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La araña negra, t. 6

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VIII
El gran descubrimiento en la Orden

Las tardes en que hacía buen tiempo y el padre Claudio no tenía ningún asunto urgente de que ocuparse acostumbraba ir a pasear en el vasto jardín que tenía la casa residencia, situada en las afueras de Madrid.

En nada conocía el poderoso jesuíta que se hacía viejo como en la necesidad que sentía de ejercicios higiénicos y en su debilidad, cada vez mayor, para el trabajo.

Aquel hombre de hierro, que veinte años antes permanecía diez y ocho horas diarias escribiendo y papeleando sin experimentar cansancio alguno y que en cierta ocasión aguantó dos días, con sus noches, entregado a un trabajo urgente y sin descansar más que el tiempo necesario para alimentarse, ahora se sentía débil y no podía estar dos horas en su despacho ocupándose de los negocios sin que al punto experimentara vahidos y se sintiera invadido por un creciente desfallecimiento.

Por lo mismo que necesitaba de higiénico ejercicio, huía de los paseos públicos, donde, a causa de ser muy conocido, se veía molestado por la compañía de gentes conocidas que le asediaban a preguntas, y que sabiendo su gran influencia en Palacio, le exponían disparatados planes políticos para amordazar la “hidra revolucionaria” y salvar la religión y la monarquía amenazadas.

Prefería pasear por el jardín de la casa de la Orden con entera independencia y conversar con los novicios y los padres de poca edad. Aquel ambiente de juventud le remozaba, y, además, experimentaba gran placer sondeando sus ánimos con conversaciones, en las cuales, a pesar de su tono amistoso, no se perdía nunca el respeto profundo y adulador que las constituciones de la Orden han establecido ante las diversas jerarquías.

Pocas veces paseaba solo el poderoso jesuíta. El padre Antonio, su antiguo secretario, que estaba ya tan viejo como él, aunque más fuerte, seguía siempre sentado y papeleando en aquella gran mesa a la que parecía encadenado, y no podía acompañarle; pero en cambio, no dejaba a sol ni a sombra al padre Tomás, aquel jesuíta italiano cuya presencia en Madrid tantas sospechas había excitado en el vicario general de la Orden en España.

El padre Tomás era el “socius” del poderoso jesuíta al poco tiempo de residir en Madrid. No gustaba el padre Claudio de la compañía de aquel padre ladino y redomado a quien hacía más terrible su exterior sencillo e inocente y aquel carácter adulador hasta la bajeza, pero obedeciendo órdenes superiores, veíase forzado a conservarlo cerca de él, llevándolo a todas partes como si fuese su propia sombra, a pesar de hallarse convencido de que le espiaba.

Un mes después de la llegada del padre Tomás a Madrid, recibió el padre Claudio un despacho cifrado del general de la Orden, lacónico e imperioso, como eran siempre tales documentos.

En él se le recomendaba que espiase al padre Tomás, desterrado a Madrid por ser presunto autor de intrigas poderosas que hubieran puesto en peligro la disciplina de la Orden.

El general deseaba un espionaje hábil y disimulado, por tratarse, según decía, de un hombre muy astuto que sabía ponerse a cubierto de toda investigación, y por esto recomendaba al padre Claudio, cuyo talento le era bien conocido, que se encargase personalmente de vigilar al desterrado, para lo cual convenía que se constituyera en su eterno acompañante, haciéndole su “socius”.

El padre Claudio no cayó en el lazo, pues adivinó inmediatamente lo que tal mandato verdaderamente significaba.

El espiado iba a ser él y no el padre Tomás pues indudablemente lo que quería el general era colocar al lado del superior de la Orden en España un hombre astuto que vigilase todos sus actos.

Comprendió el poderoso jesuíta que sus ambiciosas maquinaciones, a pesar de su carácter secreto, se habían traslucido y que en Roma sospechaban de él, y proponiéndose en adelante ser más cauto y reservado, obedeció las órdenes del general.

El padre Tomás fué desde entonces su “socius” y los dos se trataron y vivieron juntos en adelante, sonriéndose siempre a pesar de que ambos tenían el convencimiento del papel que desempeñaban y estaban prontos a delatarse mutuamente.

El padre Claudio, con un exterior indiferente y con palabras que demostraban su inextinguible amor al general y su deseo de que gozase larga vida, se abroqueló contra aquel espionaje continuo, y por su parte el padre Tomás, comprendiendo el juego, esperó pacientemente un momento de arrebato o un descuido cualquiera que le permitiese leer claramente en el pensamiento de su compañero y apreciar cuáles eran sus intenciones.

Sólo en la Compañía de Jesús pueden verse espectáculos tan raros como son vivir en estrecha comunidad hombres que se odian, que se espían mutuamente para perderse, y que, sin embargo, se hablan siempre sonriéndose y se dirigen a todas horas palabras de cariño.

El padre Claudio, al sentirse vigilado tan de cerca, había empleado iguales armas contra el enemigo y hacía que el padre Tomás fuese espiado en aquellas horas que no permanecía al lado suyo.

Así fué adquiriendo cada vez más el convencimiento de que su “socius” era un agente del general, que dudaba de su adhesión; y supo que diariamente escribía a Roma, sin duda para dar cuenta de sus investigaciones.

No adelantaba gran cosa el jesuíta italiano en su misión. Había dado con un enemigo digno de él, que sabía salirle al paso y atajarlo apenas intentaba el más pequeño avance.

En varias conversaciones, el padre Tomás, con una naturalidad que hacía honor a su astucia, había hecho la apología de las sobresalientes cualidades que adornaban al padre Claudio apuntando la idea de que, a la muerte del general, la Compañía se honraría nombrándole por sucesor; pero el jesuíta español conoció siempre el juego y supo salirse, protestando con calor contra tales suposiciones y asegurando que sentiría el fallecimiento del jefe de la Compañía, como si se tratara de su padre.

No había medio de sorprender a aquel hombre astuto, siempre en guardia, y el padre Tomás, con la cachazuda confianza del general que tiene bloqueada una plaza y confía en el tiempo como principal auxiliar, aguardaba que las circunstancias produjesen un descuido en su enemigo, y entretanto vivía íntimamente unido a él, como si fuese su propia sombra.

Por las mañanas, el “socius” entraba en el despacho de su compañero y allí permanecía horas enteras con las manos plegadas y los ojos distraídos, como si no viese ni oyese nada y enterándose de todo perfectamente. El padre Claudio y su secretario el padre Antonio prescindían de él, y se ocupaban tanto de su persona como de un mueble cualquiera del despacho; pero en realidad los dos espiaban a aquel estafermo, todo ojos y oídos, que el general había puesto allí para enterarse de cuanto hacían aquella pareja de antiguos compinches.

Por las tardes, si paseaba el padre Claudio, su eterno acompañante era el italiano, y había de sufrir el tormento de sostener conversación con él, siempre con el cuidado de que no se le escapara una palabra sospechosa, pues ésta sería comunicada inmediatamente a Roma.

Una tarde de a principios de septiembre, paseaban los dos poderosos jesuítas por el jardín de la residencia a la hora en que gozaban de asueto todos los padres y novicios y en que discurrían por las frescas alamedas formando grupos de tres.

No adornaban estatuas las encrucijadas de aquel vasto jardín, pero en los puntos más frecuentados y sobre algunos zócalos de piedra veíanse, arrodillados y con los brazos en cruz, algunos jesuítas de diversas edades que estaban allí “puestos a la vergüenza”, en castigo de pequeñas faltas. Aquel sistema de castigar decían que excitaba el hermoso sentimiento de la humildad.

Permanecían inmóviles aquellos hombres, con las rodillas doloridas por la dura piedra y sofocados por la violenta posición de sus brazos, y pasaban sus compañeros ante ellos con la vista baja y afectando una compasión sin límites, cuando entre ellos estaban los que les habían delatado a las iras de los superiores.

Faltas insignificantes y ridículas eran suficientes para que un hombre de cabellos blancos fuese condenado a castigo tan degradante. Así se conservaba la disciplina en la Compañía y se evitaban murmuraciones sobre los defectos de los superiores.

En aquella tarde el número de castigados era mayor que otros días, y el padre Claudio y su “socius”, por evitarse tal espectáculo, después de recorrer todo el jardín, sentáronse en un banco de piedra.

El padre Claudio, que a la vejez, cuando no podía ya estropearse aquella hermosa dentadura de que tanto se envanecía antes, habíase aficionado al tabaco, fumaba cigarrillos perfumados con vainilla, y el padre Tomás, de vez en cuando, sacaba de la manga una caja mugrienta y aspiraba un polvo de rapé.

Los grupos de paseantes ensotanados, al llegar al punto donde se encontraban los dos padres, pasaban todo lo alejados que les permitía la anchura de la avenida, y les saludaban con profundas reverencias.

El superior de la Orden en España estaba de muy buen humor aquella tarde, y contemplando el aspecto que presentaba el jardín, aspiraba con placer la brisa fresca de la tarde.

Sus ojos seguían, con expresión cariñosa, los grupos de novicios que, con la vista baja y el aspecto humilde y encogido, pasaban ante él. Pensaba en algo muy agradable, y como si necesitase exteriorizar sus ideas, dijo a su “socius”, sin volver la cabeza ni dejar de mirar a los paseantes:

– Es cosa que consuela y alegra el ánimo ver a esta juventud. Para ella es el mundo. Yo soy un viejo, padre Tomás, y a nada puedo aspirar, pero me cabe la satisfacción de haber trabajado para esta generación entusiasta y briosa, que tal vez acabe nuestra obra. A los veteranos les anima ver cómo acuden los reclutas a docenas para llenar los huecos que el tiempo abre en las filas.

 

– Efectivamente, consuela mucho este espectáculo, reverendo padre. El joven refuerzo que incesantemente recibe nuestra Compañía demuestra cuán equivocadamente anda esa impía revolución que cree destruirnos con un golpe de fuerza cada cincuenta años.

– ¡Bah! La impiedad revolucionaria es fatua y presuntuosa. Nuestra Compañía es un Fénix que renace siempre sobre la hoguera de las persecuciones, y por mucho que luchen los amigos de la libertad no acabarán nunca con nosotros. Los reyes nos necesitan.

– Eso es, reverendo padre; y reyes siempre los habrá, y de aquí que la Compañía será eterna y poco a poco se hará dueña del mundo; todo para la mayor gloria de Dios.

– Cuanto más lo pienso más me convenzo de que la monarquía no puede pasarse sin nosotros. Somos el más firme apoyo de los tronos, y si nosotros dejásemos de sostenerlos, la avalancha revolucionaria los arrastraría inmediatamente. Ahí está como ejemplo el pasado siglo, ese siglo de filósofos y enciclopedistas en el cual los reyes, echándoselas de discípulos de cuatro emborronadores de papel, nos volvieron las espaldas. El diabólico Voltaire, aquel maldito burlón que en su niñez fué educado por nosotros, y que después tan poco honró a sus maestros, a fuerza de hacer contra la Compañía una infernal propaganda, consiguió que todas las naciones nos odiasen y que los monarcas nos arrojaran de su territorio. ¿Y qué ocurrió después? Ahí está la historia, que demuestra palpablemente las terribles consecuencias de la expulsión de los jesuítas. En Francia estalló la más terrible de las revoluciones y nació esa anarquía espeluznante que se llama República; la impiedad se extendió por todas partes, los pueblos se negaron a dar más dinero a la Iglesia, y merced a esos maldecidos “Derechos del Hombre”, que la Convención puso tan altos, el zapatero, por el hecho de ser hombre, se creyó igual al marqués. En España no hubo jesuítas hasta el año quince de este siglo, y ya sabéis también lo que ocurrió. Cuatro escritores y abogadillos se reunieron en Cádiz y atentaron contra los derechos del trono y del altar, formando la infausta Constitución de mil ochocientos doce, ese libraco por el cual tantas veces han ido a tiros los españoles. Hay que hablar con franqueza, padre Tomás, y decir bien alto que los pueblos son niños a los que conviene no dejar de la mano, y cuando se enfurruñan, engañarlos con unas cuantas mentiras bonitas, que les obliguen a encontrar deliciosa su falta de libertad. Esto únicamente sabe hacerlo la Compañía, y si los reyes prescinden de nosotros, ¡adiós sus coronas!

– Afortunadamente, hoy la monarquía española nos halaga y nos protege.

– Sí; no se porta mal doña Isabel segunda, pues estoy seguro de que, si en ella consistiese, nos daría a nosotros las riendas del Gobierno. Y ahora somos nosotros más necesarios que nunca, pues la revolución se muestra cada día más imponente. ¡Majaderos! ¡Creen posible exterminar nuestra Compañía! A esos republicanos que predican la extinción del jesuitismo les enseñaría yo esta juventud que viste nuestra sotana, para demostrarles que no es posible suprimirnos, y que, antes al contrario, nuestra Orden es cada vez más numerosa.

– Tenéis razón, reverendo padre. Nuestra Orden es inmortal; pero esto no evita que la revolución sea hoy temible en toda Europa. En Francia, el trono imperial de Napoleón tercero se tambalea; en Italia, el impío Víctor Manuel hace del Papa un prisionero, y aquí, en España, el levantamiento de Prim y la última jornada de junio dan a entender que existe en el pueblo una amenaza latente, que no tardará en estallar bajo más terribles formas.

– ¡Bah! No ocurrirá esto mientras yo vaya a Palacio todas las mañanas y la reina me oiga. Si estalla una revolución que eche abajo el trono, será porque yo no viviré o porque el Gobierno no seguirá mis consejos.

– Sin embargo, si ocurren pronunciamientos como el del día veintidós…

– No ocurrirán, padre Tomás, mientras en la casa grande me atiendan a mí. La sublevación del otro día fué por culpa de O’Donnell, ese cazurro sanguinario que sólo sabe fusilar cuando ya ha pasado todo, y que, en cambio, nunca supo prevenir el peligro con medidas enérgicas. Ahora con Narváez ya es otra cosa, y tanto él como el señor González Brabo encuentran muy razonable todo lo que les dice el padre Claudio. Mi sistema de gobernar es siempre el mismo. Más vale prevenir que reprimir. ¿Hay síntomas revolucionarios?.. pues gente a presidio. Mientras se hagan cuerdas y más cuerdas y se envíen todas las semanas a los presidios de Africa o a las Marianas a unos cuantos centenares de esos periodistas que tanto chillan y de esos obreros ilusos, que se acuestan abrazados al trabuco, no hay cuidado que sobrevenga la revolución. En países donde la gente piensa en libertad, el palo es la única salvación, y, además, también estamos nosotros aquí, para por medio de intrigas y sobornos esparcir la discordia y el desaliento en los partidos avanzados. Si el Gobierno sigue aconsejándose de mí unos cuantos años, no sólo se salvará la monarquía, sino que morirá el régimen constitucional y doña Isabel II volverá a gozar la realeza absoluta como su padre don Fernando, a quien le fué muy bien siguiendo mis instrucciones.

– Grandes cosas puede hacer la Compañía. Hay en nosotros un espíritu que nos hace indestructibles. Sin duda, es la protección de Dios.

El padre Claudio sonrió con expresión escéptica al oír las últimas palabras.

– Es otra cosa lo que nos salva y nos hace fuertes. Dejad a Dios quieto, padre Tomás, y tened el convencimiento de que si nuestros enemigos tuviesen la misma organización que nosotros, de seguro que nos derrotarían. Organización…: ésa es la palabra; eso es lo que nos salva y nos mantendrá incólumes y fuertes a través de todas las tempestades que la revolución desate contra nosotros.

El padre Tomás no se mostraba muy convencido de lo que afirmaba su superior.

– Buena es nuestra organización, reverendo padre, pero tan excelente como la nuestra la tienen otras órdenes religiosas, y, sin embargo, no han prosperado ni llegarán nunca a la misma altura que la Compañía de Jesús. Esto demuestra que nuestra prosperidad procede de Dios, que nos proteje como objeto predilecto de su excelente cariño.

El padre Claudio sonreía escépticamente.

– ¡Bah! Le repito a usted que deje quieto a Dios. No ha entendido usted lo que yo quise expresar al decir organización. Hablaré más claro. La gran fuerza de la Compañía consiste en que sabe estudiar al hombre, adivina sus facultades, y sólo lo dedica para aquello que sirve. Además, nuestra Orden tiene la gran virtud de “barrer para adentro” y admitir a cuantos se presentan de buena voluntad, segura siempre de que no hay hombre que no sirva para algo.

El padre Tomás, bien fuera por espíritu de delación o porque realmente le chocara la explicación del padre Claudio, mostrábase sorprendido.

– No había yo pensado en eso, reverendo padre.

– El mayor mérito de la Compañía de Jesús ha consistido en proceder al revés que la sociedad, demostrando en esto gran sabiduría. La mitad de los males sociales provienen de que la mayoría de los humanos se dedican, por lo general, a las ocupaciones menos apropiadas a sus facultades, y de que el resto se pasa la vida sin hacer nada, por no haber quien se dedique a estudiarlos indicándoles para lo que sirven. ¿Qué se ve todos los días en el mundo? ¿No se ha reído usted nunca al ver a generales que rezan en latín y ayudan a misa como el mejor acólito, y curas que a la menor revuelta agarran el trabuco y marchan al punto para resultar grandes soldados? ¿No ha encontrado usted nunca ingenieros que no sirven para peones; obreros que estudiando podrían resultar grandes inventores y gentes que pasan la vida afanándose por ser artistas y que gastan en ello su vida y su fortuna, cuando podían resultar muy útiles a la sociedad siendo unos buenos zapateros o albañiles? No lo dude usted, el desbarajuste social consiste principalmente en que nadie se dedica a aquello para que sirve y en que no hay una inteligencia superior que sepa utilizar para un fin determinado las buenas o las malas cualidades de cada uno.

– Reconozco, reverendo padre, que mucho de eso existe en la sociedad.

– Pues bien; nada de esto ocurre en nuestra Compañía. Los santos fundadores diéronle un talismán para que su vida fuese eterna y su poder inextinguible, y este medio consiste únicamente en que la Orden procura estudiar para lo que sirve cada uno de sus individuos y para aquello lo dedica. Sobre todo, “barremos para adentro”, y en esto estriba nuestra salvación. Imbéciles y sabios, pecadores o virtuosos, todos sirven, todos hacen su papel y contribuyen a la grande obra para mayor gloria de Dios.

– Sin embargo, no todos son buenos para vestir nuestra sotana. La Compañía de Jesús ha sido siempre una asociación de grandes inteligencias, una aristocracia del talento que San Ignacio estableció dentro de la Iglesia.

El padre Claudio lanzó una alegre carcajada.

– Me hace gracia esa afirmación. Mucho hubiese medrado la Compañía a ser cierto lo que usted dice. Si todos los jesuítas fuesen hombres de gran talento, la Orden no hubiese llegado a vivir un siglo. ¿Ha visto usted algo tan ridículo e inestable como una asociación de grandes inteligencias? Donde hay sabios, la envidia no tarda en surgir; el interés individual se sobrepone siempre al colectivo, y con tal de aparecer algunos dedos por encima de los demás, se da al traste con todo lo que a los antecesores les ha costado mucho organizar. Si aquí, en esta casa, fuésemos todos sabios, tenga usted el convencimiento de que nadie obedecería, y cada uno echaría por donde le aconsejase su voluntad. Eso de la sabiduría de los jesuítas es una frase hecha por el vulgo y que explotamos en provecho de nuestro prestigio. A los esclavos les consuela siempre suponer grandes talentos en el señor que los explota y los castiga. Esto hace más tolerable la servidumbre y disminuye la propia degradación.

– Pues entonces – preguntó el italiano algo amostazado – ,¿qué cree vuestra paternidad que es la Compañía de Jesús?

– Pues una asociación de hombres ni más sabios ni más ignorantes que todos los demás, pero admirablemente organizados, moviéndose todos al impulso de una voluntad única y universal, y dirigiendo sus esfuerzos siempre al mismo fin. Esta organización es admirable, como antes decía, porque descansa en la infinita variedad de las aptitudes humanas, y porque cada uno de sus individuos sabe para lo que sirve y únicamente a ello se dedica. De aquí que los jesuítas desempeñan siempre tan a la perfección cuantos papeles se les encargan. ¿Qué diría usted si para construir un palacio se contara únicamente con los arquitectos que piensan, despreciando a los albañiles que ejecutan? En el mundo es tan necesaria y preciosa la cabeza como el brazo, y es una estupidez despreciar a ningún hombre, pues repito que todos sirven para algo. No hay rueda inútil en la sociedad; si algunas están paradas y enmohecidas, es porque falta el artífice inteligente que las monte y las haga funcionar. Gran cosa es ser sabio, pero hay circunstancias en la vida de las que sale un imbécil más airoso, y siempre será vencedor el organismo que en su mano tenga gentes de todas clases; para unas ocasiones, un hombre de talento, y para otras, un estúpido hábil. Todo consiste en saber estudiar a los hombres y adivinar para lo que valen.

Y el padre Claudio, desarrollando su teoría, se animaba por grados y se erguía sobre el banco de piedra, lanzando omnipotentes miradas a aquellos grupos de subordinados que discurrían por el jardín.

– ¿Ve usted toda esa gente? – continuó señalando a los novicios y padres que paseaban por las inmediatas alamedas – . Todos contribuirán a nuestra gran obra, todos aportarán su grano de arena al grandioso altar que en el porvenir levantaremos a Dios cuando por conducto de nuestra Orden reine sobre el universo entero; todos son buenos, todos sirven; ninguno dejará de ser un campeón aguerrido de la buena causa, y, sin embargo, los hay entre ellos que serían expulsados inmediatamente de otras órdenes religiosas, o que, de vivir en el mundo, serían unos parásitos inútiles incapaces de hacer la menor cosa. Nosotros sabemos adivinar el diamante a través de las capas petrificadas que lo convierten en un guijarro; por esto todo hombre sirve para algo en nuestra Orden, ya que no nos equivocamos acerca de sus facultades. Todo es cuestión de tener buen ojo, y en la Compañía, justo es decirlo, cuando se llega a desempeñar alguna autoridad, es porque ya se ha aprendido a conocer lo que cada uno vale.

Calló el padre Claudio, pero tan animado estaba que no tardó en seguir desarrollando su tema favorito.

– ¿Ve usted aquel muchacho de sonrisa afectada, regordete, que ahora conversa tan atentamente con el padre prefecto?

 

– Sí; creo que es el hermano López, un joven que da muchos disgustos a los maestros y que raro es el día en que deja de ser castigado.

– Eso es. El tal López, a haber ingresado en otra orden religiosa, hace ya tiempo que estaría en la calle. Es enredador e intrigante como él solo; miente con una facilidad pasmosa, y tal es su don de convicción, que si se empeñase ahora en hacernos creer que es de noche, casi lo lograría. En esta casa nadie está tranquilo cuando él se lo propone; calumnia con la mayor frescura al más virtuoso; indispone entre sí a los padres más respetables con sus diabólicos chismes, y los más crueles castigos no logran modificar su carácter. ¿No es verdad que resulta difícil hacer un hombre de provecho de tal mozo?

– Así es, reverendo padre.

– Pues se engaña usted. El hermano López ha de ser una gloria de la Compañía y de seguro que será más útil a nuestros intereses que muchos de esos santos y futuros sabios que hoy educamos. Hace tiempo que estudio a ese diabólico muchacho, y me afirmo cada vez más en mi convicción de que será un magnífico confesor de personas reales. Cuando se ordene de sacerdote y haya adquirido un aspecto respetable, lo destinaremos a confesor de alguna reina o princesa, y le aseguro a usted que ya le ha caído la lotería a la corte donde él desempeñe sus sagradas funciones. Aconsejará de un modo sublime, haciendo que sus regios penitentes acojan como axiomas sus más leves palabras; intrigará en los salones, y con chismes por bajo cuerda, destrozará cuantas coaliciones formen contra él los cortesanos envidiosos de su poder. La nación a cuyos reyes confiese, cuente usted que ya es nuestra. Vea, pues, padre Tomás, cómo sirve para mucho ese individuo a quien otros hubieran arrojado por inútil.

Y el padre Claudio miraba con expresión triunfante a su compañero.

– Muy bien – dijo el italiano – . Reconozco que pueda sacarse algún provecho de ese muchacho enredador, pero ¿querrá decirme vuestra paternidad qué provecho dará a la Orden en el porvenir ese hermano Pezuela, el mismo que está allá abajo arrodillado y con los brazos en cruz castigado por sus picardías? Para algo debe de servir también, ya que vuestra paternidad se ha opuesto siempre a que lo arrojasen de la Orden y ha disculpado sus groserías.

– Le tiene usted ojeriza a ese pobre muchacho, y no hay para tanto. Sé que en varias ocasiones se ha burlado de usted graciosamente, remedándole cuando habla en italiano con sus compatriotas, pero más enojado debiera mostrarme yo contra quien escribió unos versos haciendo comparaciones poco gratas de mi figura y mi carácter. ¡Si viera usted qué salados eran los tales versos!..

Y el padre Claudio se reía bondadosamente recordando la sátira de aquel jesuíta joven.

– ¿Le hacen a usted gracia tales descaros? Pues si yo fuese un superior tan poderoso como usted lo es, no permitiría tales desvergüenzas dentro de la Compañía. Eso sólo sirve para acabar con la disciplina de la Orden y nunca podrá usted demostrarme en qué puede ser útil a la Compañía un trasto así, como no sea para deshonrarnos.

– ¿Conque no puede sernos útil el hermano Pezuela? ¡Ah, padre Tomás! ¡Cuan mal dirigiría usted los intereses de nuestra Orden! Es usted un hombre de talento, pero no entiende gran cosa de adivinar lo que valen los demás. Ese hermano Pezuela será a la Compañía tan útil como pueda serlo López. Es un bicho de mala baba, tiene verdadera manía por burlarse de todo y de todos; con tal de decir un chiste sangriento no le importa que lo castiguen ocho días; posee el valor de la desvergüenza, trata con la misma facilidad la prosa y el verso, y al hombre más respetable sabe encontrarle inmediatamente el punto flaco para convertir su figura en caricatura. ¿Que es un canalla? Conforme. ¿Que no tiene conciencia ni cree en nada? Muchos podría yo enseñar dentro de la Orden que son aún más escépticos. Pero, en cambio, ese muchacho, para ser un Voltaire del catolicismo, sólo necesita que le pongamos una pluma en la mano y le mandemos escribir. El día en que nuestra Compañía, cansada de sufrir los ataques de los escritores revolucionarios, quiera defenderse, Pezuela los abrumará a insultos y desvergüenzas, y de seguro que usted será el primero que se alegrará de tener entre los suyos uno que sepa tan acertadamente zurrarles la badana a los enemigos. Váyase usted convencido de que todos sirven y que a todos hay que conservarlos.

– Bueno; me conformo también con la utilidad de Pezuela, pero creo que la teoría de vuestra paternidad será como todas las reglas: que tienen sus excepciones.

– Aquí no las hay. Todos sirven, absolutamente todos. Señáleme usted uno sólo de los que por ahí se pasean, y a ver si no le demuestro a usted que la Compañía tiene interés en conservarlo por los servicios que puede prestar.

– Conozco poco a los que viven en esta casa, pero alguno encontraré, reverendo padre.

Y el jesuíta italiano, después de reflexionar por un breve rato, dijo señalando a uno de los castigados que desde aquel banco se distinguían:

– ¿Y para qué puede servir aquel bestia de cara cerril qué está allá arrodillado y en cruz con una gran piedra en cada mano para que su castigo sea más cruel? Es un barbarote que sirve más para carretero que para jesuíta. Por la cosa más insignificante da de bofetadas a sus compañeros, y aunque es dócil con sus superiores come un perro, y les obedece sin chistar, algunas veces se ha rebelado contra sus maestros intentando golpearles. ¿Para qué puede servir un animal así? ¿Es que vuestra reverencia va a encargarle que confiese reinas, o quiere hacer de él un Voltaire católico?

– Hace usted mal en burlarse, querido colega – contestó el padre Claudio con aire de superioridad – . Ese muchachote dócil, pero brutal, puede servir para lo que nunca hemos servido usted ni yo, ni la mayoría de los padres de la Compañía. Si el día de mañana surge una revolución en sentido avanzado, convendría a los intereses de la Orden el deshonrarla con demasías y crímenes para que las clases conservadoras, asustadas, adquiriesen nuevo valor y acelerar de este modo la reacción. Para este encargo sólo sirven hombres como ése, pues la mayoría de los que estamos aquí no servimos para héroes de barricada ni tenemos serenidad en los difíciles momentos de una revolución. Si algún día el pueblo español derribara el trono, vestiríamos a ese muchacho con la blusa y la gorra del obrero; a fuerza de andar a golpes y de hacer heroicidades en las barricadas, conseguiría inmenso prestigio en el populacho y tendríamos un agente fiel y animoso a quien aconsejaríamos todas las barbaridades que fuesen necesarias para deshonrar la naciente revolución.

– ¿Y si lo mataban antes de hacerse popular?

– Entonces, otro al puesto, y la Compañía no perdía gran cosa con su muerte. Lo que debe usted hacer es convencerse de que ese majadero es tan necesario como todos. No hay hombre inútil, y el que uno sea un héroe o un papanatas sólo depende de las circunstancias.

– Admito también la utilidad de ese valentón de sotana, pero por mucho que usted se esfuerce, no podrá hacerme ver para lo que sirve ese jovencillo melifluo y rubito a quien sorprenden muchas veces mirándose en una vidriera y recitando los parlamentos más amorosos que encuentra en las comedias de Calderón y Lope. Me han dicho que, fuera de la declamación, para la cual tiene facultades, manifiesta un entendimiento romo, y no creo que vuestra paternidad piense organizar con el tiempo una compañía dramática entre los padres jesuítas.