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La araña negra, t. 8

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El joven, dominado por Judith, se agitaba como un sonámbulo en aquella atmósfera fétida; había perdido por completo su voluntad y obedecía en todo a los caprichos de su querida, sin permitirse la menor observación.

El, que al principio de su nueva vida tenía reparo y cierto rubor en acompañar a Judith por la calle, salía ahora con la mayor impasibilidad al lado de su querida y de dos o tres de aquellas amigas a las que conocía el barrio entero, y algunas de las cuales, por sus embriagueces y sus escándalos en la vía pública, habían visitado más de una vez al comisario de Policía del barrio.

Zarzoso, con su aspecto de hombre de ciencia, con aquellas gafas que le daban un aire de profesor de la Sorborna, marchaba erguido e impávido en el centro del revoltoso grupo formado por tales mujerzuelas, que dejaban tras sí una atmósfera de escándalo y de indignados comentarios.

El infeliz Zarzoso nunca llegó a apercibirse del concepto en que le tenían en el barrio y de las apreciaciones que sobre él hacían cuando en tal compañía pasaba ante alguno de los cafés del bulevar Saint-Michel.

Había quien, a pesar de su aspecto honrado, le creía un ser envilecido, que comía de las más inmundas mujeres a cambio de servirles de caballero acompañante. Agramunt, que sabía toda la verdad y conocía los comentarios del barrio, estaba furioso contra su amigo por su estúpida pasibilidad y llegaba hasta evitar su saludo.

Fué una tarde, a las siete, cuando ocurrió el encuentro que tanto temía Zarzoso.

El joven había ido a la otra orilla del Sena acompañando a Judith y a dos amigas para hacer unas compras en los almacenes del Louvre, y después habían entrado en la cervecería de La Paleta de Oro, en la calle de Rívoli, pues la rubia era muy pródiga con sus amigas, y siempre que salía las convidaba con el dinero de su amante.

Al regreso, cuando ya los reverberos de las calles estaban encendidos, subía el alegre grupo por el bulevar Saint-Michel, demostrando con sus carcajadas, sus saltos y las insolentes palabras que dirigían a los transeúntes, la fuerza alcohólica de la buena cerveza negra de Estrasburgo.

Fué cerca de la esquina del café de Cluny donde Judith, con su voz de carretero y ademanes de cargador borracho, tuvo un altercado con una mujer que pasaba y que, en su concepto, había hecho burla de ella.

La proximidad de una pareja de guardias de la Paz hizo terminar el conflicto, pero no impidió que los transeúntes se detuvieran, fijándose en el grupo que formaban las tres mujeres y Zarzoso.

Este, avergonzado por el incidente, pugnaba por llevarse a Judith, y por eso no se fijó en un hombre que acababa de salir del café y que se acercó al grupo, demostrando primero una fría curiosidad y después profundo asombro.

Era don Esteban Alvarez, que en unas cuantas semanas se había aviejado de un modo alarmante y que tenía un aspecto tal de decaimiento, que inspiraba compasión.

Al reconocer a Zarzoso en el acompañante de las tres perdidas y ver la intimidad casi desdeñosa con que éstas le trataban, el pobre enfermo experimentó una ruda impresión.

Por fortuna para el joven médico, estaba de espaldas y no pudo ver el triste gesto de dolorosa sorpresa que hizo su viejo amigo.

Cuando el grupo se alejó, Alvarez estuvo aún algunos minutos inmóvil en la acera, como si todavía no hubiese vuelto en sí después de la sorpresa experimentada.

¡Oh! ¡Qué frío sentía en el corazón! Su culpabilidad, aquella culpabilidad imaginaria con la que se atormentaba, volvía a atenacear su conciencia.

Se alejó lentamente con dirección a la calle del Sena, marchando con paso inseguro, al mismo tiempo que murmuraba:

– ¡Esto me mata! Yo soy el autor del infortunio de ese joven. Queriendo acercarme a mi hija, hice sin saberlo que él fuera abandonado por su novia, y ahora ese joven bueno, sencillo y virtuoso, se ha perdido… ¡se ha perdido por mi culpa! ¡Qué terrible remordimiento!.. Desesperado de reconquistar un amor puro, se ha entregado en brazos del vicio para olvidar. ¡Y yo tengo la culpa de todo! Esto me mata; hoy termina mi vida; como si lo viera. ¿Qué fatalidad arrastró a ese muchacho hasta hacerle mi amigo? ¿Qué fatalidad hay en mí que hiere a cuantos seres se me aproximan y me aman?..

FIN DEL TOMO OCTAVO