Reinó un largo silencio, durante el cual la señora y el criado parecían reflexionar, y, por fin, Pedro continuó:

– ¿Quiere la señora condesa que le diga cuáles fueron las últimas palabras que me dirigió al morir ese monstruo terrible, ese perseguidor horripilante? Pues bien, ese hombre, a pesar de la ingratitud y olvidando antiguos pesares, sólo tuvo fuerzas para recomendarme y hacerme jurar por mi honor que nunca abandonaría a su hija y que buscaría el medio de vivir junto a ella, velando por su vida, obedeciendo todos sus mandatos y haciendo por ella cuantos sacrificios fuesen necesarios. La señora condesa – añadió el criado con sencillez – puede decir si yo he cumplido mi juramento.

Por fin conocía María la verdadera causa del cariño que le demostraba su criado y de aquellas miradas de paternal afecto que había sorprendido muchas veces en sus ojos.

– ¿De modo, que usted – preguntó María asombrada por tanta abnegación – ha entrado aquí con el único objeto?..

– Señora – le interrumpió el criado con sencillez, no exenta de noble altanería – . He servido durante treinta años a un hombre demasiado grande para que yo pudiera conformarme ahora a recibir las órdenes de ningún otro. Soy soldado y no criado, y si he llegado a vestir este traje, ha sido por cumplir el sagrado juramento que le hice a un pobre moribundo, a quien quería como a mi padre. Puede pensar la señora condesa lo que aquel hombre la amaría, cuando en la hora de la muerte, su último pensamiento era para ella, y me obligaba a dedicar toda la existencia al cuidado de su hija. Señora, tal vez resulte insolente y atrevido, pero en este momento, puesto ya a decirlo todo, creo que me ahogaría si llegase a callar alguna verdad. Mucho ha querido la señora condesa a su pobre hijo, pero su amor no puede ser comparado ni remotamente con el que el pobre don Esteban le profesaba a su hija, a pesar de que la creía ingrata y orgullosa.

La pobre enferma estaba aturdida y asombrada por aquella revelación que la sorprendía casi a las puertas de la muerte y que tan radicalmente venía a trastornar su pasado.

Parecíale extraña y novelesca la historia. Pero al mismo tiempo abonaba su veracidad el aspecto sencillo y franco del criado y aquel cariño inexplicable que le había demostrado en todas ocasiones.

Además, ¿qué interés podía tener aquel hombre en suponerla hija de un pobre señor que ya había muerto?

Aparte de esto, ella recordaba la escena ocurrida en su niñez allá en el colegio de Valencia y que siempre le había parecido muy extraña, recordando todavía que don Esteban Alvarez la había llamado “¡hija mía”! varias veces, con una expresión tan dulce y melancólica, que a ella le había impresionado a pesar de que le decían que aquel hombre era un monstruo.

Ahora comenzaba a comprender algo de aquella expresión misteriosa y solapada, que había creído adivinar en el padre Tomás, cuyos actos le inspiraban ya mucha desconfianza.

– ¡Pero, Dios mío! – dijo al criado que la contemplaba atentamente para apreciar el efecto que la habían producido sus revelaciones – . ¡Yo pierdo la cabeza al pensar en estas cosas tan extrañas! ¿Qué misterios son estos? ¿Cómo puede usted explicarme que ese señor me creyera su hija, cuando mi padre fué don Joaquín Quirós, al que yo no conocí, pues murió siendo yo muy niña, pero de quien hablaba muchas veces mi tía?

El criado vió llegado el instante de relatar toda la verdad para acabar de conquistar la confianza de aquella mujer, y volviendo a sentarse respetuosamente, comenzó la relación de la vida de Alvarez, de sus amores con Enriqueta, de aquella fuga de la casa paterna que acabó en noche de bodas, de la emigración forzosa que sobrevino inmediatamente, y terminó haciendo una pintura exacta del carácter y la moral de Quirós.

El criado guardóse de decir quién era el que había disparado el tiro desde la barricada de la plaza de Antón Martín, pero tan hábilmente supo describir al hombre que en apariencia era el padre de María, que ésta se lo imaginó inmediatamente como un sujeto igual a su marido, y sintió una profunda compasión por su pobre madre, que había sido tan desgraciada como ella con Ordóñez.

Pedro contó a la condesa cuanto sabía del que era su verdadero padre y que tanto había sufrido por ella, y al hablar de su vida obscura y penosa en París, deslizó hábilmente en la conversación el nombre del doctor don Juan Zarzoso.

María se incorporó en su asiento con las mejillas coloreadas por un fugaz rubor.

– ¡Ah! – exclamó sorprendida – . ¿También ha conocido usted a ese señor?

– Vivía con nosotros en París, y el pobre don Esteban le amaba como un hijo, al saber que era el hombre que poseía el cariño de su hija.

La condesa mostraba deseos de hacer nuevas preguntas sobre aquel hombre, cuyo recuerdo compartía en su memoria en lugar preferente con el del infeliz niño Paquito; pero el criado deseaba que toda la conversación versara sobre su amo, y por esto se apresuró a añadir.

– Ya hablaremos después del señor Zarzoso y se convencerá la señora de que no era tan malo como ella creía en cierta época. Pero ahora hablemos de mi pobre amo; hablemos del padre de la señora condesa.

Y Pedro continuó la apasionada y conmovedora descripción de los sufrimientos de aquel pobre padre, que sin más familia ni seres queridos que su hija, veíase desconocido por ella.

– Aquel hombre fué muy desgraciado. La señora condesa, que hoy se halla enferma y llora continuamente recordando a su hijo que murió, es un ser feliz, comparada con aquel desgraciado que no tenía ni aun un retrato de su hija para contemplarlo.

María hizo un movimiento de extrañeza y asombro al oír hablar de su felicidad.

– Sí, señora condesa; me afirmo en lo que digo. Si la señora llora hoy la muerte del señorito, al menos tuvo una época feliz en que se estremecía de placer al sentir su cabecita apoyada en sus rodillas, y en que gozaba una satisfacción sin límites convirtiéndose en su enfermera y pasando las noches en vela a la cabecera de su cama. Podía besar a su hijo, oír su encantador y balbuciente lenguaje, y esto es siempre una felicidad, un recuerdo que llena el alma de dulce melancolía, aunque después venga la muerte a amargar tanta dicha. ¿Pero y mi pobre amo? ¿Y aquel desgraciado don Esteban, que por ser hombre tenía que avergonzarse del llanto y muchas veces se tragaba las ardientes lágrimas que le quemaban los ojos? El estaba convencido de que tenía una hija, y sin embargo, murió abandonado de ella, soñando siempre en una felicidad que nunca llegaba, y que para él consistía en que una voz pura y argentina, que yo he oído mil veces, le llamase “¡padre mío”! Esa situación sí que es horrible; es, como él decía, el suplicio de Tántalo; ¡tener casi a la vista una hija querida, un ser que hasta en su rostro llevaba algo del que le dió la vida, y sin embargo no poder acercarse a ella, no poder abrazarla derramando sobre su frente lágrimas de dulce emoción!

La condesa se había cubierto el rostro con las manos y lloraba silenciosamente, sin que Pedro pudiese asegurarse de si aquellas lágrimas procedían del recuerdo de su hijo o de la emoción que le causaban las penalidades de aquel pobre padre, al que reconocía por fin.

El criado quiso excitar más aún aquella emoción.

– Hay para espantarse al considerar la desgracia de aquel padre, sostenida con heroico valor por espacio de más de veinte años. La señora condesa, que es madre, podrá apreciar mejor que yo hasta dónde llegó el infortunio del pobre don Esteban. ¿Qué hubiese hecho la señora, que tanto amaba a su hijo, si éste no la hubiese querido nunca reconocer como madre? ¡Cuán inmenso dolor hubiese experimentado, si cuando iba a verle al colegio de Valencia, el señorito, en vez de recibirla con los brazos abiertos, hubiese huído de su madre como si fuese un monstruo! ¿No es verdad que la señora hubiese muerto entonces de pena? ¿No se hubiera roto su corazón en mil pedazos? Pues bien; el pobre don Esteban sufrió todas esas pruebas terribles y sin embargo aun quedó en pie durante muchos años para vivir agonizando. Juzgue la señora condesa si la vida de su padre no fué un verdadero infierno.

 

María seguía llorando, pero sus suspiros eran ya cada vez más ruidosos, y con acento entrecortado murmuraba cariñosas exclamaciones.

– ¡Oh, padre! ¡Padre mío!

El criado, apenas le pareció oír estas palabras, dichas con voz casi imperceptible, buscó apresuradamente algo en los bolsillos de su casaca.

Mientras tanto, María, convencida por sentimiento de que aquel Alvarez que tanto la había horrorizado era su padre, y recordando algunas palabras sin sentido que había sorprendido a su tía y al padre Tomás y que ahora se explicaba perfectamente, lloraba conmovida por el recuerdo de aquel pobre mártir que tanto la había adorado.

La voz de Pedro le hizo apartar las manos de los ojos y levantar su cabeza.

– ¡Aquí está! ¡Contemple la señora condesa!

Era que el criado le mostraba un sencillo marquito de latón, a través de cuyo cristal se veía una fotografía iluminada, que representaba, de medio cuerpo, a don Esteban Alvarez cuando todavía era capitán y acababa de regresar de Africa.

El fiel asistente, como si aquel recuerdo de su amo fuese un poderoso talismán, lo llevaba siempre consigo.

María contempló con fruición aquella cabeza vigorosa, de enérgica hermosura, y en la que se veía retratada la fiera altivez y la mirada pensadora de un hombre nacido para la guerra al mismo tiempo que para el estudio. Sustituyendo el poncho del uniforme por una gola de hierro y un coleto de ante, aquella cabeza podía confundirse con la de los ínclitos soldados del siglo XVI, que sojuzgaban Flandes o conquistaban imperios como Méjico o el Perú.

La condesa, con el escuálido rostro animado por el rubor de la emoción, examinó atentamente aquel retrato, encontrando inmediatamente su parecido con ella, en la época que aun era hermosa y la enfermedad no había consumido su organismo.

Todavía en sus ojos quedaba algo de aquella mirada brillante y avasalladora que en los momentos de indignación llegaba a imponer.

María no dudó más sobre la verdad de cuanto la había dicho su criado. No raciocinó, pues en tales momentos de emoción, la razón se anula dejando su puesto al sentimiento.

La condesa se dejó llevar de su instinto; de un impulso vehementísimo e irresistible que la empujaba, y llevándose el retrato a sus labios, al mismo tiempo que volvía a derramar lágrimas, murmuró con un acento que equivalía a un reproche a sí misma por su indiferencia.

– ¡Oh, padre! ¡Padre mío! Si me oyes perdóname.