Za darmo

La araña negra, t. 8

Tekst
0
Recenzje
iOSAndroidWindows Phone
Gdzie wysłać link do aplikacji?
Nie zamykaj tego okna, dopóki nie wprowadzisz kodu na urządzeniu mobilnym
Ponów próbęLink został wysłany

Na prośbę właściciela praw autorskich ta książka nie jest dostępna do pobrania jako plik.

Można ją jednak przeczytać w naszych aplikacjach mobilnych (nawet bez połączenia z internetem) oraz online w witrynie LitRes.

Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

¡Vaya un pingajo la tal Judith, que pasaba de mano en mano, como un objeto de risa, a lo largo de una cadena de hombres que se perdía en el infinito!

Pero al mismo tiempo causábale cierta impresión atractiva aquella existencia bohemia, y especialmente la extraña dignidad que la obligaba a no recibir dinero de sus amantes.

A pesar de todo esto, Zarzoso no parecía sentir la admiración que demostraba Agramunt al hablar de aquella aventurera.

El la tenía por un tipo algo interesante, por una mujer estrambótica, que únicamente podía vivir tranquila en medio de las locuras del Barrio Latino, pero cuya amistad debía evitarse por toda persona seria que deseara entregarse al estudio.

El tenía ya formado su plan para aquella noche. Permanecería con Agramunt y Judith hasta media hora después, que era cuando comenzaba el baile, y entonces los dejaría, yéndose tranquilamente a su casa para entregarse a la lectura de un libro recién publicado.

¡Bien estaría que él pasase la noche haciendo locuras, justamente cuando estaba furioso por aquel silencio incomprensible que guardaba María! No quería exponerse otra vez a la molesta atención de todos, paseando con Judith del brazo por el bulevar Saint-Michel.

Zarzoso reflexionaba, y Agramunt entreteníase en hacer cosquillas a Nemo para obligarle a gruñir, cuando en la puerta del café apareció la ondulante capa de seda y la suelta cabellera de Judith, provocando un nuevo movimiento de curiosidad en los encandalizados parroquianos y furibundas miradas en la empleada que ocupaba el mostrador.

A las diez salieron del café, Judith en medio de los dos amigos, y el perro abriendo la marcha.

Zarzoso estaba decidido a despedirse así que llegasen a la esquina de la calle de Souflot y mientras tanto, marchando a paso lento, escuchaba a la rubia, que con entonación juiciosa y aire tranquilo, hablaba de las grandezas del arte, de los pintores Carolus Durán y Bonnat, del escultor Falguieres y de otras eminencias del arte, a los que conocía por su oficio de modelo.

Al llegar frente a la calle que conducía a la plaza del Pantheón, Zarzoso intentó despedirse, provocando con esto un estallido de protestas en sus dos acompañantes.

– ¿Eh? ¿Qué es esto? – le dijo Agramunt en español – . ¿Quieres burlarte de nosotros? ¿Te parece que podemos consentir que vayas a aburrirte al hotel, mientras nosotros nos divertimos? Vente a Bullier. Me parece que este encuentro que hemos tenido bien vale la pena de que hagas este sacrificio.

Judith intervino con la mayor finura:

– Caballero, sea usted amable, y acceda a los deseos de su amigo; acompáñenos usted, yo se lo ruego.

Y al decir esto ponía su manecita enguantada en un hombro de Zarzoso, y se acercaba tanto a él, que le rozaba el chaleco con su pecho recto, firme y turgente, que no llevaba encerrado en las ballenas del corsé, pues ella, satisfecha de su belleza, no usaba nunca esta prenda, por estar convencida de que deformaba su cuerpo.

Zarzoso se estremeció de pies a cabeza con aquel contacto; pero a pesar de esto, volvió a negarse a ir al baile.

– Pues al menos – dijo la joven – , ya que es usted tan testarudo que no quiere entrar en Bullier, acompáñenos hasta la puerta y allí le dejaremos. Vamos; en marcha.

Y enlazando su brazo con el del médico, le empujó con una rudeza que demostraba la fuerza de un antigua ecuyère.

Zarzoso se dejó llevar por Judith, andando ambos con lento paso, mientras que Agramunt iba delante, echando ojeadas a todas las muchachas que paseaban solas, con el deseo de formar una pareja que armonizase con la que marchaba detrás de él.

El escritor no se había ilusionado aquella noche acerca de Judith.

Adivinaba que ésta sentía cierto interés por Zarzoso, y él se proponía dejar el campo libre. Le halagaba la idea de que su amigo, a pesar de toda su gravedad, fuese también de los que aquella muchacha arrastrase en su torbellino. ¡Tendría gracia ver a un chico tan preocupado por el silencio que guardaba su novia de Madrid, enamorarse de aquella carne milagrosamente intacta, a pesar del tiempo y del continuo roce y que ningún hombre podía mirar sin sentirse brutalmente atraído!

El no haría nada por su parte, para que Zarzoso cayera en la tentación; pero… ¡allá él! si es que era débil y la caprichosa Judith tenía deseo de saber cómo resultaba en la intimidad un muchacho austero, casi virgen, dedicado por completo al estudio, con rostro de persona grave y gafas de sabio.

Cuando llegaron a la terminación de la avenida del Observatorio, vieron que la concurrencia en el bulevar iba engrosando, y que todos marchaban en la misma dirección.

Al volver un ángulo, apareció Bullier, con su fachada árabe alumbrada por hileras de llameante gas, encerrado en vasos de colores que afectaban la forma de flores exóticas.

Los carruajes de alquiler, llegando en veloz carrera, deteníanse ante el dentado arco de la puerta, donde la policía iba de un lado a otro para impedir la aglomeración de gente. Una turba de ramilleteras y de pequeños vendedores de toda clase de artículos pululaban en torno de la estatua del bravo mariscal Ney, deteniendo a los transeúntes para ofrecer su género.

Zarzoso, al verse junto a la puerta del baile y confundido ya entre la multitud que pugnaba por entrar, hizo un movimiento de retroceso, e intentó desasir su brazo del de Judith, interrumpiendo a ésta en lo mejor de su conversación seria y elevada sobre el arte.

– ¡Cómo! ¿Se va usted?

– Sí, señorita. Sólo he prometido acompañarla hasta el baile y ahora permítame que me retire.

– ¡Qué desgraciada soy! – murmuró la rubia – . A mí me gusta mucho el conversar con un señor serio e instruído como usted lo es, y a usted por lo visto no le resulta muy simpático mi trato.

Zarzoso se hacía el sordo y miraba a todas partes, buscando con los ojos a Agramunt, pero no lograba verlo entre aquella multitud. Sin duda, el escritor, para complicar más la situación de su amigo, se había escabullido voluntariamente.

– ¿Pero dónde estará ese pillo? – murmuraba Zarzoso.

– ¡Oh! Adivino la causa de su desaparición. Sin duda habrá encontrado alguna antigua amiga, y confiando en que usted me servirá de caballero esta noche, nos ha dejado plantados. Esto está muy mal hecho, sí, señor, muy mal hecho; es dejar a una mujer en un compromiso que avergüenza. ¿Cómo voy a entrar en el baile, sola, con aspecto de abandonada y sin un amigo que me dé el brazo?

Lanzó la joven una mirada, de aquellas que se habían hecho célebres en el barrio por su voluptuosidad irresistible, y con acento mimoso de niña mal criada, murmuró junto a su oído:

– ¡Ah! ¡Si usted fuese tan amable que se prestara a ser mi caballero, aunque sólo fuera para entrar en el salón!.. ¡Si llegase su condescendencia hasta ese punto!

Zarzoso intentó resistirse, pero aquel diablejo dorado, que parecía adivinar el punto vulnerable en su armadura de castidad, suplicándole con los ojos, se rozaba marrulleramente contra el chaleco del joven, y éste, al sentir el contacto de aquellos pechos duros y vírgenes, iba debilitando su tenaz negativa.

Le pareció que Judith le miraba con cierto desprecio, como si se hallara en presencia de un tacaño, que por no gastar dinero se negaba a acompañarla. Esto dió al traste con toda su austeridad, ¡Qué diablo! El no era ninguna doncellita pudorosa que por entrar en Bullier perdería su prestigio virtuoso, y, además, bien podía meterse llevando una mujer del brazo, pues otros lo hacían valiendo tanto como él.

Estaba decidido; adentro, pues: al fin y al cabo, aquella noche de loca diversión le serviría para olvidar el silencio de su novia, que tan apenado le tenía.

Remolcando a Judith, la cual, por su parte, se abría paso con sus puños de acero, atravesando la muchedumbre que se agolpaba en el despacho de billetes y en el guardarropa, bajaron la ancha escalinata que conducía al gigantesco salón del baile.

La bulliciosa juventud del barrio se había posesionado de aquel encerado pavimento, obligando a refugiarse en las tribunas a gran parte del elemento elegante y correcto que había venido de la otra orilla del Sena.

Lo que se había anunciado como una fiesta chic, a la que concurrían los elegantes del centro de París y las princesas de los grandes bulevares, iba a terminar en una fiesta de estudiantes con todas sus locuras y sus grotescos desvaríos.

El salón de baile, al entrar Zarzoso, presentaba un aspecto grotesco y casi infernal. Aquello era un sábado de la Edad Media, con sus danzas diabólicas y su música discordante. La orquesta sólo tocaba cuadrillas, con gran acompañamiento de timbales y platillos, y un inmenso pataleo conmovía el pavimento y hacía trepidar el techo, hasta el punto de que oscilasen los faros de luz eléctrica.

La danza macabra resultaba tranquila, en comparación con la de aquella masa de estudiantes y muchachas, que se agitaban con el deseo de producir un escándalo mayúsculo que espantase a las gentes correctas del otro lado de París, que habían acudido a invadir el barrio. Bailaban sin ajustarse a reglas de ninguna clase. Hombres y mujeres se agarraban del brazo, y formando corro, pateaban como locos y echaban las piernas al aire, hasta que por fin llegaba el monomio, nombre que los estudiantes dan a la serpenteante filia que forman agarrándose unos a otros de los hombros, y con sus vertiginosas evoluciones barría el salón hasta en sus últimos extremos, arrojando al suelo a los danzarines.

Zarzoso se detuvo indeciso al pie de la escalinata, mirando con cierta inquietud aquel ruidoso aquelarre, mientras que Judith sonreía encantada por aquel desorden para ella embriagador, y dilataba ansiosamente las alillas de su nariz aspirando placenteramente la pesada atmósfera que levantaba el gigantesco pataleo.

 

A pesar de esto no tardó en sentir alguna inquietud al ver que muchos de aquellos alborotadores fijaban en ella su mirada de antiguos amigos; y deseosa de no ser arrastrada por el bullicioso torrente, y para evitar una ovación de aquella masa, que la desconceptuaría a los ojos de Zarzoso, le dijo a éste:

– Vamos a las tribunas. Esos locos me conocen, y si me ven son capaces de cometer una tontería.

Ya eran varias las muchachas que sobresalían en aquel mar de cabezas, y que pasaban de hombro en hombro, empujadas por rudas manos, entre ruidosas carcajadas y mostrando en el aire desnudeces que provocaban comentarios cínicos. Zarzoso reconoció también en el tumulto el blanco chambergo y las melenas de Agramunt, que en aquel oleaje de cabezas iba de un punto a otro. El escándalo y el estruendo eran los elementos favoritos de aquel mala cabeza.

Judith y Zarzoso ocuparon un volador en una de las tribunas, y bebiendo cerveza tranquilamente vieron cómo entraba un pelotón de Guardia republicana, llamado por los inspectores del baile, que se reconocían impotentes para restablecer el orden.

Los alborotadores fueron expulsados, disolvióse el tempestuoso grupo, y media hora después se había restablecido la calma y bajaban a danzar o a pasarse sobre el encerado pavimento las cocottes del barrio de Europa o del de Nuestra Señora de Loreto, con los gomosos flamantes, de camelia en el ojal y monóculo en el ojo.

El joven médico bajó también llevando del brazo a su compañera.

La atmósfera voluptuosa del baile se había apoderado de Zarzoso, que estaba completamente aturdido, hasta el punto de no pensar en nada. Judith le hablaba al oído, mareándole con su perfume y diciéndole cosas picantes que le hacían sonreír con expresión de estúpida bondad, y por otra parte, aquella orquesta ruidosa, infernal, atronadora, tocando siempre aires canallescos, le atontaba y producía en su cuerpo un deseo de movimiento, de agitación y de escándalo.

Dos horas pasaron vagando por aquel salón, que parecía un mundo.

A instigación de Judith paráronse ante todos los puestos de venta de champaña, donde unas cuantas cocottes retiradas despachaban sus botellas a fuerza de sonrisas, de miradas y de besos, y en cada una de las mesillas apuraron unas cuantas copas de ese vino enloquecedor, suave y fantástico que es el principal adorno del vicio.

Zarzoso estaba alegre a los pocos paseos por el salón; Judith reía a carcajadas como una loca, y únicamente conservaba su serenidad para evitar las miradas y los saludos de los muchos amigos que tenía en el baile.

Preludió la orquesta un vals de Metra, de esos que hacen que los pies se muevan instintivamente, y Zarzoso no supo cómo pasó aquello, pero lo cierto fué que él, que no había bailado nunca, se encontró de repente dando vertiginosas vueltas sobre aquel resbaladizo pavimento y llevando cogida por la cintura a Judith, que era la que, más diestra en la danza, le remolcaba a él.

El joven pensaba, a pesar de las espesas sombras que comenzaban a envolver su cerebro, en que Bullier era un punto bastante divertido y que había sido antes un imbécil al negarse a entrar con tanta tenacidad.

Tenía entre sus brazos aquel cuerpo joven, fresco y erguido que esparcía en torno el ambiente propio de la hermosura, y a pesar de que el champaña embotaba algo sus sentidos, estremecíase al contacto de aquella cintura cimbreante y libre de ballenas que abarcaba con su brazo, y aquella carne que aplastaba su dureza elástica sobre su chaleco.

Dieron vueltas vertiginosas mientras duró el vals, sin fijarse en que Agramunt, ocultándose tras las columnas, y esquivando su encuentro, reía ruidosamente con la estúpida carcajada de la embriaguez de vino y escándalo, al ver a su amigo el doctor, siempre tan grave y austero, dando vueltas como una peonza, arrastrado por los forzudos brazos de Judith.

Esta sentíase acometida de todos los caprichos, y llevaba tras sí a Zarzoso, que, mareado por el champaña y por el contacto de aquella carne, que a tanta gente había enloquecido, la obedecía como un colegial.

Al terminar el vals la rubia compró cuantas chucherías se vendían en el baile, jugó en el billar romano y en cuantos aparatos se habían colocado en el salón para arrancar el dinero a los concurrentes, y Zarzoso a cada punto tenía que sacar su portamonedas, sosteniendo verdaderas batallas con Judith, que ya le tuteaba y se empeñaba en pagar ella misma, siempre fiel a su decisión de no tomar el dinero de sus amantes.

La orquesta preludió la última cuadrilla del baile, que es siempre la más tempestuosa, y Zarzoso, llevando agarrada de la cintura a su compañera, colocóse en un corro, en el centro del cual iban a bailar las cuatro cancanistas más famosas en la opuesta orilla del Sena. Eran muchachas de aspecto agranujado, que parecían conservar aún en sus personas el ambiente de los mercados o de las porterías donde habían pasado su niñez, pero que se presentaban con costosos sombreros, cubiertas de seda y haciendo centellear a cada uno de sus movimientos el irisado reflejo de numerosos brillantes.

Nunca había visto Zarzoso bailar la cuadrilla con tanto cinismo, con tan tranquila desvergüenza. A los pocos compases, de entre las blancas nubes de almidonadas enaguas, surgían las veloces pantorrillas cubiertas con medias negras, cuya seda marcaba el suave y abultado contorno de los músculos de las bailarinas; pero aquello fué sólo d preludio, pues conforme la atropellada música aumentaba en viveza, extremábanse las actitudes del baile, haciéndose más cínicos y descocados los movimientos, y las faldas, moviéndose de un lado para otro, arremolinándose como el empuje del torbellino de aquella tempestad musical, dejaban al descubierto los pantalones de encaje de traidora sutilidad, mil veces más inmoral que el franco desnudo, pues aumentaban la excitación y el deseo con la rosada carne que transparentaban y las sombras que dejaban entrever.

Aquel descocado espectáculo era para Zarzoso como la chispa que hacía estallar la mina de su continencia. Los deseos, dormidos durante tanto tiempo dedicado a la ciencia y a un amor puro y espiritual, despertaban ahora hambrientos y poseídos de salvaje furia, reclamando su parte por el tiempo que habían permanecido inactivos y como muertos. Experimentaba el joven escalofríos extraños y oprimía convulsamente la cintura de Judith, crispando su mano sobre la tela, como si pretendiera rasgarla para llegar a la carne anhelada.

La rubia le miraba fijamente, sonriendo con malicia, y fingiendo cómica extrañeza exclamaba:

– Pero, ¿qué es eso, niño? ¿Qué atrevimientos son éstos? ¿No hemos quedado antes en que yo era la mamá?

– ¡Vámonos! ¡Vámonos pronto de aquí! – contestaba Zarzoso con acento de ardiente súplica y con voz que apenas se le oía, pues tenía la boca seca y parecía que la lengua iba a pegársele al paladar.

Terminó el baile, y la gente comenzó a salir del salón. En el guardarropa, mientras Zarzoso se ponía su gabán y ayudaba a Judith a colocarse la capa de seda, apareció Agramunt, que se mostraba furioso por habérsele escapado una conquista que creía ya realizada.

Los tres salieron a la calle y allí no tarado en reunírseles Nemo, perro discreto y bien educado, que de antiguo tenía la costumbre de esperar a su ama a la puerta de Bullier en las noches de baile.

El fresco de la noche pareció disipar un tanto la embriaguez de los tres; pero esto no les impidió seguir haciendo locuras, pues la fiesta iniciada en Bullier continuaba sobre las aceras del bulevar. Los grupos de hombres y mujeres, cogidos del brazo y en fila, andaban a saltos cantando a grito pelado, a pasar de las reconvenciones de las parejas de Policía; y de una a otra acera cruzábase un tiroteo de chistes y de insultos, dichos sin dejar de reírse y con voz atronadora que despertaba a los vecinos pacíficos.

Judith estaba encantada por aquella noche que le resultaba muy divertida. Reía, cantaba cuplés y lanzaba el grito de moda en el barrio a los que iban por la acera opuesta; pero no soltaba el brazo de Zarzoso, al que dirigía voluptuosas miradas, y dos o tres veces que Agramunt se atrevió a pellizcarla con disimulo, le contestó con un latigazo.

Al llegar a la entrada de la calle de Soufflot reuniéronse los tres para celebrar consejo. Judith hablaba de irse sola a su casa a dormir, pero lo decía de un modo tan débil y vago, que daba a entender que en lo que menos pensaba era en esto.

Agramunt, que en tratándose de fiestas y de holgorio era un atroz e incansable apuracabos, habló de comprar una botella de un Marssala notable que vendían en una taberna del barrio y algunos pasteles, para ir a acabar la jornada en el hotel de la plaza del Pantheón.

Judith, que hablaba de retirarse, aceptó inmediatamente.

– Bueno, hijos míos; iremos a vuestra casa; pero por una hora nada más. Así que toquen las dos me voy a mi casa; hay que tener buena conducta, pues esto da distinción… ¡Tú, descamisado! – continuó dirigiéndose a Agramunt – . No me pellizques las piernas, o de lo contrario te cruzo la cara con el látigo.

Agramunt se fué a comprar la botella y los pasteles, diciendo que ya los alcanzaría a los dos, y la pareja, precedida por el perro, comenzó a subir con lento paso la calle de Soufflot.

Zarzoso parecía un imbécil, pues demostraba no darse cuenta de lo que le sucedía. Caminaba al lado de Judith llevándola siempre agarrada por la cintura, y el perfume de la hermosa rubia y sus miradas de fuego parecían aumentar la ebullición del champaña que tenía en el estómago, y cuyo humo se le subía a la cabeza.

En aquella embriaguez de deseo, apenas si se había enterado del plan propuesto por Agramunt, y lo único que sabía es que iban al hotel. Esto le hacía reflexionar en su excepcional estado, mientras que Judith caminaba canturreando, apoyada la cabeza en su hombro y rozándole la nariz con las plumas de su sombrero.

¿Iban al hotel? No tenía inconveniente en ello; pero la fiesta no sería en su cuarto, sino en el de Agramunt. Sobrevivía en el joven, a pesar de su embriaguez, un resto de pudor, de consideración para sus antiguos amores, y no quería que sirviese para una escena de crápula aquel cuarto donde tan puramente había soñado y donde gozó inefable placer escribiendo a María y leyendo las cartas de ésta.

Pasaron la parte de la calle de Soufflot, ocupada por los ruidosos cafés estudiantiles, y al llegar a aquella donde gigantescos y cerrados edificios oficiales proyectaban densa sombra, Judith inclinóse con mayor desmayo sobre el hombro de su joven acompañante, esperando que la obscuridad alentara a éste para un atrevimiento cualquiera.

Zarzoso seguía caminando como un sonámbulo, y obsesionado por la misma idea fija, con la tenacidad de un beodo.

No; aquella fiesta de última hora no sería en su cuarto. Ya que Agramunt era quien la había propuesto, debían reunirse en su habitación, en aquella buhardilla donde no existían recuerdos sagrados y por donde había desfilado toda la carne femenil, gastada y en venta, que existía en el barrio.

Pero sintió en sus labios un suave roce que le hizo volver en sí, abandonando sus pensamientos. Era que Judith, cansada de esperar un beso que no llegaba, había tomado la ofensiva, y removía la sangre de aquel pazguato con sus caricias de fuego, que parecía imposible fuesen fingidas.

Zarzoso sintió como si en su interior se rompiera algo y un torrente de lava inundara sus venas; y trémulo por la pasión buscó entonces la boca de Judith.

Fué aquello como un tiroteo de besos. Se olvidaron de que estaban en la calle y que aún había en ella transeúntes, y con las bocas pegadas, como si no pudieran separarse, pasaron ante el cuartelillo de Policía, sin fijarse en las risas de los agentes, y cruzaron la plaza del Pantheón sin mirar la estatua de Juan Jacobo, el filósofo que en su juventud había tenido muchas escenas semejantes a aquélla.

En la puerta del hotel se les reunió Agramunt, que llegaba apresuradamente con la botella y los pasteles. Hubo discusión entre los dos amigos sobre el cuarto donde sería la fiesta, y Agramunt, apoyado por Judith, y fundándose en que la habitación de Zarzoso era más grande y confortable, decidió no pasar del segundo piso.

Subieron la escalera cautelosamente, con paso de ladrón, para no despertar a los vecinos, pues Zarzoso, en un resto de su austera dignidad, no quería que en el hotel se apercibiesen de que por la noche tenía mujeres en su cuarto.

Al entrar en éste, Judith arrojó su sombrero sobre la cama, y Nemo, con impasibilidad filosófica, se introdujo bajo de ella, como perro de pocos escrúpulos y acostumbrado a tales escenas.

Agramunt colocó sus provisiones sobre la mesa, y mientras tanto, la rubia curioseaba, mirándolo y tocándolo todo y buscando sorpresas hasta en el último de los rincones.

 

Después se sentó entre los dos amigos y atacó un pastel con la furia de una niña golosa, tomando cuantas copas le ofrecían sus compañeros. Zarzoso, por espíritu de imitación o instintivamente, buscaba también a cada momento la botella, y de esto resultaba que el más sereno de los tres era Agramunt, quien, por su parte, no se sentía muy seguro sobre los pies.

Judith sonreía con aire bondadoso y hablaba del amor y de la amistad, conmoviéndose a sí misma hasta el punto de que los ojos se le empañaban de lágrimas.

A cada instante decía que iba a irse, pero no se movía del asiento; antes bien, aseguraba que en aquel cuarto se estaba perfectamente, y avanzaba su cabeza hacia Zarzoso con aire de gata enamorada, para que continuase la interrumpida serie de besos.

De pronto se levantó de un salto y fué a colocarse ante la clara luna del armario-espejo, encendiendo las dos bujías de sus ángulos y acercando el quinqué para que su luz diese de lleno.

Parecía abstraída, ensimismada en su propia contemplación; no oía lo que le decían, y se fijaba en sus facciones con tenacidad, como si pretendiera encontrar en ella un nuevo encanto. Se arreglaba los rizos de su cabellera, cruzaba los brazos sobre su nuca desperezándose y tomando graciosas actitudes de estatua, e iba ensayando todos sus gestos de modelo, sonriendo unas veces maliciosamente, como un tipo de elegante acuarela, y mirando otras al cielo con la mística expresión de un personaje de pintura sangrada.

Agramunt reía por lo bajo, sabiendo por experiencia lo que inmediatamente iba a ocurrir, y tocando con su codo a Zarzoso, que estaba abstraído en la contemplación de aquel hermoso cuerpo, en tan diversas actitudes, le dijo por lo bajo:

– Pronto vendrá lo bueno. Esa chica, con su manía de contemplarse y adorarse a sí misma, no puede ver un espeja sin que se plante inmediatamente ante él. Ahora ensaya los gestos y las actitudes, pero antes de cinco minutos ya se habrá desnudado para contemplarse las carnes.

Y así ocurrió, efectivamente. Judith, sin dejar de mirar el espejo, como si estuviera hipnotizada por aquella luna brillante con el reflejo de tanta luz, comenzó a desabrochar su corpiño con cierta inconsciencia, cual si cediera a la fuerza de un deseo supremo.

La chaqueta y la chambra cayeron al suelo; desabrochó las hombreras de su camisa, aflojáronse las ataduras de su talle y, de repente, con un movimiento instintivo, como una náyade que al alcanzar la playa se sacude el manto de espumas y de algas, todas aquellas ropas se deslizaron a lo largo de sus piernas, deteniéndose en las rodillas, y salió a la luz aquella carne maciza, viciosa y que, sin embargo, suavizada por las líneas de correcta ondulación y por las tintas lechosas y sonrosadas, despertaba más la adoración artística que el vehemente deseo sexual.

Un bucle de cabellos, semejante a una serpiente de oro, saltaba sobre los hombros para descansar sobre aquellos pechos turgentes y reducidos que se erguían con cierta fiereza; la espalda sólo se veía a trechos, cubierta en parte por la revuelta madeja de cabellos, y el vientre, pequeño y deslumbrante por su blancura, lucía como una luna de hermosura, surgiendo sobre la mancha de sombra y las revueltas nubes de tela que envolvían las piernas de la modelo.

La luz, corriendo a torrentes sobre aquella piel de raso, daba al cuerpo de Judith todas las entonaciones del blanco; desde el blanco lechoso y sólido de la flor de almendro hasta el blanco dorado de la camelia.

Judith parecía embriagada en su contemplación, y por sus labios entreabiertos vagaba una sonrisa de triunfo, de orgullo y de majestad.

Se creía Venus surgiendo de las espumas del Océano, y el satén de su cutis erizábase con ligeros escalofríos, como si sintiera la fría caricia de las gotas del agua salada.

Era aquello una borrachera de orgullo al verse tan hermosa; una profunda satisfacción al pensar en las miradas ávidas que tenía a sus espaldas, contemplándola con apetito salvaje; y al mismo tiempo, como todo era extraño en aquella extravagante criatura, a su fatuidad de cocotte uníase el entusiasmo artístico, el ansia vehemente de ser útil al genio; y contemplando con mirada amorosa sus pechos semejantes a cerradas magnolias, su vientre de suave curva y el hermoso rubio de su pelo, que brillaba con más intenso fulgor entre tanta blancura, murmuraba melancólicamente:

– ¡Rubens! ¡Oh, Rubens!.. ¡Si me hubieses conocido!

Pero la cruel realidad vino a sacarla muy pronto de su entusiasmo artístico.

Agramunt la pellizcó suavemente más abajo de la espalda, y ella se volvió sonriente, creyendo encontrarse con la mano de Zarzoso; pero al ver que era el periodista el autor de la broma, púsose furiosa y le dijo:

– ¡Tu, pequeño Marat! Márchate a dormir a tu cuarto. Aquí estorbas. No permito bromas esta noche más que a ése, que es para quien me desnudo. ¡Largo! ¡A la calle en seguida!

Agramunt acogía con risotadas la indignación de aquella muchacha, que, desnuda, iba de un lado a otro buscando el látigo para despedirle a golpes; pero comprendiendo que era muy cierto aquello de que estorbaba, cogió su palmatoria, y después de dar una vuelta por el cuarto canturreando la marcha nupcial del tercer acto de Lohengrin y de desear a los dos muy felices noches, salió al pasillo y emprendió su ascensión al último piso, mientras que Judith, abalanzándose a la puerta, corría el cerrojillo.

Zarzoso no se había movido de su asiento; estaba asombrado, con la mirada vaga, como si todo aquello fuese un sueño que se desvanecería apenas despertase.