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La araña negra, t. 8

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Gustaba de entregarse a una profunda meditación, recordando sus entrevistas con María, aquellos paseos por el Prado y las calles de Madrid; pero esto no siempre conseguía endulzar sus horas de tedio.

La vida de París había penetrado insensiblemente en sus costumbres; sentía esa atracción que por el boulevar experimentan los parisienses, y en vez de permanecer como antes encerrado en su cuarto, tomaba el sombrero y pretextándose a sí mismo la necesidad de hacer una compra cualquiera al otro lado del Sena, pasaba los puentes e iba a callejear en los grandes bulevares centrales, cuyo ruido y animación le encantaban.

En las tardes que hacía buen tiempo pescaba por el Luxemburgo, alrededor del quiosco de la música, y cuando no se sentía con ánimo para ir hasta el centro de París, entraba en el café de Cluny para charlar un rato con el grupo de emigrados, que había disminuído considerablemente, tanto porque la mayoría de ellos trabajaban a aquellas horas con Agramunt en la casa editorial, como porque don Esteban Alvarez prefería quedarse en casa escribiendo a salir a la calle, donde las nieves o las lluvias eran casi continuas en tal época.

Una tarde, a las cinco, cuando ya comenzaba a anochecer, Zarzoso, cansado de hojear libros nuevos en los puestos de venta establecidos en las galerías del Odeón, dirigióse al bulevar Saint-Germain con la intención de bajar por tan largo paseo hasta la plaza de la Concordia. Acababa de entrar en la citada calle, cuando las nubes comenzaron a descargar un fuerte chaparrón. Zarzoso no llevaba paraguas y se refugió en un portal, donde ya se habían agolpado algunas gentes.

El bulevar casi desierto por aquella brusca acometida del cielo, dejaba barrer sus anchas aceras por los turbiones de agua, al mismo tiempo que los árboles se inclinaban a impulsos del huracán.

Zarzoso veía frente a él extenderse la recta calle del Sena, e inmediatamente pensó en su viejo amigo que vivía en ella. Aquella era la ocasión más apropiada para hacerle una visita, y apenas formuló tal pensamiento, sosteniéndose con ambas manos el sombrero de copa que quería arrebatarle el viento, atravesó corriendo el boulevard, y mojado de cabeza a pies, se metió en la calle del Sena.

Sabía dónde estaba la casa de Alvarez, por habérsela mostrado Agramunt un día que pasaron por dicha calle. Se entraba por un pasillo estrecho, húmedo y tenebroso que se abría entre una rotisserie y una tienda de libros viejos, y que al final se ensanchaba formando un patio cuadrado, con una bomba de agua en el centro, y un pavimento musgoso y húmedo, al cual nunca había bajado un rayo de sol.

La portera estaba encendiendo un farolucho que alumbraba el estrecho pasillo, cuando entró Zarzoso sacudiéndose el agua como un perro recién salido del baño.

– ¿El señor Alvarez? – preguntó a la mujer del conserje.

– Primera escalera, piso segundo, segunda puerta – contestó con laconismo la vieja.

El joven médico comenzó a subir los peldaños de madera, fijándose en los rótulos que tenían las puertas de las habitaciones, y en los cuales se marcaba el nombre del inquilino y su profesión.

En el piso segundo detúvose ante una puerta que ostentaba una pequeña tarjeta de visita clavada con cuatro tachuelas y en la que se leía el nombre del que buscaba.

Llamó y vino a abrirle el mismo Alvarez, que parecía haber sido interrumpido en su trabajo, pues aún conservaba la pluma en la mano.

– Siento haber venido a incomodar a usted. Es mala hora, ésta para visitas.

– ¡Ah! ¿Es usted, joven? Hace tiempo que deseaba esta visita. El otro día pensaba en usted. Adelante; pase usted adelante sin cumplimientos.

Y Alvarez, con su simpática franqueza de viejo militar, empujaba a su joven amigo hacia el salón en el que ardía un gran fuego en espaciosa chimenea.

Aquella habitación tenía mejor aspecto que la casa vista desde la calle. Constaba de un pequeño comedor, un gran salón y dos dormitorios, todo esto con proporciones desahogadas, techos altos y sin ese raquitismo de las modernas construcciones en que se utiliza hasta el más pequeño rincón.

Zarzoso, cariñosamente empujado por Alvarez, tuvo que ir a sentarse ante el gran fuego que ardía en la chimenea del salón, y allí estuvo secándose, mientras que el dueño de la casa permanecía en pie junto a él sonriendo paternalmente.

El joven mientras se calentaba lanzó una mirada curiosa a todo el salón, que aparecía iluminado por el rojizo reflejo de la chimenea y la luz de una gran lámpara puesta sobre una mesa escritorio, entre un revuelto montón de libros y cuartillas.

Estaba amueblada aquella vasta pieza con modestia no exenta de comodidad, y sus sillones panzudos, sus sillas de estilo Imperio, y su alfombra con una escena mitológica ya casi borrada, daban a entender que procedían del Hotel de Ventas, siendo su adquisición en alguna subasta del mobiliario de un antiguo palacio.

Las paredes, cubiertas de obscuro papel, estaban adornadas a trechos por algunos cuadros, uno de los cuales, era una litografía, que representaba al general Prim en su traje de campaña de la guerra de Africa, y que tenía al pie una larga dedicatoria. Los demás cuadros eran cromos baratos, láminas de periódicos ilustrados, a excepción de uno al óleo que ocupaba el puesto preferente sobre la chimenea. El rojizo vaho de ésta dando de lleno en la pintura, parecía animar con palpitaciones de vida aquel retrato de mujer.

Zarzoso, para disimular su atención, le miraba con el rabillo del ojo, al mismo tiempo que se imaginaba toda una novela sobre aquel retrato. La mujer que el cuadro representaba debía ser una de las conquistas que le había relatado Agramunt; tal vez aquella condesa que tan enamorada había estado del célebre revolucionario.

Este curioso examen que el joven hizo del salón, sólo duró algunos instantes, pues comprendía, que era, forzoso entablar conversación con su viejo amigo.

– ¿Se trabaja mucho? – dijo el joven, no encontrando otra palabra vulgar para comenzar su conversación.

Inmediatamente comenzó ésta, pues Alvarez púsose a lamentarse de aquella necesidad imperiosa, en que se veía de trabajar todos los días para poder ganarse la subsistencia. Y cuando se hubo quejado bastante de su situación, preguntó con interés al joven sobre sus ocupaciones actuales y los progresos que hacía en la vida de París.

Alvarez volvía a sus lamentaciones de hombre desalentado al hablar de los placeres y distracciones que proporciona la gran ciudad.

– Yo soy aquí un hurón – decía sonriendo con amargura – . Me siento viejo y cansado, y vivo en París como podría vivir en Alcobendas; metido en mi casa sin ver apenas a nadie, ni tener otra distracción que mis conversaciones con Perico y con esos buenos compañeros que se reúnen en el café de Cluny. En otros tiempos le hubiera podido ser a usted de alguna utilidad en esta Babilonia, acompañándole a todas partes; pero hoy soy viejo, y ya que no puedo entretener mis horas de fastidio rezando el rosario como los imbéciles, me distraigo dando vueltas a esa noria literaria, a la que estoy amarrado. Mi vida es escribir cuartillas y más cuartillas, y hablar con mi fiel compañero sobre cosas que estén al alcance de su pobre imaginación. Es un porvenir bien triste, pero hay que resignarse a él… ¡Y pensar que hubo una época en mi juventud en que yo imaginé llegar a ser célebre y alcanzar una vejez hermoseada por los laureles de la gloria!

Y Alvarez decía estas palabras con expresión tan amarga, que el mismo Zarzoso se sentía conmovido.

Miraba el viejo al suelo, y al joven médico le parecía ver sobre la desteñida alfombra, despedazadas y muertas todas las ilusiones de aquel hombre que había sido famoso durante unos pocos años, para caer después en el más absoluto olvido y vegetar lejos de la patria. ¡Si la fatalidad le reservaría igual suerte a él, que también se forjaba ilusiones sobre el porvenir y pensaba en la celebridad!

– Hoy – continuó el emigrado – no tengo más esperanza de dicha que la que me proporcione el inalterable descanso de la tumba. No puedo siquiera volver a ver el sol de España, aquel cielo hermoso que aún me parece más esplendente cuando el cruel invierno cae sobre París. En mi primera emigración todo me resultaba fácil y hermoso; el suelo extranjero me parecía igual al de la patria. Era joven, sentía entusiasmo, tenía fe en el porvenir, y con estas condiciones se está bien en todas partes. Pero hoy soy viejo y no me quedan en el mundo seres que me amen, a excepción de ese pobre muchacho que es el fiel compañero de mi existencia; me parece la vida tan aborrecible, que de buena gana me libraría de ella en algunos instantes. ¡Ah! ¡Soy un cobarde! A mí me sucede como a un buen anciano que conocí en cierto momento de mi vida y el cual confesaba que si permanecía en el mundo era por falta de valor.

Se detuvo Alvarez algunos instantes mirando con extraña fiereza a Zarzoso, y por fin, dijo haciendo con su cabeza un movimiento de decisión:

– A usted se lo digo todo. Es usted más serio que ese aturdido de Agramunt, y además, hay en este mundo ciertas caras que basta verlas una sola vez, para que inspiren inmediatamente confianza. Sépalo usted, joven. Siento un violento deseo de acabar con mi existencia, y parece que hay algo dentro de mí que me insulta, porque no me meto inmediatamente entre los bastidores de la muerte, y permanezco en escena haciendo reír al mundo. Varias veces he tenido el revólver en la sién, pero siempre me ha hecho bajar la mano la maldita idea que me recordaba el profundo pesar, la desesperación que este acto causaría a ese pobre muchacho, a ese Perico, que es toda mi familia. Sería un crimen, una infamia incalificable, el que yo pagase con un disgusto desesperante toda una vida de abnegación y de inmensos sacrificios. Y esto es lo que me detiene, esto es lo que me hace subsistir sufriendo a todas horas, pues no hay nada tan terrible como vivir desesperado, sin ilusiones, y convencido hasta la saciedad de que en la vida el mal es lo seguro, lo generalizado, lo vulgar; mientras que el bien y la virtud son raras excepciones, fenómenos que únicamente se presentan por una equivocación de la naturaleza. Hoy soy un escéptico; no creo ni aun en la República, que en mi juventud me merecía una adoración fanática. Sólo esos muchachos de la emigración pueden tener fe en el triunfo de la libertad y de la justicia. Locos como Agramunt son los que sirven para el caso; yo soy demasiado viejo y estoy convencido de que el país que después de lo del 68 y del 73 admite y sostiene la restauración de los Borbones es una nación perdida, un pueblo que no merece que nadie se sacrifique por él.

 

Zarzoso escuchaba con asombro al viejo revolucionario que se expresaba con un excepticismo tan desconsolador, y su sorpresa aún fué en aumento cuando le oyó decir con una frialdad que espantaba:

– Lo único que me consuela es que la muerte, viéndome tan cobarde, viene en mi auxilio. No tengo valor para acabar con mi vida, pero llevo dentro de mí el medio que ha de librarme de esta existencia que me pesa. Los médicos dicen que tengo un aneurisma, regalo que me han proporcionado los muchos sustos y zozobras que he sufrido en esta vida, por cosas que miro ahora con la mayor frialdad. Usted, como médico, sabe mejor que yo lo que es eso. El mejor día ¡crac!.. estalla algo aquí dentro del pecho, y me retiro discretamente de la vida, sin que nadie pueda motejarme de suicida ni me maldiga por mi desesperada resolución. Crea usted que estoy muy agradecido a la naturaleza, por haber inventado enfermedades que le permiten a uno retirarse a la nada sin escándalo y sin convulsiones que afean y atormentan.

Zarzoso, a pesar de estar junto al fuego, sentía escalofríos al oír hablar a aquel hombre con tal naturalidad sobre el próximo fin que tanto deseaba, y debió ser visible su inquietud por cuanto Alvarez cambió inmediatamente la expresión de su rostro, y sonriendo con amabilidad, exclamó:

– ¡Pero bravas cosas le estoy diciendo a usted para entretenerle! ¡Vaya un modo de recibir las visitas! Dispense usted a la vejez, amigo Zarzoso, que siempre tiene rarezas. Ya procuraré otra vez no dejarme llevar por tan tristes pensamientos; y ahora voy a ver si ese muchacho ha dejado por ahí algo que sirva para hacer a usted los honores de la casa.

Y Alvarez se levantó, y con expresión alegre, como si él no fuese el mismo que había hablado momentos antes, dirigióse al comedor y momentos después volvió a entrar, llevando sobre una bandeja una botella de coñac y dos copitas azules.

– Bebamos un poco – dijo dejando la bandeja sobre un velador – . Se ha secado usted ya, pero no le vendrá mal una copita después de la mojadura que ha sufrido para llegar aquí. En la campaña de Africa, el coñac era muchas veces el capote impermeable que nos servía para defendemos de las inclemencias del tiempo.

Los dos bebieron y, encendiendo sus cigarros, tomaron la actitud de dos amigos que se disponen a conversar familiarmente.

Alvarez, como si tuviera empeño en alegrarse y olvidar sus melancólicas ideas de momentos antes, parecía un muchacho con su rostro animado y los ojos brillantes, que miraban a Zarzoso con simpatía.

– Vamos a ver, amigo mío: con franqueza – le preguntó – . ¿Cómo vamos de conquistas en París? Usted debe ser muy afortunado con las bellezas del Barrio Latino.

Zarzoso protestó ruborizándose ante tan inesperada pregunta. No, él no; eso de las conquistas quedaba para el buena pieza de Agramunt, que se trataba con casi todas las muchachas del barrio y las hacía desfilar por su nuevo cuarto, procurando que no se enfriasen antiguas relaciones.

Zarzoso manifestaba su situación a su viejo amigo con entera franqueza.

No es que él sintiese la aspiración de ser un asceta, ni que se considerase más virtuoso que los demás; él era un hombre como todos, pero resultaba que en más de cuatro meses de residencia que llevaba en París no se le había ocurrido tener otras relaciones con aquellas mundanas callejeras que continuamente le codeaban en el boulevard y en los bailes que alguna conversación alegre en torno de los bocks de cerveza a que las habían convidado Agramunt, o él.

Alvarez hizo un guiño malicioso al escuchar estas explicaciones.

– Vamos, ya comprendo. Usted tiene sus amores en España. Ha dejado allá en Madrid alguna cara bonita, cuyo recuerdo le obsesiona y hace que le parezcan horribles todas las mujeres de por aquí. Es usted un enamorado que vive de ilusión.

– Efectivamente; hay algo de eso – contestó sonriendo Zarzoso, que veía de este modo descubierto su secreto.

– ¡Oh! Yo conozco perfectamente esas cosas. Aunque ahora soy viejo, también he tenido mi época, pero sería una enorme mentira el querer hacerme pasar por calavera. He hecho lo que todos; he tenido mis trapicheos y, sobre todo, un amor serio, que como a usted me hacía mirar a las demás mujeres con indiferencia.

Zarzoso, cediendo a un movimiento instintivo y sin considerar que cometía una inconveniencia, fijó su mirada en el gran retrato que estaba sobre la chimenea.

Entonces fué Alvarez quien se inmutó, ruborizándose un poco.

– Ha adivinado usted. Ese fué mi amor serio, lo que llenó mi existencia, y por esto ese cuadro me acompaña y me da cierta alegría, aunque en realidad sólo despierta en mí recuerdos tristes. Como obra artística el cuadro es malo, pero lo aprecio porque el parecido es exacto. Lo hizo un pintor español, que vivía en el barrio, copiándolo de una fotografía que yo conservaba.

Y Alvarez, como si sintiera arrepentimiento por haber entrado a hablar de tal asunto, callóse y permaneció algunos minutos con la frente inclinada.

Zarzoso no sabía qué decir y la situación iba haciéndose violenta; pero su viejo amigo volvió a hablar, pues sentía un vehemente deseo de comunicarle sus penas como poco antes.

– Le deseo a usted, querido amigo, que no sea en cuestiones de amor tan desgraciado como yo. Amé a una mujer, fué mía, y, sin embargo, no pude hacerla mi esposa, porque parece que me persigue la fatalidad en todos los actos de mi vida. ¡Oh! He sido muy desgraciado, créalo usted, amigo Zarzoso. Mi vida ha sido semejante a la de esos personajes fantásticos de las leyendas, sobre los que pesa una maldición, y que no pueden hacer nada sin tropezar al momento con la desgracia.

Quedó silencioso y absorto, pero a los pocos instantes, como cediendo a una necesidad imperiosa de hablar, murmuró con la vista en el suelo, vagamente, como un sonámbulo:

– Y la verdad es que fuí amado de veras. Una mujer que por su nacimiento había sido colocaba por la sociedad a más altura que yo, descendió hasta mí, endulzando mi existencia con su amor espontáneo y desinteresado. ¿Pero a qué recordar tales cosas? Aquello fué un chispazo fugaz de felicidad; un momento de dicha que pasó muy pronto, dejando tras sí, como maldecida estela, un sinnúmero de desgracias… ¡Cuánto he sufrido! Usted, amigo mío, es muy joven, entra ahora en la vida y no puede comprender ciertas cosas. Pero el día en que usted sea padre apreciará en toda su horrible grandeza el pesar que experimenta un hombre al tener una hija, que es sangre de su sangre y que, sin embargo, desconoce al que dió el ser y le odia como a un monstruo. Hay para desesperarse; para adoptar esa resolución de que hablaba antes, y de la cual no me siento capaz. Vivir solo, aislado, con la muerte en perspectiva, y saber, sin embargo, que tengo en el mundo una hija que ignora mi existencia, que no sabe el derecho que sobre ella poseo, y que no acude a velar por mí en los pocos años que me quedan de vida, es el más horroroso de los tormentos.

– ¡Tiene usted una hija! – exclamó Zarzoso, deseoso de desviar la conversación, para evitar a su viejo amigo que volviese a caer en aquella melancolía que le hacía pensar en el suicidio – . ¿Y no la ha visto usted nunca?

– De pequeña, cuando aún estaba en la lactancia, la vi varias veces, siempre ocultándome, como hombre que comete una acción ilegal y teme dejarse llevar por sus sentimientos más íntimos. Ella llevaba el apellido de otro, y yo no tenía derecho alguno a los ojos de la sociedad. Después la vi una, vez…; pero ¡en qué circunstancias! Más me hubiera convenido no verla, pues así me habría evitado un doloroso recuerdo, que aún hoy, después de muchos años renace en mi memoria, y me hace derramar lágrimas de desesperación… Pero no pensemos en el pasado.

Y Alvarez volvió a sumirse en el silencio.

El joven médico se sentía molesto y no sabía ya de qué hablar para que aquel hombre, desesperado de la vida, y con la memoria acribillada de dolorosos recuerdos, no volviese a recaer en su negra melancolía.

Creía importunar a don Esteban con su presencia, y por esto pensaba en retirarse, no atreviéndose a hacerlo por no encontrar ocasión oportuna para ello.

Tardó poco Alvarez en volver a reanudar su conversación. Era, en punto a su triste pasado, como esos enamorados que sufren con resignación los desdenes de la mujer amada y gozan cierto doloroso placer al recordarlos, y por esto, a pesar de la pena que le afligía, volvió a hablar de su hija.

– Crea usted, joven, que lo único que me falta para morir tranquilo es volver a ver a mi hija. Si ella me reconociese por padre, si se convenciera de que me debe el ser y que yo fuí el verdadero esposo de su infeliz madre, entonces moriría de felicidad. A mí me falta para expirar con la sonrisa en los labios un solo beso de María.

– ¡Ah! ¿Se llama María? – exclamó Zarzoso apenas oyó las últimas palabras de su amigo.

– Sí; ése es su nombre. Hace ya muchos años que no la he visto, pero según los informes que me han dado varios amigos que la vieron en Madrid, es tan hermosa y agraciada como su difunta madre. Y eso que la pobre Enriqueta era bella como pocas. Mire usted bien el retrato de la mujer que amé.

Y don Esteban fué a su mesa de trabajo, cogió la lámpara y, levantándola más arriba de su cabeza, hizo que su luz diese de lleno en el retrato que estaba sobre la chimenea.

Aquel busto de beldad, sólo lo había entrevisto Zarzoso en la penumbra rojiza que antes lo bañaba, y que aunque pareciera comunicarle vitales palpitaciones, confundía su contorno y sus rasgos más característicos. Ahora, con aquella clara luz, pudo apreciarlo detenidamente pero al primer golpe de vista no pudo evitar un rudo movimiento de sorpresa.

Creía tener delante el retrato de María; pero algo había en aquella mujer sonriente y púdicamente escotada, que la diferenciaba de la sobrina de la baronesa de Carrillo.

La mujer del retrato era más distinguida, más espiritual, como dicen en la jerga de los salones; notábase en ella cierta anemia aristocrática y la ausencia de aquella robustez sanguínea que a María había dado el oculto entroncamiento con la sana raza plebeya; pero en lo demás, la semejanza era exacta; las mismas facciones, idéntico aire de familia y los mismos ojos que miraban con graciosa e intensa dulzura.

A Zarzoso le pareció ante aquel retrato ver a su novia asomada a una ventana de dorado marco y engalanada con las modas de veinte años antes.

Su movimiento de sorpresa no pasó desapercibido para Alvarez.

– ¡Eh! ¿Qué es eso, amigo Zarzoso? ¿Es que acaso la conoció usted?.. No puede ser; es usted demasiado joven. Su tío, el doctor, sí que la conocería, pues en cierta ocasión visitó al padre de Enriqueta.

Zarzoso no contestaba, pues la sorpresa parecía haberle paralizado. Seguía mirando con ávidos ojos el retrato y su estupefacción no le dejaba razonar sobre tan inesperada sorpresa. Lo único que se le ocurría era que aquella escena resultaba dramática; una casualidad de esas que sólo se encuentran en las novelas de interés y que algunas veces se reproducen en la vulgaridad de la vida.

Alvarez se alarmaba ante la sorpresa de su joven amigo y no sabía cómo explicársela.

– Pero vamos a ver, querido Zarzoso, ¿es que acaso la ha conocido? Vaya, no permanezca usted de ese modo; explíquese, con mil demonios.

Don Esteban había perdido la paciencia, pues deseaba que cuanto antes se explicase el joven, comprendiendo que en su extrañeza le ocultaba algo interesante.

Zarzoso salió de su estupefacción.

– Señor Alvarez, ¿dice usted que esa señora se llamaba Enriqueta?

– Sí, amigo mío.

– ¿Y cuál era su apellido?

– Baselga. Era la hija del conde de Baselga, a quien su tío conoció en circunstancias bien críticas.

– ¿Y la hija de esa señora lo es de usted?..

El joven hizo de un modo esta pregunta que Alvarez sintió en su cerebro como un rayo de luz que aclaraba todo el misterio.

 

– De modo que mi hija, que mi María es…

Y no dijo más, pues Zarzoso había hecho con su cabeza una señal afirmativa.

Entonces fué Alvarez a quien le tocó sorprenderse.

¡Oh, poder de la casualidad! El novio de su hija era aquel muchacho que tanto amaba, pues momentos antes había manifestado cómo bajo la influencia de su recuerdo se mantenía puro en el lodazal vicioso de París.

No se dieron cuenta de cómo fué aquello, pero los dos hombres se encontraron abrazados y casi próximos a llorar.

– ¡Ah, hijo mío! – dijo Alvarez con voz temblorosa por la emoción – . El corazón habla muchas veces, aunque los materialistas no quieran creerlo, y por eso me fué usted tan simpático desde el primer día en que le vi. Algo encontraba en usted que me atraía y me inspiraba confianza, hasta el punto de que hace pocos instantes me impulsaba a decirle cosas que jamás he revelado ni aun al más amigo.

Los dos hombres, pasado aquel primer momento de emoción, y ya más tranquilos volvieron a ocupar sus asientos.

– ¡Oh! Hablemos, hablemos – dijo con expresión de felicidad el viejo revolucionario – . Crea usted que este momento no lo cambio yo por el placer más grande que un hombre pueda experimentar. Esto alarga mi vida unos cuantos años… Diga usted, ¿cómo es mi hija? ¿Cómo comenzaron sus amores? ¿Qué vida hace ahora María? Hable usted con entera franqueza; no escasee detalles. Las cosas más insignificantes resultan de gran interés cuando se trata de un ser querido.

Y Zarzoso, animado por la viva mirada de aquel hombre envejecido, que le escuchaba con un interés que emocionaba al par que producía lástima, fué relatando toda la historia de sus amores con María, desde que la conoció en el colegio de Valencia hasta que la vió por última vez en el Retiro, pocos días antes de marchar a París.

Las travesuras de María alegrábanle tanto como le indignaban las imposiciones tiránicas de la baronesa.

¡Oh! Aquel vejestorio de devota tenía una perversidad sin límites, y bastante le había hecho sufrir a él en esta vida. Ella y sus amigotes, los padres jesuítas, eran los autores de todas las desgracias que habían afligido al pobre Alvarez, y de ellos forzosamente había de proceder cuanto de malo ocurría a la familia Baselga.

– ¿No es verdad, hijo mío – decía don Esteban – , que usted nota en la familia de María un poder oculto que se parece a la mano de la fatalidad? Pues yo creo que esa maldición que sobre ella parece pesar, existe únicamente por la baronesa y sus amigos los jesuítas, que deben tener cierto oculto interés en mezclarse en los asuntos de la familia. Los millones a que asciende su fortuna son un cebo más que suficiente para atraer a todos esos monstruos de sotana negra, que no reparan en los medios para cumplir su fin. A todos nos han ido devorando. Primero, al conde de Baselga, de cuya trágica muerte estoy seguro que ellos fueron los autores; después, a la pobre Enriqueta y a mí, cuyos amores voy a relatarle, y últimamente, a ese infeliz Ricardo, el fanático hermano de mi amada, al que enviaron a morir al Japón, después de robarle la fortuna. Ahora conviene que esté usted en guardia y no se deje sorprender, pues le perseguirán ya que la respetable fortuna que aún posee María es más que suficiente para tentar su codicia de bandidos. ¿Duda usted de lo que le digo? ¿Cree usted que estas persecuciones de que hablo son simplemente manías nacidas de la imaginación de un viejo? Si su tío, el doctor, estuviese aquí, él afirmaría, seguramente, lo que yo le digo; pero para que se convenza, basta que yo le cuente la historia de mis amores con Enriqueta.

Y don Esteban comenzó a relatar al joven la dramática historia de sus amores, que parecía toda una novela y que causó honda sorpresa en Zarzoso. La figura de Enriqueta, que veía surgir de la relación, dulce e interesante, perseguida y esclavizada siempre por su hermanastra la baronesa, resultábale muy simpática, y sentía por ella un espontáneo afecto, tanto por las penas que había sufrido como por ser la madre de María.

Cerca de una hora duró la relación de Alvarez, y, a pesar de esto, a Zarzoso le pareció que sólo habían transcurrido algunos minutos, pues escuchaba con tanta atención al padre de María, que sus sentidos estaban muertos para todo cuanto le rodeaba.

Al terminar, daban las siete en un antiguo reloj de tallada caja, que ocupaba un ángulo del salón.

A Zarzoso no le cabía ya la menor duda de que don Esteban Alvarez era el padre de María. Lo que sí le causaba profunda extrañeza era que su novia ignorase que existía en el mundo el ser que le había dado la vida y siguiese creyéndose hija de aquel hombre indigno cuyo apellido llevaba.

Ahora recordaba Zarzoso, con la vaguedad del que piensa en un ensueño, que María le había hablado de un hombre que fué a buscarla al colegio, y que, en su concepto, era el perseguidor de la familia.

Esto coincidía con las revelaciones de don Esteban Alvarez, y sublevaba el ánimo de Zarzoso, que no podía transigir con una infamia tan grande como era ignorar una hija la existencia de su padre, y vivir éste devorado por el vehemente deseo de conocerla.

– ¡Oh! Es una feliz casualidad que nos hayamos conocido – dijo Zarzoso – . Siento indignación ante esa trama oculta que ha hecho que una hija desconozca a su padre, y he de procurar por todos los medios hacer que María sepa su origen. Esta noche misma le escribiré todo cuanto ocurre, y ella me creerá, pues tiene en mí la inmensa confianza que proporciona el amor. Animo, don Esteban; tal vez no muera usted ya sin recibir ese beso de hija que tanto anhela.

Alvarez hizo un gesto negativo, como dando a entender que no creía en que un desgraciado como él, perseguido por la fatalidad, pudiese llegar a sentir tan inmensa dicha.

– ¡Oh, sí! – dijo con entusiasmo – . Escríbala usted. Dígale que yo soy su padre, que bastaría que me oyese para convencerse de ello; pero no tarde usted en hacer tales revelaciones, pues a pesar de que he esperado tanto tiempo, me parece que me faltará ahora para experimentar tanta felicidad y que voy a morir antes de sentir tan inmensa dicha.

Después añadió, con el acento del que advierte una cosa importante:

– Sobre todo que la baronesa no se aperciba de nada de esto. Ese vejestorio podría estorbar la santa obra de reconciliación que va usted a emprender.

– No se apercibirá de nada; yo se lo aseguro. Tengo el medio de comunicarme directamente con María sin que se aperciba la baronesa. Hay una buena persona que se encarga de proteger nuestra correspondencia.

Alvarez, dominado por aquella emoción que humedecía sus ojos, hacía signos afirmativos con su cabeza, sin saber por qué.

– También le ruego – dijo – que no comunique nada de lo que hemos hablado a ese loco de Agramunt. Para él conviene que sigamos siendo dos buenos amigos y nada más. Es un atolondrado que, si llegara a saber que mi hija es la misma mujer a quien usted ama, encontraría el caso muy novelesco, y no contento con relatarlo a todos los emigrados, sería capaz de repetirlo en alta voz, en pleno bulevar, para que lo supiera París entero.

Zarzoso sonrió ante aquella exageración.

– No es charlatán hasta ese punto – dijo – , pero hace usted bien en no tener gran confianza en su lengua. Nada le diré.

– Haremos una excepción en favor de Perico. Ese muchacho, a fuerza de sacrificarse por mí, ha llegado a serme tan indispensable, que no puedo guardar con él el menor secreto.

– Sin embargo, no creo que usted le haya hecho saber esa tendencia al suicidio que tanto le agitaba.

Alvarez contestó con un gesto de alegre extrañeza:

– ¡Eh! ¡Quién piensa en eso! Esas ideas fúnebres eran las de un padre que se veía alejado para siempre de su hija; pero ahora la cosa ha variado por completo y me siento feliz. Sí, Señor, estoy contento como si hubiera encontrado a mi hija después de tenerla perdida cerca de veinte años.