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La araña negra, t. 8

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Detrás vió aparecer la greñuda cabeza de Agramunt, quien en una mano llevaba su tesoro, su sagrado busto de la República, y en la otra un quinqué encendido. A la luz de éste había hecho todos los preparativos de mudanza en la calle de las Escuelas, y por no tomarse el trabajo de apagarlo, lo había llevado encendido por todo el boulevard Saint-Michel, sin producir movimiento alguno de extrañeza en aquella población de muchachuelas y estudiantes habituada a las más estupendas extravagancias.

III
La vejez del revolucionario

Los dos jóvenes españoles vivían en el hotel del Pantheón, con la más amigable familiaridad.

Agramunt se mostraba encantado por la mudanza, tachándose a sí mismo de estúpido por no habérsele ocurrido hasta entonces trasladarse a una plaza donde, según él decía, se gozaba el honor de tener tan ilustres vecinos.

Todas las mañanas, al levantarse, abría su ventana del último piso, y mirando la inmensa mole del Pantheón, que extendía su cruz de ciclópeos muros en el centro de la gigantesca plaza, saludábala moviendo sus manos, y como si le pudieran oír en el fondo de la cripta del monumento, gritaba:

– ¡Buenos días, Voltaire!

Otras veces el saludado era Rousseau, o cualquiera de los demás hombres ilustres, que tenían sus huesos en las entrañas del grandioso monumento.

El hotel estaba algo movido por la aparición de aquel nuevo huésped, que en pocos días se había hecho amigo de todos los jóvenes que en él vivían, y que eran estudiantes procedentes de los más distintos países. No había en la casa un solo huésped francés; en cambio sus cuartos eran un viviente cosmopolitismo, pues se albergaban en ellos lo mismo griegos que yanquis, e ingleses que árabes.

En la tablilla indicadora de los vecinos, que figuraba en la portería, veíanse confundidos los nombres más extravagantes, los apellidos más impronunciables, y en los pasillos sonaba tal confusión de lenguas extrañas, que, según afirmaba Agramunt, aquella casa era una verdadera pajarera.

A pesar de esta confusión de lenguas, con todos se entendía él y entablaba largas conversaciones, valiéndose del francés que conocía muy a fondo, pero que destrozaba al hablar, con su pronunciación marcada, que hacía sufrir igual suerte al castellano.

Cuando él se levantaba por las mañanas Zarzoso ya había marchado a la clínica, y para pasar el tiempo, si es que no tenía que hacer algún trabajo urgente para su editor, canturreaba sus fragmentos de ópera favoritos por los pasillos del hotel o entraba en el cuarto de alguno de sus nuevos amigotes, para preguntar a un griego o a un rumano si en su país había muchos republicanos y enterarse del carácter que allí tenía la Prensa.

Bromeaba campechanamente con los garzones del hotel, llevándolos en sus días de opulencia a la taberna vecina para tomar la absenta, o salía a dar una vuelta por el bulevar hasta la hora del almuerzo, en que se reunía con Zarzoso, el cual, según la expresión del periodista, entraba en el restaurará oliendo todavía al ácido fénico de la clínica.

Por las tardes iban los dos amigos al café de Cluny, que era el establecimiento que gozaba en el barrio de mayor fama de seriedad, por no permitirse en él la entrada a las alegres muchachuelas que pululaban por el vecino bulevar.

Zarzoso veía siempre en dicho café el mismo público: burgueses de la vecindad, graves y sesudos, que leían los más antiguos periódicos de París; señoras viejas que escribían cartas y algún par de profesores que, tomando su taza de café, discutían pausadamente sobre los sistemas de enseñanza.

Los dos jóvenes no acudían a dicho establecimiento por su carácter serio y tranquilo, sino porque en él tenía Agramunt antiguos amigos que acudían diariamente al café de Cluny, desde puntos muy lejanos.

A un extremo del café, entre aquel público silencioso, mesurado y prudente, agrupábanse unos cuantos parroquianos que no hablaban en francés, que no sabían decir nada en voz baja, y que sus ruidosas palabras las acompañaban siempre con fuertes puñetazos sobre el mármol de las mesas: eran españoles, procedentes de las emigraciones republicana y carlista, los cuales, a pesar de su radical divergencia en punto a doctrina, reuníanse amigablemente sintiéndose atraídos por ese espíritu de nacionalidad que tan imperiosamente se experimenta cuando se está fuera de la patria.

La tertulia era, por lo general, pacífica, pero muchas veces, olvidando la mutua conveniencia y reapareciendo antiguos odios, salían a plaza las ideas políticas de cada uno, y entonces eran de ver los rostros escandalizados de los tranquilos parroquianos del café, ante aquellas discusiones tormentosas, en las que se sucedían sin interrupción los puñetazos sobre la mesa y las vociferaciones matizadas por palabras tan enérgicas como poco cultas.

Zarzoso, a pesar de aquellas disputas que diariamente surgían, encontraba muy agradable la tertulia porque en ella podía hablar la lengua de su patria, y, además, reía con las ocurrencias ingeniosas de algunos de aquellos desgraciados que paseaban su hambre y su levita raída por todo París, con una altivez digna del carácter español.

El joven médico tenía grandes deseos de conocer al que era como el jefe de aquel ruidoso cenáculo, personaje de importancia, del que le hablaba Agramunt con mucho respeto.

– Ya verás cuando venga don Esteban – decía Agramunt – , cómo te resultará muy simpático. Es todo un hombre, y yo estoy seguro de que si en su esfuerzo consistiera, hace ya tiempo que habríamos triunfado. Tiene una historia heroica; se ha batido un sinnúmero de veces en favor de la República, y en el año 73, si no hubiese sido tan modesto, hubiese llegado a hacer grandes cosas. En fin, tú ya conoces de nombre a don Esteban Alvarez. Aquí lo pasa bastante estrechamente; trabaja para el mismo editor que yo y ahora está en Caen, adonde le ha enviado la casa para ciertos asuntos, pues tiene en él absoluta confianza. Lo que yo más siento es que goza de poca salud, y cualquier día nos va a dar un disgusto.

Zarzoso, que continuamente oía hablar de aquel señor, tanto a su amigo como a los demás emigrados que acudían al café, sentía grandes deseos de conocerle.

Por fin, una tarde logró ver en el café de Cluny a aquel hombre que, por su historia política tan accidentada y aventurera, le había resultado siempre interesante.

Al entrar él con Agramunt, fijáronse en las mesas que solía ocupar la reunión de emigrados.

La tarde era muy desapacible. Caía una de esas lluvias torrenciales propias del otoño parisiense, y tal vez por esto la concurrencia era escasa, pues muchos de los emigrados vivían en barrios que estaban a algunos kilómetros de distancia.

Sólo dos hombres ocupaban las mesas de la tertulia, y Zarzoso se fijó inmediatamente en uno de ellos, al mismo tiempo que Agramunt, tocándole en el codo, murmuraba:

– ¡Mírale! ¡Allí está!

Zarzoso había visto muchas veces en periódicos republicanos el retrato de Esteban Alvarez, tal como era en el año 73, pero esto sólo le sirvió para experimentar una gran extrañeza, al ver los estragos que una vejez prematura había hecho en el famoso revolucionario.

De su época pasada de juventud, bríos y marcial presencia, sólo le quedaba su bigote, aquel hermoso bigote que era el encanto de todo el regimiento en sus tiempos de militar, y que ahora caía lacio, desmayado y horriblemente canoso sobre unos labios contraídos por amarga expresión de desaliento y de dolor.

Alvarez había engordado mucho al hallarse cercano a la vejez, pero su obesidad era floja y malsana; era la transformación en grasa de aquellos músculos de acero.

Su rostro abotagado y de una palidez verdosa, estaba surcado por arrugas profundas, y lo único que en él quedaba de su antiguo esplendor eran los ojos, que, bajo unas espesas y salientes cejas grises, brillaban con todo el fuego y la audacia de la juventud.

Acercáronse los dos jóvenes a la mesa que ocupaba Alvarez, e inmediatamente Agramunt hizo la presentación de su amigo.

El revolucionario sonrió con amabilidad, y tendiendo su mano amigablemente a Zarzoso, le hizo tomar asiento a su lado. El conocía el nombre de su tío, el célebre doctor, y se enteraba con mucho interés del objeto que había llevado al joven a París.

– Celebro mucho – decía con su voz cansada – que un joven como usted venga aquí a ser de los nuestros. Seremos amigos; aunque esto, bien mirado, poco puede halagarle a usted, que es joven y tiene ante su paso un brillante porvenir. Yo, hijo mío, ya no soy más que una ruina, un andrajo que para nada sirve. Mi misión ha terminado ya en el mundo y ahora sólo me queda el morir aquí olvidado de todos.

Y bajaba tristemente la cabeza, como un reo que está seguro de su próximo fin.

Zarzoso se sentía conmovido por la expresión desalentada de aquel hombre, en otros tiempos todo vigor y energía y que ahora, con las fuerzas agotadas por una vida de infortunios, aventuras y terribles agitaciones, hacía recordar al limón mustio, blanducho y despanzurrado después que le han exprimido todo el jugo.

Mientras tanto, Agramunt daba palmaditas amistosas en la espalda a un sujeto morenote, fornido, con la cara afeitada, a excepción de unas patillejas, y que de vez en cuando lanzaba a don Esteban miradas cariñosas como las de un perro fiel.

El joven catalán le preguntaba cómo iban sus asuntos, pues hacía ya algún tiempo que no le había, visto.

– Van bien, no puedo quejarme – contestaba aquel hombre, que no era otro que Perico, el antiguo asistente de Alvarez – . En el almacén me tratan con bastante consideración, sólo que el trabajo es mucho y no puedo venir por aquí con tanta frecuencia como deseo. La dirección de la casa es muy rígida en punto a las obligaciones. Hoy he logrado alcanzar un permiso para ir a recibir a mi amo a la estación, y por eso puedo estar en el café. ¿No es verdad que don Esteban ha venido más fuerte de Caen? Le han probado los aires por allá; lo que siento es lo mucho que habrá sufrido al no tenerme por la noche cerca de él para que le cuidase.

 

Y el fiel criado, a quien el tiempo y los infortunios habían elevado a la categoría de compañero y primer amigo de su señor le dirigía miradas que demostraban la fuerza de aquel cariño indestructible que tanto tiempo existía entre el ex comandante y su asistente.

Alvarez, entre tanto, como si le molestasen las muestras de mudo cariño que le daba su criado, aparentaba no fijarse en ellas y hablaba a Zarzoso de su viaje a Caen.

Había ido allá con el único objeto de arreglar ciertos asuntos de su editor, que le apreciaba mucho y tenía en él una completa confianza. Y hablando de esto, el revolucionario pasó insensiblemente a tratar de su situación.

No se quejaba de la suerte. La casa editorial pagaba de un modo harto modesto, pero al fin le distinguía, retribuyendo sus trabajos mejor que a los otros emigrados que para ella traducían.

Su tarea no era para matarse de fatiga.

Traducía cuentecillos de los más célebres escritores franceses, y cuando no, escribía libros de texto para la niñez; obrillas insubstanciales, formadas por retazos que tomaba de aquí y allá, y que el editor enviaba a miles al otro continente para que sirviesen de pasto intelectual a la juventud de las escuelas americanas.

El emigrado, al dar cuenta de sus trabajos a su nuevo amigo, sonreía amargamente como si todavía no se hubiese desvanecido el asombro que le causaba el verse en su vejez dedicado a tan nimias tareas, después de haber sido un verdadero héroe revolucionario y haber gozado de poder suficiente para trastornar a cualquiera hora el orden de su país.

Aquella tarde la pasaron por completo en el café los dos jóvenes, hablando con don Esteban y su criado sobre la política española, las costumbres de la patria, que tan hermosas resultan cuando se vive en el extranjero suelo, y las probabilidades de éxito que podía tener en aquellos instantes una intentona revolucionaria. Hablando acaloradamente, forjándose ilusiones y demostrando a ratos gran confianza en el porvenir, transcurrieron las horas de la tarde para aquellos hombres agrupados en un rincón del café, mientras fuera seguía lloviendo cada vez con más fuerza, y por encima de las blancas cortinillas de las vidrieras desfilaba un inacabable ejército de paraguas, goteando por todas sus varillas.

La sombra del crepúsculo comenzaba ya a invadir las calles, en las que brillaban los primeros reverberos, pero el grupo de emigrados, animados por el recuerdo de la patria y fiando cándidamente en el porvenir, parecía como que recibía en sus ardientes cerebros un cálido rayo del sol de España.

Llegó la hora de retirarse, y entonces don Esteban, levantándose trabajosamente de su banqueta, tendió la mano a Zarzoso.

– Seremos grandes amigos – dijo con su voz que revelaba franqueza – . Yo tengo mucho gusto en tratarme con la juventud ilustrada y valerosa, que es la que ha de regenerar a España. Venga usted a verme cuando tenga un rato libre. Vivo en la calle del Sena, cerca de aquí. Ya le acompañará Agramunt cuando usted se digne visitarme.

Los dos jóvenes fuéronse al restaurant, y allí, mientras comían, Agramunt fué relatando a Zarzoso todo cuanto sabía de la vida de don Esteban Alvarez.

Después de la caída de la República española, el famoso revolucionario había huido de España, a la que ya no debía volver más.

Había sido sentenciado a muchos años de presidio por varios procesos que se le habían formado a consecuencia de ciertos actos violentos, pero propios de las circunstancias, que había llevado a cabo en tiempos de don Amadeo de Saboya, cuando mandaba partidas republicanas.

En opinión de Agramunt, debía existir algún poder oculto que trabajaba ferozmente contra don Esteban, pues las sentencias habían caído sobre éste por actos que a otros no les habían causado la menor inquietud.

No había esperanza de que ningún indulto le permitiese regresar a España, donde sin duda estorbaba su presencia; y don Esteban, por otra parte, no mostraba el menor despeo de volver a la patria, si esto había de costarle alguna humillación, pues, aun en los momentos de mayor desgracia, seguía mostrando su intransigencia sin límites contra aquellos enemigos políticos a los que tantas veces había combatido.

Agramunt explicaba así la vida de Alvarez, desde que dejamos a éste, en el momento que abandonó Valencia, después de su dramática visita al colegio de Nuestra Señora de la Saletta.

Se había establecido en París, en compañía de Perico, su antiguo asistente y fiel acompañante, que no le abandonaba aun en las circunstancias más difíciles.

La primera época de su estancia en la gran ciudad fué terrible y penosa, pues Alvarez, a pesar de haber desempeñado grandes cargos durante el período de la República, se hallaba tan falto de recursos como antes. Por otra parte, el estado de la emigración había variado mucho.

Ya no ocurría como antes del 68, en aquella época en que era capitaneado por un Prim el grupo de la emigración, en el cual figuraban los hombres más ilustres de España. Entonces la revolución tenía dinero, y ayudándose unos a otros con fraternal compañerismo la vida resultaba fácil; pero ahora veíase Alvarez casi solo en París y sin otros medios de subsistencia que los que él mismo pudiera proporcionarse.

Buscó trabajo como escritor, y los principios fueron dificilísimos, pues sólo encontraba traducciones baratas y esto con poca frecuencia.

En un período tal de miseria y horrible penuria, fué cuando se reveló en toda su sublime grandeza el carácter de Perico, aquel servidor fiel que consideraba a su señor como un padre y un hermano. Sin que don Esteban llegase a enterarse, hizo los mayores sacrificios para que nunca faltase la comida a su mesa, ni el portero pudiera ponerlos en la calle por falta de pago.

Fué toda una epopeya de sufrimientos, de titánicos esfuerzos, de recursos heroicos para la conquista de un franco, la vida que arrastró el fiel aragonés durante el primer año de estancia en París. Conocedor de las costumbres de la gran ciudad, por la vida que en ella hizo durante la primera emigración, encontró el medio de dedicarse a un sinnúmero de bajas ocupaciones, mientras buscaba trabajo más lucrativo. Fué mozo de cuerda, revendedor de contraseñas en los teatros, cargador en los muelles, y hasta pidió limosna en las calles más concurridas, exponiéndose a ser arrestado por la Policía; todo para ganar dos o tres francos diarios que entregaba a su señor, el cual estaba desesperado por la inercia forzosa a que le obligaba su falta de ocupación.

Afortunadamente, la vida de los dos desgraciados varió por completo así que hubo transcurrido un año.

El aragonés logró una colocación de mozo en uno de los grandes almacenes de novedades, con cuatro francos diarios, y casi al mismo tiempo don Esteban entró en relaciones con la casa editorial para la cual trabajaba actualmente y que le proporcionó un trabajo medianamente retribuído, pero continuo.

Entonces fué cuando se trasladaron a la calle del Sena, a una casa vieja y sombría, pero de desahogadas piezas, y cuando normalizaron su vida azarosa y llena de privaciones.

Perico permanecía en el almacén desde las siete de la mañana a igual hora de la tarde; pero apenas quedaba libre de sus ocupaciones, corría a reunirse con su amo, el cual permanecía trabajando casi todo el día en su casa, a excepción de las pocas horas que pasaba en el café de Cluny para leer los periódicos españoles y charlar con los otros emigrados, única distracción que gozaba en su existencia de continuo trabajo.

La vieja portera de su casa era la encargada de guisarles, y por la noche amo y criado sentábanse amigablemente a la mesa; distinción que enorgullecía a Perico y al mismo tiempo le hacía comer con escasa tranquilidad, pues bastaba que don Esteban hiciese el menor movimiento buscando algo, para que inmediatamente se pusiera él en pie, ansioso de servirle.

Los domingos paseaban los dos por algún bosque de las inmediaciones de París, y este día de descanso y holganza les ponía alegres para toda la semana, como colegiales que se desquitan en alegre jira del quietísmo y de la falta de luz que sufren en su vivienda.

Agramunt le estaba muy agradecido a Alvarez y hablaba de él siempre tributándole los mayores elogios.

Solamente en un punto se mostraba contrario a don Esteban, y era en la frialdad que éste demostraba por su ídolo.

Alvarez, a pesar de su carácter de emigrado y de su historia política, iba poco a casa de don Manuel, como le llamaba por antonomasia Agramunt, y sonreía con cierta frialdad siempre que oía hablar de aquel hombre ilustre.

Subsistía aún en don Esteban su antiguo fanatismo federal, que le hacía intransigente dentro del republicanismo, y esta conducta excitaba la indignación del catalán, que no consentía en nadie la frialdad y la indiferencia al tratarse del que él titulaba el Danton español.

Variando Agramunt su conversación sobre Alvarez con uno de aquellos saltos de imaginación que tan característicos le eran, hablaba de su vida privada con el respeto instintivo y la admiración que todo joven siente ante un hombre afortunado en materia de amores.

El no conocía a fondo la vida privada de Alvarez, pero algo había oído en el grupo de los emigrados, y la misma vaguedad de sus noticias contribuía a agrandar en su imaginación la figura de don Esteban, al que consideraba ya como un antiguo Tenorio de irresistible seducción.

– Tú no puedes imaginarte – decía a Zarzoso – lo que ese hombre ha sido de joven. Yo no sé ni la mitad de sus aventuras, pero lo triste es que, ahí donde lo ves ahora, con su facha de desaliento y su triste sonrisa, ha sido en su juventud un conquistador terrible que ha rendido a docenas las mujeres, sin pararse a distinguir en punto a condición social. Cuando era militar tenía fama de guapo mozo, y mira si picaba alto, que según me han dicho, estuvo próximo a casarse con una condesa muy guapa. La cosa tuvo consecuencias, pues según mis noticias, hay en el mundo una hija como resultado de aquellos amoríos.

IV
El padre de María

Todas las mañanas al levantarse de su cama, Agramunt alzaba la blanca cortina de su ventana, y mirando el vasto horizonte que dejaba visible la anchura de la plaza del Pantheón, murmuraba con desaliento:

– Definitivamente, el sol ha muerto.

Había cerrado ya el invierno; una luz mortecina y sucia se filtraba por los vidrios, entristeciéndolo todo y dando al modesto cuarto del periodista un tinte fúnebre. París hacía cerca de un mes que tenía sobre sus tejados un cielo ceniciento, monótono y tétrico, y si alguna vez por casualidad el sol, con un coletazo de su flamígero manto, desgarraba las plomizas nubes, asomaba tan sólo un rostro pálido que daba lástima y se retiraba inmediatamente, dejando que las nubes descargasen torrenciales chaparrones sobre la gran ciudad, acostumbrada a sufrir estas injurias del cielo.

Zarzoso, criado en el templado clima de Valencia y poco acostumbrado al invierno de Madrid, aún encontraba más intolerable el frío parisiense, y muchas mañanas, al levantarse y ver las calles cubiertas de nieve, sentíase acobardado, y en vez de ir a la Clínica, subíase al último piso del hotel y entraba en el cuarto de Agramunt, para hablar con él junto a la chimenea recién encendida, que les halagaba con su cálida caricia.

Agramunt hablaba del invierno parisiense como si fuese un personaje que seis meses al año abandonaba su veraniega mansión del Polo y venía a establecerse en París, envuelta la plomiza cara en un cuello de diluviadoras nubes, y con unas patas de hielo que enfriaban la tierra hasta cubrirla de escarcha congelada.

Aquella estación, que venía a aumentar su presupuesto de gastos con el combustible que consumía en la chimenea, y que le causaba mil molestias por no estar muy sobrado de ropa de abrigo, le tenía furioso, y frotándose las manos para hacerlas entrar en reacción, prorrumpía en invectivas contra el invierno.

– Aborrezco a ese canalla – decía Zarzoso con tono melodramático – ; tiene instintos de bandido y gustos de niño mal criado. Se pasea por esas calles con aire de señor absoluto, y mientras que al banquero o a la gran dama que van reclinados en el acolchado carruaje, sólo les envía un helado suspirillo a través de los vidrios de las portezuelas que aun les da placer y les hace gozar con más delicia del calor que les rodea, tiene la cruel satisfacción de helarle las piernas al albañil que, por dar sustento a su familia, trabaja en el alto andamio, y aun le empuja con su aliento huracanado por ver si cae y se rompe la cabeza contra los adoquines; cubre de sabañones las manos de la pobre obrerita que llena su estómago en relación con la prontitud con que maneja su aguja; sopla en la boca de la infeliz mujer que, metida en el Sena hasta las rodillas, lava la ropa de su familia, y el ¡gran canalla! desliza la pulmonía al fondo de su pecho; regala con horrible esplendidez a su querida, que es la Muerte, cuantos desgraciados encuentra debilitados por el hambre o corroídos por las enfermedades de la miseria, y si en sus paseos nocturnos pilla dormido en los muelles del río a algunos de esos muchachuelos que parecen hijos del barro de París, y que están lejos de creer que alguna vez han tenido madres… ¡paf!, de una patada lo deja yerto, da a su cuerpo la frialdad de la nieve, y metiéndose la inocente alma bajo el brazo, la lleva a la eternidad, muy satisfecho de haber dado materia a los periódicos para que al día siguiente publiquen una triste gacetilla.

 

Zarzoso miraba fijamente a Agramunt, que se paseaba de un extremo a otro del cuarto, gesticulando y adoptando actitudes de orador, como si se hallara en uno de los meetings que le habían llevado a la emigración, y como si aquel invierno odiado fuese la monarquía.

El joven médico encontraba a su extravagante amigo poseído de la fiebre de la elocuencia, y le oía con gusto; así es que le alegró cuando Agramunt volvió a reanudar la apasionada peroración que parecía dirigir a la revuelta cama, las cuatro sillas desvencijadas, el estante de libros y el mármol de la chimenea, sobre el cual se erguía el severo busto de la República, entre dos pastorcillos italianos de barro cocido, el uno manco y el otro falto de narices.

– Cuando ese gran ladrón no se siente poseído por tan crueles instintos, se divierte con bromas pesadas, propias de un muchacho que falta a la escuela. ¡Ah cochino invierno! Así que hiciste tu aparición en París, te dió la manía por subirte a los árboles y robarles las hojas, despojando de toda belleza al campo y a los paseos. Los árboles se han dejado arrebatar la vestimenta, sin otra protesta que su acompasado balanceo, y hoy presentan el aspecto ridículo y triste del hombre que a las dos de la mañana se ve asaltado por audaces ladrones en cualquier calle de París y se presenta sin pantalones, y en camisa, en el primer puesto de Policía. ¿Cómo has dejado el Bosque de Bolonia? ¿Y el de Saint-Cloud? Da lástima verlos. Los poéticos lugares cubiertos por bóvedas de verdura han desaparecido con la misma facilidad que se desvanecen las aéreas ojivas y las fantásticas arcadas que traza en el espacio el humo del cigarro; no has dejado en los bosques ni un mal rincón discretamente cubierto por una cortina de matorrales, donde puedan darse cita la modistilla, que para llevar un traje a dos pasos de su taller, emplea toda una tarde; y el muchacho, a quien el severo papá, haciendo cuentas tras el mostrador, supone a tales horas enterándose en el aula de las profundidades jurídicas de Justiniano o revolviendo humanos despojos en el anfiteatro anatómico.

Detúvose el declamador, y pasándose la mano por la frente, con expresión trágica, añadió con el mismo acento del poeta que llora la ruina de bellezas muertas ya:

– En aquellos lugares de delicia en el verano, donde la vista se ahitaba de una orgía de verde y el oído se complacía con un interminable gorjeo, no quedan ahora otras cosas que una gruesa alfombra de hojas secas y millares de colosales escobas que con los rabos hincados en la tierra y chorreando humedad, elevan su ramaje al cielo, suplicando al sol que les haga una visita de atención, a lo menos dos veces por semana, y que empeñe su valiosa influencia con la lluvia para que no sea tan importuna… La belleza ha muerto por unos cuantos meses, y tú eres su asesino, cruel invierno.

Zarzoso seguía mirando con creciente extrañeza a su amigo. ¿Se había vuelto loco aquel muchacho?

Pero pronto comprendió la verdadera causa de tales lirismos.

Agramunt iba a verse obligado en adelante a salir de casa todos los días para ganarse el pan. Su editor, ocupado siempre en el profundo estudio de adquirir la mayor cantidad posible de cuartillas, dando poco dinero, y encontrando que la traducción española de su famoso Diccionario le resultaba cara, se había decidido por el trabajo en comunidad y obligado a todos los que trabajaban en la citada obra a que acudiesen a su casa, donde en una gran sala, y bajo la vigilancia de un dependiente antiguo, habían de trabajar por horas.

Le era forzoso, pues, acudir diariamente a la oficina como un empleadillo; abdicar por completo de aquella libertad que le permitía fijar a su gusto las horas de trabajo; escribir bajo la vigilancia del perro de presa del amo, como si fuese un muchacho en la escuela, e ir en aquellas crudas mañanas de invierno pisando la nieve de las calles.

¡Oh! Aquello era cosa de desesperarse y de maldecir al invierno, al editor que planteaba tan peregrinas ocurrencias y a la pícara necesidad que le obligaba a sufrir tantas molestias, todo para ganar cuatro o cinco francos traduciendo barbaridades, según él decía.

Aquella misma mañana iba a comenzar la traducción en comunidad, y Agramunt se desesperaba pensando que en adelante tendría que levantarse puntualmente como un colegial y permanecer encerrado hasta el anochecer, almorzando en la misma casa del editor. Tan continua reclusión ¡a él! que era un bohemio por vocación y que encontraba agradable la vida de París por lo libre que resultaba.

Desde aquel día, los amigos, a excepción de los domingos, sólo pudieron verse al anochecer cuando se reunían en el restaurante, a la hora de la comida.

Pasaban alegremente la noche, eso sí, y se resarcían de aquella separación que les resultaba violenta después de tres meses de amistad, en que sus respectivos caracteres se habían compenetrado de un modo absoluto.

Zarzoso fué quien más sufrió en los primeros días, por la ausencia de su amigo. Las mañanas pasábalas bastante distraído en la Clínica, estudiando ese inmenso caudal de enfermedades y de casos curiosos que únicamente se presentan en los hospitales de París; pero por las tardes, así que quedaba libre, acometíale un fastidio sin límites.

Algunas veces se entretenía escribiendo a María o releyendo sus cartas, pero esto, a lo más, le ocupaba un par de horas, e inmediatamente el fastidio volvía a aparecer.

Sentía nuevamente en su existencia aquel vacío del primer mes de estancia en París, y era que el maldito catalán le había acostumbrado de tal modo a sus genialidades y a su movediza actividad, que no podía vivir apartado de él. Su carácter reposado y grave, necesitaba por la ley del contraste tener cerca aquella imaginación exaltada y extravagante, que empollaba a centenares las más atrevidas paradojas.

Por las noches, después de comer, los dos, agarrados del brazo, conversaban amigablemente por el boulevard; iban a la Opera, o se metían en Bullier, el tradicional lugar de la borrascosa alegría del Barrio Latino, y allí veían bailar el can-can por todo lo alto y convidaban a cerveza a unas cuantas señoritas sin querer llegar hasta las últimas consecuencias de tales encuentros.

Agramunt era despreocupado en materia amorosa, y su compañero hacía la vista gorda cuando le veía arrastrar tras sí a alguna antigua amiga a altas horas de la noche, invitándola a que subiera a ver su nuevo cuarto. En cuanto a Zarzoso era inflexible en esta cuestión y Agramunt nada le decía, pues tenía noticias de los amores con aquella joven de Madrid cuyas cartas recibía, y él, además, no gustaba de desempeñar el papel de tentador.

Pero todas las diversiones nocturnas no impedían que Zarzoso se fastidiase horriblemente por las tardes.