Za darmo

La araña negra, t. 8

Tekst
0
Recenzje
iOSAndroidWindows Phone
Gdzie wysłać link do aplikacji?
Nie zamykaj tego okna, dopóki nie wprowadzisz kodu na urządzeniu mobilnym
Ponów próbęLink został wysłany

Na prośbę właściciela praw autorskich ta książka nie jest dostępna do pobrania jako plik.

Można ją jednak przeczytać w naszych aplikacjach mobilnych (nawet bez połączenia z internetem) oraz online w witrynie LitRes.

Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

El jardín que rodea al edificio es tan notable por su carácter romántico que podría servir de decoración para el cuadro fantástico de Roberto il Diabolo.

Entre los altos árboles álzanse fragmentos de arcadas góticas y ásperas piedras sepulcrales, con borrosas inscripciones; estatuas de obispos lacios consumidos, en actitud de bendecir; grifos quiméricos y bustos griegos, todo ello roído por los dientes del tiempo, gastado por los vientos y las lluvias, devorado por las plantas trepadoras que se empeñan en encerrarlo en un estuche de hojas, pero en pie, a pesar de tales enemigos, y pareciendo entonar, en nombre de los siglos pasados, un himno mudo de interminable protesta contra los faros de luz eléctrica que por la noche envían sus rayos desde el vecino boulevard; contra el vapor que brama en los barcos del cercano Sena, y contra el Gobierno, que les hace permanecer en una gran ciudad moderna, al lado de una calle populosa, y en un jardín donde muchas veces sirven de ridícula diversión a imbéciles y a niños.

Este jardín guarda todo un mundo de recuerdos. En él fué proclamado Juliano el apóstata emperador de los romanos por los legionarios de las Galias, y a la sombra de sus árboles paseó en otro tiempo un monje alemán llamado Hildebrando, que después debía tomar el nombre de Gregorio VII, para asombrar al mundo con su audaz tentativa de monarquía universal en favor del Papado; y este escenario de tantas grandezas y tan gigantescas y prematuras ambiciones, ¡oh poder del tiempo!, hoy sólo se ve frecuentado por unas cuantas viejas, que, sentadas en los verdes bancos, hacen calceta, hablando de los tiempos en que ellas eran jóvenes y había reyes en Francia, o por turbas de chiquillos que se meten en la hierba, para contemplar de cerca, y con cierto temor, el dragón de piedra que tiene eternamente abiertas sus amenazantes fauces, o hacerle muecas a la estatua de algún preste barbudo, que envuelto en su capa pluvial mira al cielo desesperadamente con sus huecos ojos.

Tan notable y original como el Barrio Latino resultan sus habitantes. Es el único punto de París donde, en el tropel de los transeúntes, se puede ver una cara dos veces en un mismo día, pues su población está alejada del contacto de los grandes boulevares y no se mezcla en ella ese incesante torrente de gente que Europa entera hace desfilar por las grandes arterias del París lujoso.

En las calles del Barrio Latino se ven siempre los mismos rostros e idénticos tipos a causa de que tiene una población propia que no se renueva más que muy de tarde en tarde.

Los estudiantes, que constituyen su vecindario, guardan aún cierto espíritu de clase y se agrupan para hacer la vida en común, y resistirse contra la tendencia igualitaria que reina en la sociedad presente y que destruye todas las asociaciones tradicionales.

En París, como en Alemania e Inglaterra, la clase escolar se resiste al nivelador rasero de los tiempos presentes, y si no conserva todas sus costumbres antiguas goza aún de existencia especial que la distingue. Alemania tiene sus masonerías escolares, con sus grotescas y muchas veces terribles ceremonias; Inglaterra conserva sus Universidades rurales de Oxford y Cambridge, con sus eternas y originales luchas, y Francia posee el Barrio Latino, con sus costumbres extravagantes y su aspecto cosmopolita.

El distrito parisién que tiene por corazón la Sorbona es en realidad una aglomeración de representantes de todos los pueblos. En sus calles suenan las voces de todos los idiomas conocidos, pues a más de una verdadera nube de estudiantes negros, americanos y rusos, los hay chinos, japoneses, egipcios y árabes.

En el reducido espacio de un café del Barrio Latino, suenan confundidos los más raros y difíciles idiomas. En cada mesilla se habla una lengua diferente y muchas veces estudiantes de la misma nación se separan para charlar en el dialecto de su provincia.

La misma confusión que reina en el Barrio Latino, en cuanto a idiomas, impera también en cuestión de trajes. El centro de la orilla izquierda del Sena vive en perpetuo carnaval, y de seguro que los vestidos que allí pasan sin extrañeza provocarían una carcajada al exhibirse en la orilla opuesta.

Confundidos con los alumnos de la escuela de Derecho o de la de Ingenieros, que van siempre correctamente vestidos con arreglo a la última novedad, lo que les vale cierto desprecio de los otros compañeros, pululan los estudiantes de Medicina, con sus descomunales boinas de terciopelo negro o sus chisteras de alas planas, que sirven de coronamiento a unas hirsutas melenas que siempre rebasan los hombros; los cursantes de Bellas Artes, imitando en sus trajes las modas de pasadas épocas, con su capa española o italiana y un chambergo romántico que pide a voces una tiesa pluma de gallo; las estudiantas, en su mayoría procedentes de Rusia, feas como muchachos, con el pelo cortado, sucias gafas sobre la chata nariz y por toda indumentaria un largo pardesú, una gorra de astracán y una descomunal cartera de cuero para meter los libros y papeles; y los alumnos de la escuela Politécnica, con su vistoso uniforme negro y dorado, su airoso sombrero de picos, su ferreruelo impermeable y su espada rabitiesa, atalaje que visto de lejos, les da el aspecto de pájaros exóticos.

Singular vida la de los estudiantes de París. Entre ellos es rara la desaplicación, y son muy contados los que pierden los cursos; pero a pesar de esto, se les ve de continuo en las calles con una muchacha del brazo, alborotando como energúmenos, o dedicándose a ejercicios de fuerza o de destreza.

Como aquella juventud española de los pasados siglos que se agrupaba en las aulas de la inmortal Universidad de Salamanca, y que se hizo célebre por su carácter bullicioso y audaz, la juventud escolar francesa es enérgica y aventurera; animada por su notable robustez ama la esgrima y la gimnasia, y en sus clubs de recreo, se fortalece los brazos levantando pesos enormes, o pasa horas enteras tirando a la espada y contándose los botones a estocadas, cual aquellos licenciados de Salamanca de que hablaba Cervantes.

El Barrio Latino, a principios de siglo, cuando sus principales vías eran míseras callejuelas, cometía tan estupendas extravagancias, que forzosamente la policía había de intervenir en ellas; hoy no conserva del pasado tormentoso, más que una orgía anual, que consiste en el baile que dan a sus compañeros los estudiantes que terminan su carrera.

Confundidos con esa población joven, bulliciosa e ilustrada, que es el porvenir de la Francia, figuran los hombres graves del barrio, los escritores que viven en él, y los catedráticos, graves, melenudos y distraídos como el célebre doctor Miravel, que salen por la mañana de la Sorbona o del Colegio de Francia después de haber explicado su lección, puestos de frac y corbata blanca, traje oficial de los profesores franceses, y marchan por la calle tan abstraídos con la lectura de una revista científica, que se meten en el arroyo o están próximos a ser aplastados por un carruaje.

La orilla izquierda del Sena tiene tal atractivo para la juventud estudiosa y al mismo tiempo alegre, que ésta vive siempre encerrada en los límites del Barrio Latino, bastándose a sí misma, y encontrando vulgar y burgués, como ella dice en su jerga, todo lo que ocurre en la orilla opuesta.

Como dice Julio Simón, el estudiante del Barrio Latino, sólo cuando se siente empujado de esa fiebre por lo desconocido que acomete a los más heroicos viajeros, es cuando se atreve a pasar el Sena, y así y todo, a costa de un esfuerzo supremo, llega hasta la calle de Rívoli.

El escolar que esto hace es un Stanley que pronto se arrepiente de su heroicidad, y fastidiado por el París comercial y elegante de la ribera derecha, vuelve a su querido Barrio Latino en el que no hay fábricas ruidosas, sino silenciosas bibliotecas; en el que la amistad y el compañerismo son algo más que palabras, en el que las mujeres se entregan por amor, y pudiendo hacer fortuna a la otra parte del río, prefieren compartir el mísero cuarto y la menguada comida con el estudiante que habla de cosas que ellas no entienden y que en un rapto de locura amorosa, no contentos con dar su juventud vigorosa e incansable, llega a regalarlas un ramo de violetas de a cinco céntimos.

A este distrito de París, al célebre Barrio Latino, fué a establecerse Juanito Zarzoso, apenas llegó a la gran metrópoli.

II
El primer amigo

Alquiló el joven médico un cuarto en el segundo piso de un hotel de estudiantes de la plaza del Pantheón.

Conocía, por referencias de algunos de sus condiscípulos de Madrid, la vida del estudiante parisién en el Barrio Latino. Se abonó por meses en un restaurant de los más concurridos, adonde acudían las notabilidades del porvenir a nutrirse con elementos tan problemáticos que, según afirmaban los estudiantes, las chuletas eran de caballo enfermo y las tortillas se componían de los más absurdos ingredientes.

El doctor Zarzoso, que era espléndido por carácter, y más aún tratándose de su sobrino, no quería que éste hiciese en París una vida miserable, y le había dado letra abierta para el banquero a quien iba recomendado; pero el muchacho, acostumbrado a una existencia modesta y con poca afición al lujo y los placeres, no pensaba abusar de la magnanimidad de su tío, y se proponía seguir las costumbres de un estudiante pobre.

Al día siguiente de su llegada, se apresuró a presentarse a los célebres profesores a quienes iba recomendado y que le recibieron muy bien, e inmediatamente entró como alumno en aquellas famosas clínicas de las que salen los más portentosos descubrimientos de la ciencia médica.

Zarzoso oyó con profundo respeto, como si se hallase en presencia de seres sobrenaturales, las profundas observaciones de Charcot y las elocuentes explicaciones de Tillot en el anfiteatro de la Escuela de Medicina; asistió con fruición sin límites a las operaciones de Pean y del modesto Championet, y estos espectáculos científicos, reavivando su amor a la ciencia, le hicieron entregarse de nuevo en cuerpo y alma al estudio.

 

Esto le hizo experimentar un gran consuelo. El panorama grandioso que desarrolla París a los ojos del viajero que le visita por primera vez, sólo llegó a distraer a Zarzoso por muy pocos días.

Así que se desvaneció la primera impresión de sorpresa, el recuerdo de María, de aquella mujer adorada de la que ahora estaba separado por tantas leguas de distancia, volvió a obsesionarle, ocupando por completo su imaginación.

No podía admirar cualquiera de las cosas sorprendentes que encierra la gran ciudad, sin que al momento dejase de ocurrírsele la misma idea:

– ¡Oh, si se hallase aquí María! ¡Cómo se alegraría de ver esto!

Por otra parte, causábale cruel martirio el ver continuamente en el Barrio Latino amorosas parejas que, acariciándose con sus miradas casi tanto como con sus palabras, iban por las aceras cogidas del brazo haciendo descarado alarde de su juventud y su dicha. Pocos eran los estudiantes que no tenían por compañera una cabeza picaresca coronada de cabellos rubios.

Este continuo alarde de amor en las calles, esta felicidad juvenil que no cabía en las estudiantiles buhardillas y se esparcía por las aceras, irritaba a Zarzoso al par que le hacía sentir amarga envidia.

La soledad en que vivía agravaba aún más su situación. Nunca se había agitado en un vacío tan absoluto. Primero con su madre, después con su tío, siempre había vivido en familia; y ahora, al encerrarse en su cuarto y pasar la noche completamente sólo, al pasear por las calles sin encontrar una cara amiga, parecíale que le habían arrancado de la tierra, donde tenía sus afecciones, para arrojarle en un mundo desconocido y extraño.

En las clínicas, donde asistía diariamente, habíase formado amistades con otros médicos extranjeros que estaban en París para estudiar una especialidad; pero estas relaciones no tenían otro carácter que el de compañerismo, y Zarzoso no quería intimar con aquellos hombres austeros, dedicados de lleno a la ciencia, y en los que no adivinaba afecto alguno.

El primer mes de estancia en París, lo pasó Zarzoso en la más absurda soledad. Por las mañanas asistía a las clínicas; por las tardes, después del almuerzo, paseaba por el Luxemburgo, el gran pulmón del barrio Latino, o visitaba los Museos; y la noche pasábala en su cuarto, si es que no se sentía con fuerzas para atravesar los puentes y entrar en un gran teatro.

Detestaba los cafés ruidosos del boulevard Saint-Michel con sus orquestas ratoneras y sus pendencias de estudiantes, y se aburría en el tempestuoso baile de Bullier, donde solía ver a alguno de sus compañeros valsando con la misma muchacha a la que meses antes había hecho el diagnóstico en el hospital.

Su único placer en tal época de aislamiento era escribir a María, y permanecía horas enteras trazando largas cartas, en las que amontonaba las exclamaciones propias de una pasión excitada por la ausencia y la distancia.

En aquella vida de aislamiento y de continua monotonía que obligaba al joven a refugiarse en el estudio como único medio de olvido, también experimentaba inquietudes y alegrías producidas por las cartas de María, que doña Esperanza se encargaba de remitirle desde Madrid.

Bastaba que se retrasase unos cuantos días la contestación de la joven a cualquiera de sus cartas para que inmediatamente Zarzoso se mostrase inquieto, y una triste y continua preocupación le embargase aun en los momentos que dedicaba al estudio.

Su imaginación, alarmada por tal silencio, volaba hasta Madrid, forjándose las más absurdas suposiciones; en la clínica se distraía y cometía torpezas, inexplicables en un alumno de tan reconocida aplicación, y se mostraba meditabundo y como obsesionado por aquella carta que tanto esperaba sin llegar nunca.

Todo lo más extraño, novelesco y excepcional que pueda existir en el mundo, lo imaginaba Zarzoso, antes que pensar en explicarse la tardanza por una circunstancia tan sencilla como era la de no haber podido María entregar su carta a la viuda de López, a causa de la vigilancia de su tía.

Por las noches, cuando el joven médico se retiraba a su casa, pensando en la posibilidad de encontrar en ella la ansiada carta, andaba lentamente, como si temiese llegar demasiado pronto y que una cruel desilusión viniera a desvanecer la vaga esperanza que le alentaba.

Con tardo paso, como si quisiera prolongar aquella dulce ilusión, subía Zarzoso la ancha calle de Soufflot, y al entrar en la plaza del Pantheón, iba a detenerse al pie de la estatua de Juan Jacobo, donde permanecía algunos minutos calculando mentalmente y por centésima vez, en aquel día, el tiempo que había transcurrido desde que María recibió su última carta, y lo extraño que resultaba el que no le hubiese contestado.

Por fin, en un rapto de heroica resolución, se decidía a entrar en el hotel y temblando de incertidumbre acercábase al casillero de madera que había en la portería, donde colgaban las llaves de los diferentes cuartos y dejaba el conserje la correspondencia de cada huésped. Si Zarzoso contemplaba negra y vacía la casilla marcada con el número de su cuarto inclinaba la cabeza con desaliento, y encendiendo su bujía en el mechero de gas, subía la escalera con la resignación del reo a quien llevan al cadalso, y en toda la noche lograba conciliar el sueño; pero si veía blanquear la esperada carta junto a la colgante llave, experimentaba un sacudimiento de pies a cabeza, salvaba los peldaños con loca precipitación, y allá arriba, en la soledad de su cuarto, gozaba una felicidad sin límites, leyendo y releyendo la anhelada carta. Todas las sospechas y las suposiciones trágicas que le habían estado agitando durante algunos días, desvanecíanse inmediatamente a la vista de aquella letrita angulosa y elegante que evocaba en su imaginación el recuerdo de los finos dedos y los graciosos hoyuelos de la mano que la había trazado; y cuando se cansaba de leer besaba con pasión aquellos períodos más apasionados de la carta, y al dormirse, estrujaba aún amorosamente entre sus manos el papel que de tan lejos le traía la felicidad, y en el que percibía el mismo perfume que le había acariciado cuando se hallaba cerca de la mujer amada.

De este modo transcurrió para Zarzoso el primer mes de su estancia en París; siempre solo, unas veces agitado por la duda y la incertidumbre, otras poseído por una vaga felicidad, y siempre con el pensamiento fijo en Madrid, donde se hallaba aquella mujer, cuyo recuerdo le hacía encontrar horribles a todas las muchachas parisienses que encontraba a su paso.

El joven médico entraba y salía como un autómata en su restaurant del boulevard Saint-Michel, sin fijarse en ninguno de aquellos rostros alegres y vivarachos que se le aparecían en la nube formada por el vaho de los calientes platos y el humo de las pipas.

Comía el joven español con silencioso recogimiento, con la cabeza baja, sin fijarse en nada de lo que ocurría a su alrededor. Fastidiábanle los desplantes graciosos de muchos de los parroquianos; entristecíale el aspecto de todas aquellas muchachuelas de cabello rubio, que solas o acompañadas comían apresuradamente para comenzar cuanto antes su noche de aventuras; y sentía una sorda irritación contra las risotadas brutales y los cínicos chistes que se cruzaban de una a otra mesa.

Zarzoso era para todas las gentes que se veían diariamente en aquel lugar casi a la misma hora un parroquiano insignificante, que al entrar y al salir les arrancaba un ceremonioso saludo; y únicamente le merecía cierta estimación cariñosa a la gruesa señora encargada del mostrador, la cual simpatizaba con el joven español por su seriedad y buen porte.

Una tarde, a la hora de la comida, Zarzoso tuvo un encuentro en dicho restaurant. Ocupó al entrar una pequeña mesa que vió desierta, y cuando acababa de comer su sopa, entró otro joven, que vino a sentarse frente a él y que le saludó con un desenfadado movimiento de cabeza.

Zarzoso contestó fríamente al saludo y como al mismo tiempo estallase un concierto de chillidos al extremo del comedor en una gran mesa ocupada por varias parejas de las más revoltosas del barrio, el recién venido volvió la cabeza, y con sorpresa para Zarzoso, murmuró en español, con acentuación muy marcada:

– ¡Redios! ¡Cómo escandalizan esos marranos!

Era un compatriota, y esta circunstancia hizo que Zarzoso, siempre tan retraído y ensimismado, fijase en él la atención con curiosidad, y lo encontrara muy simpático desde el primer momento.

Aparentaba tener la misma edad que el joven médico, y era robusto y sonrosado como un tudesco, luciendo en su rostro una barba muy espesa y peinada melodramáticamente, que se le comía más de la mitad de la cara. Su cabeza greñuda y cierto desaliño en el vestir, delataban el afectado empeño de adquirir un aspecto terrorífico y siniestro, que era contradecido inmediatamente por la expresión atrayente de sus miradas dulces y cándidas. Adivinábase en él al buen muchacho de simpático carácter, sencillos sentimientos y entusiasmos ruidosos, empeñado en falsificarse, fingiéndose peligroso y terrible. Era, en una palabra, uno de esos ilusos, agitados por el amor al renombre, y capaces de arrancarse la existencia con tal de llamar la atención. Su levita raída, brillante por los codos, y con el galón deshilachado, formaba un rudo contraste con un gran chambergo blanco que se echaba sobre las cejas, adquiriendo con esto el aire de uno de esos terribles dinamiteros que tanto pasto dan a la caricatura.

Sin fijarse gran cosa en la curiosidad que su presencia había despertado en el compañero de mesa, comenzó a examinar la carta del restaurant frunciendo el ceño y murmurando con enfado:

– Siempre dan los mismos platos. Esta cocina es insufrible. Me…

Y acompañó sus quejas con una serie de votos y blasfemias que soltaba con la mayor facilidad, como si la costumbre no le permitiese apreciar el valor de las palabras.

Zarzoso se sentía atraído por aquel individuo que le resultaba original en extremo, y sin proponérselo, como si una fuerza oculta le impulsara, le dirigió la palabra en castellano.

– ¿Es usted español?

El interrogado levantó con viveza la frente, y un flujo de palabras desbordóse ante aquella pregunta. ¡Vaya si era español!, y, por añadidura, catalán, de la misma Barcelona; y después de decir su nombre, que era el de José Agramunt, comenzó con el mayor desenfado a moler a preguntas a su interlocutor, enterándose a los pocos minutos de quién era, cómo le llamaban, dónde había nacido, a qué familia pertenecía y qué era lo que iba a hacer en París.

El catalán, animado por aquel encuentro que parecía encantarle, dejaba suelta su locuacidad a toda prueba.

Mientras el camarero le iba sirviendo, él preguntaba a Zarzoso, y cuando se creyó ya bien enterado de quién era, entonces comenzó a hablar de sí mismo con un descuido tal, con una franqueza tan absoluta que al mismo tiempo que le hacía simpático ponía toda su existencia de cuerpo presente.

Era hijo de un fabricante arruinado de Sabadell; huérfano desde su infancia, había estado al cuidado de unos tíos que ejercían una pequeña industria en Barcelona. A causa de su precoz inteligencia, de su vivacidad de carácter y de aquella audacia infortunada que había adquirido de su difunto padre, en vez de ser dedicado al comercio, sus parientes le hicieron entrar en la Universidad, donde cursó la carrera de Leyes, adquiriendo el título de abogado; un papelote, según él decía, que para nada podía servirle.

Odiaba a la Monarquía como puede odiarla un muchacho que se dormía todas las noches teniendo a la cabecera de la cama los libros más populares sobre la revolución francesa; soñaba en la grandeza de los héroes republicanos y en su sublime austeridad, como apasionado lector de Los Girondinos, de Lamartine, y sabía de memoria cuantos apóstrofes elocuentes y períodos de oratoria tempestuosa se habían pronunciado en la Convención. Para él Danton era el primer hombre del mundo, y al tratar de la política española creía que Ruiz Zorrilla era el llamado a representar idéntico papel en nuestra patria.

Había sido periodista en Cataluña; orador de plantilla en cuantas manifestaciones republicanas se organizaban; peatón encargado de dar recados insignificantes en varias conspiraciones fracasadas; y tanto empeño puso en el ejercicio de estos cargos, que haciéndose sospechoso unas veces a la policía y procesado otras muchas, a causa de las embestidas de su entusiasmo, que no respetaba cosa alguna y lo mismo atacaba en un mitin a la persona del rey que en un artículo se burlaba graciosamente de la Santísima Trinidad, llegó a excitar tantas iras con su conducta y a atraerse tan enconada persecución, que, al fin, para no ingresar en presidio, tuvo que pasar de ocultis la frontera, estableciéndose en París, donde estaba a las órdenes del que él llamaba siempre don Manuel, o el hombre, con una expresión de familiaridad respetuosa y admirativa.

 

Zarzoso escuchaba con mucho agrado la interminable relación de aquel locuaz compatriota, y lo encontraba cada vez más simpático.

Aquel fanatismo político rudamente intransigente que demostraba; aquella fe en el éxito de la revolución y en el ídolo a quien seguía, hacíale gracia el joven médico, quien, por otra parte, sentía hacia el nuevo amigo la atracción que produce la comunidad de doctrinas.

– ¿Usted también será republicano? – decía sonriendo el simpático catalán.

Zarzoso hacía signos afirmativos.

– Indudablemente también querrá poco a los curas, o, de lo contrario, no sería sobrino del eminente doctor Zarzoso.

El médico volvía a contestar afirmativamente, y el joven revolucionario seguía preguntando:

– ¿Y no ha sido usted republicano militante?

– ¡Oh! no, señor – contestó con modestia Zarzoso – . Yo hasta ahora sólo me he dedicado a la ciencia, y no he tenido tiempo para meterme en belenes políticos.

– Eso es cuestión de carácter – declaró Agramunt con expresión doctoral – . El ser revolucionario está en la masa de la sangre.

Y con un salto inesperado e incoherente propio de una imaginación sobradamente viva, el joven catalán pasó de repente a hablar de su vida en París. Vivía en un sucio hotel de la calle de las Escuelas, en el último piso, y no contaba con otros medios de subsistencia que el producto de ciertas crónicas de París que enviaba a los principales periódicos de Cataluña, y el jornal de tres francos que le daban en una gran casa editorial por traducir, en compañía de otros españoles emigrados, un gran diccionario enciclopédico destinado a las naciones de la América latina.

En la actualidad vivía contento y satisfecho, y únicamente amargaba la existencia lo mucho que don Manuel tardaba en hacer la revolución, y las innumerables porquerías que se cometían era el hotel de la calle de las Escuelas.

Zarzoso sonreía encantado, al escuchar la relación que hacía el joven emigrado de las angustias e irritaciones que todas las noches había de sufrir en su casa. Era aquél un hotel de mala fama, una hospedería sospechosa, un edificio de entrada lóbrega y disimulada, que, por esto mismo, era el escenario de todos los rendez-vous que se daban en el barrio las personas que por su posición tenían interés en ocultar sus amoríos.

Eran muchos los vecinos de la casa que no vivían solos; las paredes parecían de papel, según la facilidad con que dejaban pasar los ruidos, y Agramunt no podía dormir por las noches ni escribir de día, pues le distraían de un modo horrible todos aquellos roces sospechosos.

– Le aseguro a usted, paisano – decía a Zarzoso – , que aquello es el acabóse. Las paredes son horriblemente indiscretas y dicen todo cuanto presencian; las camas chillan y crujen como una locomotora vieja a la que se hace andar demasiado aprisa; en fin, que aquello es un burdel; que ya me voy cansando de tales serenatas, y que el mejor día agarro mi busto de la República y me mudo de casa.

Y el muchacho daba otro salto en su conversación y se ponía a describir, con caluroso entusiasmo, el tesoro que poseía, consistente en un busto de la República hecho en yeso, que había comprado por tres francos a un saboyano que colocaba su museo barato sobre el pretil del puente del Chatelet.

Aquel busto tenía una historia bastante accidentada, pues le había ocasionado al joven más de un disgusto. Por él había reñido con una muchacha del barrio, que iba a hacerle compañía por las tardes mientras escribía, y que, furibunda realista como la mayor parte de las señoritas de vida aventurera, tenía la costumbre de colocar su sombrero de vistosas flores sobre el gorro simbólico de la severa matrona, desacato que la rigidez republicana del joven no podía consentir.

Y Zarzoso seguía riendo, al decirle Agramunt que era ya popular en casi todos los hoteles baratos del barrio a causa de que cada dos meses mudaba de habitación, y al hacer el traslado dejaba que el mozo de cuerda se encargase del equipaje, presentándose él después, abrazando amorosamente el busto, con el mismo cuidado de un sacerdote que no quiere dejar la sagrada imagen confiada a manos sacrílegas.

Agramunt enterábase de las condiciones del hotel de la plaza del Pantheón, que habitaba Zarzoso; preguntaba si el servicio era bueno; si el garzón charolaba bien las botas que se dejaban por la noche a las puertas de los cuartos, y comenzaba ya a sentir la comezón de la novedad, que le obligaba cada dos meses a mudar de casa.

– Nada, paisano; que cualquier día le doy una sorpresa mudándome a su casa. Estoy ya harto de las cochinadas de mi hotel.

Zarzoso no experimentaba ninguna sorpresa con la familiaridad insinuante de aquel joven que aún no hacía media hora le había conocido y ya hablaba de irse a vivir con él. Había algo en su persona que inspiraba completa confianza, y por otra parte su buen humor, su natural franqueza, le recomendaban como a un buen compañero.

Terminaron la comida los dos jóvenes con tanta familiaridad y confianza como si se hubiesen conocido toda la vida. Zarzoso comprendía que al lado de aquel nuevo amigo no podría experimentar las largas horas de cruel nostalgia, de las que era la principal causa la absoluta soledad en que vivía, y tal satisfacción experimentaba por el hallazgo de este compañero, que en vez de retirarse inmediatamente a casa, como lo hacía siempre, le propuso acabar la noche en el teatro.

Agramunt aceptó con verdadero entusiasmo; pero con una desenvoltura adorable puso la condición de que fuese Zarzoso quien pagase, pues él se hallaba en aquellos días en las últimas, esperando que llegara el primer día del próximo mes para cobrar en la casa editorial.

Por exigencias de él, la noche se pasó en la Opera Cómica, único teatro que, con la Grande Opera, merecía la aprobación de Agramunt, furibundo filarmónico como buen catalán, y muy versado, según él mismo afirmaba inmodestamente, en toda clase de asuntos musicales.

De sus aficiones artísticas podían hablar, mejor que nadie, los habitantes de su hotel, pues continuamente les aturdía los oídos cantando a toda voz los motivos más principales de todas las óperas conocidas.

A la salida del teatro, Agramunt se empeñó en acompañar a su nuevo amigo hasta la puerto de su casa, y a la una de la madrugada aún estaban los dos jóvenes a un extremo de la desierta plaza del Pantheón al pie de la estatua de Juan Jacobo, hablando con entusiasmo y cambiando con la mayor facilidad de tema en su conversación.

Aquel mes de aislamiento y de continua soledad en que había vivido Zarzoso parecía haber amontonado en su interior un inmenso caudal de palabras, que ahora salían atropelladamente de sus labios, compitiendo en locuacidad con el verboso Agramunt.

Los dos jóvenes, poseídos de una confianza sin límites, se tuteaban ya, y al despedirse Agramunt lanzó una mirada escudriñadora al silencioso hotel, cuyas cerradas ventanas alumbraban los grandes reverberos de la plaza.

– ¡Chico, no tiene mal aspecto tu casa! ¿Hay en ella cuartos baratos? ¿Me dejarían estar en el último piso por veinte francos al mes?.. ¿Sí?, pues me parece que mañana mismo te doy una sorpresa.

Y, efectivamente, al día siguiente, cerrada ya la noche, cuando Zarzoso bajaba la escalera dirigiéndose al restaurant, tuvo que apartarse para dejar franco el paso a un mozo de cuerda, cargado con un enorme cofre.