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La araña negra, t. 6

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– Ese joven declamador tiene un gran porvenir. Da a su voz, cuando quiere, una dulzura celestial; las más vulgares palabras las emite con entonaciones angelicales, y luego, sus ademanes seducen por su majestad graciosa y sencilla. Mientras viva ha de gozar de tanta fama como Bossuet, y seguramente eclipsará a nuestro padre Luis, que tanta gloría alcanzó este año con sus sermones, escuchados por lo más selecto de Madrid.

– ¡Cómo! ¿Quiere hacer vuestra paternidad un predicador de ese mequetrefe? ¿Y el talento? ¡Si dicen que no es capaz de encontrar una idea durante un año entero! ¿Cómo va a ser un orador?

– Le escribirán los sermones y los aprenderá con la misma facilidad con que ahora retiene en la memoria una comedia entera después de leerla dos veces. Podrá no improvisar y verse obligado a decir lo que otro le dicte; pero, en cambio, ¡cuan hermosamente recitará su sermón! Con voz de enamorado, de trovador que entona una serenata, dirigirá las más bellas frases a la Virgen, y su sermón parecerá una declaración de místico amor. Auguro un éxito completo. Desengáñese usted: han pasado los tiempos de la devoción sombría y horripilante; de los templos lóbregos, de las imagines sanguinolentas y de los predicadores apocalípticos, que hacían erizar el pelo a los oyentes. Hoy el catolicismo educado por nosotros gusta de la devoción dulce y sólo acude con placer a nuestras iglesias bonitas, que parecen un lindo juguete al lado de los templos góticos. Causan muy buena impresión nuestras capillas alumbradas con gas, nuestros órganos con su musiquita ligera y casi bailable, y, sobre todo, nuestros predicadores que hablan a un auditorio elegante con la delicadeza de un galán de comedia. Con este sistema de devoción, aristocrático y distinguido, se conquista a la mujer, y quien tiene hoy a las mujeres, querido padre, es dueño ya de todo el mundo. Le aseguro a usted que ese muchacho, el día que recite su primer sermón aprendidito de memoria causará una revolución entre las devotas elegantes, y más de una Magdalena aristocrática, conmovida por aquella cara de niño Jesús y aquella voz tan dulce, llorará sus pasados errores y vendrá a arrojarse a los pies de la Compañía.

En aquel momento, tres hermanos profesos con la cabeza inclinada, los ojos mirando al suelo y los brazos en una santa inercia pasaron por delante de los padres.

El jesuíta italiano los siguió con la vista, y volviéndose de pronto a su superior, dijo con expresión triunfante:

– Ahí va uno que de seguro, será la excepción, pues en el porvenir es difícil que preste a la Compañía ninguna utilidad.

– ¿Quién dice usted?

– El que va en medio de los otros dos: el hermano Baselga.

– ¡Ah! ¿Ricardo? Pues se engaña usted también.

– No lo creo. Ese joven podrá habernos sido útil al pronunciar sus votos, si es que ha renunciado sus bienes en favor de la Compañía, como es costumbre: pero, en adelante, no sé para qué puede servirnos. No está comprendido en esa utilidad práctica que vuestra reverencia tiene por norma, y apurado se verá usted para darle una ocupación en la que pueda servir.

– ¡Oh! Pues ese joven ha de ser célebre y honrará mucho a la Compañía. Leo en su porvenir. Nos hará ganar mucho dinero y fama.

– ¿Cómo será eso, reverendo padre? – dijo escandalizado el jesuíta italiano – . ¿Qué prestigio puede dar a la Compañía ese joven ignorante y perezoso que no muestra la menor afición? Mire vuestra reverencia que yo estoy enterado de las condiciones del hermano Baselga, por haber hablado de él con sus maestros. Por más que se esfuerza en estudiar, la ciencia no entra en él: es tardo en la palabra, dificultoso en la expresión y tan distraído se muestra siempre, que parece un cuerpo muerto, cuyo espíritu vuela lejos de este mundo. Sólo tiene afición a leer vidas de santos y a imitar sus ayunos y penitencias. ¿Qué piensa vuestra reverencia hacer de un mozo así?

Se detuvo el italiano, como si le asaltase un extraño pensamiento, y añadió, sonriendo con cinismo:

– A no ser que vuestra paternidad quiera hacer del tal muchacho un Sor Patrocinio con sus llagas y sus estupendos milagros…

– ¡Bah! Eso es procedimiento anticuado que ya no da resultado en estos tiempos. El hermano Baselga no será un santo de mentirijillas; llegará a algo más y la Compañía ganará mucho con ello. Cuando sea mayor de edad, la Orden le permitirá que cumpla una de sus más vehementes aspiraciones, enviándolo al Japón a convertir infieles. Es indudable que su exagerada fe, y su afán de imitar a los primeros mártires del cristianismo, le impulsarán a cometer algún atentado contra la religión de aquellos indígenas, y ya podéis suponer lo demás.

– Sí; le cortarán la cabeza… Y ¿qué?

– Pues que tendremos un mártir más, y esto por su propia voluntad y sin que nadie le aconseje directamente tal sacrificio. Los periódicos y revistas que subvencionamos relatarán en todos los tonos la muerte sublime del joven jesuíta; los predicadores ensalzarán la memoria de este héroe de la fe y hasta nuestros mayores enemigos, que a veces son cándidos hasta la estupidez, reconocerán que aunque enredamos en Europa prestamos un gran servicio a la civilización, sacrificándonos por introducir la cultura en pueblos apartados. En resumen, ahí tenéis los resultados prácticos. Tendremos para más de diez años un nombre célebre que explotar, un mártir que será como el prospecto de nuestro heroísmo y abnegación, y de todas partes el entusiasmo católico hará llover raudales de dinero dentro de nuestras cajas para que fomentemos las misiones en Asia. Esto sin contar con que tal vez aumentemos el prestigio religioso de la Orden, haciendo que con el tiempo figure en los altares “San Ricardo Baselga, de la Compañía de Jesús”.

El italiano estaba aturdido por las demostraciones del padre Claudio, o al menos así lo fingía admirablemente.

Mostrábase poseído de entusiasmo, y abandonando su exterior frío y dulce, dijo con fogosidad:

– Es verdad cuanto dice vuestra reverencia. “Barrer para adentro” y admitir a todos para explotar a cada uno en aquello que valga; he ahí el gran secreto de la Compañía.

– Lo que la hará invencible e inmortal, padre Tomás.

El jesuíta italiano movió la cabeza con desaliento y murmuró, como si estuviera solo:

– ¡Qué gran desgracia que el padre Claudio no sea el general de la Compañía! Hombres como él hacen falta al frente de la Orden.

Estas palabras fueron un rudo pinchazo para el poderoso superior. Entusiasmado en la exposición de sus ideas, había llegado a olvidarse de la clase de hombre con quien hablaba; la confianza llegó a dominarle, y cuando menos lo esperaba, aquellas palabras venían a recordarle que tenia a su lado al espía de Roma, al esbirro encargado de adivinar sus pensamientos y sondear su conciencia.

El padre Claudio reconoció que había sido sobradamente cándido y su astuto “socius”, con su fingido entusiasmo, había intentado adormecerlo y arrastrarle a amigables confidencias.

Todo el abandono a que se había entregado el poderoso jesuíta desapareció; púsose en guardia inmediatamente, y lanzando una mirada de indignación al padre Tomás, díjole con acento irritado:

– Le prohibo a usted que use de mi nombre para desearme cosas a las que yo nunca he aspirado. Sólo quiero estar bien con Dios, y los honores del mundo me importan poco.

Luego sonrió y dijo con una expresión de desaliento tan espontánea y natural, que hacía honor a su arte de fingir:

– Soy ya muy viejo. La tumba se abre bajo mis pies, y mal puedo pensar en subir más, yo que nunca he sido ambicioso y que, sin embargo, he llegado a mayor altura que mis merecimientos.

El padre Tomás se decía, mientras tanto, que aquel hombre era invulnerable y que resultaba imposible sorprenderlo.

IX
La tempestad se aproxima

A pesar de que el padre Claudio sabía defenderse bien de cuantos avances intentaba el astuto jesuíta italiano, estaba cada vez más intranquilo.

Presentía que en torno de su persona se forjaba la tempestad que había de arruinarle y adivinaba las maquinaciones del padre Tomás, que, desesperado de arrancarle aquella confidencia por tantos medios solicitada, iba tejiendo la red que había de envolverle, arrastrándolo a una entera perdición.

Entre los dos jesuítas no existía ya la fría y recelosa separación, propia del espía y del que es vigilado. Aquellos dos atletas de la astucia, al tratarse, habían reconocido sus fuerzas y se odiaban ya con todo el terrible encono que existe entre rivales.

El padre Claudio no podía perdonar al italiano la tenacidad con que le asediaba para adivinar su pensamiento, y por su parte, el padre Tomás, estaba lejos de olvidar que aquel era el primer hombre que había sabido burlar su astucia y substraerse a sus pérfidas palabras.

El poderoso jesuíta español, tan hábil y pronto en adivinar lo que pensaban los demás, notaba en el italiano la expresión del sabueso que ha descubierto un rastro y lo sigue con cautela para no espantar la pieza.

Esto le hacía redoblar las precauciones y vivir en continua zozobra.

Hacía que sus novicios favoritos, en los que tenía una confianza ciega, vigilasen de cerca al padre Tomás, pero este sistema apenas si le daba resultado.

El italiano vivía bastante alejado de todos los jesuítas que residían en Madrid, y únicamente demostraba sentir algún afecto por el padre Antonio, el antiguo secretario de su reverencia, con el cual sostenía largas conferencias en el célebre despacho, siempre que el superior estaba ausente.

Esta noticia alarmó al padre Claudio.

Tenía motivos sobrados para esperar gratitud y adhesión de su secretario, que debía a su protección cuanto era en el mundo y en la Orden. Pero el padre Claudio no era muy inclinado a bellos optimismos. Sabía de lo que era capaz un jesuíta y estaba convencido de que no podía esperarse mucho de un ambicioso como el padre Antonio, que además era fanático por la disciplina y por la más extremada obediencia a la suprema autoridad de la Compañía.

 

El padre Claudio adivinó inmediatamente dónde estaba el peligro y de qué procedimientos se valía su enemigo para averiguar lo que él tan astutamente sabía ocultarle.

El italiano, convencido ya de que era imposible sondear el pensamiento de su colega, había puesto sus ojos en el secretario y le asediaba con sus preguntas, aprovechando todas las ausencias del padre Claudio.

Arrancar la verdad al padre Antonio era confesarle a él mismo, pues el secretario poseía todos sus secretos y no había asunto en que no lo hubiese hecho figurar como su “alter ego”.

Había que evitar que el padre Antonio se dejase sorprender por el astuto italiano, o cuando menos, saber a ciencia cierta si el ambicioso secretario estaba dispuesto a seguir siendo fiel a su superior.

Difícil fué para el padre Claudio el hablar a solas con su secretario, pues el maldito “socius”, como si adivinase su intención, no los dejaba nunca solos; pero por fin encontró un momento propicio para manifestar al padre Antonio las sospechas que abrigaba contra su fidelidad.

El secretario protestó; puso a Dios por testigo de sus sentimientos, recordó los motivos que tenía para ser eternamente fiel a su superior y habló con un lenguaje franco y conmovedor; pero a pesar de todo esto, el padre Claudio, que era muy ducho en el conocimiento de los hombres, no quedó satisfecho.

Cuando se separó de su dependiente, el padre Claudio se decía que allí había gato encerrado y que indudablemente el padre Antonio estaba en tratos con el italiano.

Desde aquel día, el célebre jesuíta, más receloso que nunca, acometió la pesada tarea de vigilar a su secretario y a su “socius”.

Nunca, en su larga vida de hábil intrigante, tuvo el padre Claudio tarea tan abrumadora como la de espiar a aquellos dos hombres astutos, cuyos rostros petrificados no dejaban adivinar la menor intención.

Todas las estratagemas del viejo jesuíta se estrellaban en aquel exterior, siempre frío e indiferente, a través del cual sólo un hombre como el padre Claudio podía adivinar ocultas inteligencias y terribles planes.

Aquel blindaje de hielo en que se envolvían el “socius” y el secretario exasperaba al padre Claudio, que llegó a perder la calma terrible, que antes era el principal motivo de todos sus triunfos.

Transcurrían los días sin que apenas saliese de su despacho por miedo a que el italiano quedase solo con el secretario, y si por algún asunto político de importancia era llamado a Palacio, procuraba abreviar la conferencia y volvía apresuradamente a su casa.

En una de estas breves excursiones, el padre Claudio, que obraba ya como el más vil espía, volvió a su casa a pie para que el padre Antonio no se apercibiese de su llegada por el ruido del carruaje, y andando de puntillas se acercó al despacho.

El “socius” estaba allí como siempre y hablaba en voz muy baja con el secretario.

Debían de tener muy finos los oídos aquellos dos sujetos, pues callaron apercibiéndose de que alguien se acercaba, pero el padre Claudio aún pudo oír estas palabras de su secretario:

– Inútil es que lo repita. Ya sabe usted que yo sólo obedezco al general, que es para mí la única autoridad de la Compañía.

Aquello demostraba al padre Claudio que estaba vendido, y que su secretario, aquel protegido que tanto agradecimiento le debía, haríale traición así que se le antojase al general.

Entró en el despacho el padre Claudio y encontró a los dos jesuítas con su eterno gesto de seres automáticos y sin voluntad. No cuidó en esta ocasión de ocultar sus pensamientos el padre Claudio; miró con ira a los dos compinches, y después instintivamente fijó sus ojos en las estanterías cargadas de carpetas.

Otro hombre hubiera encontrado aquel archivo enteramente igual a como lo había dejado, pero él, con su mirada experta, adivinó que durante su ausencia se había verificado un registro en aquellos papeles.

Aquel día fué, para el padre Claudio, el más cruel que tuvo en su existencia.

Cuando más exasperado estaba por la calma de aquellos dos miserables que, después de revolverle el archivo y conspirar indudablemente contra él, se estaban allí inmóviles y abstraídos como santos en oración; cuando se sentía con deseos de lanzarse sobre ellos para estrangularlos y lamentaba interiormente el ser tan viejo y no encontrarse, como en otros tiempos, capaz de dar de puñaladas a un enemigo, entró en el despacho un criado de confianza, que se limitó a hacer un signo misterioso, saliendo inmediatamente.

El padre Claudio le siguió, y en un pequeño gabinete, donde recibía a los visitantes en secreto, entrególe el criado una carta con sello de Italia, y que iba dirigida a un nombre desconocido.

Aparte del correo normal para todos los asuntos de la Compañía, el padre Claudio tenía en Madrid a un infeliz que protegía y a cuyo nombre iban dirigidas todas aquellas cartas que, por tratar de asuntos particulares, convenía al jesuíta que fuesen directamente a sus manos. Una crucecita trazada en un ángulo del sobre daba a entender a aquel pobre diablo que la carta era para su poderoso protector.

– Acaban de traerla ahora mismo, reverendo padre – dijo el criado – . El protegido de usted quería entrar, como otras veces, a depositarla en sus propias manos, pero he logrado que se fuera diciéndole que vuestra reverencia estaba muy ocupado.

Cuando el padre Claudio quedó solo en el gabinete, procedió a rasgar el sobre, sin poder dominar su creciente agitación.

Por fin, tenía noticias de Roma, y podría saber cómo iban sus asuntos en el “Gesú”, la residencia del poderoso general.

La carta constaba de tres pliegos, cubiertos de renglones apretados, de una letra pequeña y compacta.

Antes de leer miró la firma, y no pudo evitar un gesto de extrañeza. ¿Quién era aquel sacerdote “Dom” Vicenzo Novelli, que firmaba? No recordaba conocer persona alguna de tal nombre, y, aguijoneado por una curiosidad creciente, se apresuró a leer aquella carta, tan rápidamente como se lo permitía la letra microscópica y su conocimiento del idioma italiano.

Al concluir el primer párrafo exhaló un grito que expresaba terror y sorpresa.

El padre Corsi, su amigo íntimo, su agente en el “Gesú”, el que le preparaba la elección de general, procurando acortar la vida del que desempeñaba actualmente tan alta autoridad, había tenido un fin trágico y acababa de morir entre horribles dolores en casa de un pobre sacerdote romano, que era el mismo “Dom” Vicenzo Novelli, que escribía al padre Claudio.

La carta contenía una historia horrible, que el padre Claudio leyó varias veces como si no pudiera convencerse de su verosimilitud.

Era aquello el aviso que un moribundo, por conducto de un amigo fiel, enviaba a su colega para que se salvara si aún era tiempo.

X
La justicia jesuítica

El padre Corsi dormía en su celda del “Gesú”, de Roma, cuando le despertó repentinamente una ruda impresión.

En el corredor inmediato sonaban los pasos recatados de varias personas, y por las rendijas de la puerta filtrábase dentro de la celda una luz rojiza y vacilante.

El jesuíta se incorporó, en el mismo instante que el reloj de la casa daba la una de la madrugada y se abría la puerta de la celda, que, según disponía la regla de la Orden, no podía cerrarse durante la noche.

Dos hermanos robustos y feroces, procedentes del fanático barrio de Transtevere, y que desempeñaban en la casa las funciones de ayudantes de cocina, entraron en la celda, y en la puerta se quedaron, inmóviles y como para cerrar la salida con sus cuerpos, otros dos de igual clase, que alumbraban con grandes cirios.

El padre Corsi se incorporó despavorido, presintiendo que aquella extraña visita tendría un resultado fatal.

Conocía los misterios de la Compañía, los golpes de Estado y las venganzas que ocurrían en su misterioso seno, sin transcender al exterior, y al ver todo aquel aparato, no dudó que se acercaba su fin.

Dispuesto a defender su vida con palabras y rotundas negativas, como buen jesuíta, saltó del lecho y se vistió la sotana, obedeciendo a uno de aquellos fornidos hermanos, que manifestaba, con la mayor cortesía, al reverendo padre cómo el general estaba aguardándole hacía rato.

El padre Corsi salió de su celda rodeado por aquellos cuatro esbirros del general.

Varias veces pensó en escapar, adivinando lo que iba a sucederle en la próxima entrevista; pero el aspecto de aquellos cuatro colosos, con sus puños descomunales, causaba gran pavor al intrigante padre, que era pequeño de cuerpo y de fuerzas débiles.

Bien adivinaba el jesuíta lo que aquello podía significar. Toda su astucia y su recato habían resultado inútiles en aquel “Gesú”, donde hasta las paredes oyen y ven; el más fino espionaje había seguido todos sus pasos, y sin duda el general conocía perfectamente sus relaciones con el padre Claudio y las tramas que había preparado para acelerar la vida de aquella autoridad y proporcionarle pronto un sucesor.

Conforme avanzaba el extraño grupo por los solitarios y obscuros corredores, el padre Corsi convencíase más de que aquella conferencia con el general iba a ser terrible.

Había oído hablar de cierta sala subterránea donde se castigaba a los traidores a la Compañía y a los que intentaban perturbarla, y comprendía que a ella le conducían sus guardianes, en vista de que bajaron la gran escalera sin detenerse en el primer piso, donde estaban las habitaciones del general.

Llegó el grupo a los claustros del piso bajo y se encaminó hacia el extremo, donde estaban los almacenes destinados a guardar los muebles viejos.

Una puerta, en la que nunca se había fijado el padre Corsi, por creer que estaba condenada, aparecía abierta, y por ella penetraron los dos guardianes que le precedían y que eran los que llevaban los cirios.

El aterrorizado jesuíta se detuvo. Aún era tiempo de resistir. Podía gritar, y tal vez el escándalo que sus voces produjeran en el “Gesú” detendría a aquellos hombres que llevaban en sus rostros una expresión feroz.

Pero apenas se detuvo, formulando en su interior tal pensamiento, se sintió cogido por los brazos y empujado rudamente por los otros dos hermanos que le seguían.

– Adelante, reverendo padre – dijo con voz ronca uno de ellos, mientras el otro cerraba de golpe la puerta.

Atravesó el grupo varias habitaciones tenebrosas y desamuebladas, cuyo ambiente húmedo, polvoriento y obscuro apenas disipaban los cirios, que formaban en el espacio dos rojas manchas, y, de repente, el jesuíta notó que bajaban por una rápida pendiente, viscosa y resbaladiza, al final de la cual abríase una puerta de arco irregular, que en aquellas tinieblas se destacaba como una dentada mancha de luz.

Los cuatro esbirros agrupáronse en la puerta y el padre Corsi fué empujado al interior de una vasta sala, cuyos muros estaban formados por grandes piedras sillares, que tenían el tinte negruzco de la antigüedad.

Frente a la puerta, un Cristo, horripilante, de doble tamaño natural, extendía sus descarnados y gigantescos brazos sobre el muro, y al pie de esta figura, sentados tras una mesa con negro tapete, inmóviles, pálidos y fríos como cadáveres, estaban el general y seis jesuítas de los más ancianos de la Orden, que vivían en el “Gesú”, como en un cuartel de inválidos. Dos candelabros cargados de cirios y puestos sobre la mesa alumbraban aquel tribunal de ultratumba, que horrorizaba antes de hablar.

Transcurrieron algunos minutos sin que nada turbase aquel silencio absoluto, propio de una habitación situada doce metros más abajo del nivel del suelo.

El padre Corsi miró, con ojos extraviados por el terror, aquella sala horrible, aquel mudo tribunal, y se sintió próximo a desfallecer. La inmensidad de su miedo prodújole una idea consoladora. Aquello no podía ser real. Sin duda, estaba soñando y era víctima de una cruel pesadilla, de la que se reiría al día siguiente.

Tan horrible escena no podía ser cierta. El había oído hablar de una sala de tormentos dentro del “Gesú” y de horrorosos castigos; pero esto debían de ser invenciones de los enemigos de la Compañía, y lo que él estaba viendo era producto de una pesadilla que no tardaría en desvanecerse.

Pero a pesar de estas ilusiones que se hacía mentalmente, el silencio de aquel tribunal le helaba la sangre de espanto. Sentíase anonadado por aquella amenazante frialdad y deseaba que hablasen el general y los suyos cuanto antes. Así al menos podría él contestar, defenderse, y se convencería de si aquello era sueño o realidad.

 

El padre Corsi, que era tan cobarde físicamente como audaz y arrebatado en sus intrigas, estremecíase al pensar que pudiera resultar cierta aquella obscura leyenda que se relataba en el “Gesú” sobre la cámara del tormento.

¿Dónde estaban los instrumentos de tortura? Miraba a todas partes y no veía potros ni garruchas; pero en un extremo de la vasta cámara sonaba una sorda crepitación, y, fijándose bien, distinguió un gran brasero cargado de fuego, del cual saltaban algunas chispas y cuyas brasas iban inflamándose al contacto de la columna de aire fresco que entraba por la puerta.

Aquel fuego en pleno verano horrorizó al padre Corsi; pero pronto una voz vino a impedirle que pensase en lo que el brasero podía significar.

Era el general quien le hablaba, fijando en él sus ojos brillantes e irritados, que eran el único detalle de vida que se notaba en su rostro, inalterable como el de una momia.

– ¿Sois el padre Luis Corsi, profeso de los cuatro votos de la Compañía de Jesús y residente en Roma por estar al servicio de la alta dirección de la Orden?

El interpelado, a quien el terror había anudado la garganta, hizo un signo afirmativo con la cabeza.

Estaba a un extremo de la mesa un jesuíta joven, de rostro repulsivo, que hacía las veces de secretario, y que comenzó a escribir encabezando el acta con el nombre y condiciones del procesado.

El jesuíta, mientras tanto, se dirigió a sus compañeros de tribunal, que permanecían impasibles:

– Reverendos padres: por pertenecer al alto grado de la Compañía, lo mismo que ese desventurado que ante vosotros se encuentra, conocéis el reglamento secreto por que se rigen los iniciados que dirigen la Orden, y que es un misterio hasta para aquellos hijos de Loyola que no han sido iniciados en el grado supremo. A pesar de esto, voy a leeros todos los artículos de nuestra Constitución secreta concernientes al caso, porque así me está prescrito.

Los seis jueces permanecieron inmóviles y el general tomó de encima de la mesa un viejo cuaderno manuscrito, que trataba del gobierno de la Compañía de Jesús. Estaba redactado en latín, como todos los documentos de la Orden. Lo hojeó el general, y al llegar al título IV, comenzó a leer, sin despojarse ni un solo instante de su impasibilidad.

“Artículo primero. Si quis superioris gradûs Pater fuerit traditor, at que sinu Societatis rebellis ac fautor discordiæ reperiatur, pereat.

Art. 2.º Secretior tribunal judicet illum, ubi sex sedeant Patres superiores gradûs á sorti designati, præsidente Præfecto.

Art. 3.º Sententia nisi sex Patrum judicum, Patrisque Præfecti Generalis unanimi suffragio, non pronuntietur.

Art. 4.º Reus in ergastulo apparitorum manu reclaudator.” 1

El padre Corsi, en su calidad de jesuíta de alto grado, iniciado en los más importantes misterios de la Orden, conocía aquel terrible código en todas sus partes; pero a pesar de esto la lectura de tales artículos prodújole una recrudescencia en el horror que experimentaba desde que entró allí.

Reinó un largo silencio después de la lectura de los artículos.

El general parecía meditar, y por fin, levantando su cabeza, dijo a los otros jueces:

– Padres: el hombre que tenéis ahí está comprometido en el primero de los artículos citados, y debe morir. No ha perturbado directamente la organización de la Compañía, pero ha hecho algo más, pues ha intentado asesinar al que es legítimo y supremo representante de la Orden; a mí, que soy el general de la Sociedad de Jesús. No necesito explicaros la gran trascendencia de tales maquinaciones y el gran peligro que correría la Orden si un hecho tan criminal quedara sin castigo. ¿Creéis, reverendos padres, que quien atenta contra la vida del general de la Compañía merece la muerte?

Los seis jueces, que seguían inmóviles y mudos, contestaron quitándose los bonetes.

– Ya lo veis, padre Corsi. El supremo tribunal de la Compañía opina que quien atenta contra la vida del general debe perecer. Ahora, únicamente se trata de saber si vos, en combinación con otros padres de la Compañía que se hallan muy lejos, habéis intentado asesinarme. Contestad, padre Corsi. Se os acusa de haber maquinado mi muerte por envenenamiento. ¿Qué decís a esto?

El padre Corsi deseaba defenderse, y a pesar de aquel terror que anudaba da voz en su garganta, se apresuró a contestar:

– Niego.

Y fué a pronunciar una larga defensa, pero el general le interrumpió:

– Callaos, padre. Negáis y ya no es necesario que habléis más. Oíd al padre secretario que va a leeros la acusación.

El jovenzuelo antipático dejó de escribir y, tomando un papel de encima de la mesa, comenzó a leer con entonación monótona.

Aquella acusación terrible hizo llegar a su más alto grado el terror del padre Corsi.

Sabía que el espionaje había llegado en los jesuítas al mayor perfeccionamiento, pero nunca había llegado a imaginarse que pudieran vigilar dentro del “Gesú”, hasta el punto de conocer sus más insignificantes actos.

Cuanto había hecho el jesuíta desde muchos meses antes, constaba en aquella acta acusadora, confundiendo al infeliz reo. Sabíase que todas las semanas sostenía correspondencia con un sujeto de Madrid, recatándose para ello y llevando por sí mismo las cartas al correo para evitar que se extraviaran; suponíase que esta correspondencia, aunque con nombre supuesto, iba dirigida al padre Claudio, superior de la Orden en España; citábanse numerosos detalles que demostraban las subversivas y criminales intenciones del padre Corsi, y, al final del documento, como golpe de gracia para el infeliz acusado, figuraba una declaración del hermano encargado de la cocina, el cual juraba por Dios que el citado padre, después de dedicarse durante algunos meses a captarse su voluntad, le había propuesto envenenar al general, a lo que él accedió inmediatamente, sin perjuicio de ir acto seguido a revelar a su superior cuanto ocurría, descubriéndose de este modo la odiosa trama.

El padre Corsi estaba horrorizado. Su vida de mucho tiempo aparecía allí consignada día por día, y, aunque el acusador no presentaba pruebas, resultábale imposible al reo el justificarse.

Cuando el acusador terminó su lectura y se restableció el glacial silencio, el general, levantando su cabeza, que tenía inclinada sobre el pecho, preguntó al acusado:

– ¿Tenéis que decir algo contra esa acusación?

– Toda ella es falsa – contestó con voz ahogada el infeliz – . Es sin duda obra de algún enemigo que quiere perderme. Yo nunca he intentado nada contra mi general.

Y luego, con la tenacidad de un náufrago que intenta alcanzar el madero que ha de salvarle, dijo con más energía:

– ¡Pruebas!.. ¡Vengan las pruebas de mi crimen! Seguramente que nada podrá presentarse contra mí.

– Se presentarán las pruebas a su debido tiempo – contestó el general con frialdad – . Mientras tanto, contestad breve y verídicamente a cuanto se os pregunte. ¿Acostumbráis a escribir mucho en vuestra celda?

– Algunas veces escribo a varios amigos que tengo en las ciudades de Italia, donde he residido; pero esto, con poca frecuencia.

– ¿Cuando escribís secáis vuestras cartas con arenilla?

El padre Corsi reflexionó antes de contestar. Siempre había usado, al escribir, el papel secante; pero creyó mejor el negarlo, por ese instinto de falsedad que siente todo acusado de conciencia intranquila, y afirmó:

– Sí, reverendo padre; gasto arenilla.

– Y ¿no hacéis nunca uso del secante?

El general miró de un modo tan terrible al acusado, que éste balbuceó:

– Sí; creo recordar que también lo he usado algunas veces.

– Acercaos a la mesa, padre Corsi, y ved si reconocéis la hoja de secante que el padre secretario tiene en sus manos.

El acusado obedeció, fijando sus ojos con expresión estúpida en aquella hoja de secante que le enseñaba el jesuíta. Era blanca y estaba manchada por algunos borrones y garabatos ininteligibles. Eran, sin duda, las huellas que en la hoja habían dejado los renglones secados.

1Artículo 1.º Si algún padre de alto grado fuese traidor y se descubriese que es un rebelde y un fautor de discordia en la Compañía, debe morir. Art. 2.º Será juzgado por el tribunal secreto, al que asistirán, bajo la presidencia del general, seis padres del alto grado, designados por la suerte. Art. 3.º La sentencia no se pronunciara más que por unanimidad de los sufragios de los seis padres jueces y el reverendo padre general. Art. 4.º El reo será encerrado en el calabozo por mano de los porteros ayudantes. (Del gobierno secreto de la Compañía de Jesús. Título IV.)