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La araña negra, t. 6

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Ya no atendió el celebrante al sermón, preocupado por aquellas extrañas miradas del italiano, y entregado a conjeturas y sospechas, pasó el tiempo hasta que el padre Luis terminó su discurso.

Cuando se apagó el murmullo de las tres avemarías que los oyentes rezaron a la Virgen por consejo del predicador, reanudóse la misa con gran contentamiento del padre Claudio, que derecho y moviéndose, no sufría tantas molestias como en el mullido sillón.

La capilla de música volvió a llenar el espacio del templo con celestiales armonías, y el público, fatigado por el excesivo entusiasmo que el sermón le había producido, seguía ahora la marcha de la misa con completo recogimiento.

Llegó el instante recordatorio de la consumación del divino sacrificio, y el padre Claudio elevó la hostia a los acordes de la Marcha Real. El cáliz de oro, había sido llenado a su tiempo con el contenido de las vinajeras, por el encargado de todo el servicio de la mesa.

El celebrante bebió tres veces la preciosa sangre que contenía la áurea copa, sin apartar los labios del borde y cuidándose, como es regla, de consumir hasta la última gota del líquido.

Al beber el padre Claudio, no pudo evitar un pequeño gesto de repugnancia. Su frío paladar encontraba algo de extraño y acre en aquel vino sagrado, que él cuidaba siempre que fuese de agradable gusto, pues no era muy aficionado a bebidas alcohólicas.

Pero esta impresión pasó inmediatamente. El padre Claudio justificaba la extrañeza de su paladar. Acostumbraba a no beber vino en las comidas, y como por sus importantes negocios le había dispensado el Papa de decir misa obligatoriamente, hacía mucho tiempo que no consumaba el divino sacrificio, y había, por tanto, perdido la costumbre.

Poco faltaba ya para que la misa terminase, de lo que se alegraba bastante el viejo jesuíta.

No estaba él ya para fiestas como aquélla. La rica casulla le molestaba con su peso, y el calor y el humo de los cirios le mareaban hasta producirle náuseas.

Era, sin duda, por el afán de terminar por el que el padre Claudio se sentía más ligero y vigoroso conforme avanzaba el tiempo.

Parecía circular por sus venas una sangre nueva y extremadamente ardiente, y al mismo tiempo que se sentía con mayor vigor, comenzaba a experimentar amagos de vahidos y le parecía que el altar, los que le rodeaban y el inmenso auditorio iban de un momento a otro a agitarse en fantástica contradanza.

El padre Claudio también se explicaba aquello y se decía interiormente:

– Estoy ebrio. Ese vinillo es demasiado fuerte y se me ha subido a la cabeza.

Y ebrio debía de estar, porque en ciertos momentos se tambaleaba ligeramente, y a pesar del excesivo calor que sentía en su cuerpo, las piernas se negaban a obedecerle.

Hacía esfuerzos para que nadie notara su estado y recitaba sus oraciones con voz confusa, procurando que no se fijaran en su lengua, cada vez más torpe y estropajosa.

A costa de grandes esfuerzos llegó al final de la misa, y cuando, volviéndose a los fieles, hubo de entonar el “Ite, misa est”, salió de su garganta una voz ronca, tan estridente y extraña, que él mismo se asustó.

Sólo con gran esfuerzo de los pulmones pudo entonar tales palabras, y aquella violencia que hizo, le perdió.

Apenas se había extinguido en las bóvedas el eco de su voz, el padre Claudio tornóse densamente pálido, llevóse las manos al pecho, arañando la rica casulla, y se tambaleó próximo a caer al suelo.

Por fortuna, acudieron los más cercanos a él y lo sostuvieron en sus brazos.

El anciano, con las facciones desencajadas, agitábase en espantosas contracciones y abría la boca con angustia, como si le faltara aire para respirar.

Una ola ardiente subía por su garganta, ahogándole, y al fin su boca arrojó un gran golpe de sangre negra e infecta, que cayó sobre la rica casulla, manchando los relucientes bordados con repugnantes arabescos.

El público se arremolinaba en la nave, presa de la mayor curiosidad, y preguntando a voces qué era aquello.

El padre Tomás se confundió en el grupo que, con expresión desolada, rodeaba al padre Claudio.

– Es un ataque – dijo el italiano a los demás jesuítas – . Esto era de esperar. Su reverencia está demasiado gordo para su edad. Que lo lleven a la cama. Cójanlo ustedes y sáquenlo por aquí.

Y el padre Tomás, abriendo camino a los que conducían en brazos al enfermo, salió con tanta violencia de aquel apretado grupo, que dió con el codo a las vinajeras, colocadas en una mesa accesoria del altar, y las derribó al suelo.

Las dos ricas ampollas se hicieron añicos, y el líquido que contenían se esparció por el suelo, no dejando en él más que una pequeña mancha.

XIII
La agonía del padre Claudio

El padre Claudio se moría.

De esto se hallaban convencidas ya todas las aristocráticas devotas, que, dejando en la puerta una larga fila de carruajes, entraban en la portería de la residencia, a enterarse del estado del reverendo padre, e igual certidumbre abrigaban todos los individuos de la Orden, que, con aquel inesperado accidente, veían turbada la fiesta solemne, en la que pensaban los novicios durante todo el año.

Reinaba en la casa de la Orden ese mismo silencio de las viviendas donde lucha con la muerte alguna persona importante.

Los novicios y los hermanos permanecían en sus celdas, y si se veían obligados a salir de ellas, iban por los corredores con paso precipitado y leve, deslizándose como fantasmas. Las campanas del templo no volteaban alegremente como en otros años para conmemorar la festividad, y los padres de importancia, entre los cuales se hallaba el padre Tomás, estaban reunidos en un aula, comentando el suceso, y haciendo votos porque recobrase la salud el reverendo padre, a quien todos manifestaban un cariño sin límites desde que lo veían próximo a la tumba.

La noticia de lo ocurrido había circulado rápidamente por Madrid, y toda la aristocracia mostrábase conmovida por la próxima muerte de aquel hombre, que, durante cuarenta años, la había dirigido con sus consejos, siendo en ocasiones adusto amigo y en otras bondadoso protector.

Las clases privilegiadas hacían una verdadera manifestación con motivo del triste suceso, yendo en persona a enterarse del estado del enfermo o enviando a sus criados, y hasta el gentilhombre de servicio en Palacio entró en la portería de la residencia para preguntar en nombre de Sus Majestades cómo seguía el enfermo.

No podía quejarse el padre Claudio. Moría envenenado, vencido por sus enemigos y con la rabia que le producía el pensar que el crimen quedaría en el más absoluto secreto, pero al menos podía servirle de consuelo aquel aparato de dolor público que rodeaba sus últimas horas, y que proporcionaba a la Compañía el placer de apreciar, por sus propios ojos, el gran prestigio que tenía aún sobre la clase aristocrática.

Triste caída la del padre Claudio, a pesar de tantos honores. Nunca había llegado a imaginarse él, aun en los instantes de mayor pesimismo, que pudiera perecer de un modo tan sencillo y traicionero.

Morir en medio de una conmoción popular, sacrificado por el odio de los enemigos de la Compañía, le hubiera gustado en su vejez, pues así abandonaba el mundo rodeado de la aureola del martirio y dando a su nombre cierta notoriedad; pero caer en la tumba, víctima, en apariencia, de una lesión interior y en realidad asesinado por el padre Tomás, agente de sus mortales contrarios de Roma, amargaba los últimos momentos de su existencia con la más iracunda de las indignaciones.

Lo que hacía llegar su ira al período álgido, eran las precauciones de que le rodeaban los asesinos para evitar que el crimen pudiera traslucirse.

Desde que le condujeron del altar mayor a una de las mejores celdas de la casa, no se había apartado de su lado el padre Antonio, aquel miserable ingrato que abandonaba al caído para convertirse en esclavo del victorioso, y que, a merced por completo del italiano, estaba allí, a pocos pasos de él, sentado junto a la cama, procurando, con la excusa de cuidarle, que nadie se acercara al enfermo ni recogiera las confidencias que pudiera hacer.

El padre Claudio, tendido en aquella gran cama, desesperábase al pensar en su situación. Sentía en todos sus miembros una terrible languidez que iba en aumento y que apenas le permitía moverse. Su lengua, aunque torpe todavía, estaba expedita para hablar; pero ¿de que podía servirle esto, si sus asesinos habían hecho el vacío en torno de él y sólo entraban en la celda aquellos que por hechos pasados le odiaban, y a los que seguramente tenia ya el padre Tomás a merced de su voluntad?

La habilidad que sus enemigos habían demostrado para librarse de él, y amargar sus últimos instantes con un completo aislamiento, aún contribuía a aumentar su desesperación. Reconocía, mal de su grado, que eran más astutos que él, y este convencimiento de su superioridad, le empequeñecía y degradaba, hiriendo su orgullo, que hasta en tan supremos momentos era su pasión dominante.

Convencido de su debilidad y de que era inútil toda defensa, el padre Claudio se había dispuesto a morir con el estoicismo de uno de aquellos romanos que al ver levantada la espada homicida, se cubría la cabeza con el manto. Tenía cerrados los ojos, y si alguna vez los abría, era para lanzar una mirada de fiero odio al padre Antonio, que en vista de la inutilidad de sus cariñosas e hipócritas palabras, leía atentamente en un pequeño libro de interminables oraciones en bien del alma del enfermo.

Una sola esperanza había acariciado el padre Claudio desde que se hallaba tendido en aquella cama. Al oír que iban a llamar al doctor Peláez, el médico a quien tanto había protegido, experimentó gran alegría. Aquel hombre le salvaría de la muerte si aún era tiempo, o cuando no, sería depositario de su secreto; pues a él podría revelarle que había sido envenenado con el vino de la misa, cuyo sabor desagradable ya causóle bastante extrañeza.

 

Pero apenas el doctor entró en la celda desvaneciéronse las esperanzas del padre Claudio.

Poseía éste el arte de adivinar al primer golpe de vista los pensamientos de los hombres que le eran familiares, y acertó en esta ocasión.

El doctor Peláez, antes de entrar en la celda, había hablado largamente con el padre Tomás y sabía que éste era la única autoridad y que a él sólo debía obedecer.

No necesitaba saber más el doctor Peláez para ser en adelante un autómata del italiano, como lo había sido del padre Claudio.

El enfermo se abstuvo de hacerle ninguna revelación ¿Para qué? Estaba ya juzgada la honradez de un médico que le examinaba con fingida atención y que decía que aquella enfermedad era un derrame interno producido a consecuencia de un violento esfuerzo.

Intentó el padre Claudio darle a entender con expresiones indirectas que bien podía ser víctima de un envenenamiento, y el doctor miró al padre Antonio de un modo, que parecía decir:

– El padre Claudio está delirando.

Después de esta terrible decepción, al viejo sólo le restaba entregarse a sus desesperados pensamientos y morir.

Una resignación horrible se apoderaba de él.

– Muere – se decía – . Muérete como un perro viejo. Tus enemigos han sido más listos que tú. Les retaste sin medir bien tus fuerzas; sufre ahora la consecuencia. Cuando se es ya una ruina, como yo lo soy, resulta una petulancia desafiar a la gente vigorosa. He sido siempre muy afortunado: alguna vez había de perder. ¡A morir, viejo! A morir, abandonado de todos, rabiando, y sin tener el consuelo de vengarse de los enemigos. Vamos hacia la tumba para dar gusto al padre general.

Y el enfermo, convencido de su debilidad, hacía esfuerzos por resignarse con su suerte.

No era él como la mayoría de los enfermos, que asustados por la proximidad de la muerte, no creen en ella y se hacen ilusiones sobre un próximo restablecimiento.

El sabía que iba a morir. Sentía que el veneno minaba rápidamente su organismo, y, aunque no experimentaba los dolores y espantosas convulsiones del primer momento, notaba que su fuerza vital se desvanecía y que la muerte se aproximaba rápidamente.

Al anochecer, su dolencia se agravaba, y el enfermo veía ya inmediato el fin de su existencia.

Por un fenómeno extraño, el padre Claudio gozaba de gran lucidez para recordar su vida pasada y todos los hechos principales surgían en su memoria, claros y precisos, hasta el punto de causarle agudos tormentos morales.

Las familias que había trastornado con sus intrigas; las persecuciones políticas que había organizado; los hombres que estaban en presidio o en la tumba por su culpa; y, sobre todo, el infeliz conde de Baselga, su última víctima, desfilaban por su memoria, causándole una tortura moral mil veces peor que aquellos espantosos dolores que la intoxicación le produjo en los primeros momentos.

Y no es que el padre Claudio estuviera arrepentido sinceramente de sus hazañas, por lo que éstas tenían de perversidad. Hombres como él no se arrepentían ni deploraban los hechos que ya estaban consumados; pero sentía una rabia sin límites al pensar que había causado tanto daño en el mundo, que había traído sobre su cabeza tantos odios y tantos crímenes, todo en provecho de aquella Compañía y de aquel hombre que estaba en Roma, y que pagaba sus servicios con un poco de veneno.

El enfermo sentía la decepción horrible y desconsoladora del enamorado de la gloria, que pasa trabajando toda su existencia, y en los últimos instantes se convence de que su actividad ha sido inútil y de que su nombre se hunde en el mayor olvido.

Pero cuando el padre Claudio pensaba así, una idea, hija de su orgullo, venía a consolarle.

Le temían mucho los ambiciosos de la Orden; el padre general y los suyos le tenían miedo, y buena prueba de ello era que habían aprovechado la primera ocasión propicia para librarse de él.

Su vida les estorbaba y habían de procurar extinguirla cuanto antes, robándola hasta los últimos minutos. ¡Ah! ¡Si se pusiera al alcance de sus uñas aquel sicario italiano, enviado por el general para acabar con su vida!

Tan convencido estaba el padre Claudio de que sus enemigos tenían impaciencia por deshacerse de él, que hasta llegó a pensar que el veneno que circulaba por su cuerpo les parecía escaso, y que todavía, por medio del engaño, procurarían hacerle tragar nuevas dosis.

Por esto se negó a tomar las medicinas que por pura fórmula había recetado el doctor Peláez. Este era ya un autómata del padre Tomás, y podía haber recetado algo que acelerase aún la marcha de aquella vida que se escapaba.

El padre Claudio, apretando los dientes, adelantando las trémulas y vacilantes manos, se opuso a tomar los líquidos que le ofrecía su antiguo secretario, al que miraba con ojos que causaban gran turbación en el padre Antonio, no obstante su impasibilidad característica.

A pesar de que avanzaba la destrucción que el veneno iba operando en aquel organismo, eran menos frecuentes los vómitos de sangre, que dificultaban que al enfermo pudieran darle la comunión.

Esto era lo que discutían con gran calor en el aula donde se hallaban reunidos los padres más graves de la Compañía.

El padre Claudio no podía irse al otro mundo como un pagano, sin los últimos consuelos de la religión proporcionados con todo el aparato que exigía su elevada personalidad.

Los frecuentes vómitos dificultaban la administración del Viático al enfermo, y por esto aquel consejo de respetables jesuítas esperaba que cediese un tanto el derrame sanguíneo, para proporcionar al doliente aquel último consuelo.

Como si aquellos jesuítas tuviesen el instinto de adivinar de parte de quién estaba la autoridad, desde que el padre Claudio había caído enfermo, todos respetaban y obedecían a su “socius”, el padre Tomás, quien daba órdenes con una expresión que no permitía la menor réplica.

A él fué a quien envió el padre Antonio el recado de que el enfermo acababa de experimentar una momentánea mejoría y que ya no arrojaba sangre, e inmediatamente se dispuso el Viático con todo el aparato que se reserva para los padres de importancia.

Era al anochecer. El horizonte estaba teñido por las últimas fajas amarillentas y rojizas de la puesta del sol y las sombras del crepúsculo iban invadiendo la tierra, envolviéndolo todo en fúnebre melancolía.

Las campanas de la iglesia comenzaron a sonar con toques lentos y tristes y en el interior de la residencia circularon órdenes que pusieron a toda la comunidad en movimiento.

Novicios y padres abandonaron sus celdas para bajar a la iglesia, y en la sacristía, invadida por las sombras, comenzaron a chisporrotear los blandones encendidos que se repartían entre los dispuestos a formar la comitiva.

El padre Claudio no tardó en apercibirse de este movimiento.

Dominado por la rabia que le producía aquel fúnebre desenlace, estaba inerte en el lecho como si ya hubiese muerto.

La presencia de su antiguo secretario agravaba su malestar, y, sin duda por esto, gustábale permanecer envuelto en la espesa oscuridad que el crepúsculo esparcía por la habitación.

La sombra, privándole de la vista, parecía calmarle; pero ni aun este consuelo pudo gozar, pues el padre Antonio encendió dos velas ante un crucifijo que estaba inmediato a la cama.

– Reverendo padre – le dijo el secretario con tono hipócrita mientras encendía las velas – . Aunque no está usted próximo a la muerte y hay esperanzas de salvación, la comunidad ha dispuesto administrarle el Viático con toda la pompa que usted merece. Un buen cristiano debe estar dispuesto a recibir al Señor aun en las más leves enfermedades. Conviene precaverse para un caso inesperado.

El padre Claudio no contestó, pero hizo un gesto de desesperación, al mismo tiempo que se decía interiormente:

– Un tormento más.

Y bien fuese por esta contrariedad, o porque el tóxico obrara con más fuerzas, sintió que volvían a martirizar su pecho aquellos agudos y espeluznantes dolores experimentados en el primer instante del envenenamiento.

Aquella recrudescencia del dolor contrariaba al padre Claudio. El quería vivir aunque sólo fuese por unas cuantas horas; ansiaba conservar limpia su inteligencia y expedita su palabra para romper el espantoso vacío en que sus enemigos le habían arrojado después del crimen. Subiría la comunidad a aquella habitación acompañando al sacerdote encargado de administrarle el Viático y entonces él haría revelaciones en voz alta y acusaría al padre Tomás y a su antiguo secretario del envenenamiento de que era víctima.

Sabía que esto no llegaría a producir ningún resultado, y que los criminales quedarían sin castigo, pues la revelación se guardaría en secreto en la comunidad, no trascendiendo fuera de ella; pero al menos él experimentaría el consuelo de morir, después de hacer saber a todos los de la casa, grandes y pequeños, padres y novicios, que el padre Claudio no había bajado a la tumba por muerte natural, sino envenenado por gentes que le temían, sin duda a causa de su grandeza y su poder.

No encontraba el enfermo ningún inconveniente para hacer tal revelación. El padre Tomás se quedaría confundido entre la comunidad, pues aunque el padre Claudio le tenía por un bandido sin conciencia, no le creía capaz de ponerse enfrente de su víctima.

Ansiaba el enfermo que llegase el momento del Viático, y su deseo no tardó en realizarse.

Las campanas comenzaron a sonar con mayor insistencia que antes, y sus sones melancólicos llegaban tan amortiguados a la fúnebre habitación, que parecían salir de un campanario de ultratumba.

El padre Antonio seguía leyendo a la luz de los cirios, en su libro de oraciones, y únicamente se distrajo al oír, aunque lejano, el ruido producido por un tropel de gente que caminaba lenta y acompasadamente.

La ventana de la celda, situada en el primer piso, daba al gran patio de la residencia, donde estaban los claustros, y sus cristales reflejaron un sinnúmero de cirios que iban pasando lentamente.

Era la procesión que comenzaba a salir de la iglesia por la bóveda que ponía en comunicación el templo y la residencia.

Una campanilla de argentina voz sonó tres veces e inmediatamente estalló un concierto de voces varoniles, foscas, compungidas y quejumbrosas, que recordaban las procesiones de esqueletos de las leyendas fantásticas.

El canto se arrastraba lento, monótono y con una expresión fúnebre que infundía pavor.

– Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam.

El padre Claudio conocía bien aquel canto, lo había entonado muchas veces con bastante indiferencia, marchando al frente de toda la comunidad, hacia la celda de algún compañero moribundo; pero en circunstancias tan terribles como las presentes, con aquel acompañamiento de lejanas y plañideras campanas, próximo a una muerte a que le habían arrojado traidoramente y sin esperanzas de ser vengado, aquellas voces le produjeron un escalofrío de terror.

Quiso evitarse aquel espectáculo fúnebre, sintió tentaciones de escapar de allí y aun intentó incorporarse en la cama; pero fué inútil, pues su cuerpo era ya un tronco inerte que no podía hacer el menor movimiento.

El padre Claudio, enclavado en aquel lecho de dolor, había de apurar todo el cáliz de amargura y sufrir el tormento de escuchar, hasta en sus menores detalles, la lenta marcha hacia su cama de aquella fúnebre comitiva que venía a anunciarle cómo la tumba estaba ya abierta.

La escalera se hallaba próxima a la celda y desde la cama oíase el rumor de pasos de toda aquella gente que comenzaba a subir con desesperante lentitud.

Otra vez estalló el mortuorio canto; otra vez las agudas y desagradables voces de los novicios y las roncas y graves de los padres conmovieron el espado con los sonoros y desgarradores versículos:

– Et secundum multitudinem miserationum tuarum dele iniquitatem meam.

El padre Claudio estaba anonadado por aquel canto. ¡Oh! Sí que sabían, en aquella casa, hacer las cosas con aparato; pero al enfermo no le hacían gracia los últimos honores que le rendían, y más hubiera apreciado que le dejasen morir en un rincón, con el rostro vuelto a la pared, pero al menos tranquilo y entregado a sus pensamientos.

Lo único que le consolaba era que pronto tendría ocasión de desenmascarar a sus asesinos en presencia de toda la comunidad, y por esto aún le desesperaba más aquella lentitud y los cantos que entonaba la comitiva deteniendo su marcha.

Aun resonaban en la escalera varias estrofas, hasta que por fin sonaron los primeros pasos de la comitiva en la galería, en cuyo fondo estaba la puerta de la habitación.

 

Esta se hallaba cerrada y por bajo de ella iba marcándose una ancha línea roja producida por el tropel de luces que lentamente iban acercándose.

La cama estaba colocada frente a la puerta, y el padre Claudio, con la mirada estúpidamente fija en aquella línea de luz, iba viendo cómo aumentaba en intensidad, conforme se oían más cercanos los innumerables pasos de la procesión.

Se abrió la puerta, y lo primero que entró por ella junto con un torrente de roja y luminosa luz, fué el lúgubre campaneo de la torre y otro estallido de horripilantes voces que cantaban la última estrofa:

– Ne projicias me a facie tua; et spiritum sanctum tuum ne auferas a me.

El padre Claudio levantó cuanto pudo la cabeza y miró.

Desde la puerta al extremo de la galería, extendíase en dos grandes filas con blandones en las manos toda la comunidad, con las cabezas bajas, el aspecto encogido rebosando un dolor, hipócrita y el labio agitado por el terrible canto.

En el fondo, y casi confundido por el humo de los cirios, erguíase un sacerdote que llevaba en la mano el santo copón y a su lado otro sacerdote con el hisopo, la campanilla y todos los demás útiles necesarios para el acto.

Sobre el fondo oscuro de la galería, aquellos blandones que llenaban el espacio de más humo que luz colorando con tintas rojizas la doble fila de sotanas y aquellos rostros desmayados e inmóviles con los ojos fijos en el suelo, daban a la escena el aspecto interesante y aterrador de un drama inquisitorial.

El padre Antonio se dirigió a la puerta, y el enfermo, al ver lo que hacía, no pudo reprimir un movimiento de indignación y sorpresa. ¡Ah, traidor! Recomendaba a los jesuítas más próximos a la puerta que no entrasen en la habitación, pues con el humo de sus hachones podían causar molestias al enfermo.

Aquel miserable parecía haber adivinado la intención del padre Claudio, y sabía evitar sus revelaciones comprometedoras.

Otra sorpresa aún más dolorosa le faltaba experimentar al enfermo.

Las dos filas de sotanas pusiéronse de rodillas y el sacerdote encargado del Viático avanzó seguido del que le servía de sacristán.

¡Maldición! Estaba aún lejos de la puerta, cuando ya el padre Claudio había adivinado en él, por su alta estatura y su modo de andar, al terrible italiano. No quería, sin duda, abandonar su víctima hasta el último instante, y sabía evitar su comunicación con los extraños al terrible negocio. Quien le servía de sacristán era el padre Felipe, aquel imbécil incapaz de discernimiento, y que además guardaba cierto rencor al enfermo por la falta de miramientos con que siempre le había tratado.

El padre Claudio perdió la esperanza, contemplando aquellas dos filas de autómatas arrodillados en la galería. En aquellos momentos encontraba demasiado perfectas la organización y disciplina de la Compañía. Era inútil que hablase. Aquellos hombres tenían oídos, pero no oirían; porque el secreto que iba a revelarles era demasiado grave, y en la Compañía se prefiere ser sordo, mudo o imbécil, a poseer historias que molesten a los superiores en su prestigio.

Además, el enfermo no se sentía con fuerzas para dar un escándalo. La audacia y la habilidad de sus enemigos, que parecían adivinar todos sus cálculos, había llegado a intimidarle, y hacían aún mayor su debilidad.

El enfermo estaba ya resuelto a morir; pero como última protesta se propuso no tomar la hostia de tales manos. Discurría con torpeza, pero pensaba que la hostia bien podía ser un nuevo veneno que le daban para, acelerar su muerte. ¡Creía el infeliz que no era suficiente el tóxico que circulaba por sus venas y que iba extinguiendo rápidamente su fuerza vital!

Entró el padre Tomás en la celda, y tomando el hisopo de manos de su compañero, roció el lecho con agua bendita murmurando el Asperges me Domine hissopo et mundabor etc.

Después el italiano se colocó cerca de la cabeza del enfermo y a su lado el padre Antonio, formando con sus cuerpos una muralla que impedía a los que estaban fuera ver al enfermo.

Querían aislar al padre Claudio por si intentaba hacer alguna protesta; pero el infeliz no se sentía con fuerzas para hablar, y se limitó a lanzar una intensa mirada al padre Tomás.

Sus ojos de moribundo claváronse con tal expresión en el rostro del italiano, que éste, a pesar de su cínica serenidad, no pudo menos de inmutarse, y volvió la cabeza, huyendo de aquella mirada que le perseguía.

El odio más feroz, la rabia más inmensa, asomábanse como una extraña luz a aquellos ojos que comenzaba ya a empañar la muerte.

El padre Tomás sentía deseos de acabar, mas para recobrar su serenidad, dijo con su habitual audacia:

– ¿Cómo se siente usted, reverendo padre? Animo, que esto no es nada.

El padre Claudio se asombró oyendo aquellas cínicas palabras y en el primer instante intentó protestar.

– ¡Ca… na… llas!.. – balbuceó con dificultad.

Y como desesperado por la torpeza de su lengua y la audacia de sus enemigos, hizo un esfuerzo supremo y girando sobre un costado, volvió el rostro a la pared.

No quería ver a sus asesinos y en señal de odio y de desprecio, les volvía las espaldas.

El padre Tomás no se desconcertó. Convenía seguir el acto antes de que se apercibieran los que estaban arrodillados fuera de la celda, y sacando del copón una hostia, la elevó a la altura de sus ojos y comenzó a murmurar la fórmula:

– Ecce agnus Dei, ecce qui tollis peccata mundi, etc.

El padre Claudio seguía presentando las espaldas y con el rostro vuelto a la pared, sin hacer caso de las palabras del sacerdote, que anunciaban la administración del Viático.

El padre Antonio estaba consternado.

– ¿Qué hacemos, reverendo padre? – preguntó al padre Tomás.

– Haga usted que vuelva el rostro el enfermo.

El secretario, empujando dulcemente a su antiguo superior, intentó hacerle cambiar de posición.

El enfermo contestó con un rugido.

– Dejadme tranquilo… ¿Queréis envenenarme otra vez?

El padre Tomás palideció al escuchar estas palabras.

– Es preciso que el enfermo comulgue – dijo con energía – . El padre Claudio ha perdido seguramente la razón. A ver: vuélvanlo ustedes, aunque sea a la fuerza.

El secretario y el atlético padre Felipe se abalanzaron entonces sobre la cama y con grandes esfuerzos consiguieron cambiar de posición aquella masa de carne, que aunque inerte e incapaz de resistencia, pesaba mucho por su volumen grasoso.

El padre Claudio, sujeto por los brazos de los dos jesuítas, quedó en el lecho tendido de espaldas con la mirada fija en el padre Tomás.

En su rostro, desfigurado por grandes manchas violáceas, que a cada instante se hacían más visibles, destacábanse los ojos, que lucían con brillo de intensa cólera.

El padre Tomás no se sentía capaz de mirar frente a frente a aquel moribundo, que parecía querer asesinarle con sus ojos. Había que apresurar el acto, y con la hostia en la mano, inclinó el cuerpo, poniéndola a poca distancia de la boca del enfermo.

– Accipe frater Viaticum Corporis Domini nostri Jesu Christi, qui te custodiat ab hoste maligno et perducat in vitam æternam. Amén.

Y estas palabras eran interrumpidas por la débil voz del padre Claudio, que tenazmente balbuceaba:

– ¡Queréis envenenarme! ¡No me engañaréis!

El padre Tomás miró a su víctima, la vió inmóvil, a pesar de sus protestas, y avanzó la hostia hacia su boca, murmurando la acostumbrada fórmula: Corpus Domini nostri, etc.

Pero no pudo terminar, pues ocurrió un suceso inesperado.

Al sentir el moribundo, en sus contraídos labios, el contacto de la Sagrada Forma, se estremeció de pies a cabeza, y haciendo un esfuerzo para resistir, agitó los brazos desesperadamente.

– ¡M…da! ¡M…da! – gritó con voz que parecía salir de la tumba, y que produjo un movimiento de escándalo y extrañeza en todos los que estaban arrodillados en la galería.