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La araña negra, t. 8

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Las jóvenes casaderas, con el instinto propio de las mujeres, leían en su cerebro. Bailaban con él, admitían con gusto los obsequios de un hombre de moda, pero no hacían el menor esfuerzo para retenerle. Todas decían lo mismo:

– ¡Oh! Ese no sirve; no hay que poner en él esperanzas. Ese busca una buena dote.

Cinco años de aquella vida de despilfarro, sin una base firme, comenzaban a agotar su ingenio y a gastar rápidamente sus hábiles procedimientos de elegante estafador. El número de acreedores era tan inmenso, que le aplastaba como una inmensa mole, y todas las fuentes de dinero comenzaba a encontrarlas cegadas.

Había contado, como un protector seguro, al padre Tomás, de la Compañía de Jesús, que era antiguo amigo de su familia por ser el difunto duque uno de los hermanos laicos de la Orden.

El poderoso jesuíta le había protegido en varias ocasiones. Nunca le pidió dinero, porque sabía el aventurero que a los hijos de Loyola los distribuyen desde Roma sobre las diversas naciones, para que chupen el jugo de éstas, afectando siempre la mayor pobreza para ponerse a cubierto de toda clase de demandas; pero, en cambio, Ordóñez solicitó del jesuíta lo único que éste podía hacer, que eran favores.

Cuando se veía asediado por los acreedores y su ingenio agotado no le proporcionaba recursos para salir del paso, cuando contemplaba próxima una causa criminal por sus ligerezas en tomar dinero, entonces acudía a impetrar el auxilio del padre Tomás, y el enemigo del difunto duque, tocando todos los ocultos resortes que constituían su poder, hablando a unos y mandando a otros, lograba alejar por algún tiempo la nube amenazadora que se cernía sobre la frente del calavera.

Esta amistad con el padre Tomás, servía también al joven para dar a su persona cierto tinte de religiosidad, que no sentaba mal en los salones que frecuentaba. Podía ser calavera, tener costumbres canallescas, cometer ligerezas penadas en el Código, pero cuando en las tertulias elegantes se hablaba de religión, Ordóñez sabía ponerse serio, y, con la gravedad del hombre sesudo, declaraba, cerrando los ojos, que era preciso creer en algo y de paso ensartaba cuatro lugares comunes que había leído en cualquier periódico conservador y que recordaba por casualidad.

El padre Tomás, que era quien conocía mejor su vida y sus enredos, apreciábale, a pesar de esto. La audacia y el cinismo del aventurero de frac, gustábanle al aventurero de sotana, y el poderoso jesuíta sentía por Ordóñez la misma simpatía que en otros tiempos había profesado el padre Claudio a Quirós.

Ordóñez sentíase próximo a la ruina en la época que fué presentado a la baronesa de Carrillo y su sobrina.

Su amigo, el poderoso jesuíta, no quería ya sacarle a flote de sus enredos, o no podía alcanzar nada de los acreedores para desenmarañar la situación del aventurero, y éste, a pesar de su serenidad, comenzaba a desconfiar sobre su porvenir.

Un matrimonio de negocio era su única esperanza; pero lo juzgaba irrealizable, pues las herederas ricas eran cada vez más raras y él ofrecía pocos alicientes para encontrar una que le concediese su mano.

En esta situación fué cuando el marqués académico, otro de sus protectores, a quien hacía blanco de sus aceradas burlas, sin duda despechado por lo poco que le servía, le propuso presentarlo a la baronesa de Carrillo, que era para Ordóñez casi desconocida. La casa de la baronesa, con aquel aspecto claustral que hasta entonces había tenido y la beatería que en ella se reunía, ofrecía pocos alicientes para un aventurero que iba siempre en busca de gente que pudiera serle útil, y a esto era debido que desconociese la existencia de tal familia él, que se trataba con toda la alta sociedad.

La sobrina de la baronesa era una estrella mate que tímidamente se había presentado en el cielo de la elegancia y en la cual apenas se fijó Ordóñez hasta entonces. Pero cuando el académico, con ciertas palabras indiscretas que se le escaparon, dió a entender que su presentación a la tal familia le había sido recomendada por una persona importante, Ordóñez pensó que ésta no podía ser otra que el padre Tomás, y esta circunstancia le interesó bastante.

Puesto que el poderoso jesuíta descendía a ocuparse de un asunto tan baladí, como era su presentación, resultaba indudable que sentía interés por el porvenir de su joven protegido.

Ordóñez no tardó en suponer el significado de aquel acto.

– Sin duda – se dijo – el padre Tomás, compadecido de mí, al verme en situación tan apurada, piensa en mi porvenir y me pone en camino de hacer fortuna. Algo significa el querer que me presenten a la baronesa de Carrillo cuya sobrina es millonaria. ¡Adelante, amigo mío! No hay que desconfiar del éxito; pues en este asunto, el reverendo padre trabajará en la sombra como él sólo sabe hacerlo.

Y Ordóñez se dejó presentar.

La baronesa le recibió con gran amabilidad. Sabía muy poco de su vida y costumbres, y el padre Tomás le había hablado con grandes elogios de aquel muchacho, que, aunque algo calavera, tenía muy buen fondo, y prometía ser un hombre de provecho el día en que la edad le hiciese sentar la cabeza. Además, doña Fernanda, como la mayoría de las devotas viejas, sentía cierta inclinación en favor de los calaveras.

A invitación de la baronesa, sentóse Ordóñez entre ella y su sobrina; el académico quedó en pie apoyándose en un sillón y adoptando esa actitud rebuscada de personaje de cromo, que a él le parecía el colmo de la elegancia espiritual, y entre los cuatro entablóse una conversación animada sobre el asunto de la noche, o sea la ópera y sus intérpretes.

La baronesa experimentó gran satisfacción al ver que el joven se adhería en todo a la opinión que ella manifestaba. ¡Cuán pronto se conoce la buena y sana educación! ¡Cómo se daba a entender que aquel joven había sido educado por los padres jesuítas!

Doña Fernanda lanzaba dulces miradas a Ordóñez, cada vez que éste se manifestaba de su misma opinión, y, rebuscando palabras, alambicando conceptos, ni más ni menos que si estuviera presidiendo una junta de Cofradía, hablaba de la ópera y del debutante, que era el tema de conversación en todos los palcos, alternando con las noticias del día y la crítica del vestido y de las joyas de la que se sentaba en el compartimiento inmediato.

¡El tenor!.. ¡Phs! No le parecía mal a la baronesa; además, ella, según confesión propia, no entendía gran cosa de apreciar el mérito de las voces. Pero… la ópera que se cantaba aquella noche, “Los hugonotes”, no le merecía igual indiferencia desdeñosa.

Era un atentado contra la moral y las buenas costumbres que se permitiera la representación de óperas como aquélla. No negaba ella que la música era buena; así lo afirmaban los que lo encendían, y, además, a ella le parecía muy bien, sobre todo en los bailables.

Pero la baronesa de Carrillo fijaba por completo su atención en el libreto, en el argumento, y al llegar aquí, se mostraba iracunda e inexorable. ¿No era una vergüenza que en un país tan eminentemente católico como España asistiera la gente más distinguida a una representación, en la cual los protestantes desempeñaban la parte más noble y simpática, y los representantes de la buena causa, los defensores de la Iglesia y del Papa, aparecían como verdugos alevosos, como asesinos dominados por el salvajismo? Aquello era inicuo, y parecía imposible que un público tan distinguido no silbase a Meyerbeer, que creaba un Raúl simpático, a pesar de ser protestante, y un Saint-Bris, torvo y sanguinario, sin tener en cuenta que era un señor católico.

Y luego aquel Marcelo, grosero soldadote, que siempre tiene en los labios la monótona canción del maldito Lutero; y aquella Valentina, mozuela corretona y desobediente, que, a pesar de ser educada por su señor padre en los sanos principios católicos, se hace hugonote por seguir al boquirrubio de Raúl, eran personajes que irritaban a la baronesa, quien, hablando de la obra de Meyerbeer, resumía su opinión con estas desdeñosas palabras:

– Al fin y al cabo, la obra de un judío. A mí, en óperas, nada me gusta tanto como el “Poliuto”.

El académico, para dejar bien sentado su prestigio de poeta y volver por el honor de los de la clase, protestaba débilmente, limitándose a formular una sentencia tan profunda como ésta:

– Baronesa; es usted muy injusta. El arte es el arte.

Y aquí se atascaba su luminosa inteligencia, no encontrando mejores argumentos.

Ordóñez acogía las palabras de la baronesa con sendas inclinaciones de cabeza, y hacía esfuerzos para demostrarla que era en un todo de su opinión.

¡Oh! El también pensaba así, la ópera era inmoral; iba contra el catolicismo, y esto no podía consentirse, porque era preciso confesar que “había algo”. Y esto lo decía con tono sentencioso, mirando arriba, y con la expresión de un hombre que, tras profundas reflexiones, ha llegado a adivinar la existencia de la divinidad.

Además, él, arrastrado por el deseo de agradar a la baronesa, llegaba hasta la exageración, y no se contentaba con criticar “Los Hugonotes”, sino que encontraba la ópera, en general, digna de ser suprimida, como atentatoria a la moral y a las buenas costumbres. Y daba pruebas de ello. En “La Africana”, poníase en ridículo a la respetable clase de obispos; en “La Hebrea”, un cardenal resultaba padre de una judía, y así casi todas; y cuando no resultaban tales obras encaminabas a escarnecer la Religión, aún era peor, pues hacían ruborizar con sus bailes inmorales y sus dúos de amor, en que faltaba poco para que el tenor y la tiple se comieran a besos a la vista del público.

Y aquel granuja, a quien tuteaban todas las bailarinas del Real y que en cierta ocasión galanteó a una tiple para empeñarle los brillantes, hablaba de la inmoralidad de la ópera con un santo horror de capuchino, que impresionaba a la baronesa.

 

Doña Fernanda, oyéndole se afirmaba en su primitivo pensamiento. ¡Qué gran cosa era la educación de los jesuítas, cuando aquel joven, después de la borrascosa vida de calavera, todavía conservaba tan buenas ideas, tan sanos principios!

Pero el académico, más sencillo, o menos crédulo, contemplaba a Ordóñez con mirada fija, y pensando en las mil perrerías que acometía todos los días, se decía interiormente, poseído de cierta admiración:

– ¡Ah, redomado hipócrita! ¡Ah, grandísimo tuno! ¡Cómo mientes!

María sólo atendía a ratos a la conversación. Ordóñez le resultaba antipático y adivinaba algo de la falsedad que encerraban sus palabras.

La proximidad de aquel hombre había servido para excitar en ella el recuerdo de Juanito Zarzoso y la tristeza la invadía de tal modo, que, para disimularla, miraba a todas partes con sus gemelos, sin fijarse en nada.

El acto tercero había comenzado, y los dos hombres seguían en el palco, pues la baronesa les había invitado a quedarse.

Doña Fernanda y Ordóñez seguían conversando sobre el tema religioso; el académico miraba a todos los palcos con expresión aburrida, y María fijaba toda su atención en la escena, buscando en las sensaciones artísticas un medio para olvidar momentáneamente su dolor.

Estaba de espaldas a Ordóñez, y dos o tres veces que éste, aprovechando momentos de silencio con la tía, intentó dirigirla la palabra y hacerla sonreír con alguno de sus chistes mordaces que tanto efecto lograban entre las damas, quedó desconcertado ante la frialdad con que le contestó la joven.

María estaba conmovida. Conocía muy bien la ópera; pero en aquella noche las diversas escenas le impresionaban más que de costumbre, sin duda, a causa del estado de su alma. Aquella Valentina que, con el velo de desposada, se escapaba de la iglesia e iba en la oscuridad nocturna buscando a su Raúl, parecíale que era ella misma, que marchaba desolada en busca de su novio, huyendo de la baronesa, que quería casarla con otro hombre; por ejemplo, con el majadero pretencioso e hipócrita que tenía al lado.

Y esta novela que rápidamente se forjaba en su imaginación, la hacía mirar con odio a aquel Ordóñez que se mostraba obsequioso y galante de un modo que desesperaba.

Terminó el acto, y los dos hombres se levantaron para retirarse.

La baronesa ofreció a Ordóñez su casa. Ella no tenía muchos amigos, ni las reuniones en su casa ofrecían gran atractivo; allí sólo entraban personas sesudas y de sanos principios, y, por esto mismo, tendría mucho gusto en recibir a un joven tan sensato que, por sus ideas y su modo de ver las cosas, tenía alguna analogía con su difunto cuñado Quirós, el padre de María, el héroe de la causa santa en el 22 de junio, y del cual la sociedad, ingrata y olvidadiza, no se acordaba para nada.

Ordóñez consideróse muy honrado por tal invitación, y se retiró.

El académico, que se quedó en el palco, siguió hablando con la baronesa y contestando a las preguntas que ésta le hacía sobre Ordóñez.

Iba a comenzar el acto cuarto, cuando la baronesa se levantó. Estaba muy excitada por la conversación que había sostenido con el joven.

– ¿Nos vamos ya, tía? – preguntó con extrañeza María.

– Sí, hijita. No me siento con fuerzas para ver ese acto, que siempre me ha repugnado; y esta noche más aún. No quiero presenciar esa infernal “conjura”, en la que salen revueltos frailes y monjas con el puñal en la mano. Detesto ese acto.

– ¡Pero Fernandita! – exclamó escandalizado el académico – . ¡Si es lo mejor de la obra!.. Además, todos esperan en el gran dúo al tenor, creyendo que en él hará prodigios. ¡Vamos, quédense ustedes!

– ¡Que no! No quiero tragar bilis viendo tales impiedades en escena. Niña, ponte el abrigo.

Y las dos mujeres salieron del teatro. El académico las acompañó hasta el vestíbulo, y tía y sobrina subieron en su carruaje.

María se felicitaba de la resolución de la baronesa. Aquel dúo de amor, con sus gritos de suprema pasión y su penosa despedida, le hubiese causado mucho daño, y tal vez, haciendo estallar su comprimido llanto, habría revelado el dolor que la dominaba por la marcha de su novio. Bien había hecho la baronesa en retirarse.

Rodaba el elegante carruaje con dirección a la calle de Atocha, y las dos mujeres guardaban el más absoluto silencio.

María iba ensimismada, hasta el punto de no darse cuenta exacta de en dónde estaba. La voz de la baronesa le sacó de tal situación.

– Di, niña, ¿qué te ha parecido ese joven?

– ¿Quién? – preguntó azorada la muchacha, que aún no había salido de la sorpresa producida por tan repentina pregunta.

– ¿Quién ha de ser, tonta? Paco Ordóñez, ese muchacho que nos ha presentado el marqués.

María tardó en responder, y, por fin, dijo con indiferencia:

– Pues me ha parecido un hombre insignificante.

Y reclinándose otra vez en el fondo del coche, cerró los ojos y volvió a entregarse de lleno a sus pensamientos, que le arrastraban lejos, muy lejos, a la infinita cinta de hierro por donde, rugiendo y exhalando bufidos de fuego, volaba el tren que le arrebataba a su novio.

VIII
Trato cerrado

El hermano que desempeñaba junto al padre Tomás el cargo de doméstico de confianza dijo al elegante joven que esperaba en la antecámara:

– Señor Ordóñez; el revendo padre dice que ya puede usted pasar.

Paco Ordóñez entró en el despacho del poderoso jesuíta con el mismo aplomo que si estuviera en su propia casa.

Siempre que entraba allí, su ojo certero de inteligente en materias de lujo y “confort” no podía menos de irritarse a la vista de aquellas paredes polvorientas, con el papel rasgado en flotantes jirones, los muebles viejos, construídos con arreglo a la moda de principios de siglo, y aquellos innumerables armarios atestados de panzudas carpetas verdes, que apenas si lograban contener tan inmensa cantidad de papeles.

Percibíase allí ese olor húmedo y pegajoso de sacristía que forma el ambiente de todas las habitaciones cuyos balcones se abren muy de tarde en tarde para dejar franco el paso al aire exterior.

Ordóñez, por el instintivo impulso de la costumbre, lanzó una mirada a la larga fila de armarios que rozaba al pasar. Los estantes, arqueados por un peso que soportaban tantos años, parecían próximos a romperse, como si no pudieran sufrir por más tiempo la inmensa carga de papeles rotulada y numerada.

– ¡Diablo! – se dijo el joven – . Conozco bien lo que este archivo significa. Aquí está, como en conserva, la conciencia de media humanidad.

El padre Tomás, sentado a la gran mesa de roble, seguía escribiendo, sin levantar la cabeza, como si no se hubiera apercibido de la presencia de Ordóñez, y únicamente cuando éste, plantándose a pocos pasos de él, obstruyó con su cuerpo la luz que caía sobre los papeles en que escribía el jesuíta, sin salir de su mutismo, hizo un gesto como indicándole que se sentara y esperase en silencio.

Transcurrieron algunos minutos sin que nada turbase la calma sepulcral de aquel vasto edificio, en el que se adivinaba la existencia de una omnipotente voluntad, que gobernaba sin trabas y era obedecida automáticamente.

Por fin, el padre Tomás dejó de escribir, y, fijando su aguda mirada en Ordóñez, que seguía contemplando con ojos burlones el aparato anticuado y polvoriento de aquella gran sala, comenzó la conversación.

– ¿Cómo va, pollo? ¿Qué tal es la situación que atravesamos?

– Mal, muy mal, reverendo padre; y de seguro que si usted no viene en mi auxilio, como otras veces, y me salva del naufragio, soy hombre perdido por completo. Por eso me he apresurado a venir a verle apenas recibí su aviso, esperando que usted con ese talento y esa bondad que nadie como yo le reconoce, sabrá salvarme.

– Lo que hoy te sucede es la consecuencia lógica de esa vida de escándalo y despilfarro que tanto amargó en los últimos años la vida de tu difunto padre. Paco, has sido muy calavera.

– Me ha gustado divertirme; no lo niego.

– Has derrochado una gran fortuna.

– Hoy, en cambio, vivo sin rentas, conservando el mismo boato que cuando era rico. Ya ve vuestra paternidad que para esto se necesita algún ingenio.

– Tienes más acreedores que todos los calaveras de Madrid juntos.

– Tampoco lo niego; pero cuento con la protección de usted, que es para mí un padre cariñoso, y que con su influencia sabe sacarme de todas las situaciones difíciles. Sin usted, ¿dónde estaría yo a estas horas?

– En presidio; no lo dudes, joven atolondrado. Has cometido verdaderas locuras; con tal de adquirir dinero, no has vacilado en firmar cuantos papeles te han presentado, sin fijarte, las más de las veces, en su contenido; si yo he podido salvarte hasta ahora de la deshonra, no sé si en adelante seré tan afortunado. Por esto creo que ya es tiempo de que pensemos en tu porvenir. Ya ves que no puedo interesarme más de lo que lo hago en beneficio de un joven pervertido, y que ningún honor proporciona al que lo protege. Este interés que me tomo, no es porque tú te lo merezcas, sino porque pienso en tu padre, que fué gran amigo mío, y quiero rendir tal tributo a su memoria.

Ordóñez, que era un hábil farsante, al oir el nombre de su padre creyó del caso conmoverse afectando profunda confusión; pero pronto recobró su aspecto natural, al ver que el jesuíta no hacía caso de sus gestos forzados, que fingían contener unas lágrimas imaginarias.

– Reverendo padre; yo, por mi propio interés, deseo regenerarme y encontrar un medio para salir de esta situación en que me encuentro. Estoy cansado de la agitada vida de calavera, y crea usted que con mucho gusto me convertiría en un hombre honrado y de costumbres tranquilas, si es que encontraba una ocasión favorable para cambiar de estado. A mí me convendría casarme.

Dijo estas últimas palabras Ordóñez, bajando los ojos con modestia y afectando la sencillez del que habla sobre un acto que cree irrealizable; pero el padre Tomás clavó inmediatamente en él su aguda mirada, diciéndose interiormente que aquel grandísimo tuno le había adivinado y tenía prisa en llevar la conversación al terreno de su conveniencia.

El jesuíta, al convencerse de que su protegido había adivinado ya parte de sus planes, no quiso divagar más tiempo, y bruscamente le preguntó:

– Y bien, ¿cómo están en casa de la baronesa de Carrillo? ¿Vas por allí con mucha frecuencia?

Ordóñez sonrió con ingenuidad y contestó con expresión intencionada:

– Desde que tanto empeño se mostró en presentarme a la baronesa, comprendí que algo bueno para mi porvenir podría encontrar en aquella casa, y desde entonces la visito con asiduidad, y encuentro que allí se pasan las horas muy agradablemente. Hay, sin duda, una Providencia, a la que estoy muy agradecido, porque vela por mí y me señala los puntos donde puedo encontrar la salvación para mi porvenir.

Y al decir esto, el joven sonreía intencionadamente, y miraba con fijeza al jesuíta, el cual, con su rostro impasible, demostraba no darse por aludido.

– ¿Resultas muy simpático en aquella casa? – le dijo el padre Tomás – . A mí la baronesa me habló el otro día muy bien de ti.

– ¡Oh! En cuanto a la baronesa, todo va perfectamente. Demuestra tenerme mucha afición y me oye con gusto. La sobrina es la que no me distingue tanto. No creo que llegue hasta serle antipático, pero, por lo menos, le resulto un tipo indiferente.

– Pues es un mal, querido Paco.

– Así lo creo yo también. Esa indiferencia puede dar al traste con mi porvenir, con esa regeneración que usted, como protector bondadoso, ha soñado para mí. ¿No es esto, reverendo padre?

El jesuíta sonrió bondadosamente.

– ¡Ay, qué diablo de muchacho! – exclamó – . ¡Cuan listo eres! Inútil es ya ocultarte mi pensamiento. Yo pensaba casarte con María Quirós, una buena muchacha, un ángel, al lado de la cual, forzosamente habrías de regenerarte. Además, con esta unión salvarías tu porvenir, pues la sobrina de la baronesa es muy rica; tiene una fortuna de más de nueve millones de pesetas. Por esto hice que te presentaran en la casa, y ahora que hace ya más de cinco meses que la frecuentas, deseaba enterarme por ti mismo de los progresos que has hecho en ella. Pero veo, con pesar, que has adelantado poco. No me extraña. Vosotros, los calaveras, acostumbrados a las conquistas fáciles, aficionados a los amores impúdicos que nacen, crecen y mueren en el espacio de un día, no sabéis interesar el corazón de una joven honrada y sencilla. Estáis corrompidos, y vuestro hálito parece como que avisa a la mujer inocente a quien os dirigís.

Ordóñez reía cínicamente al escuchar estas últimas palabras.

– ¡Bah! ¡Bah! – dijo interrumpiendo sus carcajadas – . Parece, reverendo padre, que esté usted predicando un sermón. Tiene gracia eso del hálito corrompido… A un hombre como yo, le es fácil conquistar una joven como la sobrina de la baronesa. Más difíciles que ella han caído. Lo que hay, cuando me mira con tanta indiferencia, a pesar de mis obsequios e insinuaciones, es que su corazón debe estar ocupado por algún otro hombre más feliz.

 

– Bien pudiera ser – dijo sonriendo el jesuíta – . Veo que sabes apreciar las mujeres.

– Hace tiempo que estoy convencido de la existencia de un rival, y lo que me desespera es no poder adivinar quién sea éste. No hay que pensar en los otros hombres que entran en la casa, colección de vejestorios que van a hacer la tertulia a doña Fernanda. El hombre amado debe estar fuera de la casa, y yo, por más que busco, no puedo saber quién es. No sé por qué, me dice el corazón que esa lagartona de doña Esperanza es la que lo sabe todo; pero, por más que me protege y parece estar a mi favor, no quiere hablar.

– Y no hablará, tenlo por seguro; no hablará, a pesar de su locuacidad característica, hasta que se le dé permiso para ello.

– También lo creo yo así, y estoy convencido de que ella sólo dirá lo que vuestra paternidad quiera, pues usted, seguramente, es el que sabe quién es el incógnito novio de María y el que puede lograr que yo sea el marido de la sobrina de la baronesa.

El jesuíta quedó silencioso y reflexionando, con la cabeza inclinada sobre el pecho, y, tras una larga pausa, comenzó a hablar sin levantar los ojos:

– Mira, Paco; ha llegado ya el momento de que hablemos claro y pensemos francamente en tu porvenir. Voy a decirte cuál es mi pensamiento. Como te quiero y veo que es imposible sostenerte por más tiempo en esa vida de trampas y aventuras que llevas, pensé salvar tu situación buscando una heredera rica con quien casarte, y fijé mis ojos en María Quirós. Sabía bien, al hacer que te presentasen a la familia, que no conseguirías interesar el corazón de la joven. Esta hace tiempo que ama a un hombre a quien conoció siendo niña, allá en un colegio de Valencia, y no era lógico esperar que abandonase su primer amor, para ir a encapricharse de ti, joven gastado, de mala fama y que hasta en el rostro llevas, las marcas de tus desórdenes.

Ordóñez hizo un movimiento de sorpresa y torció el gesto como ofendido por tan rudas palabras, pues tenía pretensiones de belleza y creía que ciertos afeites ocultaban en su rostro las huellas que había dejado la lepra del vicio. El jesuíta no hizo caso de este movimiento y continuó:

– Mi intención, al pedir que te presentasen a la familia, era únicamente lograr que te hicieses simpático a la baronesa, lo cual no era difícil, y al mismo tiempo que adquirieses cierta amistad con la sobrina, mostrándote a sus ojos como un hombre enamorado hasta la locura, que, a pesar de todos los desprecios y frialdades, sigue resignadamente adorando al objeto de su pasión.

– Esa es precisamente mi situación actual. La tía me adora y en cuanto a la sobrina, me considera como un ser insignificante; aunque bien considerado, allá en el fondo de su corazón, debe profesarme esa gratitud que toda mujer siente por el hombre que le ama, aunque no esté dispuesta a aceptar su pasión.

– Me alegro que así sea. Ha llegado el momento, querido Paco, de que nos entendamos. Tú serás el marido de esa joven, si es que yo quiero.

– Siempre lo he creído así. Conozco el poder de vuestra paternidad y la influencia que tiene en aquella casa, y sé que si se empeña, antes de unos cuantos meses habrán terminado los amoríos de María con su desconocido novio y yo podré casarme con ella. Ahora, reverendo padre, sólo faltan las condiciones, pues cuando usted plantea de tal modo la cuestión, seguramente que algunas quiere imponerme.

– Tienes el raro don de adivinar lo que uno piensa. Efectivamente, quiero imponerte condiciones, pues un hombre como yo, un sacerdote que por mi augusto ministerio estoy encargado de velar por la virtud, no puedo consentir que un calavera como tú, que aunque ahora manifiestas propósitos de enmienda, puedes recaer, en tus antiguas locuras, se apodere de la fortuna de una joven inocente y la derroche como derrochaste el caudal que te dejaron tus padres. Mis condiciones son éstas: al casarte con María gozarás de las rentas de su colosal fortuna, y, además, yo me encargaré antes de que contraigas matrimonio, de poner en claro tu situación, pagando a tus numerosos acreedores. Serás rico, vivirás en la opulencia; pero te guardarás muy bien de inducir a María a que retire la más pequeña parte de los millones que tiene depositados en el Banco. Mientras viva ella serás millonario, y si por desgracia muriese antes que tú, entonces no has de oponerte a que su fortuna pase toda a manos de la baronesa.

– ¿Y si tengo hijos? – preguntó con curiosidad Ordóñez.

– ¡Bah! – contestó el jesuíta con escéptica sonrisa – . Hombres tan gastados y corrompidos como tú no tienen hijos, y si por un capricho de la Naturaleza llegan a tenerlos, la sangre que llevan en sus venas es suficiente para envenenar su breve existencia; quedamos, pues, en que hay que descontar esta circunstancia. ¿Aceptas mis condiciones?

El joven calavera parecía dudar, y el jesuíta continuó, sin esperar su contestación:

– Hago todo esto en interés tuyo. Si no contraes este matrimonio, dentro de poco la inmensa balumba de acreedores caerá sobre ti, y tienen motivo más que suficiente para conducirte a la cárcel. Si aceptas, puedes salvar tu nombre de la deshonra y al mismo tiempo vivir con ese boato que tanto te place, gozando una posición sólida y segura. No puedo prometer más. Sería un crimen injustificable a los ojos de Dios el que yo no te impusiera estas condiciones, pues mi conciencia tendría que dar estrecha cuenta, después de haber entregado una joven honrada y rica en manos de un calavera capaz, si no se le pone freno, de devorar las mayores fortunas del mundo. No puedo hacer más por ti. Piensa bien que nada pierdes al aceptar estas condiciones y que ganas mucho saliendo de tu actual situación y asegurándote el vivir en adelante en medio de la mayor opulencia. Además, si muriera María, y su fortuna pasase a manos de la baronesa, tú no te hallarías desamparado; pues siempre me encontrarías a mí y a la Compañía dispuestos a protegerte. Con que decídete. ¿Aceptas?

El joven aún reflexionó largo rato. Repugnábale el aceptar de un modo tan condicional aquella fortuna, lo que equivalía a tener perpetuamente como vigilante administrador al padre Tomás; pero pensó al mismo tiempo en su situación apurada, en aquel tropel de acreedores rabiosos con que le amenazaba el jesuíta, en la cárcel que podía tragarle para siempre, y deseoso de seguir gozando el halago de la riqueza, sin el cual no comprendía la vida, se decidió a aceptar, violentando su voluntad, y con la misma decisión del fugitivo que, con tal de librarse de sus perseguidores, se lanza en un precipicio cuyo fondo ignora.

– Acepto, reverendo padre. Queda cerrado el trato.

El jesuíta estaba seguro de esta determinación, así es que no hizo el menor movimiento al ver aceptada su propuesta.

– Te casarás con María – dijo con la rígida frialdad del que está seguro de su poder – . Yo lograré romper esos amores que tanto preocupan ahora a esa joven, y poco he de poder, o también he de alcanzar que ella te ame. Quiero que seáis felices, y mi conciencia gozará de dulce tranquilidad al ver realizada una obra tan hermosa como es regenerar a un pervertido como tú, creando al mismo tiempo una familia cristiana. Unicamente he de advertirte que estás muy equivocado si piensas engañarme en lo futuro.

– ¡Yo, reverendo padre! – exclamó el joven ruborizándose, como si el jesuíta hubiese adivinado su pensamiento.

– Tal vez hayas creído posible engañar mi santa previsión el día en que te encuentres casado. Entonces, aprovechando un descuido mío, podías inducir a tu esposa a que enajenase una parte de su fortuna para tus locos despilfarros, y como yo no soy miembro de la familia ni tengo realmente ningún derecho para intervenir en esas cuestiones íntimas, gozarías de completa impunidad y volverías a repetir el juego cuantas veces lo permitiese la inexperiencia y la buena fe de María. Pero vas equivocado si crees posibles tales desmanes; por tu propia conveniencia te advierto que te tendré cogido segura y fuertemente. Conozco todas tus trampas, tus sucios negocios. Antes de un mes habré pagado a tus acreedores; pero será con la condición de utilizarlos contra ti cuando yo quiera. Has tomado dinero firmando escrituras de depósito, has percibido préstamos sobre fincas que ya no eran tuyas, has cometido toda clase de repugnantes estafas que no quiero repetir ahora por no avergonzarte, y, en una palabra, con menos motivos que tú hay muchos centenares de hombres en presidio. El día en que faltes a lo convenido aquí, el día en que me irrites con nuevas canalladas, ten la seguridad de que inmediatamente lloverán en los Tribunales muchas denuncias contra ti, por estafador y falsario, y no confíes en el auxilio de la influencia que puedas tener por tus amigos, pues contra la Compañía de Jesús no valen recomendaciones, y si la rectitud de la Justicia ha de torcerse, seguramente que será en favor de la Orden y nunca en contra. Piensa, pues, bien a lo que te expones, no obedeciéndome. Si eres fiel a mis órdenes vivirás feliz y en la opulencia; si te rebelas, morirás en un presidio. Ya conoces mi carácter y sabes que cumplo cuanto digo.