Za darmo

La araña negra, t. 8

Tekst
0
Recenzje
iOSAndroidWindows Phone
Gdzie wysłać link do aplikacji?
Nie zamykaj tego okna, dopóki nie wprowadzisz kodu na urządzeniu mobilnym
Ponów próbęLink został wysłany

Na prośbę właściciela praw autorskich ta książka nie jest dostępna do pobrania jako plik.

Można ją jednak przeczytać w naszych aplikacjach mobilnych (nawet bez połączenia z internetem) oraz online w witrynie LitRes.

Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

La campanilla de la puerta, que sonó discretamente por tres veces, dió fin a la conversación.

– Es Perico, que vuelve del almacén – dijo don Esteban – . De seguro que antes de subir ha conferenciado con la mujer del conserje para enterarse de cómo andaba la comida.

Alvarez fué a abrir y momentos después entró en el salón, mientras que su fiel criado iba y venía por el comedor, dando a entender, con el choque de platos y el retintín de cristales, que se ocupaba de poner la mesa.

Zarzoso se levantó para irse. Quiso detenerlo Alvarez invitándole a que comiese con él para solemnizar su extraño reconocimiento, pero el joven se excusó, alegando que Agramunt le esperaba ya a aquellas horas a la puerta del restaurante, y que era hombre capaz de no entrar a comer mientras él no llegase.

Por fin el joven salió de la casa acompañándole hasta la escalera el mismo Alvarez, que parecía remozado, con su brillante mirada y su apostura marcial de otros tiempos.

Al pasar por el comedor pellizcó alegremente en un brazo a su criado, diciéndole al oído con risueño misterio:

– ¡Ah, Perico! ¡Si supieras!.. ¡Si supieras!..

En el rellano de la escalera se despidió de Zarzoso con un fuerte abrazo, y por fin le dejó ir, con la condición de que al día siguiente vendría a comer con él y de que no faltaría ninguna tarde para charlar una horita sobre un tema tan grato como era María; aquella joven en la que se confundían los cariños de los dos: el del padre y el del novio.

En la misma noche, mientras Agramunt se iba a bailar a Bullier, Zarzoso se encerró en su cuarto y escribió a María una abultada carta de ocho pliegos, en la cual, con todas las salvedades que deben emplearse al hacer ciertas revelaciones a una joven soltera, la relataba por completo la historia de su madre, los amores de que ella era hija, y al mismo tiempo hacía una pintura conmovedora del estado de abandono y desesperación en que vivía su verdadero padre, héroe caído, patriota infeliz, que languidecía en el extranjero suelo, agobiado por la desesperación de tener una hija que no le reconocía, y antes bien le consideraba como a un monstruo.

El joven quedó satisfecho de su obra y al poner su firma murmuró con convicción:

– Seguramente que María dará crédito a cuanto la digo y reconocerá a su padre como a tal. Sería necesario tener un corazón tan duro como el de la fanática baronesa de Carrillo, para no conmoverse ante el espectáculo que ofrece ese hombre infeliz, solo en el mundo, y desconocido por el único ser al cual tiene derecho a exigir un poco de cariño. María contestará inmediatamente a esta carta, y tal vez pueda dar al pobre don Esteban un motivo de verdadera satisfacción, una alegría suprema.

Zarzoso fué a comer al día siguiente con Alvarez y desde entonces no dejó de ir todas las tardes a hacerle la visita, en la cual la conversación versaba siempre sobre el mismo tema, o sea sobre María.

– ¿No ha contestado todavía a su carta? – preguntaba con avidez el infeliz padre.

– Pero ¡por Cristo! Si anteayer salió la carta y aún tal vez no la haya leído María. No sea usted impaciente, y ya que tantos años ha esperado, tenga calma por unos cuantos días.

Alvarez bajaba la cabeza, con resignación. Era verdad. Su cariño de padre, su ansia por saber el concepto que merecía a su hija, hacíale ser impaciente y ridículo.

De los tres hombres que se reunían en aquella habitación de la calle del Sena, Perico era el único a quien no entusiasmaba gran cosa la joven de la que tanto hablaban el amo y su joven amigo.

El respetaba mucho a aquella señorita María, a la que nunca había visto. Bastaba para ello que fuese hija del hombre al que adoraba como a un ídolo; pero la profesaba poca simpatía por el hecho de pertenecer a una familia de aristócratas que parecía maldita, pues acarreaba desgracias a todos cuantos la trataban.

Por culpa de aquellos Baselgas, había muerto su tía en la cárcel; por ellos también su señorito había pasado por apurados trances y se veía ahora fuera de la patria; y como si no hubiera bastante, ahora salía a plaza aquella María, otra Baselga que renegaba de su padre, y le sorbía los sesos a un buen muchacho que prometía ser un gran médico.

Y el rudo ex asistente, al hablar así, miraba con expresión de lástima a Zarzoso.

¡Pobrete! También sacaría su astilla de mal, ya que había cometido la torpeza de enamorarse de una mujer perteneciente a aquella familia santurrona, que parecía dada al diablo, según la facilidad con que sembraba la desgracia a su alrededor.

V
Las hijas de la noche

Empiezan a hacerse más densas y oscuras las sombrías gasas que el crepúsculo extiende sobre las calles de París; comienzan a brillar inquietas las lenguas de fuego del gas, dentro de los faroles, o a centellear los blancos focos eléctricos, semejantes a las pupilas de un abismo; termina en los cafés la hora de la absenta; empieza el trabajo en los restaurantes; y apenas tal sucede, sobre el asfalto de los bulevares, sentadas a las mesas de los comedores públicos o contemplando con fingido interés los escaparates, mientras miran al mismo tiempo con el rabillo del ojo a los que están detrás, aparecen un sinnúmero de mujeres que van solas o formando parejas, mujeres que tienen una existencia particular y rara, a quienes jamás se ve durante el día, y que semejantes a las aves nocturnas, como si el sol las incomodara, aguardan las primeras sombras para salir de su madriguera.

París, en las primeras horas de la noche, parece una ciudad invadida por un inmenso ejército femenino. Doquiera se dirigen los pasos se encuentran siempre los mismos tipos, aunque presentados en diversas formas. Unas, las de clase más modesta, vestidas extravagantemente con ropa que a la legua delata su procedencia de desecho, se paran en las esquinas devorando el pedazo de pan y de carne que acaban de comprar en la “cremerie” y que tal vez constituye su única comida diaria; otras, que apenas si parecen llegadas a la pubertad, pequeñas, entecas y vistiendo todavía como niñas, saltan y corren por las aceras con grande algazara, gozando en empujar rudamente al pacífico transeúnte que nada les dice; muchas pasan andando con gravedad soberana, vestidas con arreglo al último figurín, dejando tras sí una estela de punzantes perfumes; pero todas ellas miran de igual modo y llevan idéntica expresión en el rostro, lo mismo la que viste de negro con cierto aire monjil y lleva la cabeza descubierta que la que ostenta el ancho sombrero de alas serpenteadas y ondulantes plumas.

La virtuosa madre de familia, la joven honrada, no se atreven a salir así que cierra la noche sino del brazo del esposo o del hermano, porque muchas veces las identidades en el vestir producen gran confusión y tremendas equivocaciones.

Esa invasión que nocturnamente sufre la gran ciudad es lo que la deshonra a los ojos del mundo; es la que hace aparecer como centro únicamente de placeres y vicios a una población cuyo vecindario en su gran mayoría es honrado, trabajador y virtuoso.

Pero el inmenso número de seres que alberga París, pertenecientes a la clase antes descrita, es suficiente para dar a una capital un carácter poco honroso, que realmente no tiene.

¿Cuántas son las mujeres que en las primeras horas de la noche salen a las calles de París a buscar el sustento a cambio del honor?

Primeramente se imagina que son algunos miles; pero cuando se acaba por ver que apenas hay calle ni establecimiento de recreo de la inmensa ciudad donde ellas no envíen su representación, no se puede menos de creer que, semejantes a los descendientes de Abraham, su número es tan inmenso como las estrellas del cielo o las arenas del mar.

Su cifra espanta y hace pensar con tristeza en que otras tantas son las madres honradas que ha perdido la sociedad.

Este inmenso ejército del vicio se ve diariamente combatido con gran rudeza por la miseria y las enfermedades; en él la muerte se ceba con una insistencia feroz que no guarda para otras clases; y a pesar de esto, sus filas no se aclaran, y en el hueco que deja una que cae para siempre aparece inmediatamente otra que trae todavía en las mejillas el color de melocotón sazonado, signo de salud y robustez que no tardará mucho en perder.

Para que tan incesante reemplazo se verifique en su ejército, el vicio tiene especiales y activos reclutadores, y el más principal de éstos, es la atmósfera de corrupción de las grandes ciudades.

Según las observaciones de uno de esos sabios parisienses que se dedican a estudios en la apariencia algo fútiles, pero que en el fondo tienen transcendencia social, de cada diez mil muchachas que anualmente llegan del fondo de los departamentos a la gran ciudad, para dedicarse al servicio doméstico, mil vuelven a sus pueblos a los pocos meses, por no ser aptas para tal profesión o sentir demasiado la nostalgia de la patria; otras tantas consiguen a fuerza de sisas y economías, por espacio de cuatro o cinco años, reunir tres mil francos, con lo que compran un marido, “garçon de hôtel”, o simplemente visitante de tabernas; unas diez o doce se arrojan al Sena, pues cometen – como diría un parisién – la insigne tontería de tomar el amor en serio; y las restantes, maleadas por el ambiente de la ciudad, con la conciencia corrompida por los ejemplos que continuamente se presentan a sus ojos, desesperadas de poder reunir la cantidad de dinero que necesita en Francia una mujer para casarse, y seducidas por el espectáculo de algunas que, meses antes fregaban platos como ellas y en la actualidad visten mejor que sus antiguas señoritas y gastan a todas horas fiacre de alquiler, se deciden a hacer un cambio radical en su vida y conducta, pasan el Rubicón, que en estas circunstancias representa el honor, y van a engrosar aquellas mesnadas femeninas que atraen la presencia en París de toda la gente rica y corrompida de las cinco partes del mundo.

 

¡Qué triste historia sintetiza cada una de esas infelices que pasa la vida riendo por las calles y cafés de París! Muchas veces la más descocada e insolente, que remedando los ademanes que veía hacer a sus antiguas señoritas ha conseguido darse cierto aire de distinción, y hace creer a sus imbéciles amigos que es hija de un banquero arruinado, de un general perdido por la política, etc., es causa de que dos pobres ancianos, allá en lo más ignorado del último departamento y en su miserable choza, lloren noche y día creyendo muerta la hija que salió del pueblo cuando muchacha, para ir a servir a París, con las mejillas rojas por el rubor, los ojos bajos y el aire tímido e inocente. Los infelices padres recibían antes todos los meses una carta garrapateada, en la que la niña les decía que su salud era buena y les contaba las cosas de sus amos; pero llegó un mes en que la carta faltó, al siguiente tampoco vino, y así fué sucediendo durante mucho tiempo, hasta que al fin los dos viejos fueron a París a buscar su única hija; pero su intento resultó vano, y a los pocos días, asustados del ruido de la gran ciudad, se volvieron a casa para llorar a la muchacha que, según sus deducciones, habría sido aplastada por un coche o se habría ahogado en el Sena. Aquellos infelices lloran sin tregua… y con motivo, pues se conduelen de la muerte de la hija honrada e inocente y ésta ya no existe, puesto que los virtuosos ancianos nunca querrían reconocer a su hija de ayer en la mundana desenvuelta de hoy.

Historias como ésta hay muchas en la gran ciudad, pues se encargan de formarlas la mayor parte de esas jóvenes que llegan a París cubiertas con ridículas cofias y mirando a todos con aire cerril y salvaje, para al cabo de un año ir por las calles llevándose tras sí centenares de miradas, cubiertas de las más costosas galas que constituyen la última moda y muchas veces salpicando de barro, con las ruedas de su carruaje, a las mismas familias a quienes meses antes les servían la sopa todas las tardes a las seis en punto.

Muchas veces esas mujeres que tal salto han dado en su existencia, rodando de brazo en brazo, encuentran algún poeta que les cante, porque la lira de la juventud, que sólo quiere entonar himnos a la belleza, es poco escrupulosa en punto a moralidad, e indudablemente entre las Ninon, las Ninettes y las Lilis, a quienes dedicaba sus originales sonetos Alfredo de Musset, el poeta más dulce y más cínico a la par que ha tenido Francia; entre aquellas mujeres que merecían tan hermosas frases y tan aéreos conceptos las había que poco tiempo antes barrían las escaleras, se llamaban Paulas o Mauricias, y no conocían más versos que los estúpidos de los “couplets” populares.

¡Es triste cosa que un par de trajes elegantes y cuatro ademanes imitados, basten para trastornar el seso de un gran poeta, y que su lira rompa deshonrosamente a cantar el vicio y la corrupción!

Pero no es solamente la clase antes indicada la que contribuye a que el vicio tenga siempre su sacerdocio en París, pues éste se ve también engrosado por otros elementos.

Acuden a la gran ciudad, como mariposas atraídas por fuerte luz, desdichadas de todos los países; lo mismo de las risueñas campiñas andaluzas, que de los campamentos cosacos; igual de las Repúblicas americanas, que de las posesiones europeas de Africa, y ellas hacen desfilar por frente a esos millonarios que durante el invierno sientan sus reales en los bulevares todos los tipos, colores y configuraciones de los diversos pueblos de la tierra.

Junto a todas éstas descuella y se da inmediatamente a conocer la indígena o propiamente parisién, la que si ha salido más allá de las barreras, sólo ha sido para llegar hasta Versalles o Suresnes, y que cree que el centro del Universo a cuyo alrededor giran el Sol y todos los planetas es el bulevar de los Italianos: mujer original y rara, a quien gusta todo lo extravagante, y que tiene la ágil perversidad del mono, la fatuidad y los discordes chillidos del pavo real y las marrullerías y malas intenciones de un gato viejo.

El tipo de la alegre parisién es un ejemplar repetido hasta lo infinito, pero siempre con el mismo texto. Su historia es siempre idéntica. Nacen y crecen en una portería o en un sotabanco. La madre vende flores o frutas en un carretoncillo por las calles: el padre trabaja tres días a la semana, y en la noche del sábado, después de andar a puñetazos con su mujer por cuestión de mejor derecho para guardar los ochavos, se mete en la taberna, de donde sale el miércoles casi a gatas. La niña, como ya es grande, trabaja en un taller tranquilamente, hasta que un día la compañera la tienta a ir por la noche a un baile cualquiera, y allí danza con un muchacho, que empieza su conquista regalándole un ramo de violetas de cinco céntimos y convidándola a un “bock” y acaba por enamorarse de aquel tipo delicioso, que sabe ponerse el sombrero de canto sobre la nariz, que imita el canto del gallo con exactitud sorprendente, que baila la cuadrilla haciendo el pajarito y que tiene un sinfín de hermosas habilidades, aunque desconoce la más principal, o sea la del trabajo, pues no falta quien le asegura a ella que el tal ente vive de poner contribución a los afectos de sus enamoradas.

Desde aquel día la muchacha no vuelve a su caca; el padre, entre vasos de vino y copas de “wisky”, jura a sus compañeros de la taberna que donde la pille la va a matar; la madre llora y cuenta sus penas a la vecina, y así pasan los meses, hasta que un día la encuentran en el bulevar los autores de sus días, elegantemente vestida, del brazo de un caballero, y… no sucede absolutamente nada, pues al marido le parece muy agradable tener una hija que siempre que le encuentra la da un par de francos para beber, y la mujer casi se alegra de que la niña no haya venido a casarse al fin con cualquier muchacho del barrio, que la haga desfallecer de hambre y le administre una paliza semanal.

¡Especial modo de ser el de gran parte de las familias parisienses! Las honradas familias españolas jamás podrán comprender, para fortuna nuestra y de la moral, esa indiferencia afrentosa que se manifiesta aquí entre ciertas clases ante la pérdida del honor.

El espectáculo que ofrecen esas infelices jóvenes, entregadas a una incesante crápula, en la edad de los ensueños y de las ilusiones, no puede ser más triste y desconsolador. Se ven entre ellas rostros francos y hermosos, que a primera vista parecen frescos e inocentes, pero que mirados con más detención, delatan una fatiga inmensa, propia del abuso de la vida; y aquellas bocas, muchas veces plegadas por angelicales sonrisas, se abren para dejar oír voces roncas por el alcohol que profieren las más soeces frases o los más tremendos juramentos, con una naturalidad abrumadora.

La vida nocturnal de esas infelices está de continuo llena de sobresaltos y peligros, pues cuando no las incómoda el vicio con sus más hediondas formas, las persigue la sociedad, que tiene más cuidado en sacar provecho de los seres que viven fuera del mundo de la moral, que en redimirlos de tan degradante esclavitud.

Muchas veces el transeúnte, de rostro bondadoso, que pasea su bonhomía por las calles durante la noche, se ve de repente agarrado del brazo por una mujer que empieza a marchar junto a él con la naturalidad de antiguos amigos. El, sorprendido, intenta preguntar; pero ella hace que calle, y así andan un poco hasta que al llegar a cualquier esquina, el hombre, que ya empieza a interesarse por adivinar en qué parará aquello, ve que su pareja le abandona y desaparece.

Es que aquella infeliz va perseguida por la Policía, que siempre se muestra cruel con el vicio que no da parte de sus rendimientos al Estado, y para salvarse se agarra al brazo del primer hombre que encuentra, lo que la pone a cubierto de toda detención.

Tan inmensa falange de víctimas de la concupiscencia de una gran ciudad aumenta todos los días. Raro es aquel en que las oficinas de la Policía no reciben reclamaciones de dos o tres familias para que busquen otras tantas jóvenes fugitivas del hogar doméstico; pero como no andaría muy medrada la institución que vela por la seguridad pública si tuviera que atender a tan continuas demandas, son pocas las diligencias que se hacen para buscarlas, y a las muchachas emancipadas de la tutela paternal para ser víctimas de las pasiones, les basta mudarse a un barrio de París algo distante del que ocupan sus parientes para que éstos no las encuentren en años.

El antimoral ejército que pulula por París tiene dos tremendos enemigos que ametrallan de continuo sus filas, causando muchas bajas: el hambre y las enfermedades.

Cuando el vicio forma las legiones que sostienen su bandera y pasa revista, encuentra muchos huecos en aquélla. ¿Qué se ha hecho de Titín, Odilia, Sarah, Iseul y Mimí?

Que se lo pregunten al hospital o al Sena. Las más han perecido a manos de la miseria, y sus cuerpos figuran en las mesas de disección de la Escuela de Medicina; y las otras se han suicidado, arrojándose al río, porque estaban cansadas de vivir… a los veinte años.

VI
Judith, la Rubia

Seguía Zarzoso el bulevar Saint-Germain, en dirección contraria al Sena, a la hora en que los reverberos de las calles acababan de encenderse y en que las tiendas comenzaban a iluminar sus escaparates, ante los cuales se detenían los curiosos.

El cielo ceniciento, que, como sucia cortina, se extendía sobre los tejados, estaba empapado aún con el último y moribundo reflejo del crepúsculo.

El joven médico parecía muy preocupado. Hacía un frío molesto por lo punzante; soplaba un cierzo que parecía herir el cutis como sutil cuchilla; todos los transeúntes andaban con las manos metidas en los bolsillos y arrebujados en sus abrigos, y a pesar de esto, Zarzoso, como si fuera insensible a los rigores de la estación, caminaba con lentitud, con el gabán desabrochado, el cuello bajo, los brazos cruzados sobre la espalda sosteniendo con desmayo el bastón y la cabeza inclinada, cual si no pudiera resistir la pesadumbre de la inmensa balumba de pensamientos que se agitaba en su cerebro.

Acababa de salir de la calle del Sena, donde había pasado una hora de conversación con Alvarez, si es que conversación podía llamarse a la repetición infinita de una misma pregunta, bajo diferentes formas:

– ¿Todavía nada? – preguntaba con ansiedad el infeliz padre.

– Nada – contestaba con lacónico desaliento el novio de María.

Y los dos hombres quedaban silenciosos, mirándose con expresión dolorosa, combatidos por diversos pensamientos: hasta que, transcurridos muchos minutos se atrevían a volver a hablar:

– Es extraño ese silencio, hijo mío.

– Realmente, es muy extraño, don Esteban.

Y así seguía la conferencia de los dos hombres todas las tardes, hasta que, por fin, Zarzoso, cansado de la incertidumbre de Alvarez, que aumentaba la suya propia, le daba las buenas noches y lo abandonaba.

El joven médico, al salir aquella tarde de la calle del Sena y remontar con aspecto desalentado el bulevar Saint-Germain, iba pensando en que justamente aquel mismo día hacia un mes que había escrito a María la carta en que la noticiaba el encuentro casual con el que era su verdadero padre.

Esperó seis días confiado en que, transcurrido este plazo, que era el que necesitaban sus cartas para alcanzar contestación, María le escribiría como siempre; pero pasó el tiempo y la carta no llegó.

Zarzoso sospechaba de la Administración de Correos; creía ocurridos los más absurdos incidentes en el viaje de la correspondencia para explicarse de este modo la desaparición de su carta; de todos pensaba mal menos de María, y volvió a escribir y a esperar otros seis días, siendo acogida esta segunda tentativa con el mismo absoluto silencio.

Aquello era absurdo, le resultaba imposible, y tanta fe tenía en María que hasta en algunos instantes creyó que soñaba.

La sospecha de que sus cartas se hubiesen perdido resultaba inadmisible, pues en tal caso María, alarmada por este silencio, se hubiese apresurado a escribirle pidiéndole explicaciones.

Fué aquel mes la época más terrible que en su vida tuvo Zarzoso. Acosó a preguntas al conserje de su hotel y casi le sometió a un interrogatorio, como si temiera que ocultase las cartas recibidas; bajó al portal a las horas en que solía llegar el cartero, para hostigarle con reclamaciones que estaban próximas a originar una pendencia; hasta llegó a ir con Agramunt a la Administración Central de Correos, para enterarse de las probabilidades de extravío que tenía una carta de Madrid a París; pero toda su nerviosa inquietud, toda su irritada movilidad, no le sirvió más que para convencerse de que nadie le escribía, y que aquel silencio postal tenía su principal motivo en Madrid y no en los encargados de transmitir la correspondencia.

 

Zarzoso presentía en este silencio un hostil misterio, un poder oculto que había descubierto su amor y trabajaba contra él; pero estaba lejos de adivinar su verdadero significado y de dónde procedía.

El joven, desesperado ya, en vez de dirigirse a su novia, escribió a doña Esperanza, la viuda de López, que era a quien enviaba siempre las cartas. Pidióle explicaciones sobre aquel silencio inesperado, pero éste continuó, y si su novia no le escribía, tampoco la viuda se dignó darle contestación.

Entonces Zarzoso llegó a desesperarse de un modo que inspiró inquietudes a Agramunt.

Roído por la incertidumbre y agitado por las sospechas, Zarzoso, a los veinte días de aquel silencio, apeló a los medios más extremos.

Con la desesperación del náufrago que se agarra al más insignificante objeto, confiando que va a salvarse, creyó que apelando al telégrafo adquiriría mejor resultado que valiéndose del correo, y envió telegramas urgentes, con la contestación pagada, a la viuda de López, sin que por esto lograse romper aquel silencio absoluto y desesperado que le salía al paso apenas intentaba comunicarse con Madrid.

Zarzoso no sabía ya qué hacer para explicarse la causa de aquel silencio.

No había que pensar en la posibilidad de que María no contestase por hallarse enferma. En un número de “La Época”, que leyó en el café de Cluny, encontróse con una reseña de un baile, en la que se dirigían elogios a la sobrina de la baronesa de Carrillo, haciendo una descripción dulzona de su hermosura, su gracia y su elegancia.

Además, Zarzoso había pedido noticias a un amigo de Madrid, antiguo condiscípulo de la escuela de San Carlos, en el que tenía absoluta confianza; y éste, que contestó inmediatamente, le dijo haber visto a María en los paseos con el aspecto de siempre, y que en cuanto a la viuda de López, estaba bien de salud y habitaba la misma casa, que era donde Zarzoso dirigía toda su correspondencia amorosa.

Esta noticia hizo llegar al período álgido el asombro y la desesperación del joven.

No estaban enfermas María y su acompañante doña Esperanza; no había ocurrido nada de particular en su existencia; ¿por qué guardaban, pues, tan inexplicable silencio?

Zarzoso, del abatimiento y la tristeza, comenzó a pasar a la violencia. Escribió cartas en estilo amargo, irónico, casi insultante, y las envió a Madrid, sin ser por esto más afortunado ni lograr romper aquel silencio.

Hubo momentos en que acarició la idea de abandonar París y presentarse en Madrid inesperadamente, con el propósito de pedir cuentas a María de su inexplicable conducta; pero el joven experimentaba un pavor infantil al pensar en su tío, y la consideración de que éste podría enterarse de tan extraño viaje era más que suficiente para hacerle desistir.

Enclavado en París, y en aquel aislamiento desesperante en que le dejaba la mujer querida, Zarzoso permaneció un mes entero, experimentando en los últimos días una gran indignación, que trocaba su antiguo amor en irritación sorda y terrible contra María.

El joven creía ya haber encontrado, en los últimos días de aquel mes de espera e incertidumbre, la clave que explicaba tan misterioso silencio.

¡Ah, la miserable! ¡La orgullosa aristócrata! La extensa carta que la había enviado su novio dándola cuenta del encuentro con el que resultaba su verdadero padre, era el único motivo de aquel silencio absurdo. La condesita se avergonzaba, sin duda, de su origen; irritábase indudablemente contra su adorador por haber éste descubierto el misterio de su nacimiento, y a ello era debido que, deseando romper unas relaciones que le resultaban ya molestas, se negara a contestar a las cartas de Zarzoso, acabando los amores con tan villano procedimiento.

Así se explicaba Zarzoso el silencio de María, y como cada vez se sentía más atraído por esta solución que había imaginado, comenzaba a considerar con cierto desprecio as su antigua novia, teniéndola por una mujer vulgar, fatua y preocupada por las ideas rancias de su clase.

En esto iba pensando aquella tarde, al salir de la calle del Sena, y se ratificaba cada vez más en sus ideas, al notar que don Esteban participaba de ellas, aunque no se atrevía a manifestarlo por miedo a aumentar el desaliento que experimentaba el joven médico.

Cuando éste, dejando el bulevar Saint-Germain, entró en el de Saint-Michel, iba tan preocupado con sus pensamientos, que monologueaba en voz baja, gesticulando, hasta el punto de llamar la atención de los transeúntes más próximos:

– ¡Qué engañado estaba! Quien mejor conoce a esa familia es Perico, el antiguo criado de don Esteban. ¡Raza de orgullosos, en la que sólo se encuentran amores nocivos! Ahora veo claro; María es igual a todas las mujeres de su familia; tan orgullosa y falta de sentimientos como su tía la baronesa, sólo que con su carita de ángel y su aparente bondad sabe engañar mejor y ocultar la ruindad de su fondo. ¡Vive Dios! ¡Y que no pueda yo dejar de amarla!.. ¡Que no tenga yo la fuerza suficiente para olvidar y permanecer indiferente ante ese silencio abrumador!

Y el joven, a pesar de sus quejas, de sus recriminaciones contra María, reconocíase impotente para combatir aquel amor que, según su expresión, había penetrado en él hasta los tuétanos; y tanta necesidad sentía de ser correspondido, que cual el desesperado que no pierde la esperanza de salvarse hasta en los últimos instantes, en su cerebro acababa de surgir la halagadora idea de que María tal vez le habría contestado y a aquellas horas la carta estaría esperándole en el casillero de la portería de su hotel.

Cuando Zarzoso formuló este pensamiento se encontraba casi a la puerta de su restaurante, situado frente al Luxemburgo.

Dudó algunos instantes. ¿Qué hacer?

Era absurda la esperanza de que le aguardase en el hotel la anhelada contestación de María. En las horas que había permanecido fuera de casa sólo había un reparto de cartas, y en éste rara vez entraba la correspondencia española; pero por la misma inverosimilitud de su esperanza, el joven se sentía atraído por ella, y al fin se decidió a remontar la calle Soufflot y entrar en su hotel para convencerse de si había adivinado la llegada de la carta. No quería comer agitado por la incertidumbre o halagado por absurdas esperanzas.

Cuando el joven, atravesando la plaza del Pantheón, fué a entrar en su hotel, apenas si se fijó en una mujer joven, vestida con bastante elegancia y que estaba parada cerca de la puerta, al pie de un reverbero, y teniendo a pocos pasos un perrillo lanudo y feo que jugueteaba con un pedazo de periódico.

Zarzoso penetró en la portería y lanzó al casillero una ansiosa mirada. La mayor parte de las casillas de los otros huéspedes tenían cartas o periódicos con fajas selladas que demostraban su lejana procedencia; pero en la suya, nada absolutamente; la llave nada más, colgando con tristeza del clavo, como si sintiera desaliento al verse en tal soledad.

Haciendo un gesto de resignación salió de la portería, y al volver de espaldas para cerrar la mampara de cristales, tropezó con una mujer que entraba resueltamente en el portal. El joven la miró, balbuceando una excusa y llevándose la mano al sombrero.

La reconoció inmediatamente. Era la joven que momentos antes se hallaba al pie del farol de gas, y su perro estaba ahora allí, junto a ella, apretándose contra sus faldas, como si sintiera temor al penetrar en una casa desconocida.

Era de mediana estatura, de un cutis blanco de trasparencia lechosa, y lo que en ella llamaba la atención, más que las facciones y las formas de su cuerpo, erguido con petulancia, eran los cabellos y los ojos, ofreciendo un rudo contraste que inmediatamente saltaba a la vista. La cabellera era rubia, pero de un rubio dorado obscuro, brillante, que parecía irradiar luz; y los ojos, por un contrasentido de la Naturaleza, aparecían negros, rasgados, agrandados aún más por ciertas líneas y sombras del lápiz de tocador, y haciendo recordar los de las circasianas encerradas en el fondo del harén. En aquellos ojos, ventanas del alma, espejos delatores de tudas las dobleces de un carácter, adivinábase una inmensa malicia; lo mismo sabían fingir la cándida mirada de la inocencia y del asombro, que animarse y chispear con la excitación brutal de la orgía.