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La araña negra, t. 8

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VIII
Nuevas caídas

Cuando los relojes de la quinta Alcaldía de París y de la iglesia de San Esteban del Monte lanzaron en el ancho espacio de la plaza del Pantheón las campanadas que anunciaban las ocho de la mañana, Zarzoso, que no estaba ni dormido ni despierto, pues se hallaba bajo la influencia de una pesada modorra, se incorporó con violento impulso, y una vez sentado en la cama, lanzó una mirada de asombro a su cuarto, que no le parecía ya el mismo.

Sentía un violento dolor de cabeza, como si sobre su cerebro gravitase la gigantesca masa del vecino Pantheón; notaba cierta torpeza en los ojos, viéndolo todo turbio, y su lengua, inflamada y pastosa, parecía estorbarle dentro de la boca, seca a consecuencia de lo mucho que había bebido la noche anterior.

Tardó bastante tiempo en darse cuenta del lugar donde estaba, pues su cerebro, entorpecido por los excesos, discurría con dificultad.

Parecíale al joven que acababa de despertar de un sueño cataléptico que había durado algunos meses, a juzgar por la dificultad que encontraba en ir recordando lo ocurrido antes de acostarse.

Un ruido que sonó dentro del cuarto le trajo a la realidad.

Junto a la ventana, por entre cuyas cortinas se filtraba el sol, trazando arabescos de oro sobre la charolada madera del pavimento, un perro feo y lanudo jugueteaba con un zapato. La vista de aquel animal trajo rápidamente a Zarzoso a la realidad. Entonces fué cuando se dió cuenta de que sus piernas, bajo las revueltas sábanas, rozaban algo que despedía suave calor, y volviéndose contempló la misma cabeza que creía haber visto en sueños, y que estaba allí, sobre la almohada, menos hermosa que la noche anterior, con el cabello en enmarañada madeja, las correctas facciones contraídas por el estertor de un brutal ronquido, los polvos de arroz apegotados en un extremo de sus mejillas y el bermellón de sus labios extendiéndose más allá de las comisuras de su boca.

Zarzoso experimentó una inmensa decepción. Parecíale que desde muy alto caía y caía hasta hundirse en el cieno de un charco sin fondo, y sintió tentaciones de llorar como una virgen deshonrada al ver que de un modo tan estúpido, en una noche de embriaguez, había perdido su prestigio de amante casto y de joven de costumbres austeras, encanallándose con aquel pingajo de carne hermosa que había rodado durante seis años por todas las camas del Barrio Latino.

Sintió rabia contra su propia debilidad, indignóse por lo fácilmente que había caído y murmuró, bajando su frente, en la que se extendía el rubor al pensar en Madrid y en aquella mujer sencilla y pura, a la que todavía amaba:

– ¡Muy bien, señor Zarzoso! Puede usted estar satisfecho de su conducta. En vez de estar triste y desalentado por el silencio de María, pasa usted la noche emborrachándose como un pillete, y, por añadidura, se entrega en brazos de la primer perdida que le sale al encuentro.

Y como si le produjera inmenso asco el contacto de aquel cuerpo de raso que calentaba toda la cama, saltó inmediatamente de ésta y resumió el furor que sentía contra sí mismo con estas amargas palabras:

– Ya no eres el mismo de ayer. Ahora eres un canalla.

El despertar de aquella noche de amor fué terrible. Entre los dos amantes existía un visible despego, una falta de franqueza que hacía la situación pesadamente embarazosa.

Judith, después de saltar de la cama, iba de un punto a otro del cuarto, canturreando y afectando alegría, mientras hacía su toilette.

El joven, molestado por la presencia de aquella mujer, que evocaba en él impulsos brutales, y a la que hubiese dado golpes de muy buena gana, por vengarse de la caída que le había hecho sufrir, fumaba en un rincón del cuarto, acogiendo con sonrisas que daban miedo cada una de las caricias y los mimos que Judith pretendía hacerle.

Esta se vistió con gran prontitud, pues, según manifestaba, la estaría esperando un artista con el que se había comprometido a servirle de modelo en un cuadro que representaba a Clemencia Isaura en su poética corte de amor; pero no debía tener gran prisa en acudir a la cita, por cuanto rogó a Zarzoso que la convidase a almorzar.

El joven accedió de mala gana, pues le resultaba pesada en extremo aquella aventurera, y deseaba separarse de Judith cuanto antes.

Salieron del hotel cogidos del brazo, y las miradas de asombre de la dueña del establecimiento, que estaba en su despacho en la portería, atormentaron a Zarzoso, que veía en una noche destruída su fama de hombre serio y de costumbres arregladas.

Al atravesar la plaza del Pantheón, los carruajes engalanados de un cortejo nupcial deteníanse ante el palacio de la Alcaldía del quinto distrito.

Judith sonrió maliciosamente, y haciendo un gesto de asombro afectado exclamó:

– ¿Y aún hay quien se casa?.. ¡Qué asco!

Estas palabras aún la hicieron más antipática a los ojos de Zarzoso.

El almuerzo resultó muy violento para el joven. Entraron en el mejor restaurante del bulevard Saint-Michel, un establecimiento serio, en el que no dejó de causar cierto escándalo el subversivo aspecto de Judith, la cual, sin fijarse en el efecto que causaba, hizo toda clase de habilidades para llamar la atención de los parroquianos y de la servidumbre.

Zarzoso estaba avergonzado por una compañía tan ruidosa, así es que vió el cielo abierto cuando llegó la hora de pagar y de despedirse sobre la acera del bulevar.

Judith se alejó de él enviándole besos con sus dedos, lo que hacía detener a los transeúntes; y aún retrocedió varias veces para rogarle que no faltase aquella tarde, a las seis, en el café Vachette, donde volverían a reunirse para pasar una noche tan alegre como la anterior.

– Puedes esperarme sentada – decía Zarzoso al alejarse – . Una y no más. Bastante siento la infame caída de esta noche.

Zarzoso pasó todo el día melancólico, malhumorado y sin saber qué hacer, pues no se sentía con la suficiente fuerza para ir a la Clínica. Paseó en el Luxemburgo hasta las cinco, y como ya anocheciera, viendo que en el vecino bulevar los cafés comenzaban a poblarse de gente que tomaba la absenta, temió que Judith surgiera a su paso para atraparle, y se dirigió a casa de Alvarez, con el intento de pasar allí unas cuantas horas, proponiéndose después el ir a comer y acabar la noche al otro lado del río, donde tenía la certeza de no encontrar a aquella sirena del vicio.

Zarzoso, desde su caída, parecía que llevaba dentro de sí un principio fatal que envenenaba su existencia, le hacía estar violento en todas partes y no le permitía hablar con la misma franqueza e ingenuidad de antes.

Su visita a don Esteban resultó muy dolorosa para el joven.

Estremecíase de miedo y sentía inmensa vergüenza al pensar lo que diría aquel hombre envejecido si supiera que un joven que parecía tan enamorado de su hija María pasaba la noche como un libertino y metía en su mismo cuarto una mujer que escandalizaba el barrio.

Por una coincidencia, pero que hizo aumentar más aún la turbación de Zarzoso, Alvarez, que estaba apenado por el silencio de su hija, comenzó a hablar mal de ésta, al mismo tiempo que hacía la apología de su joven amigo.

– Sí, señor. Es una infamia eso de dejar sin respuesta las cartas de usted, rompiendo de un modo tan villano unas relaciones de amor que parecían tan fuertes. ¿Quién podía esperar tal cosa de mi hija? ¡Cuán pronto olvidan las mujeres sus juramentos de amor! Por eso exclama con razón Shakespeare: “¡Fragilidad, tú tienes nombre de mujer!” ¡Abandonarlo a usted de ese modo; a usted, que es un joven honrado, probo y de costumbres puras, condición que hoy es casi ya imposible de encontrar!

Zarzoso, alarmado por estas palabras, que resultaban un sarcasmo en tal situación, miraba fijamente al padre de María, sospechando si éste se burlaba de él. Pero no tardó en convencerse de que Alvarez hablaba con franqueza, pues siguió diciendo así, con acento de desesperación:

– Y lo más triste es que yo soy el autor de ese infortunio que usted sufre. ¡Qué mala idea tuve yo al rogarle que manifestase a María su origen y quién era su padre! De seguro que su silencio no reconoce otra causa que esta indiscreción. ¡Oh! Es muy amargo decirlo; pero para las jóvenes que al tener uso de razón se encuentran en alta esfera, resulta muy difícil el reconocer su verdadero origen y al que les dió el ser, si es que éstos son humildes. Tales descubrimientos, que hieren su amor propio, las sublevan, las indignan, y son más que suficientes para que el cariño se trueque en odio. Sí, vuelvo a repetirlo; María le ha abandonado a usted por haberla dicho que yo soy su padre y que usted es amigo mío. Hay para desesperarse al considerar que uno hace el mal sin saberlo y que, viejo ya, solo e inútil, todavía sirve para matar la felicidad de un joven como usted; para labrar su infortunio.

Alvarez demostraba tal sentimiento por la culpabilidad de que se hallaba convencido; era tan vehemente su desesperación, que, conmovido Zarzoso, estuvo varias veces próximo a interrumpirle para contarle todo lo que ocurría.

El autor del rompimiento amoroso era ahora él mismo. Ya no podía exigir explicaciones a María por su conducta, pues se sentía manchado y tenía, en su conciencia de hombre puro, un remordimiento que le hacía reconocerse como indigno para aspirar a la mano de una señorita honrada.

Pero Zarzoso no se sentía capaz de tan suprema franqueza, y calló, dejando que Alvarez se sumergiera en la desesperación que le causaba el haber intervenido indirectamente en los amoríos de los dos jóvenes.

Cada uno de los elogios que don Esteban hacía de su joven amigo era para éste como una puñalada en la conciencia, y por eso, no pudiendo sufrir tan incesantes tormentos, se apresuró a despedirse, y marchando a la casa editorial donde trabajaba Agramunt pasaron ambos amigos el río y fueron a terminar la noche en la Grande Opera.

 

El catalán se reía del temor que Zarzoso mostraba al pensar que podían encontrarse con Judith, y con su ductilidad de buen amigo se prestaba a encargarse de romper aquellas relaciones de una sola noche.

Transcurrieron cuatro días sin que el joven médico, que no salió del Barrio Latino, viera por parte alguna la rubia cabellera de Judith. Esta ausencia le tranquilizaba: Judith no era importuna, y, además, debía haber comprendido que no tenía en él un adorador loco, y tal vez por estas mismas consideraciones, por la seguridad que comenzaba a abrigar de que la rubia no iría en su persecución, pensaba en ella más de lo que le convenía, y, a pesar de todos sus esfuerzos mentales, no podía desechar de su memoria el recuerdo de aquella noche tormentosa, con sus placeres delirantes, que recordaba con la misma vaguedad que las escenas de un ensueño.

Aquel encuentro vicioso había dejado en él una levadura de brutalidad lasciva, y a esto atribuía Zarzoso el raro fenómeno que experimentaba, pues a pesar de odiar a la hermosa rubia y de estremecerse al pensar que ésta podía volver a su cuarto, complacíase, sin embargo, en ir recordando las escenas de tal noche, y su carne se estremecía de placer al pensar que podía repetirse la embriaguez amorosa.

Estaba Zarzoso ocupado en leer un libro nuevo que le había prestado un compañero, y distraído, pensaba al mismo tiempo, con una confusión de recuerdos que le avergonzaba, en su antigua novia, que no le escribía, y en Judith, cuyo recuerdo le obsesionaba, cuando sonaron algunos leves golpes en la entreabierta puerta de la habitación.

– Soy yo – dijo una voz que hizo estremecer a Zarzoso.

E inmediatamente entró en la habitación, sonriendo y con paso ligero, la rubia Judith, que no conservaba de su aspecto de algunas noches antes más que el látigo de cuero y Nemo, que marchaba siempre pegado a sus faldas, como si fuese un adorno de éstas.

Llevaba un traje de la misma pana con que los artistas se hacían sus chaquetones para trabajar en el taller e ir por el barrio, y la rubia cabellera, arreglada ahora en forma de peinado griego, cubríala con una gorrita cosaca de velludo astracán, de la que caía un blanco velillo sobre el rostro.

El joven médico, a pesar de que momentos antes pensaba involuntariamente en ella, al verla no pudo reprimir un movimiento de contrariedad.

Judith, afectando no ver aquel gesto, tomó asiento y comenzó a hablar con tranquilidad.

No había venido a estorbarle. La visita era casual: pasaba por allí de vuelta de un taller, donde había estado todo el día sirviendo de modelo, y se decidió a subir en confianza, sin ir antes a su casita de la calle Monge, a quitarse aquel traje que era el del trabajo.

Judith hablaba con naturalidad, sin afectación alguna, como si estuviera en presencia de una amiga de confianza, y sin hacer la menor alusión a aquella cita en el café Vachette, a la que había faltado Zarzoso.

Este, en vista de la tranquilidad y prudencia que demostraba la joven, había vuelto a recobrar su confianza, y alegremente se afirmaba en su idea de que todo había terminado entre los dos, y que las escenas de aquella noche eran locuras sin consecuencias que ya no volverían a repetirse.

Judith había tomado un cigarrillo de encima de la mesa, y con una pierna montada en el brazo del sillón, hablaba calmosamente, mirando las aéreas espirales de humo que bogaban tranquilamente hacia la abierta ventana donde el viento iba arremolinándolas.

Zarzoso, ante la cordura de la joven, se espontaneaba como con un compañero, y hablaba con el mismo abandono que si su interlocutor fuese Agramunt.

¿Cómo fué aquella segunda caída? Zarzoso no pudo darse cuenta de ella; obró más instintiva y ciegamente que la primera vez, con la agravante de que en esta ocasión, la caída fué fría, sin arrebatos de pasión, como si se sintiera empujado por una ruda e irresistible fatalidad.

A las siete, hora de la comida, salieron los dos del hotel cogidos del brazo. Zarzoso demostraba la mayor indiferencia. ¿Qué le importaba ya que le vieran en tal compañía? ¿A qué fingir hipócritamente una virtud que estaba lejos de tener? Era un miserable, un cobarde sin energía ni dignidad, que se sentía enloquecido ante una corrupción porque era hermosa, y que no tenía voluntad para resistir la más leve de las pérfidas insinuaciones de aquella mujer que llevaba al lado.

Judith le había aprisionado, le había convertido en un esclavo de su lascivia, y él se resignaba al considerar que eran de rosas las cadenas que le aprisionaban.

Agramunt quedó asombrado al ver de qué modo se había apoderado Judith del ánimo de Zarzoso, el cual, después de su segunda caída, estaba desalentado y se mostraba impotente para luchar.

El escritor había tenido siempre a Judith en concepto de mujer terrible, pero no creía a Zarzoso capaz de rendirse con tanta facilidad: su asombro se trocó en temor cuando aquella noche les oyó hablar a los dos amantes de su futura vida arreglando la existencia que llevarían desde aquella noche.

Ella se mostraría seria, evitaría el trato con sus antiguos amigos del barrio y vivirían con la tranquilidad de burgueses unidos por el lazo matrimonial. Judith miraba con ojos de ternura a Zarzoso y aseguraba a Agramunt, único espectador de la escena, que jamás había amado a ningún hombre como a aquel pequeño doctor.

Ella no abandonaría su linda habitación de la calle Monge, que jamás había dejado a pesar de todos sus galanteos y en la que nunca permitió la entrada a sus amigos. Allí tendría su vestuario, sus secretos, los objetos de su intimidad, pero, aparte de esto, dormiría en el hotel de la plaza del Pantheón, comería con Zarzoso, pasearía con él, y mientras éste estuviera en las clínicas, ella se ocuparía en sus visitas y quehaceres.

Habló de seguir sirviendo de modelo para ayudar a los gastos de la nueva existencia, pero Zarzoso protestó con una energía tan rotunda, que en ella se notaba un principio de celos.

Agramunt estaba admirado. ¿Qué le había dado la gran perdida a aquel muchacho tan sensato para volverle de tal modo el juicio y convertirlo en un estúpido?

A media noche, mientras Judith, con aire de señora absoluta, se acostaba en la cama de Zarzoso, éste y Agramunt tuvieron una explicación en los pasillos del hotel.

– Pero, hombre – decía el periodista – . ¿Te parece sensato eso que haces? Yo quería que te divirtieras, que no vivieras como un topo melancólico metido entre estas paredes; pero de eso a que te líes seriamente con una mujerzuela como Judith hay una distancia inmensa. Esto que haces me repugna; no puedo ver con calma que estés tan encaprichado por una perdida que es popular en todo el barrio. ¿Has pensado bien el papel ridículo que vas a hacer? Y lo que más me indigna es que parece que estás enamorado de ese harapo. Antes, en el café, me daban ganas de reír, y al mismo tiempo sentía deseos de llorar de rabia al ver con qué energía de hombre celoso te oponías a que Judith siguiera visitando los estudios como modelo. ¡Celoso tú! ¿Celoso de una mujer que hasta ha dormido con los garzones de los hoteles?

Zarzoso parecía muy contrariado por la justa reprimenda de su amigo, pero aún tuvo energía para contestar:

– Su pasado nada importa para el presente. El que antes haya sido de todos no impedirá que ahora sea únicamente mía. Ya que estoy loco, ya que por ella me encanallo y me pierdo, quiero ser el único dueño de su cuerpo.

– ¡Pero si es un pingajo que se ha tendido sobre todas las camas del barrio!

– Sí, pero es muy hermosa – contestó Zarzoso con acento que demostraba una estúpida testarudez – . Una copa de oro cincelada por Benvenuto Cellini, aunque en ella hayan puesto los labios un sinnúmero de generaciones, no por esto resulta menos hermosa.

Agramunt lanzó una sonora carcajada, y tan grande fué su acceso de risa, que sofocado y jadeante se hundía los puños en el vientre, haciendo ridículas contorsiones.

– ¡Oh!.. ¡famoso! ¡divino! – balbuceaba entre carcajadas – . Ya se te ha pegado algo de ella. Ya la imitas en lo de sus sentencias artísticas, y sabes de memoria sus frasecillas aprendidas en el taller.

Zarzoso mostrábase hosco y malhumorado con su amigo, y afortunadamente hizo terminar la conferencia la voz de Judith que le llamaba impaciente desde su cuarto.

Así comenzó la falsa vida marital; aquel amancebamiento repugnante y penoso que fué una mancha en la existencia del joven médico.

Este parecía más absorbido cada vez por el carácter dominador, caprichoso y fantástico de Judith.

Faltaba Zarzoso muchos días a la clínica, por estar hasta muy tarde en la cama fumando cigarrillos y disputando con Judith sobre cuestiones sin importancia; hacía una vida imbécil, que transcurría por las tardes en el Luxemburgo y por las noches en los cafés y en los bailes, y tan grande era el aislamiento a que le sometía tal amor, que muchos días sólo veía a Agramunt durante algunos minutos, cambiando con él insignificantes palabras. Parecía estorbarle la presencia del joven escritor, como si éste, mudamente, le echase en cara su envilecimiento, y en cuanto a don Esteban Alvarez, hacía ya más de dos semanas que no le había visto, tanto porque las exigencias de Judith no le dejaban un momento libre, como porque temía hallarse en presencia de aquel infeliz señor que le abrumaba con los elogios a su virtud.

Todo lo que le recordaba su pasado le avergonzaba, y cuando surgía en su memoria algún recuerdo de sus amores con María, el joven estremecíase con instintivo terror y se ruborizaba intensamente.

Judith, para atraer mejor a su nuevo amante y demostrar las ventajas del amancebamiento, dábase aires de mujer hacendosa, y al mismo tiempo que reñía al garçon del hotel porque, según ella, no hacía dignamente el arreglo del cuarto, andaba siempre a vueltas con la ropa blanca de Zarzoso, y, armada de dedal y aguja, pretendía hacer zurcidos con puntarracos disformes, que demostraban que nunca habían sido su fuerte las labores femeniles.

Justamente en el armario-espejo, que era donde estaba la ropa blanca, tenía oculta Zarzoso una cajita de laca que contenía las cartas escritas por María, y un sinnúmero de objetos insignificantes, pero queridos, que le recordaban aquella pasión terminada de tan inexplicable modo.

La cajita estaba oculta bajo un montón de ropa blanca que no parecía haber sido tocado por Judith, pero, a pesar de esto, el joven temblaba cada vez que la rubia metía sus manos revolvedoras en el armario.

Una tarde en que Zarzoso estaba solo, se resolvió a sacar de allí la cajita para ponerla en punto más seguro, como era el cajón de la mesa de escribir cuya, llave llevaba siempre consigo.

Sería para él un tormento horrible que Judith, con sus manos pecadoras, cogiera tales recuerdos de su amor y que les dirigiera alguno de aquellos chistes cínicos que constituía su repertorio gracioso, burlándose de María, de la mujer dulce y virtuosa, cuya imagen, a pesar de todos los encanallamientos, estaba en pie en lo más íntimo de su ser, como la imagen en el fondo del sagrado santuario.

El quería evitar tan terrible escena, porque si Judith, al descubrir algún día sus antiguos amores, era capaz de burlarse de la mujer amada como si se tratase de una compañera, sería posible que él, cegado por la rabia, estrangulase a su querida.

Sacó la cajita del armario, y, con temblorosa emoción, como si llevase en sus manos un objeto sagrado, la dejó sobre la mesa y permaneció mucho tiempo con los ojos fijos en la charolada tapa. ¡Qué recuerdos acudían a su memoria!

Un deseo vehemente se apoderó de él. Parecíale que dentro de aquella caja se agitaba comprimida una atmósfera de casta pasión, un ambiente de virtud; y el desgraciado sentía deseos de abrirla, como si de ella fuese a surgir un purificante Jordán en el que podría lavar las suciedades de su degradación y su encanallamiento.

Con mano trémula, e instintivamente, abrió la caja y lo primero con que tropezaron sus ojos fué con el rostro hermoso, tranquilo y feliz de María, que sonreía desde el fondo de la caja, sobre un lecho formado por el paquete de antiguas cartas.

Aquella aparición pareció romper el encanto fatal y corruptor a que estaba sometido Zarzoso desde que conoció a Judith. Esta le parecía ahora un monstruo repugnante, un amasijo de corrupción y de vicios modelado artísticamente por la experta mano del diablo, y contemplando el sereno rostro de María, dábase cuenta exacta de su situación y lloraba desconsolado como pudiera hacerlo el doctor Fausto cuando, después de dormir con Elena, la prostituta de los siglos, pensara en la dulce y sencilla Margarita.

Permaneció mucho tiempo el joven inclinado sobre aquella caja de la que parecían salir efluvios consoladores que refrescaban su espíritu angustiado. Las campanadas de los relojes de la vecina plaza le volvieron a la realidad. No tardaría en llegar Judith, y el joven se apresuró a esconder la cajita en su mesa con la misma zozobra del ladrón que teme ser sorprendido en su infame tarea.

 

Pero antes de ocultarla quiso apreciar por última vez, en todos sus detalles, aquel tesoro amoroso, y hundió sus dedos en la cajita.

Allí estaban sus cartas, tal como él las había atado, con una cinta de color rosa; allí el retrato de María y debajo un pañuelo de mano, que cariñosamente la había arrebatado una mañana que paseaban por el Retiro… Pero ¡Dios mío! ¡Algo faltaba allí!.. ¿Qué era? ¿Qué era?.. Y el pensamiento del joven, con la velocidad de un relámpago, recordó cuanto le había entregado María como prueba de amor.

¡Ah! Ya sabía lo que faltaba allí. El recuerdo de María más íntimo y más personal: un rizo de sus cabellos que le había entregado en presencia de doña Esperanza la víspera de su partida a París.

El joven lo había sacado de su cajita muchas veces en aquellas noches de insomnio y de desesperación, que le causaba el silencio de María, y recordaba cómo aquel rizo estaba envuelto en un papel finísimo, sobre el cual, la adorable mano de la joven había escrito con su correcta letra inglesa y algunas adorables faltas de ortografía: A mi Juan: en prueba del eterno amor de su María.

Aquella falta, tan repentinamente notada, aturdió al joven, sumiéndole en una confusión enloquecedora.

Con mano ansiosa revolvió la cajita, buscó hasta en el interior del paquete de cartas, y… nada; el rizo con el papel que le envolvía no aparecía en parte alguna.

Aquel recuerdo resultaba el más querido para Zarzoso, pues era la primera y única concesión que María había hecho a su ya que a fuerza de ruegos había conseguido que la joven le diese un rizo de su cabellera. Además, ¡qué de recuerdos tenía para él esta prenda de amor!, ¡cuántas noches se había pasado besando y suspirando con aquel recuerdo de la mujer amada junto a sus labios!

En el aturdido cerebro de Zarzoso surgía un mundo de atropellados y contradictorios pensamientos.

La posibilidad de que en una de aquellas noches de desesperación amorosa hubiese dejado olvidado sobre la mesa el recuerdo de María, y a la mañana siguiente el criado del hotel lo hubiese hecho desaparecer en su indiferente limpieza, le desesperada; pero esta explicación no le parecía conveniente, y acariciaba con mayor predilección una sospecha, que poco a poco iba agrandándose en su pensamiento.

¿Si sería Judith quien, aprovechando una de sus ausencias, le arrebató aquella prenda de amor, por lo que de íntima tenía, para hacer burla después con sus amigas de aquella pura pasión? No resultaba muy verosímil esta sospecha, pues parecía que Judith no se había apercibido de la existencia de la cajita: paro por otra parte el joven desconfiaba de su querida, cuyo carácter astuto y maligno le era bien conocido.

Sí; ella debía de ser la autora de la sustracción, y Zarzoso, enfurecido por el fatal descubrimiento, se proponía interrogarla apenas se presentase, y se sentía capaz de todas las brutalidades, si es que llegaba a convencerse de la culpabilidad de su querida.

Acababa de ocultar la cajita en el cajón de su mesa, cuando entró Judith, vestida con un traje de colores llamativos y demostrando mayor descoco que de costumbre. Ya no era la muchacha hábil que sabía fingir ternura y apasionamiento; era algo más que la cocotte cínica y descocada; era la loca del barrio, la muchacha excéntrica y depravada, que no tenía noción alguna de la moral, que pisoteaba las más rudimentarias conveniencias sociales, y que creía que la virtud, el amor y la decencia eran defectos que afeaban a las personas honradas y tranquilas, que ella desdeñosamente llamaba burgueses.

Zarzoso quedó frío ante aquella ruidosa entrada. Entre la Judith que él momentos antes, allá en su imaginación, se proponía interrogar y la Judith que ahora tenía delante existía una inmensa diferencia.

¿Cómo iba a hablar a aquella perdida de su antigua pasión y de unos recuerdos de amor tan sagrados? ¿Y si ella no era la autora de la sustracción, ni se había apercibido de nada, y resultaba que él la abría los ojos, facilitándole el que se burlara de su antiguo amor?

Zarzoso decidióse repentinamente a no decir nada, proponiéndose obrar con cautela, y espiaría a su querida, para de este modo convencerse de si era cierta su culpabilidad.

Además Judith le aturdió con sus palabras, pues riendo ruidosamente, comenzó a relatarle una aventura muy chistosa que le había ocurrido a una de sus amigas.

El único rastro aparente que dejó tras sí el penoso descubrimiento hecho por el joven fué la melancolía y la irascibilidad que parecían dominar a Zarzoso.

Así vivieron tres semanas más, completamente aislados hasta de Agramunt, que, según él manifestaba, no quería entrar en el cuarto de los amantes, pues al verlos le daban tentaciones de empezar a bofetadas con los dos; a él, por bruto, y a ella, por… (y aquí el republicano encajaba un calificativo tan franco como genuinamente español).

Algunas veces Agramunt, al encontrar a Zarzoso en la escalera del hotel o en el restaurante, le detenía para decirle con hostil seriedad:

– El pobre don Esteban está muy desmejorado; me pregunta por ti siempre que le veo, y yo le digo que no vas a visitarlo porque estás muy ocupado en tus clínicas. Esta mentira es lo mejor que puedo decirle al pobre señor.

Zarzoso experimentaba honda pena cada vez que le recordaban de este modo al infeliz Alvarez. ¡Pobre señor! Grande sería su decepción si llegaba a enterarse del género de vida que hacía el joven amigo, al que consideraba como un modelo de constancia amorosa y de buenas costumbres.

Conforme transcurría el tiempo, Zarzoso encontraba que iban haciéndose pesadas sus relaciones con Judith.

Había pasado ya el primer arrebato de pasión; estaba desvanecida la embriaguez artística que causaba en Zarzoso la contemplación de aquel lindo cuerpo de estatua; y en cambio la intimidad, el trato continuo y franco, ponían al descubierto la mala educación de Judith, sus groserías aprendidas en el taller y sus costumbres incoherentes y extrañas de muchacha aventurera, que con la misma indiferencia había dormido en un gabinete lujoso que en una zahurda.

La mala educación de la rubia, sus groserías a todo pasto y sus respuestas insolentes, eran motivos de continua querella entre los dos amantes, y Zarzoso sentía tal aburrimiento cuando pasaba solo con Judith algunas horas, se hartaba de tal modo de aquella atmósfera canallesca que parecía flotar en torno de ella, que acogía hasta con gusto las visitas que venían a turbar una conversación monótona, que siempre versaba sobre el mismo tema: los vestidos con chic artístico, los pintores, sus bromas pesadas y toda la chismografía que se aprende en los talleres.

Como Judith, con su carácter imperioso, dominaba a su amante, y en el hotel, como en todas partes, dábase aires de señora absoluta, sus amistades femeninas iban a visitarla; y por las tardes, en aquella habitación antes tan tranquila, reuníase una alborotada tertulia de muchachuelas insignificantes, viciosas, que giraban atraídas en torno de Judith como astros menores de la sensualidad y que adoraban a ésta cual una mujer superior.

Zarzoso, el sabio, la esperanza legítima de la ciencia médica, se agarraba a aquellas chicuelas como a una tabla de salvación contra el fastidio, y conversaba con ellas horas enteras, sin notar que poco a poco se hundía en una intimidad viciosa. Aquel trato con Judith y su corte le hizo adivinar terribles monstruosidades. Sospechó de la intimidad de la rubia y sus amigas, de sus explosiones de celo y del afán con que se disputaban la predilección de la diosa adivinó cosas ocultas y asquerosas, locuras de organismos gastados y ahitos de vicio; pero cerró los ojos voluntariamente y prefirió no ver para evitarse la náusea de lo repugnante.