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La araña negra, t. 8

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En toda su persona perfumada, esparcía un ambiente de dulce olor de violeta, notábase algo de original, cierto corte bohemio que la elevaba sobre la vulgaridad de la cocotte.

Vestía con elegancia, y, sin embargo, en toda su persona, que respiraba originalidad, notábase la tendencia a huir de la última moda vulgar, de combatir el último figurín, que es siempre artículo de fe para las mujeres parisienses.

Su traje de raso, de color de malva, transigía un poco con la moda; pero en la cabeza llevaba un artístico chambergo erizado de ondulantes y largas plumas, y los hombros estaban cubiertos por una capa de seda negra que le bajaba hasta los pies en pliegues estatuarios. Adivinábase en aquella mujer, con su aspecto ligero y un tanto fatuo, el fanatismo del arte que absorbe todos los sentimientos, y comprendíase que el modelo de sus trajes, en vez de copiarlos de sus periódicos de modas, lo sacaba de los hermosos retratos de marquesas y duquesas del pasado siglo, que existían en el Museo del Louvre.

Como para completar aquel atavió artístico, que resultaba algo extravagante, su cabellera luminosa caía suelta en bucles sobre el cuello de su capa, y en la mano llevaba un latiguillo de correa, que le servía algunas veces para atar a su perro, pero que casi siempre empuñaba, chasqueándolo con aire de amazona.

Zarzoso, a pesar de su preocupación, no pudo menos de quedarse sorprendido mirando a aquella mujer tan extraña y hermosa, que resultaba original aun en el Barrio Latino, cuna de tanta extravagancia.

– Señora, dispense usted – dijo, llevándose la mano al sombrero.

La joven, apoyándose en la pared, le miraba de un modo tan amable, que Zarzoso sintió miedo.

– Gracias, señor – dijo con una voz que, por su timbre grave, desdecía algo de su tipo de belleza – . Es usted muy amable.

Y la hermosa rubia, sin moverse de la pared, parecía sentir deseos de entablar conversación; pero Zarzoso, poco acostumbrado a tratarse con las mujeres del barrio, seguía sintiendo miedo, y por esto se apresuró a saludar, saliendo inmediatamente del hotel.

Estaba el joven a la mitad de la calle de Soufflot, cuando ya había olvidado a la gentil rubia. La inquietud producida por el silencio de María había vuelto a reaparecer, y el joven pensaba nuevamente en su novia, sintiéndose desalentado.

Cuando llegó al restaurante encontró a Agramunt sentado ya a la mesa y hablando amigablemente con un grupo de estudiantes que comían en la mesa inmediata.

– Oye, Juanillo – dijo el catalán cuando el joven médico se sentó a su lado – . Esta noche hay baile de moda en Bullier. Ya sabes, concurrencia distinguidísima. Las cocottes con más chic del otro lado del río pasarán esta noche los puentes para asistir a la fiesta y bailar la cuadrilla. Además, se dispararán fuegos de artificio, habrá sorpresas; en fin, un gran programa, según me acaban de decir esos chicos que están en la mesa de al lado. El placer armonizado con la economía; entrada, dos francos para caballero y gratis para las señoras. ¿Vienes?

– No voy – contestó Zarzoso con mal humor.

– Pues harás mal. Necesitas divertirte para que se te vaya esa melancolía cruel que te devora por momentos. Tampoco hoy hemos recibido carta, ¿eh?.. Me lo figuraba; ni al mismo diablo se le ocurre enamorarse de una condesita orgullosa, que te ha hecho caso mientras estuviste en Madrid y la divertías con tus miradas lánguidas y tus suspiros, pero que te ha olvidado apenas has vivido algunos meses lejos de ella. Dios sabe cuántos novios tendrá a estas horas la niña. Debes creerme a mí y dejarte guiar por mis consejos, pues aunque no soy viejo tengo experiencia. Diviértete, goza todo lo que puedas y piensa como lo que eres: como un joven de talento que tiene muchos años de vida por delante, y no como un viejo, que anhela casarse y constituir una familia. ¿A quién diablos se le ocurre a tu edad tener novias en serio y tomarse tantos disgustos por si ha venido o no una carta de Madrid? ¿Quién te ha de escribir esa carta? ¿Una mujer hermosa? Pues aquí, sin salir del barrio, las encontrarás a docenas, y de seguro, mejores que aquellas sosas de allá; pues yo, querido, aunque pase por mal patriota, prefiero la mujer francesa. Además, los amoríos de aquí son algo más substanciosos y divertidos que los noviazgos de allá, limitados siempre a palabritas dulces, miraditas tiernas y un sinnúmero de señas con las manos desde el balcón a la calle. Créeme, Juanillo; no seas inocente; ven esta noche a Bullier, y yo me comprometo a buscarte media docena de novias superiores a esa que tienes en Madrid y que tan mal se porta contigo.

Zarzoso comía con la cabeza baja, ocultando la sorda imitación: que le producían las atrevidas comparaciones de Agramunt, el cual no cesaba de animarle a su modo, intentando decidirle a que fuese al baile de Bullier.

De este modo transcurrió la comida, y cuando los dos jóvenes se levantaron de la mesa, Agramunt, con expresión marrullera de cariño, cuyo verdadero significado adivinaba Zarzoso, enlazó su brazo con el de éste y le dijo, con expresión fraternal:

– Vamos, Juanillo, decídete…; ¿vienes?

– No, no voy. No seas pesado – dijo Zarzoso con voz en que se notaba la ira.

– Bueno, pues no reñiremos por eso. Te acompañaré a dar unas vueltas por el bulevar, y a las diez te dejaré para que vayas a casa a llorar tus desdichas. Yo me iré al baile… ¡Ah!, y ahora recuerdo. Harás el favor de prestarme diez francos, por si tengo algún compromiso en el baile. Ya ves, siempre saltan al paso antiguos conocimientos.

Zarzoso sonrió, a pesar de la irritación que sentía. Ya había salido al exterior la verdadera causa de aquella expresión cariñosa que momentos antes había mostrado Agramunt. Siempre que su amigo le hablaba en aquel tono era signo de próximo sablazo, cuyo importe le era después devuelto con más o menos retraso, cuando el escritor cobraba en la casa editorial.

Zarzoso dió a su amigo medio luis, y ambos, encendiendo sus cigarros en el mechero del mostrador, salieron del restaurante.

Bajaron por la ancha acera del bulevar, para ir, como de costumbre, a tomar café a Cluny, y a los pocos pasos ante un gran escaparate de camisas y corbatas vieron a una mujer que parecía mirar con gran atención los géneros expuestos, pero que al hallarse próximos los dos jóvenes, volvió rápidamente la cabeza y se quedó con los ojos fijos en ellos.

Zarzoso hizo un movimiento de sorpresa, sin poderse explicar la causa de ello.

Era la misma mujer de poco antes, la hermosa rubia que había encontrado en el portal de su hotel.

Agramunt tardó más en apercibirse, y cuando ya estaba junto a ella, fué cuando se fijó, haciendo también un movimiento de sorpresa.

– ¡Calla!.. ¡Es Judith, la rubia!

La joven sonreía, como encantada por aquella sorpresa, y al mismo tiempo movía con mano varonil su latiguillo.

– Sí, yo soy; ya hace tiempo que no nos veíamos.

Y luego, tendiendo su mano con cierto aire soldadesco, dijo al escritor:

– ¿Cómo estás tú, buena pieza?

VII
La primera noche

El reconocimiento fué afectuosísimo. Judith parecía encantada por aquel encuentro, y hasta su perrucho, como si participase de la alegría de su ama, rabitieso y con las orejas rectas, hacía la rosca en torno de los dos jóvenes.

¡Vaya un encuentro!

– ¿Y qué es de ti ahora? – preguntaba con curiosidad Agramunt – . ¿Cómo has estado tanto tiempo alejada del barrio?

Y Judith, con su voz hombruna, dando palmadas de compañero en los hombros del escritor y hurgándole en el vientre con el puño de su látigo, siempre que se permitía alguna observación subida de color, iba relatando con frases incoherentes, cortadas por ruidosas carcajadas, la historia, de su desaparición del barrio.

– El amor, chico, el amor; esa maldita afición a los artistas pobres y de talento, que ha de ser mi perdición y no me deja hacer carrera como otras.

Y matizando su puro lenguaje francés con las palabras sacadas del caló del Barrio Latino y del de los arrabales, fué relatando su viaje por Bélgica e Inglaterra, que había durado más de ocho meses.

Se había ido de París con un dibujante de Le Monde Illustré, que emprendió una excursión artística por orden de sus editores. El viaje había sido feliz; se arrullaban como dos tórtolos, se amaban con el fuego indestructible de las grandes pasiones, llamaban la atención en los hoteles y hasta en los trenes, por aquel amor público que no se recataban y que iban pasando de país en país; pero en Londres surgió la primera nubecilla con motivo de ciertas sospechas de infidelidad que Judith inspiró a su amante con su ligero carácter. Aquella escena de celos fué decisiva.

– Chico, aquello fué todo un quinto acto de los melodramas que representaban en la Porte Saint-Martin. Yo, cansada de sus lamentaciones, le di con este látigo; él me tiró su caja de dibujo a la cabeza; estuvimos pegándonos hasta que entraron a separarnos los criados del hotel, y avergonzada de aquella escena, porque ya sabes, yo soy muy señora, y no me gustan los escándalos, como a ciertas mujercillas, pasé el canal, y al día siguiente estaba ya en París, con mi Nemo (el fiel amigo de Judith).

El perro, al ser aludido, ladró alegremente, poniendo las patas en las faldas de su ama, la que le contestó con un latigazo.

Zarzoso, a pesar de sus preocupaciones, miraba con creciente curiosidad a aquella mujer original, extraña e incoherente, que interpolaba los más sucios y canallescos vocablos en un elegante lenguaje que parecía de una actriz de la Comedia Francesa, y que, estrambótica en todo, ponía a su perro el nombre del misterioso personaje submarino imaginado por Julio Verne.

Judith afectaba no fijarse en Zarzoso, y continuaba su conversación con Agramunt, el cual, dominado por cierta curiosidad, seguía preguntándole:

 

– ¿Y ahora estás con Luigi, el modelo italiano?

Esta pregunta pareció contrariar a la joven; pero se repuso y contestó con resolución:

– Con ése, siempre. Es otra de mis debilidades. Cuando nadie me quiere, voy a buscarle. Pero ahora no estoy con él.

– ¿Y qué hacías ante ese escaparate?

– Nada, me distraía. No sé dónde ir. Te digo que empiezo a encontrar ya insulso este barrio, y si supiera dónde existe una población en que pueda una divertirse más que en París, allá me iría inmediatamente. Estoy aburrida de la vida, y el día menos pensado me arrojo al Sena.

– ¿Por tercera vez? – dijo con acento burlesco Agramunt.

– No, por cuarta – contestó con gravedad Judith – . Figuro ya por tres veces en el registro de la Policía como salvada por esos cochinos que se arrojan al río para ganar la prima de veinticinco francos e impedir que una mujer se ahogue cuando le dé la gana… Sólo que entonces – añadió con expresión melancólica – era yo tan imbécil que intentaba suicidarme por amor, enloquecida con las perrerías que hacían mis amantes. ¡Qué tiempo aquél, tan feliz y tan estúpido! Ahora que voy siendo vieja, pues tengo veintidós años, mi paladar está tan gastado, que ya no encuentro nada que me interese. Podría rodar de brazo en brazo por entre todos los muchachos del barrio, sin encontrar uno que lograse conmoverme.

– ¿Y yo? – dijo enfáticamente Agramunt, estirándose el chaleco.

– ¡Bah!.. ¡Tú! Ni me acuerdo de cómo te conocí. Eres un buen muchacho, pero todos sois iguales. Adoráis por egoísmo una sola noche, y después… muchas gracias, si os dignáis conocerla a una en la calle. Yo no soy de las que me hago ilusiones ni creo en la felicidad del porvenir. He tenido amantes a docenas; he perdido la cuenta de las camas en que he dormido; en casi todos los hoteles del barrio he dispuesto de un adorador; he tenido a la otra orilla del río hotel y criados; por mí se batieron dos imbéciles americanos que no llegaron a comprender que de ambos me reía; ahí enfrente, en el Luxemburgo, en las tardes de concierto, le han hecho estruendosas ovaciones a Judith la rubia, faltando poco para que la llevasen en triunfo; sé cómo hacen el amor los hombres de casi todos los países; tuve un amante negro que era príncipe heredero en Africa; en cierta época, un vizconde me ponía las medias por la mañana, y un duque viejo me pagaba una suntuosa habitación, con doncella de servicio y groom, sólo porque le consintiera ciertas porquerías que me hacían reír; han hablado de mí los periódicos, y hay un libro muy leído que trata de mujeres galantes que lleva mi retrato y mi biografía; y, sin embargo, tengo la seguridad de que el día en que sea vieja, dentro de unos cuantos años, y tenga que vender periódicos en el bulevar, como otras muchas que en su juventud fueron tanto o más que yo, ninguno de vosotros vendrá a darme un sueldo, y hasta tal vez os deis el gustazo de saludarme con la punte del pie como a un perro sarnoso. ¡Ah, cochina vida! ¡Qué harta estoy de ti! Antes que se acabe mi belleza y se vuelvan blancos estos cabellos rubios, a los cuales les han dedicado resmas de sonetos los muchachos del barrio, le doy vuelta a la llave de la estufa de mi casa, tapo bien las rendijas de la puerta y me muero por asfixia. Lo único que me detiene es que así mueren la mayor parte de las heroínas de folletín, y a mí me parece muy burgués eso de imitar a los demás.

Zarzoso oía con asombro a aquella joven hermosa, y en apariencia feliz, que hablaba con tanta tranquilidad de su sombrío porvenir y demostraba conocer exactamente su actual situación. Oír a Judith era ser arrastrado por un torbellino loco e ir saltando de sorpresa en sorpresa.

Agramunt no se inmutaba y seguía contemplando a la rubia con cínica sonrisa. Demostraba estar acostumbrado a los caprichos melancólicos de aquella mujer extraordinaria.

– Estás esta noche muy fúnebre – dijo a la joven – . ¿Es que acaso sientes próximo uno de esos ataques de nervios que te convierten en una loca?

– ¡Bah! Déjate de tonterías. Estoy triste y nada más. Esta mañana me he peleado con Luigi y aún me dura la excitación. Pero bien mirado, soy una tonta al decir todas estas cosas, pues a nadie le importan mis penas.

Y cambiando rápidamente, su fisonomía volvió a adquirir su sonrisa petulante, insolente y protectora.

– ¡Qué! ¿Adónde vais esta noche?

– Yo, a Bullier, hija mía. Supongo que tú también irás al baile.

– ¿Y este señor que tan silencioso está?

Y al decir esto, la hermosa rubia se fijó en Zarzoso, al cual hasta entonces había afectado no ver.

– ¡Calle! ¡Yo creo haber visto a este caballero alguna vez! ¡Ah, sí! Fué hace poco rato, en el hotel de la plaza del Pantheón, donde entré a hacer una pregunta. Di, tú, furibundo descamisado, ¿este señor es amigo tuyo? ¿Es español también?

Agramunt, aludido de este modo, creyó del caso dar a conocer a su amigo, y con exagerada y cómica expresión de gravedad presentó a Judith al joven doctor Zarzoso, lumbrera científica de la escuela de Madrid, y que en la actualidad vivía en París para perfeccionar sus estudios al lado de los más famosos sabios.

Judith, mientras escuchaba la hipérbole de aquel tronera de Agramunt, sonreía a Zarzoso, envolviéndole en una mirada protectora que tenía una expresión casi maternal.

– ¡Ah! ¡El señor es médico! Lo celebro mucho. A mí me han gustado bastante los médicos; tuve un amante que lo era.

– Sí, conozco la historia – dijo Agramunt – ; aquél que conociste en el Hôtel-Dieu, cuando intentaste envenenarte.

– ¡Bah! No hablemos de cosas tristes. ¿Ibas a alguna parte?.. ¿Dices que al café de Cluny? Pues vamos allá. Es un café que no me place, pues sólo van a él burgueses y viejos imbéciles. No es chic el tal establecimiento; pero, en fin, nunca viene mal en medio de las locuras del barrio darse cierto barniz de seriedad.

Los tres emprendieron la marcha boulevard abajo; pero a los pocos pasos se detuvo ella y dijo con gravedad, afectando los ademanes de una persona sesuda:

– Mirad, hijos míos. Pasamos la noche juntos hasta la hora de retirarse; pero nada de locuras, ¿eh? Mucha seriedad, que es lo que da distinción a una persona. Iremos al café y después al baile con toda la prosopopeya y la sensatez de una familia burguesa. Yo seré la mamá y vosotros los niños. Andad, pues, hijos míos.

Agramunt reía como un loco. ¡Oh! ¡Qué gracia tenía aquello!

– ¡Mamá! ¡Mamá mía! – dijo dando saltos como un niño en torno de la hermosa rubia, y le plantó un sonoro beso en los labios enrojecidos por el bermellón.

Judith, afectando cómica indignación, le contestó con un latigazo en las piernas, y los transeúntes se detuvieron riéndose y encontrando que aquella rubia tenía mucho chic.

– Vamos, hijos míos: adelante, y cuidado con hacer otra travesura, porque la mamá es muy mala cuando se lo propone. Con este descamisado es imposible la seriedad. Vamos, doctor; usted que es más formal, déme usted el brazo.

Los tres bajaron el boulevard sin que ocurriera ya ningún incidente.

Agramunt abría la marcha moviendo su bastón para hacer saltar al lanudo Nemo, y detrás marchaban Zarzoso y Judith, sin cambiar una sola palabra. La rubia, erguida, insolente, lanzando a todos lados miradas de soberana, y el joven cohibido, casi avergonzado por aquel encuentro que le obligaba a pasear por el boulevard una mujer tan llamativa y asustado por las demostraciones que ésta arrancaba al pasar frente a las puertas de los cafés o junto a las cuadrillas de estudiantes que se paseaban cogidos del brazo.

A los oídos de Zarzoso llegaban un sinnúmero de exclamaciones que sonaban a sus espaldas, producidas por el paso de la pareja.

– ¡Mira; es Judith!

– Judith, la rubia.

– ¿De dónde habrá salida ésa?

– ¿Será ése su nuevo arreglo?

– Debe haber pillado algún marqués español.

Y algunos al verla pasar, canturreaban una canción de indecentes elogios, que una cupletista del barrio había compuesto en honor de Judith, la rubia.

Esta explosión de popularidad parecía satisfacer mucho a la joven, la que miraba a todas partes con el aire de una soberana que pasea entre sus vasallos.

El Barrio Latino era su reino. Allí la conocían todos; la apreciaban, pues raro era el que no había sido agraciado con sus favores, y la joven tenía derecho a exigir aquel homenaje del distrito literario, pues le había sido siempre fiel, negándose a pasar al otro lado del río, donde encontraba siempre la fortuna.

Entraron los tres en el café Cluny, y apenas hubieron tomado asiento en una mesa, Judith se levantó, dejando su látigo en el asiento.

– Vuelvo en seguida, hijos míos. Tú, Nemo, quédate aquí.

Y mientras el perro, como si comprendiese su lenguaje, saltaba sobre la banqueta de terciopelo, quedándose en actitud correcta y mirando con gravedad a sus dos nuevos amigos, la joven, dejando flotar su capa de seda y sus cabellos rubios en el aire que producía su ligero paso, salió del café, contenta y sonriente, como satisfecha del asombro que producía en los tranquilos parroquianos de las vecinas mesas, los cuales la miraban escandalizados.

– ¿Adónde va ésa? – preguntó Zarzoso, que aún parecía no haber salido del asombro que le produjo aquel encuentro y de la mala impresión causada por los comentarios que Judith había producido a su paso por el boulevard.

– No lo sé, ciertamente – contestó Agramunt – . Pero apostaría cualquier cosa a que se ha metido en ese quiosco de gabinetes de necesidad que existe a pocos pasos de aquí, en el boulevard Saint-Germain. Es una de las rarezas más características de Judith. Pero no vayas por esto a hacer comentarios desfavorables para la chica; no creas que está tocada de continua disentería. Es que en esos quioscos hay siempre un tocadorcillo, donde por veinticinco céntimos se encuentran polvos, bermellón y demás artículos de embellecimiento, y Judith es una persona que no puede pasar cinco minutos sin contemplarse a sí misma, para reparar el menor desorden de su belleza. No existe en el mundo idolatría más fanática que la que esa chica se profesa a sí misma. Es un Narciso con faldas; está enamorada de su cuerpo tan por completo, que si pudiera les levantaría un altar a sus pechos y a sus muslos. Y se comprende ese cariño, ese amor vehemente a sus propias formas, porque has de saber, querido, que de ellas come en la temporada que está aburrida de los hombres, y no quiere comprometerse con ningún amante, pues entonces se la disputan los pintores y los escultores, que la consideran como la primera modelo de París. ¡Oh! ¡Qué muchacha ésa! ¡Qué Judith! Estoy seguro de que la Safo, que describe Daudet, no era tan notable como ésta.

– ¿Pero quién es ella? – preguntó Zarzoso con curiosidad que pretendía ocultar – .¿Conoces tú algo de su vida?

Agramunt hizo un gesto de asombro.

¿Quién no sabía en el Barrio Latino la biografía de Judith la rubia? ¡Si hasta figuraba en ciertos libros! Ante todo, había que advertir que la muchacha era judía, como lo indicaba su nombre, y que no había nacido en Francia, pues sus padres eran unos judíos húngaros, que habían venido a París a probar fortuna, trayendo consigo a la niña, que tenía entonces seis años. Los padres murieron a los pocos meses de su llegada a la gran ciudad, y la pequeña Judith fué recogida por un matrimonio de obreros que aún vivían en Batignolles, y a los cuales iba a ver ahora de vez en cuando aquella bohemia extravagante, pues al encontrarse cansada, tras algunos meses de existencia aventurera, sentía renacer en su pecho un fugaz chispazo de cariño filial.

La muchacha creció terca, voluntariosa y con caprichos que demostraban una imaginación fantástica y desordenada. En punto a diversiones gustaba únicamente de los violentos juegos de los muchachos; odiaba todas las labores femeniles; fueron vanos los esfuerzos de sus padres adoptivos para hacerla aprender un oficio, y a los catorce años, formada, desarrollada y hermosa, con esa precocidad propia de su raza, apareció en el Circo Hipódromo, como ecuyère de última fila en las pantomimas ecuestres.

Pronto su luminosa cabellera, flotante al viento; sus hermosas piernas que oprimían nerviosamente el vientre del caballo y sus temeridades propias de muchacho travieso, despertaron una tempestad de hambrientos deseos en los abonados de primera fila, y a la puerta del zaquizamí, donde ella se vestía, alineáronse los negros fracs, esperando permiso para entrar y ofrecer a la figuranta costosos bouquets de rosas acompañados de proposiciones deslumbrantes.

Los elegantes lobos del Hipódromo, entre el montón de carne gastada del grupo de figurantas, habían olido la carne fresca, la virginidad bravía y, al mismo tiempo, maliciosa de aquel gracioso diablejo de rubia cabellera, y la subasta se acaloraba; los postores empeñábanse en una batalla en que los ofrecimientos subían rápidamente empujados por la competencia, hasta que, por fin, una noche, después de una cena en la Maison Doré, en que el champaña corrió a torrentes, Judith cayó en brazos de un conde ruso millonario y gastado.

 

Ya no volvió más al Hipódromo; tuvo un piso en la calzada de Antín, con la servidumbre correspondiente; pero al mes se aburría en aquel gabinete acolchado y mono como una bombonera, y una tarde se fué al Barrio Latino, para no volver a salir más de él. Allí estaba en su elemento. Iba a empujones con la juventud vigorosa, brutal e insaciable que no retrocedía ante las más estrambóticas locuras, y, además, en aquella atmósfera de continua crápula al aire libre se encontraba algo del ambiente científico y artístico que traía consigo la juventud escolar, y que agradaba mucho a la imaginación ardiente de Judith y a su inteligencia, de una precocidad asombrosa.

En aquel barrio, haciendo locuras en la calle, rompiendo servicios en los cafés y siendo conducida casi todas las semanas a los cuartelillos de la policía, por haberse mezclado, a puñetazo limpio, en las peleas de los estudiantes, Judith fué bien pronto célebre, gozando de una popularidad que la convertía en la primera mujer del barrio, y que hizo que en varias ocasiones de jarana estudiantil, la muchedumbre escolar la llevase en triunfo sobre sus hombros por el bulevar Saint-Michel.

Al mismo tiempo que de tal modo labraba su reputación tormentosa en el barrio, adquiría una ilustración tan incoherente como enciclopédica, oyéndosela hablar de los misterios más recónditos de una ciencia, al mismo tiempo que daba a entender que desconocía lo más rudimentario y vulgar de ella. Contábase que cuando cualquiera de sus amantes permanecía en casa estudiando, por hallarse próxima la época de los exámenes, ella le acompañaba, entreteniéndose con gran ahinco en la lectura de los libros de texto, que muchas veces no entendía.

A fuerza de acostarse con los estudiantes de Derecho, hablaba de Justiniano y Papiniano con la misma franqueza que si se tratara de algunos señores que la habían convidado a un bock en el café Vachette; de los estudiantes de Medicina había sacado un incompleto conocimiento del cuerpo humano que la autorizaba a hablar con tono doctoral sobre las más difíciles enfermedades; mezclaba en su conversación citas históricas, problemas matemáticos y términos de ingeniería; pero su afición predominante, su cuerda sensible, su capricho de todas horas, eran los artistas, el arte y aquella Ecole de Beaux-Arts, de la que hablaba con respetuosa admiración.

En este centro de enseñanza, donde acudían los pintores y escultores del porvenir, Judith era popular; pues no había uno solo de aquellos muchachos melenudos y audaces que no tuviera derecho a su intimidad.

Desde el principio de su estancia en el barrio, la habían enamorado los alumnos de Bellas Artes por su existencia aventurera y su carácter extravagante, que tanto armonizaba con el suyo, y esta continua intimidad con pintores y escultores, la había llegado insensiblemente a convertirse en modelo, profesión que, aunque incómoda, le gustaba, pues era como un homenaje tributado a su cuerpo, que ella misma tanto idolatraba. Además, necesitaba los quince francos que le daban por sesión, pues una de las rarezas más notables de aquella mujer tan extraordinaria era no admitir de sus amantes otra cosa que el cuarto y la comida.

Recibía como una ofensa el dinero de sus amigos, pues ella se entregaba siempre por amor, y miraba con mayor simpatía a los más pobres entre sus allegados.

Sus caprichos de mujer histérica hacían furor en el barrio.

En una ocasión se enamoró de la antigua estatua del Gladiador que existe en el jardín del Luxemburgo, y pasaba las horas enteras sentada ante ella, contemplando con mirada extraviada por el deseo la potente y armoniosa musculatura.

Un día en casa de un ropavejero se encontró una hermosa copia en yeso de la célebre estatua, la compró por treinta francos, y la metió en su cama, pasando la noche entre espantosas convulsiones y rugidos, que asustaron a los vecinos e hicieron que al día siguiente los amigos de Judith rompiesen a patadas el insensible cuerpo del infeliz Gladiador.

Aquella brutal afición al arte, aquella adoración al desnudo y a las correctas y armoniosas líneas del cuerpo humano, fueron siempre la perdición de Judith. Pasaba indiferente de unos brazos a otros, sin llegar a preguntarse nunca si estaba realmente enamorada de alguno; se entregaba a todos, porque esto le daba ocasión para lucir la esplendidez de su cuerpo, para enorgullecerse con la admiración que inspiraba y los elogios que la dirigían, y justamente por esto prefería a los pintores, que eran los que mejor sabían apreciar las ondulantes líneas de sus formas.

Rodando de estudio en estudio, conoció al signor Luigi, modelo italiano, avariento, villano y rufián, que se hacía pagar muy bien las sesiones en que mostraba ante el artista su musculatura, que parecía modelada sobre una de las estatuas sublimes de la Grecia clásica.

Aquel bandido napolitano, con su pelo a la romana y su sombrerito calabrés graciosamente abollado, a pesar de que gozaba fama de corresponder a la pasión de las mujeres sacándoles el dinero y golpeándolas, fué quien logró interesar el corazón de Judith, que se fué a vivir con él, y le perseguía agitada por celos furiosos, recibiendo todos sus desdenes y sus injurias brutales con la pasividad que el esclavo demuestra ante el señor absoluto.

La misma mujer, que de vez en cuando, al sentirse aburrida por las agitaciones del Barrio Latino, pasaba al otro lado del Sena para distraerse con la vida elegante, y era la querida desdeñosa de millonarios y altos personajes, tenía su corazón a merced de un tipo despreciable, que con sus golpes, sus latrocinios y sus desprecios, vengaba sin saberlo los disgustos que Judith causaba a sus adoradores más distinguidos.

Transcurría a veces un año sin que la joven volviera a juntarse con el modelo italiano, pero siempre le amaba y le buscaba, solicitándolo con aquella loca pasión de la forma artística que en ella era ya una manía. Acogía los desdenes de Luigi con una resignación sin límites; una mirada benévola de él la hacía sonreír, y la menor de sus palabras era para ella como una orden imperiosa.

Agramunt, después de relatar estos amores de Judith con el italiano, se reconocía ya impotente para reseñar lo restante de su vida.

– Mira, chico – decía a Zarzoso – . Yo creo que ni ella misma sabe el número de amantes que ha tenido en esta vida. Muchos la han poseído sin que ella, en la loca prodigalidad de su cuerpo, llegara a apercibirse. Yo mismo la tuve en mis brazos después de una noche en que paseamos por el barrio con el estruendo propio de una tempestad, y de seguro que si se lo pregunto dirá que no se acuerda de nada. Ha tenido amores creo que en todos los distritos de París, y lo más notable, lo sorprendente es que, no obstante siete años de una vida tan agitada y de continuas caricias, su cuerpo está tan fresco como cuando era ecuyère en el Hipódromo; sus formas artísticas de Venus clásica, consérvanse intactas a pesar de la continua caricia del vicio, y no parece sino que ese cuerpo de juventud milagrosamente eterna ha sido bañado en la Estigia para permanecer insensible a las injurias del tiempo y a los contagios de la crápula… ¡Ah, querido! – continuó Agramunt – ; si ese perro que está ahí sentado con la gravedad de un senador pudiera hablar, de seguro que nos contaría cosas muy lindas.

Zarzoso escuchaba con atención aquella historia aventurera que le relataba su amigo, y experimentaba tan pronto una impresión de asombro como de asco.