Za darmo

La araña negra, t. 8

Tekst
0
Recenzje
iOSAndroidWindows Phone
Gdzie wysłać link do aplikacji?
Nie zamykaj tego okna, dopóki nie wprowadzisz kodu na urządzeniu mobilnym
Ponów próbęLink został wysłany

Na prośbę właściciela praw autorskich ta książka nie jest dostępna do pobrania jako plik.

Można ją jednak przeczytać w naszych aplikacjach mobilnych (nawet bez połączenia z internetem) oraz online w witrynie LitRes.

Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Ordóñez había escuchado con marcado sobresalto estas amenazas que profería el terrible jesuíta, sin que se descompusiera en lo más mínimo la impasibilidad de su rostro.

Estaba en lo cierto el padre Tomás al decir que le tenía cogido fuerte y seguramente. Era imposible el ser ingrato y faltar a los compromisos después del casamiento, y forzosamente había de marchar unido a la pesada protección del padre Tomás.

Pero esto no le hacía cambiar de propósitos, pues en su situación era imposible rebelarse. Estaba decidido a casarse con María y a no faltar a las condiciones que le exigía el padre Tomás.

– ¡Oh, reverendo padre! Hace usted mal en dudar de mí. Estoy demasiado agradecido a su benévola protección para que intente serle infiel. Mándeme como guste, que obedeceré inmediatamente.

Después de estas seguridades que el joven dió al jesuíta, extremándose en demostrar su desinterés, ya que le era imposible engañarlo, los dos siguieron conversando sobre el asunto que tanto les interesaba, o sea el lograr que María abandonase a su antiguo novio para admitir el amor de Ordóñez.

Al cuarto de hora de conversación, el joven calavera comprendió que estaba estorbando en sus ocupaciones al poderoso jesuíta, y se apresuró a retirarse.

– Con que quedamos, reverendo padre – dijo Ordóñez abandonando su acento – , en que usted se encarga de quitarme de en medio el estorbo de ese amante desconocido.

– Eso es. Permanece tranquilo, que no tardaremos en vernos libres de ese obstáculo.

– ¿Y yo que hago entretanto?

– Seguir visitando a la baronesa y haciendo el amor a María. Ten calma, que tal vez llegue un momento en que, despechada y herida en su amor propio esa joven, te recuerde tus anteriores declaraciones de amor y solicite que la hagas tu esposa.

– ¡Je, je! Tendría gracia verme solicitado por una señorita. Sería el mundo al revés. Y todo es posible si usted se empeña; le reconozco poder para eso y mucho más.

– Lo importante es que al casarte no olvides que tú sólo eres un usufructuario de la fortuna de tu mujer, y que si ésta muere, sus millones deben pasar a la tía. Ya sabes por donde te tengo cogido. O la obediencia ciega, o el presidio.

Ordóñez hizo un signo de afirmación, como dando a entender que estaba sobradamente convencido de que el padre Tomás era hombre que cumplía sus amenazas.

– Seré fiel a la palabra que doy, reverendo padre. Creo que no tendrá usted el menor motivo de descontento.

Ordóñez tenía ya el sombrero en la mano, y el jesuíta se levantó de su asiento para despedirle.

– Ten calma y confianza. La viuda de López te ayudará en el asunto; y además, aquí estoy yo.

Después sonrió amablemente el jesuíta, como si nada hubiera ocurrido, y tendió su mano al joven, que la estrechó con efusión.

– Estamos ya entendidos… ¿Trato hecho?

– Trato cerrado, reverendo padre.

IX
El vicario de España al padre general

Gustábale al padre Tomás despachar por sí propio todos los asuntos importantes, temiendo la traición y espionaje, bases de la organización de la Compañía de Jesús y que se encierran siempre en la persona del “socius”, del individuo más allegado y querido.

No quería él tener a todas horas en su despacho subordinados que en apariencia eran autómatas, pero que sin abandonar su actitud impasible, lo veían y recordaban todo, y por esto mismo procuraba, al trabajar, el aislarse por completo en el fondo de su sombrío despacho.

Pero las grandes necesidades que en sí llevaba la administración de la Orden, la inmensa correspondencia que había que sostener con la oficina central de Roma, dando cuenta al General de cuantos trabajos había realizado la Compañía durante el mes, y las apremiantes necesidades de aquel archivo secreto, en el que había que almacenar hasta el más pequeño dato de las personas que por algún concepto eran interesantes para la Orden, obligaban al padre Tomás a tener empleados más de una docena de jesuítas jóvenes, hábiles e infatigables para el trabajo de pluma, los cuales, si no le merecían una confianza completa, al menos le proporcionaban cierta seguridad relativa, a causa de la reserva de su carácter y de que se profesaban un odio mutuo, lo que impedía toda clase de inteligencia en contra del superior.

Esta oficina de escribientes con sotana funcionaba lejos del despacho del jefe, al otro extremo del viejo edificio, y el más hábil de todos los funcionarios, un joven vascongado que era quien mejor merecía la recelosa confianza del padre Tomás, estaba encargado de la correspondencia con Roma, siendo el único que, por especial favor, conocía la clave misteriosa que usaban los altos padres de la Compañía para comunicarse; clave tan segura, que su secreto no podía ser descubierto ni aun por los más consumados diplomáticos.

Este funcionario fué el que pocos días después de la conferencia habida entre el padre Tomás y Ordóñez, recibió de su superior el encargo de poner en cifra una larga comunicación que le entregó, dirigida al padre general, encargándole que, apenas terminase la traducción del documento, lo remitiera a Roma.

El documento decía así:

A. M. D. G

Negocio Baselga-Avellaneda.– Recordaréis, respetable padre, que desde que ingresó en nuestra Orden nuestro bienaventurado mártir, el padre Ricardo Baselga, que hizo donación a la Compañía de toda su importante fortuna, quedó pendiente de resolución el hacer que llegase a nuestras manos el resto de la herencia Baselga, empresa que ya inició en sus tiempos el difunto padre Claudio, a quien la Orden castigó por traidor.

Hace ya muchos años que yo tenía puestos los ojos en tal negocio, pues creo que la Compañía no debe iniciar nada sin acabarlo; pero permanecía inactivo comprendiendo que las circunstancias no eran propicias para reanudar el asunto.

Hoy ha cambiado la situación y creo que es llegado el momento de dar el golpe, por lo que he dado principio a las negociaciones.

Los nueve millones de pesetas que restan de la fortuna de Avellaneda corresponden a la joven María Quirós de Baselga, nieta del difunto conde, heredera de su título y bisnieta del afrancesado don Ricardo Avellaneda.

Administra actualmente esta fortuna la baronesa de Carrillo, tía de la poseedora, y cuyos informes secretos obran en la sección española de ese archivo central. La baronesa es buena cristiana, muy afecta a la Compañía, y, además, obediente a nuestros mandatos; y tanto se interesa por la Orden, que de “motu proprio” quiso obligar a su sobrina a que entrase en un convento, haciendo antes donación de sus bienes terrenales en favor nuestro.

Pero el carácter de la joven se aviene mal con la vida religiosa, según he podido apreciar yo mismo en un estudio detenido que he hecho de su parte moral, y según consta también en los informes que sobre ella existen en ese archivo.

Como la Compañía, en los presentes tiempos, al realizar sus negocios no debe usar de violencias, como muchas veces lo ha recomendado así esa suprema dirección, aconsejando que, para provecho de la Orden, supiéramos explotar las aficiones y tendencias de cada individuo, yo no he creído prudente oponerme a los deseos de la joven María Quirós, que en vez de entrar en un convento quería casarse, y he procurado utilizar en provecho de nuestros intereses esa tendencia que ella manifiesta en favor del matrimonio.

Nuestro negocio sería casarla con un hombre que estuviera por completo a merced de la Compañía, y de este modo, aunque tardáramos en percibir su fortuna, ésta estaría en seguridad, y en plazo más o menos largo vendríamos a ser dueños de ella.

El plan que expongo a la aprobación del reverendo padre General, consiste en lo siguiente: casar a María Quirós con Francisco Ordóñez, el hijo segundo de nuestro difunto amigo el duque de Vegaverde. Por los informes que de él existen en ese archivo, puede conocer el padre General sus malos antecedentes y lo obligado que está a obedecer a la Compañía en todo aquello que le mande. El se compromete, al contraer este matrimonio, a gozar únicamente las rentas de la fortuna de su esposa, sin inducirla nunca a que haga la menor enajenación, consintiendo en que si muere su esposa, la fortuna pase íntegra a manos de la baronesa, la cual haría inmediatamente donación en favor nuestro.

Como en estos negocios conviene siempre partir de una base firme, y Ordóñez, por su carácter y sus costumbres, no presenta la menor seguridad de que una vez realizado su matrimonio cumpla lo que ha prometido, conviene sepa esa dirección que poseo el medio de tener perpetuamente asegurada la obediencia de dicho joven, pues existen numerosos acreedores que pueden entablar contra él una acción criminal por manifiestas estafas. Como la mayor parte de esos acreedores son afectos a la Compañía, ya buscaremos el medio de ajustar con ellos un arreglo ventajoso, reservándonos el derecho de perseguir a Ordóñez, si es que llegara a faltar a sus compromisos.

Este plan ofrece a primera vista el inconveniente de que el matrimonio puede tener hijos, circunstancia que desbarataría toda nuestra combinación; pero no es verosímil que un hombre gastado y corrompido por los placeres llegue a tener prole; y si la tuviera, ésta, por un vicio de origen, no alcanzaría larga vida, tanto más cuanto que nosotros nos encargaríamos de su educación y no nos faltaría un medio hábil y disimulado para suprimir tales estorbos.

El inconveniente más serio con que actualmente tropieza este plan, es que María Quirós no siente la menor simpatía por Ordóñez, y, en cambio, está enamorada de un joven médico llamado Juan Zarzoso, sobrino del famoso doctor Zarzoso, sabio de reputación universal y librepensador furibundo, cuyos antecedentes figurarán indudablemente en ese archivo, en la sección de “Enemigos terribles de la Compañía”.

 

Este inconveniente sería fácil de destruir, si es que a vos, padre General, os parece aceptable mi plan.

El joven Zarzoso se encuentra en París perfeccionando sus estudios por mandato de su tío, y escribe cartas a María, enviándoselas por conducto de la viuda de López, a quien creo habréis oído nombrar alguna vez, pues es una publicista devota, cuya pluma y actividad emplea la Compañía para ciertos actos de propaganda.

Dicha señora, que por una imprudencia censurable, propia de su carácter intrigante, protegió en un principio los amores de estos jóvenes, está hoy por completo a nuestra voluntad y haría cuanto yo le diga.

He comenzado por ordenarle que rompa cuantas cartas le envíe desde París el joven Zarzoso para su amada, y que haga lo mismo con las que le entregue María destinadas a aquél. El silencio que por este medio se establecerá entre los dos amantes, excitará su desconfianza y les hará pensar en una traición amorosa, especialmente a María, que es muy susceptible, y cuyo amor propio resulta irritable en sumo grado; antes de un mes las sospechas de infidelidad habrán acabado con la fe amorosa que ambos pudieran profesarse, y entonces será el momento oportuno para dar un golpe decisivo que acabe con ese amor.

Si a vuestra paternidad le gusta mi plan, puede encargar a cualquier hermano hábil, de los residentes en París, ese golpe decisivo en que cifro mis esperanzas.

París es la ciudad del placer, de las locas seducciones; Zarzoso es joven, y, según mis informes, inocente e inexperto en materias amorosas, como hombre que ha pasado su adolescencia entregado al estudio. No sería difícil lanzarle al paso una de esas hermosas arañas de París, que le enloquecería, arrancándole una prueba de amor, un objeto que demostrara su infidelidad y que pudiéramos aquí enseñar a María.

Esta es impresionable y susceptible, y como, por otra parte, se sentiría irritada por el inconcebible silencio de su novio, cuyas cartas no recibirá de hoy en adelante, es indudable que, despechada, olvidaría su amor, y en justa venganza daría su mano al primero que se presentara; a Ordóñez, por ejemplo.

Espero, reverendo padre, que os dignéis manifestar el concepto que os merece mi plan.

Por si os parece propio el intentar la seducción de ese joven médico que ahora hace vida de estudiante en el Barrio Latino, os daré sus señas para que las comuniquéis a vuestros subordinados en París.

Llámase Juan Zarzoso; hace próximamente medio año que se encuentra en la gran ciudad; habita en el número 9 de la plaza del Pantheón, y asiste a la clínica del doctor Charcot, en la Salpetrière, para estudiar las enfermedades nerviosas, que es la especialidad en que tanto se ha distinguido su tío. Al mismo tiempo, por sus propias aficiones, se dedica al estudio de las dolencias de los niños, y asiste a varios hospitales.

Aguardo con verdadera impaciencia vuestras órdenes, padre General.

No sé si os agradará mi plan; pero si éste es desacertado, que conste una vez más mi vehemente deseo de allegar recursos para esa gran empresa que la Compañía llevará a feliz término para mayor gloria de Dios.

Vuestro siervo que os pide la bendición,

P. Tomás Ferrari,
Vicario general de la Compañía de Jesús en la provincia de España.

NOVENA PARTE
EN PARIS

I
La orilla izquierda del Sena

En los pasados siglos, París era comparado a un navío, a causa de la forma que afecta la isla de la Cité, pequeño territorio que era lo que abarcaba entonces el perímetro de la ciudad, y que hoy no llega a constituir uno de los barrios. Este barco simbólico lo adoptó la municipalidad como escudo de la gran villa, y aún sigue siendo París la ciudad del navío, a pesar de que la Babilonia moderna en la actualidad, con su monstruosa grandeza y sus barreras que avanzan cada diez años amenazando tragarse la campiña, no conserva nada de su antigua forma.

Si hoy se tratase de buscar una figura que simbolizase París, únicamente podría buscarse en la sirena, animal fabuloso, compuesto de dos formas tan distintas, como son un hermoso busto de mujer junto a una horrible cola de monstruo.

París es hoy un nuevo Jano de doble faz, que ofrece una sonrisa, una caricia, un halago, para cada uno de los gustos.

Una de sus caras tiene la alegre contracción de la sonrisa del vicio voluptuoso y atractivo; la otra cara lleva impresa el gesto sublime del genio en el momento de recibir el beso de la inspiración.

Los dos grandes genios de la Francia parecen ser los santos patronos de la gran ciudad; los que se la han repartido amigablemente, organizando cada uno de sus dominios con arreglo a su carácter y a sus ideas.

A un lado, Rabelais, con su guasona sonrisa, su panza de vividor y su mirada de escéptico, cantando la vida en lo que tiene de agradable y sensual, idealizando los placeres groseros y diciendo a la humanidad: “ama, bebe y danza, que ésta es la felicidad”. Al otro lado, Víctor Hugo, con su serenidad olímpica y su frente de dios, en la que se refleja el iris de la inmortalidad, dejando caer de sus tranquilos labios las perdurables estrofas que hacen tener fe en el porvenir, que elevan el ánimo a las regiones de lo infinito y hacen creer en un más allá, que es la regeneración de la humanidad libre y dichosa; y corriendo entre los dos, manso y tranquilo, para marcar y diferenciar los diversos campos, el Sena, el histórico Sena, que divide la ciudad, empujando y aglomerando en su orilla derecha a todo lo que brilla, a todo lo que seduce a Europa y la corrompe al mismo tiempo, y guardando en su orilla izquierda el pensamiento que alumbra al mundo, la gente que estudia, que piensa y que trabaja.

Teniendo en cuenta este doble carácter de la gran ciudad, esta diferencia tan completa en sus gustos y aficiones, es como se comprenden los radicales cambios que París sufre en su fisonomía y que lo convierten en una antimonia viviente.

Es la ciudad de los cafés cantantes y de las sublimes discusiones políticas; de los desvergonzados couplets y de la divina Marsellesa; baila una danza de monos que se llama Cancan, y eriza sus calles de barricadas apenas la libertad está en peligro; sostiene unas veces a una raza de aventureros dementes con el nombre de Bonapartes, y otras conmueve al mundo elevando entre general clamoreo la majestuosa imagen de la República; admira lo mismo a la cocotte de gracia felina, que en una noche devora una fortuna, que al sabio que con una teoría asombra al Universo; y considera tan hijos suyos al patriota como al vividor audaz, al libro como al escándalo, a la nueva forma política que regenera la humanidad, como a la postrera extravagancia que se llama última moda.

¿En qué consiste esa terrible y continua contradicción? Es, que, para producir tan diversos resultados, basta sencillamente que se agite una u otra orilla del Sena.

El aspecto que presentan esos dos trozos de la gran ciudad separados por el río, es lo que manifiesta más claramente su diverso carácter.

En la orilla derecha, los Ministerios, los grandes almacenes, los boulevares, la vida moderna en todo lo que tiene de más atractivo y seductor, y el vicio convertido en primer medio de explotación, casi elevado a la categoría de un culto; y en la orilla izquierda, los grandes centros de enseñanza, los faros que proyectan su luz vivificante sobre el Universo entero, el Instituto, la Sorbona, el Colegio de Francia, la Escuela de Medicina, y una población laboriosa, ilustrada, que vive en perpetuo abrazo con el cuerpo siempre joven y fecundo de la Ciencia, y que piensa y estudia para media Europa.

La orilla derecha del Sena es la cortesana de gastada hermosura que se cubre de afeites y apela a diabólicos excitantes para seducir ruidosamente; la Cleopatra que lleva tras sí un tocador inmenso y cifra su gloria en la fugaz conquista de los más groseros sentidos; la orilla izquierda es la hermosura tranquila y natural, la belleza que brilla por su propia fuerza retirada y oculta como la violeta tras el follaje; la Margarita de Goethe, que pasa los días inclinada sobre el laborioso torno, sin pensar que esto puede ajar su belleza y que vive sin darse cuenta de su valer y sin preguntarse si son ciertos los floreos que la dirigen.

El París de la derecha tiene los más suntuosos edificios, los templos de la burocracia, del dinero y del vicio; pero frente al Pantheón, que se levanta majestuoso en la orilla izquierda, elevando hasta las nubes la gloria de Francia, sólo puede presentar el Folies Bergere, que, en sus salones, resume toda la aspiración, todo el ideal de tal parte de París.

El hombre instruído y serio que no se deja seducir por el falso oropel del vicio, al atravesar el París de la derecha, esplendoroso, retocado y lleno de mejunjes como una cortesana vieja, siente la tentación de gritar, como el dulce poeta François Copée:

– ¡Viva la antigua ribera izquierda, en la cual el transeúnte lleva casi siempre un libro debajo del brazo y un pensamiento o un ensueño en la mirada!

La orilla derecha tiene en sus majestuosas calles, en sus deslumbrantes edificios, algo de la atmósfera de la orgía. Allí se agolpa el bandidaje de frac; el canallesco arte del vividor, elevado a la categoría de ciencia; y precisamente ese París es el que seduce y admira al mundo, el que atrae las miradas de todas las naciones, el que devora a cuantos viajeros penetran en la gran ciudad por los cuatro puntos cardinales. Es como el espejuelo giratorio que atrae las alondras de todas partes y en sus tiendas de lujo, santuarios elevados a la divinidad del dinero, y que sobrepujan en fasto y majestad a los más grandiosos templos de todas las religiones, se agita un confuso cosmopolitismo y allí se codea, el ruso con el brasileño y el árabe con el yanqui.

Ese es el París de los cafés, el París de los teatrillos desvergonzados, de las bandadas de cocottes, de los restaurants que admirarían a Gargantúa; el París que dice al mundo entero con acento dictatorial cómo ha de ser la forma de los sombreros y los trajes, y que en el último arrebato de su extravagancia ha puesto en moda la danza del vientre.

La mayor parte de los viajeros que llegan a París desde los más apartados rincones del mundo, no pasan nunca del Sena, desconocen por completo la orilla izquierda, y al volver a su país, viviendo tal vez en la opulencia, recuerdan con fruición la gran ciudad, con su restaurant en que les envenenaban lentamente, y sus mujeres embadurnadas de blanquete que adoran por una noche al mejor postor, a tanto la caricia.

La orilla izquierda del Sena, tal vez porque no es frecuentada por esa horda de viajeros con el bolsillo repleto y el apetito hambriento de toda clase de pasiones, es lo más notable que tiene París, lo que guarda mejor el carácter de esa primacía intelectual que distinguió a la gran ciudad en los pasados siglos y aun la distingue hoy.

En esa orilla izquierda, el centro, el corazón, lo más selecto y atrayente es el Barrio Latino, nombre que hace palpitar de emoción el pecho de toda persona que haya visitado la metrópoli francesa con el deseo de estudiar.

Ese barrio es la representación del gran París antiguo; el París que guarda la Sorbona, antorcha de la ciencia, que disipaba las tinieblas universales de la Edad Media y atraía a los hombres eminentes de todo el mundo, los cuales, al abandonar la Universidad madre, volvían a sus respectivas naciones a difundir los conocimientos que habían adquirido.

Las calles que componen este barrio de París son, sin disputa, las más importantes del mundo, pues en ellas han vivido y viven los primeros genios de Francia, junto con hombres eminentes de todas las naciones que fueron a establecerse en el distrito de la ciencia, empujados por persecuciones políticas o por el deseo de estudiar.

El viajero ilustrado, al transitar por las calles del Barrio Latino, no puede impedir el sentirse dominado por espontánea emoción. En los sitios que le sirven de paseo, en los cafés donde descansa, y tal vez en el mismo hotel que le alberga, han vivido los grandes hombres, cuyas obras son el encanto de la generación presente.

Si todavía quedan en las viejas casas del barrio recuerdos de la juventud de Voltaire y Crebillon, cuando eran pasantes de un curial, mejor se conserva aún la memoria de personajes contemporáneos que asombran al mundo con su gloria, y que en la pobre, pero brillante cuna del cuartel Latino, nacieron y crecieron. Aún quedan en él viejos dueños de hotel o encargados de restaurant, que recuerdan cómo alborotaba durante el imperio de Napoleón III los cafés del barrio con sus discursos republicanos dichos con voz de trueno, un estudiante tuerto y de figura atlética, gran perseguidor de caras bonitas, y que llevaba el nombre entonces desconocido de León Gambetta; aún se conserva fresco en la memoria de algunos, la imagen de un muchacho tímido y enteco con melenas merovingias y las manos ocupadas siempre por paquetes de libros, el cual respondía al nombre de Alfonso Daudet; conocido fué también en el boulevard Saint-Michel, principal arteria del Barrio Latino, un tal Emilio Zola, que era entonces dependiente de una librería; y remontándose a muchos años antes, queda memoria de que en un mal figón inmediato a la Sorbona, comía a franco el cubierto un joven pequeñito, de raída levita cuyos bolsillos estaban atestados de libros y notas y el cual tenía de apellido Thiers.

 

En ese barrio han llorado y han reído, cuando muchachos, todos los hombres que estaban destinados a dar a la Francia esa hegemonía intelectual que tiene sobre el resto del mundo; en él han sufrido hambre y fríos, solos y desconocidos, los que después han ganado millones con su pluma o han ascendido a la primera magistratura del país; y en él también han tenido primeros amores los genios a quienes la admiración universal ha colocado en la categoría de semidioses.

Muchachas del Barrio Latino, pizpiretas, sonrientes, maliciosas como duendes y aturdidas como chorlitos, eran las Zoraidas y las Fátimas para quienes escribía sus primeras Orientales, allá por 1825, un jovenzuelo melancólico y pobre que se llamaba Víctor Hugo.

Y así como se encuentran en tal barrio los vestigios que han dejado de su paso hombres eminentísimos, se halla también el café donde lucía su imaginación inmensa y su fatuidad innata un joven mulato llamado Alejandro Dumas, que era entonces empleado en la administración del Duque de Orleáns, y no pensaba todavía en escribir novelas; la cervecería donde Alfredo de Musset recitaba sus escépticas poesías a una turba de admirados estudiantes, que inocentemente hacían gala de un cinismo afectado; la taberna donde Enrique Murger, ahumando a todos con su pipa, predicaba con el ejemplo las dulzuras de aquella vida bohemia que después imitó la juventud literaria e ilusa de todos los países; y la tasca miserable del tío Anteojos, donde se reunían los principales ladrones y asesinos de París, y a la cual asistió muchas noches Eugenio Sué, con el príncipe heredero de Suecia, disfrazados ambos de granujas; el uno para estudiar del natural los tipos de Los misterios de París, y el otro en busca de sensaciones fuertes.

Así como de la orilla izquierda del Sena han salido todos los grandes hombres de Francia, en ella han vivido los políticos extranjeros en sus épocas de emigración, atraídos por la vecindad de las mejores bibliotecas del mundo y de las cátedras, donde dejan oír su voz los sabios que forman en la vanguardia del ejército de la ciencia.

El aspecto que presenta el Barrio Latino es el más propio del lugar donde tiene su nido la ciencia y la ilustración.

En cualquiera de sus grandes calles hay más estatuas que en uno de los barrios de la orilla derecha, con la diferencia de que estos monumentos no están destinados, como los que existen en el resto de París, a inmortalizar guerreros más o menos heroicos, o políticos mejor o peor reputados, sino a eternizar la memoria de grandes hombres en ciencia y literatura, que han influído notablemente en el progreso humano. Homero, con la frente arrugada por la contracción del pensamiento gigantesco, pulsa su lira de mármol en el peristilo de la nueva Sorbona; y Dante y Claudio Bernard, los dos grandes descriptores del infierno y del cuerpo humano, yerguen su figura de bronce en el centro de un jardincillo a las puertas del Colegio de Francia. Esteban Dolet, el librero y filósofo del siglo XVI, eleva al cielo, sobre grandioso pedestal, su frente de mártir, en el mismo lugar donde se encendió para consumirle la hoguera inquisitorial; a corta distancia, Broca, el padre de la antropología, aparece con un cráneo en la mano, libro infalible, en el que fundó toda su doctrina; y, a pocos pasos, como un inmenso bloque de bronce, fundido por la tempestad y cincelado por los rayos, remóntase en el espacio la figura del gran Danton, en el momento que su voz de trueno gritaba a la Francia amenazada por toda la Europa monárquica: – Audacia, audacia, siempre audacia, y salvaremos la República.

En el Luxemburgo, a la fresca sombra de árboles seculares, alíneanse innumerables filas de estatuas de mármol, y el gran pintor Delacroix, al susurro de los surtidores de artística fuente, muestra al porvenir su rostro de bronce, aplaudido por Apolo y sintiendo cerca de su frente los laureles con que va a coronarle la Fama, levantada por los brazos del Tiempo.

En el Barrio Latino agólpanse todos los célebres establecimientos de enseñanza, a los que no sólo acude la juventud francesa, sino los estudiantes de todas las naciones. La Sorbona es el centro; y a mayor o menor distancia de ella, álzanse los suntuosos edificios de las Escuelas de Derecho, Medicina, Ingeniería, Química, Politécnica, Bellas Artes, y, además, la Biblioteca de Santa Genoveva, soberbio palacio atestado de miles de libros escritos en todos los idiomas.

Como si Francia concediera al barrio que ha sido el alma mater de su ciencia el honroso encargo de velar el eterno sueño de sus hijos ilustres, en el centro de él, sobre el lugar más eminente, hundiendo sus cimientos en la antigua colina de Santa Genoveva, álzase el Pantheón, en cuyo frontispicio, cincelado por David D’Angers, brilla en letras de oro el reconocimiento de la patria, y cuya gigantesca cúpula, apoyándose en aérea columnata, escala el cielo hasta hundir en las nubes su cruz, en torno de la cual revolotean las aves, reinas del espacio. En lo profundo de este grandioso edificio, que, con la monotonía colosal de sus paredes de sillares no rasgadas por ventana alguna, y su ambiente misterioso, recuerda las faraónicas pirámides, duermen envueltos en la obscuridad de la sepulcral cripta Voltaire y Rousseau, campeones de la libertad teórica, junto a los paladines de la República Marceau y Latour d’Auvergne, que dieron su sangre por implantar las doctrinas de aquéllos; y encerrado en su féretro de metal cuajado de estrellas, bajo un monte de flores y laureles, descansa Víctor Hugo, quien, como si adivinara el sitio donde sus huesos irían a reposar, al escribir su Oda a los muertos en la revolución de julio, dedicaba a ese mismo Pantheón una estrofa grandiosa:

 
¡Para estas caras sombras lanza y sube
Hasta la parda nube
El Pantheón su columnata bella,
Y cada día al asomar la aurora,
Nuevamente la dora
Y el gran París corónase con ella!
 

En el lugar más visible del Barrio Latino, a la orilla del boulevard San Miguel, álzase, entre ruinosas arcadas mordidas por la dentellada del tiempo y bóvedas que se sostienen milagrosamente, el Museo de Cluny, viviente recuerdo de aquel París que se llamaba Lutecia en remotos siglos, y que comenzó como edificio por servir de Thermas y palacio a Juliano el apóstata.

Todas las épocas han venido a depositar su gusto artístico, sus caprichos arquitectónicos en este edificio de corte extraño y original. Los sólidos muros de argamasa romana, agujereados por esbeltas ojivas góticas de afiligranados remates, vístense con lápidas de inscripciones en idiomas casi desconocidos, o se erizan lanzando en el espacio gesticulantes gimios o mascarones de piedra, tan horribles y epilépticos como los podían concebir las extraviadas imaginaciones de los artistas de la Edad Media; y los tonos sombríos y negruzcos del viejo edificio alégranse y cobran un agradable claroscuro con las verdes culebras de hiedra, que, enroscándose a los salientes, suben hasta lo más alto de almenas y torrecillas. En el interior del histórico edificio agólpase la historia de la humanidad descrita por los mismos productos de los pueblos. Allí figura desde el hacha de piedra de los tiempos prehistóricos hasta el sutil espadín del pasado siglo; lo mismo el extravagante zapato de la castellana mediévica, que el microscópico chapín de la incroyable; en una misma estancia amontónanse armaduras de todos los tiempos, trajes de todas las épocas y carruajes de todas las formas, desde el trineo del esquimal, a las casas con ruedas que llamaban carrozas; y sólo algunos metros separan el yatagán del sarraceno del lecho del rey gótico; la férrea corona del duque feudal, de la diadema de un emperador romano; y un primoroso cincelado de Benvenuto Cellini, del férreo cinturón de castidad que el señor feudal cerraba sobre las caderas de su esposa antes de partir a las guerras de las Cruzadas.