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La araña negra, t. 6

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Y con su nervioso braceo dió un golpe en la mano del padre Tomás, y la hostia cayó rota sobre las ropas de la cama.

Oyóse un ruido seco semejante al que produce el tapón al saltar de la botella, y un vómito de sangre negra y pestilente se derramó sobre la cama, cubriendo los fragmentos de la hostia que acababan de caer.

Después, la cabeza del padre Claudio quedó inerte sobre la almohada.

Había muerto, y en sus labios contraídos y manchados por la inmundicia, parecía leerse su última palabra, sucia como sus vómitos y soez como el alma de quien la había dicho.

Era el adiós más propio del padre Claudio al dejar el mundo.

SEPTIMA PARTE
MARUJITA QUIROS

I
La baronesa y la revolución

El día en que se esparció por Madrid la noticia de la batalla de Alcolea, la baronesa de Carrillo creyó morir de indignación y de miedo.

Indignación contra el destino, contra la Providencia Divina, si necesario era, pues existiendo un Señor Todopoderoso en el cielo, no podía ella comprender cómo consentía que el trono de los reyes fuese destruído por las turbas revolucionarios, enemigas de Dios y de los santos.

Miedo, porque bien debía sentirlo una dama de Palacio, aristócrata de nacimiento y bastarda real, viendo pasar por la calle aquellas bandas de hombres armados, terribles revolucionarios que comenzaban a jugar a la milicia nacional y daban a entender su ferocidad sin límites, destruyendo… las coronas grabadas en los escudos o en las puertas de ciertos establecimientos.

Aquel cataclismo era suficiente para aterrar a la más valiente baronesa. Pero ¡Dios mío! ¿Qué iba a ser de España sin reyes? ¿Qué sucedería cuando la revolución expulsase a los padres jesuítas? ¿Podría salirse a la calle cuando mandase Prim, al que aclamaban las masas, o cuando fuese un hecho la República, a la que daban vivas?

La revolución sumía a doña Fernanda en un mar de confusiones y no sabía si quedarse en su casa, tranquila, como si nada ocurriese, o huir para no ser víctima del canibalismo revolucionario, el día en que las trompetas de los descamisados tocasen a comerse curas y baronesas.

Ella había vivido hasta entonces muy tranquila, sin acordarse de que aquella gente, que no tenía un título, ni iba a los bailes de Palacio, podía aspirar a gobernarse por sí misma; pero ahora, en vista del resultado, se confesaba que forzosamente había de ocurrir aquello más tarde o más pronto.

Los intereses de la monarquía y de la religión habían sido mal cuidados, en, concepto suyo. ¡Ah! ¡Si hubiera vivido el padre Claudio!

Después de los dos años transcurridos desde la muerte del poderoso jesuíta, doña Fernanda era la única, admiradora que se conservaba fiel a su memoria.

Ella no era enemiga de su sucesor, el padre Tomás. Admiraba la sagacidad y la astucia, del italiano, pero no encontraba en él el encanto del padre Claudio, y se decía que, a no haber muerto éste y de seguir aconsejando a la reina y a los gobernantes, no hubiese triunfado la revolución, ni las personas decentes pasarían tan malos ratos como proporcionaba la vista del pueblo armado en las calles.

Tan grande era el susto de la baronesa, que de buen grado hubiese seguido en su emigración a la reina y a sus queridos padres jesuítas. No podía acostumbrarse a vivir sin su antiguo amigo, el padre Felipe, aquel confesor insustituíble, que continuaba siendo un modelo de brutalidades y fortaleza, y tampoco podía transigir con aquella vida de manifestaciones a diario y motines cada semana, propia de los periodos agitados.

Por desgracia, la situación de la baronesa no le permitía obrar con entera libertad ni cumplir sus gustos.

Ella que tanto había buscado el matrimonio en su juventud, viéndose condenada por su fealdad y su carácter a un forzoso celibato, encontrábase ahora convertida en verdadera madre de una niña de cinco años, que alegraba, con su presencia y sus juegas, aquella casa de la calle de Atocha sobre la cual parecía pesar una maldición desde el trágico fin del conde de Baselga.

Era su sobrina María, hija de Enriqueta, que llevaba el apellido de Quirós.

La baronesa, cuando ocurrió aquel cambio político que tanto pavor le produjo, llevaba todavía el luto por la muerte de su hermana.

¡Infeliz Enriqueta! Después de la terrible escena que presenció desde su balcón en las últimas horas del 22 de junio, todavía vivió más de un año, si es que podía llamarse vida a aquella existencia enfermiza de la que ella misma no se daba cuenta.

En un estado rayano en la idiotez, ciega y sin reconocer a su hija, a la que tanto adoraba antes, estuvo la pobre joven basta el instante de la muerte. Algunas veces surgían los recuerdos como fugaces chispazos en su memoria, y entonces decía cosas ignoradas por la baronesa y que a ésta le causaban gran impresión.

De este modo supo doña Fernanda que la enfermedad de su hermana, que ella creía a consecuencia de haber visto muerto a su esposo sobre la acera, provenía, en realidad, de que vió a su antiguo amante, a aquel pillete republicano detenido por las tropas del Gobierno y próximo a ser fusilado.

Aquella noticia causó gran alegría a la baronesa, que odiaba intensamente al capitán Alvarez, y para comprobar si el hecho era cierto o si resultaba un delirio de la infeliz enferma, encargó a varios amigos de influencia que se enterasen en los centros oficiales de si un insurrecto ex oficial del Ejército, llamado Alvarez, había sido fusilado en la calle de Atocha.

Tales gestiones no dieron resultado alguno, pues en ningún Centro constaba la ejecución de un insurrecto de tal nombre. Además, Alvarez era muy conocido como conspirador, y su nombre era imposible que pasase inadvertido para las autoridades.

Doña Fernanda se quedó dudando sobre la certeza de aquel suceso y no supo si creer muerto o vivo al revolucionario que tan antipático le era. En vista de la ignorancia de los Centros oficiales se inclinaba a creer que el tal fusilamiento era una visión de Enriqueta, delirante al ver el cadáver de su esposo; pero cuando hablaba con su hermana, en los rápidos momentos de lucidez que tenía ésta, asombrábase y se inclinaba a creerla, viendo la serenidad con que le relataba, con gran abundancia de detalles, la fuga de Alvarez y su asistente por la calle de Atocha abajo y el encuentro con la patrulla que los fusiló.

Lo del fusilamiento nunca llegó a creerlo doña Fernanda; pero tuvo por indudable que su antipático enemigo había estado en la barricada de la plaza de Antón Martín, y como no le dolía atribuir a Esteban Alvarez cuanto de malo podía imaginar, tuvo por indiscutible que él era quien había enviado el balazo mortal al infeliz Quirós.

Enriqueta, debilitándose lentamente y corroída por una enfermedad que era más moral que física, agonizó cerca de dos años, hasta que por fin murió a principios del sesenta y ocho.

La baronesa quedó como madre de aquella niña, a la cual, a pesar de su aversión a los niños, quiso un poco más que a Enriqueta en su infancia.

La fanática señora habíase creado en torno de su persona el vacío. Ricardo estaba en la Compañía de Jesús; exaltado cada vez más por sus aficiones místicas y aspirando al supremo grado de santidad, no quería sostener relación alguna con su familia. El padre Claudio, que era su más adorado ídolo, había muerto.

Quedábale el padre Felipe, aquel atleta que parecía insensible al curso de los años, pues se conservaba con su aspecto de eterna y zafia juventud; pero la vejez había apagado a doña Fernanda sus furores insaciables, y poseída ya del frío y de la indiferencia propia de su edad, comenzaba a sentirse molestada en presencia de su confesor, cuya rusticidad y grosería reconocía ahora en que sus ojos estaban libres del velo amoroso.

Aquella soledad extremóse al sobrevenir la revolución. Algunas de las damas con quienes estaba más en relaciones marcháronse a Francia para ponerse al lado de la destronada reina y comer con ella las trufas de la emigración dorando en París, con sus millones, las penas de un voluntario destierro; la mayor parte de las cofradías dejaron de funcionar momentáneamente, hasta ver en que paraba aquello; la juventud dorada de los salones, que se burlaba del pueblo y leía al padre Claret después de salir de los burdeles, se ocultó no se sabe donde, y la baronesa encontróse sin amigas, sin entretenimiento, sin contertulios, y lo que es peor, sin poder seguir a los que se iban, pues por el momento no se decidía, a causa de aquella niña, cuya salud era delicada y a la que se había propuesto cuidar por sí misma.

Los jesuítas huyeron. La baronesa vió al padre Tomás el mismo día de la revolución, y le pareció muy trastornado, a pesar de la serenidad que se esforzaba en fingir. Dijo que tras aquellos tiempos calamitosos no tardarían en sobrevenir otros mejores, pero al día siguiente, con toda la comunidad formada en grupos sueltos, tomó el camino de Francia, no parando hasta Bayona. A dicho punto fué también el novicio Ricardo Baselga, a quien la Compañía cada vez tenía más empeño en presentar como futuro santo.

Doña Fernanda quedó sola en Madrid, y tan aislada como si de golpe hubiese trasladado su casa a la capital de Rusia.

Parecía que la habían arrojado de un empujón en un mundo nuevo, y su vida era un continuo gesto de extrañeza.

Leía los periódicos reaccionarios, aquellos que antes la entusiasmaban con sus artículos en favor de la intolerancia religiosa y los privilegios, y los encontraba ahora partidarios incondicionales de la revolución victoriosa, encomendándose a cada paso a la trinidad del día: Prim, Serrano y Topete.

Los nombres, políticos nuevos que surgían con una fecundidad alarmante, no la extrañaban menos. ¿Quiénes eran aquellos señores que constituían la Junta revolucionaria, de Madrid? ¿De dónde salían aquellas gentes a las que ahora daban vivas y que ella nunca había oído nombrar? Dos o tres años antes, en su tertulia, hablábase de un tal Castelar, que hacía discursos en el Ateneo, y de otro tal Pi y Margall, que escribía en La Discusión artículos socialistas que espeluznaban a las personas decentes; pero ella siempre había tenido a estos hombres y a otros como míseros pelagatos, que el Gobierno debía enviar a Ceuta, y por esto no podía comprender las aclamaciones de que constantemente eran objeto en las calles de Madrid, y lo mucho que de ellos hablaban los periódicos.

 

Había que huir de un país en que tales absurdos ocurrían. De aquello a degollar una mañana a todas las personas que en Madrid llevaban camisa limpia, no había más que un paso.

Cada una de las manifestaciones que hacia el pueblo de Madrid costaba un susto a la baronesa.

Apenas oía vivas en la calle y rumor de gente que con banderas bajaban hacia la estación del Mediodía para recibir a algún personaje de la situación, la baronesa palidecía y temblaba, y si no corría a esconderse en el último rincón de la casa, era por la dignidad de clases, pues en su predisposición a imaginarse peligros y enemigos, creía que los criados eran terribles descamisados, que aunque la servían con el mismo respeto de siempre, fraguaban en su interior borrosos planes de venganza; si ella demostraba poca entereza y falta absoluta de valor, eran capaces de degollarla una noche en la cama y poner en práctica la liquidación social, repartiéndose su dinero y alhajas.

Doña Fernanda vivía en perpetua alarma; no salía a la calle ni aun para ir a la iglesia, y se estremecía de horror solo al oír los títulos que voceaban los vendedores de impresos y las canciones de los chiquillos.

Todos tenían en aquella época algo que escribir o que cantar contra la p… de Isabel y sus compinches, el padre Claret y sor Patrocinio; y cuando la baronesa pensaba que por sus venas corría algo de sangre de aquella, y que al mismo tiempo había sido gran amiga del cura palaciego y de la monja milagrera, estremecíase de horror creyendo que sus relaciones con aquellos caídos no podían conservarse en el secreto.

Para colmo de desdichas, el tabernero que vivía enfrente se tragaba todas las noches el contenido de las hojas y folletos que publicaba el ciudadano Roque Barcia y otros escritores de menos nombre, y, ansioso de hacer algo contra nobles y privilegiados que tan furibundos anatemas merecían a las plumas democráticas, había fijado sus ojos en la baronesa santurrona que tenía por vecina, y aunque el pobre hombre no era capaz de hacer daño a una mosca, poníase rojo de satisfacción cuando todas las mañanas detenía en la acera a la chismosa doncella de doña Fernanda para decirle, ahuecando la voz, que pronto se vería un 93, y que todas las algaradas presentes no eran más que preludios de la gran cuelga de los faroles que iba a hacerse de cuantos nobles y curas se encontrasen a mano.

Estas impresiones del sanguinario tabernero las transmitían textualmente la doncella y el portero a su atribulada señora, la cual se estremecía de horror cada vez que, atisbando tras los visillos del balcón, veía tras el mostrador el mofletudo y bondadoso rostro del tabernero, incapaz de otros crímenes que no fuesen el aguar el vino de sus toneles.

Por fortuna para la atribulada baronesa, a los dos meses de agitación comenzó a cansarse el pueblo de tanta bullanga sin objeto, y la revolución “entró en caja”, como decían los periódicos sensatos. Con esto, doña Fernanda gozó de una relativa tranquilidad.

La nación se pasaba sin reyes, y no temblaba la tierra ni se venía abajo el cielo; funcionaba ya un Gobierno presidido por Serrano, al que la baronesa conocía de la época en que, joven, gallardo y con el apodo de el General Bonito, disponía como dueño en Palacio y era el único que tenía imperio sobre la caprichosa Isabelita.

Doña Fernanda comenzó a encontrar más tolerable la situación, y hasta reanudó su vida de antes, consolándose, con frecuentes visitas a las iglesias, de la fuga de sus amados padres jesuítas. Las cofradías comenzaban a funcionar, y los antiguos compañeros de asociación volvían a encontrarse y a reunirse para echar sendos párrafos sobre la impiedad de los tiempos y las desgracias de España desde que en ella no reinaban los Borbones.

Ya comenzaba a encontrar la baronesa algo tolerable aquella vida en período revolucionario, cuando un suceso vino a sumirla nuevamente en la intranquilidad.

Desde que Paco Serrano remaba, con el título de jefe del Gobierno Provisional, se sentía más sosegada, confiando en su protección, y de aquí que ya no le importasen gran cosa las amenazas del descamisado tabernero, ni procurara atisbar tras los balcones las actitudes de aquel Nerón, enemigo irreconciliable… del vino puro. Pero una mañana en que levantó el cortinaje de una ventana para ver qué tiempo hacía y decidirse a salir a pie o en carruaje, inmutóse al ver un hombre parado en la acera de enfrente y mirando con fijeza la fachada de la casa.

Era un militar que en su bocamanga llevaba los galones de comandante y que, a pesar de ser joven, tenía en su bigote y en la cabeza algunas manchas de canas.

Doña Fernanda creyó reconocerlo más con el corazón que con los ojos, pero se detuvo, no queriendo admitir una idea absurda.

¡Dios mío! ¡Qué ilusión más completa! Parecía el mismo; pero no, no podía ser. Aquel otro había muerto fusilado casi en aquel mismo sitio, según el testimonio de la pobre Enriqueta.

La baronesa, embargada por la emoción del que ve levantarse un muerto de la tumba, intentaba convencerse de que era absurda su oposición, y buscaba en aquel militar algún rasero que la demostrase cómo no era el mismo que ella se imaginaba.

Pero resultaba inútil. Las canas y ciertas arrugas prematuras era lo único de nuevo que encontraba en aquel rostro; en lo demás, la misma expresión e idénticos ademanes.

Doña Fernanda iba ya creyendo que aquello era una aparición de ultratumba, una visión fantástica que surgía ante sus ojos en pleno sol y en medio de una calle grande y transitada, cuando el militar, que permanecía inmóvil y con la mirada fija enfrente, abandonó su actitud para alejarse calle arriba con lento paso.

Doña Fernanda, al verle moverse y codearse con los transeúntes que venían en dirección contraria, ya no dudó más.

No era una aparición. Aquel militar era Esteban Alvarez, el antiguo amante de Enriqueta, el verdadero padre de María… el fusilado el día 22 de junio.

II
Lo que fué del revolucionario Alvarez

Cuando el ex capitán Alvarez, sentado en el café de Madrid, sito en el boulevard Montmartre y punto el más frecuentado por los españoles residentes en París, contaba a sus compañeros de emigración sus hazañas del 22 de junio, lo que más excitaba la atención y torturaba la curiosidad de todos era la última parte de la jornada, o sea lo que le ocurrió después de disparar el último tiro en la barricada de la plaza de Antón Martín.

¡Oh! ¡Qué gran cosa resulta la amistad cuando es verdadera! ¡Cuán poco debe uno guiarse por las apariencias! Muchas veces, el amigo que se desprecia y que en menos se tiene es el que presta el servicio supremo que con más emoción se recuerda durante toda la vida.

Huían Alvarez y su asistente de la barricada que acababa de tomar la tropa, cuando al parar por frente a la casa de Enriqueta detúvose sorprendido viendo a ésta en un balcón. Hízola una señal de adiós, y apremiado por el peligro, volvió a emprender su precipitada carrera: pero ya era tarde para salvarse.

Al pasar frente a una bocacalle, los dos fugitivos vieron se envueltos por un grupo de guardias civiles, y les fué imposible resistir. Para escapar con más ligereza habían arrojado las armas y era inútil que intentasen resistir a aquella docena de guardias que les apuntaban con sus fusiles.

Dejáronse, pues, conducir por aquellos hombres que en lo ceñudo de sus rostros y en sus miradas iracundas daban a entender propósitos poco tranquilizadores.

Alvarez y su asistente, ennegrecidos por el humo del combate, con las ropas rotas y en desorden y sin sombreros, tenían un aspecto poco distinguido, y sin duda por esto, los guardias se abstenían de hacerles preguntas, tomándolos por dos revolucionarios, y únicamente les dirigieron la palabra para llamarlos bandidos y canallas, con otras lindezas por el mismo estilo.

Amo y criado habían sido arrojados contra una pared, y allí, cogidos de la mano, y erguidos con sublime jactancia, aguardaban la descarga con que les amenazaba una docena de fusiles apuntados a sus pechos.

Alvarez, próximo a recibir la fatal caricia del plomo, miró a aquel balcón, en el que había visto a Enriqueta como una aparición momentánea. Allí estaba ella aún, casi doblada sobre la balaustrada y próxima a desvanecerse, y Alvarez la vió caer, al fin, pesadamente y golpeando su cabeza en los hierros.

El amante apenas se impresionó, pues en aquel día los sucesos terribles se seguían con una rapidez tan asombrosa que abrumaban su pensamiento.

Iba a morir, y preocupado por esta idea, sólo atendió al presente. Por un rasgo de coquetería varonil, semejante al que sentía Murat, cuando al ser fusilado gritaba: ¡No tiréis a la cara! Alvarez se cubrió el rostro con un brazo y esperó la descarga.

Alvarez oyó los pasos de mucha gente, voces imperiosas, y quitando el brazo de sus ojos vió a un pelotón de soldados de Infantería que desembocaba por la misma bocacalle.

Un teniente joven, con el sable en la mano, cuestionaba con el sargento que mandaba el pelotón de guardias civiles:

– ¡Se están ustedes deshonrando! – gritaba el joven militar – . No son ustedes nadie para fusilar a los prisioneros. Para eso están los consejos de guerra.

Los guardias estaban furiosos contra los revolucionarios. Muchos de los suyos habían caído atravesados por los certeros tiros de las barricadas y ansiaban vengarse con esa vehemencia rabiosa de los soldados viejos, entre los cuales el compañerismo es el mayor de los deberes.

El sargento intentó resistirse al mandato del oficial, pero éste se le impuso con el prestigio que la superioridad proporciona entre las gentes de armas.

La Guardia civil bajó sus fusiles, y los dos prisioneros pasaron a poder del teniente, que se comprometió a conducirlos al Principal, donde iban amontonándose los insurgentes cogidos con las armas en la mano.

Alvarez experimentó verdadera rabia al enterarse de aquel suceso. Sabía lo que significaba el ser conducido al Principal. La persona sería identificada, tendría que comparecer ante un consejo de guerra que le aburriría con sus preguntas y, al fin, sería fusilado, ni más ni menos, que como ya iba a serlo por las armas de aquellos guardias.

Ganaba algunas horas más de vida, pero también se prolongaba su agonía y tenía que luchar con sus negros recuerdos.

Irritado contra el oficial que le había arrancado de manos de los guardias, lanzó una mirada que demostraba su falta de agradecimiento. El militar no se fijaba en él; le volvía la espalda con ese desprecio que el vencedor siente hacia el caído.

Aquella rápida mirada sirvió a Esteban para hacer un descubrimiento. En el cuello de los soldados que le rodeaban ostentábase el mismo número del regimiento a que él había pertenecido. Una nueva desgracia que caía sobre él. Sus guardianos no tardarían en reconocerlo a él y a su antiguo asistente, y sería imposible el impedir la identificación de personalidad, que tan terrible había de serle.

A Alvarez le pareció adivinar en aquellos soldados ennegrecidos y transfigurados por el combate algunos de los individuos de su antiguo batallón, y aunque ahora se fijó más atentamente en el oficial que los mandaba, le fué imposible reconocerlo, pues marchando al frente del destacamento le presentaba la espalda.

Una gran parte de aquella compañía, de la que estaba encargado el teniente por haber muerto el capitán en aquella mañana, siguió por la calle de Atocha arriba, para reunirse con las demás fuerzas que ocupaban la barricada de la plaza de Antón Martín: la Guardia civil quedó detenida en la esquina, y el joven oficial, con unos veinte soldados, que llevaban entre sus bayonetas a los dos prisioneros, emprendieron la marcha por la calle del Fúcar.

Anochecía, y como en aquella zona de Madrid no era posible encender el alumbrado público hasta que se recompusieran los destrozos causados en las cañerías de gas por los insurrectos, al levantar las barricadas, en las calles estrechas reinaba una obscuridad que hacía caminar a los soldados con bastante precaución.

El oficial, que iba al frente, fué acortando poco a poco su paso, hasta quedar al nivel de los prisioneros y colocarse al lado de Alvarez.

 

Seguía en su actitud indiferente y desdeñosa y entonaba, entre dientes, los toques de corneta que había estado oyendo durante todo el día. Alvarez, a pesar de su triste situación, sentíase muy molestado por la petulancia de aquel oficialito, que, pegado a él, parecía hacerle fisga con su monótono canturreo.

De pronto se estremeció al oír, entre un toque a la bayoneta y otro de alto el fuego, una voz conocida que le hablaba muy bajo.

– Te he conocido en seguida, querido Séneca. Ya me figuraba yo que era muy posible el encontrarte metido en esta zambra… ¡Eh! ¡No te inmutes! No me hables: podían apercibirse estos muchachos y lo echaríamos todo a perder.

Alvarez no volvió la cabeza e hizo esfuerzos para que no se conociera la sorpresa que experimentaba. Había reconocido al oficial; era su antiguo amigo, el vizconde del Pinar, aquél a quien llamaban en el regimiento el alférez Lindero, y que durante la emigración de Alvarez había ascendido.

Perico, que marchaba a la derecha de su amo, casi pegado a él, oía perfectamente tales palabras, y más sereno que aquél no hizo el menor gesto de sorpresa. El había reconocido al teniente desde que se puso al lado de los prisioneros, pero se callaba aguardando algo bueno de aquel encuentro.

El vizconde seguía hablando, aunque miraba a otra parte, sin mover los labios y como si tal cosa no hiciera, habilidad que había adquirido en los salones para decir cuanto quería, sin que se apercibiera otra persona que la interesada y de la que él se mostraba siempre muy orgulloso.

– ¡Buen día nos habéis dado con vuestra maldita revolución! Te digo que aquellos guardias tenían motivo de sobra para haberos fusilado. ¡Diablo! Y si no llego yo, de seguro que os despachan a ti y a tu asistente. Te he conocido en seguida, a pesar de que te tapabas la cara… ¡Bien!; y ahora, ¿qué…? La verdad es que no hemos adelantado gran cosa librándote yo de los fusiles de aquellos energúmenos. Vas a ser fusilado, querido Séneca, a pesar de toda tu filosofía, y lo mismo le ocurrirá a ese bruto de Perico, que comete la locura de seguirte a todas partes. Mi deber es conducirte al Principal: allí no faltará alguien que te reconozca, y no te digo si tendrán ganas de meterle plomo en el cuerpo a un conspirador como tú, que lleva revuelto el Ejército, arreglando pronunciamientos. Pero… ¡con mil demonios!!, estate quieto. ¡Anda como si nada te dijera! No vuelvas la cara ni intentes hablarme… Ya veremos de arreglar esto en el camino.

Y aquel buen muchacho inclinó la cabeza, ocupado en pensar cuál sería el medio más seguro y acertado para salvar a su amigo.

Reflexionó largamente, y la única consecuencia que pudo sacar es que se había metido en un lío terrible, y que no le quedaba otro remedio que comprometerse gravemente o llevar a su amigo al degolladero.

El vizconde sentía que algo que dormía en el fondo de su vano cerebro se sublevaba ante la idea de que Alvarez fuera entregado por él mismo en el Principal, de donde saldría para ser fusilado con otros muchos prisioneros. No; esto no ocurriría, pues sería para él un eterno remordimiento.

– Yo creo en la Providencial – pensaba – . Y ¡qué diablo!.. cuando las cosas han venado de modo que siendo tan grande Madrid he sido yo el destinado á hacer a Alvarez prisionero, es que la suerte me designa para que sea su salvador. Y le salvaré… ¡sí, señor!, le salvaré.

El teniente, convencido por esta lógica de que estaba en el deber de salvar a su amigo, aunque faltara a la disciplina y expusiera su vida, ocupábase en imaginar los medios de evasión, y de vez en cuando miraba con ojos recelosos a todos los soldados, que, con el fusil al brazo y la bayoneta calada, marchaban detrás de los prisioneros. Aquel examen le tranquilizaba poco.

– Mira, Esteban – siguió diciendo a su amigo del mismo modo que antes – . Veo muy difícil que tú te puedas escapar. Si fueras un desconocido, aún podría yo intentar algo con esos muchachos, diciéndoles que eres un honrado padre de familia y que resultaría un crimen el fusilarte. Pero te conocen, Séneca, te conocen. Muchos de ellos son quintos del año pasado; pero vienen aquí dos gastadores de la época en que tú estabas en el regimiento, y hace rato que no te quitan la mirada de encima. Esos saben quién eres y las ganas que el Gobierno tiene de echarte la mano. Si te escapas de seguro que te disparan, y lo peor es que no errarán, pues son buenos tiradores. Pero… ¡con mil demonios!, ¿qué es lo que voy a hacer?

Alvarez no pudo contenerse esta vez, y a pesar de la oposición del teniente, habló con voz apenas perceptible.

– Llévame al Principal; es lo más fácil. Me importa poco vivir después de lo ocurrido.

– Por fin has hablado para decir una barbaridad. ¿Te parece, alma de cántaro, que yo, sin remordimiento de conciencia, puedo entregarte en manos de los que te han de dar muerte?.. Y el caso es – continuó con visible vacilación – que no es cosa fácil salvarte. Es fácil que un preso se escape, pero aquí sois dos, y la cosa no resulta ya tan sencilla. ¿Qué haremos?

Y el teniente, que caminaba cada vez más lentamente, volvió a sumirse en una profunda meditación.

La obscuridad era cada vez mayor en las calles; la mayor parte de las casas tenían cerradas sus puertas y no se veía un transeúnte por parte alguna. Parecían las calles de una ciudad abandonada. El vecindario, aterrorizado por los combates que durante toda la tarde se habían sostenido en aquella zona de Madrid, sentía aún en los oídos el zumbido de las últimas descargas y no se atrevía a dejar libre la más pequeña rendija de su domicilio. La llegada de la noche y la carencia de alumbrado aumentaba aún más el terror.

La escolta y sus prisioneros estaban ya en la calle de Jesús, próximos a la plaza del mismo nombre, cuando el vizconde tocó con el codo a su amigo Alvarez.

– Oye, Esteban: he pensado bien lo que te va a ocurrir y veo que no te queda más recurso que la fuga. Puede ser que alguno de éstos, al verte correr, te acierte y te meta una bala en el cuerpo; pero si llegas al Principal tu ruina es cierta, y muerte por muerte, más vale que tientes fortuna. Tal vez logres escapar sano. De dos hombres que huyen en distinta dirección, por lo menos uno puede salvarse. ¿Nos oyes tú, muchacho?

Perico dió con el codo un suave golpe a su señor para indicarle que escuchaba las palabras del teniente, y Alvarez, por su parte, contestó afirmativamente a su amigo con idéntica señal.

– Está bien. Pues así lleguemos a la entrada de la plaza, tú huyes por un lado de la calle de Lope de Vega, y Perico, por el otro. El lado de la derecha, es el malo, pues conduce al Prado, donde es muy difícil sustraerse a la persecución; el de la izquierda es el mejor, pues por él puedes encontrar en las calles vecinas alguna casa abierta donde esconderte. Los dos lados son igualmente malos, si estos chicos que nos siguen tienen buen ojo y os aciertan en la obscuridad. Es inútil que os dé consejos, pues los dos sois veteranos. No hagáis caso de los tiros; la cabeza baja y a correr. Ya estamos cerca de la plaza, Séneca; dame la mano sin que nadie se aperciba; así, aprieta fuerte, y si te salvas, no seas tonto y no te metas en otro fandango como éste. Yo ya veré cómo salvo mi responsabilidad… ¡Créeme, Esteban! El horno no está para tortas, y como esto no cambie perderéis siempre los revolucionarios.

La escolta estaba ya a la entrada de la plaza de Jesús, cortando la calle de Lope de Vega. No había allí nadie, la obscuridad era densa, la soledad repercutía con eco, agigantando las pisadas, y en las negras líneas que formaban las fachadas de las casas, no brillaba luz alguna.

Perico caminaba cada vez más unido a su amo, y al llegar a tal punto, díjole al oído con acento imperioso: