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La araña negra, t. 6

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Don Pedro, sonriendo como un angel, contemplaba la escena desde un extremo de la estación, y cuando el tren partió, lanzó un suspiro de satisfacción acompañado de unas cuantas carcajadas.

¡Je, je! ¡Cómo se la habían pegado al Gobierno y a su vecino el cabo de Policía!

De este modo salió Esteban Alvarez de aquel levantamiento tan heroico como infortunado.

Al llegar a París se despidió de su protectora inglesa, que en todo el viaje no le había dirigido media docena de palabras, limitándose a mirarle descaradamente a través de su monóculo, con la misma insistencia que si fuese un bicho raro.

Los primeros días de estancia en París fueron insoportables para el emigrado. Se hallaba completamente solo y todo traía a su memoria el recuerdo de su asistente, de su fiel Perico, que había sido en aquellos lugares su inseparable compañero.

Ignoraba cuál había sido su suerte desde que el pobre muchacho le abandonó en la calle de Lope de Vega para hacer más fácil la huída de su amo.

Creía unas veces que estaría sano y salvo en Francia y hacía pesquisas para encontrarlo, pero ningún compañero de emigración había oído hablar de él y se ignoraba cuál había sido su suerte.

Al mes de emigración la ansiedad experimentada por el capitán era tan grande, que resolvió escribir a su amigo el vizconde preguntándole por Perico. Envió la carta al Casino donde pasaba la vida el vizconde y no puso su firma, pues sabía que el Gobierno era maestro en el arte de leer la correspondencia sospechosa, sin detenerla, y él no quería comprometer a su amigo. Limitábase a preguntar qué era de Perico, y consignaba la dirección que debía dar a su repuesta.

El vizconde reconoció la forma de letra de su amigo y contestó a vuelta de correo lacónicamente para evitarse compromisos.

Perico estaba actualmente en Melilla. Una bala le había roto una pierna en su huída. Después había sido conducido al Hospital Militar, y si no le habían fusilado lo debía a estar herido, a las influencias que el vizconde puso en juego, y, más que todo, a la serenidad que demostró negando su personalidad.

El valiente muchacho dijo en todas sus declaraciones que era francés y que tan sólo arrastrado por una curiosidad imprudente había ido a las barricadas, mezclándose en la lucha. Un certificado del Consulado francés que le encontraron en un bolsillo del traje, fué lo único que le salvó de ser pasado por las armas; pero esto no le evitó al supuesto francés el ser condenado a veinte años de cadena en los presidios de Africa, y apenas estuvo convaleciente de su herida, salió para su destino formando parte de una de aquellas famosas cuerdas en que iban a la deportación mezclados con los más abyectos criminales algunos centenares de ciudadanos honrados, arrancados a sus familias por el delito de amar mucho a su patria.

Aquella carta conmovió al revolucionario y le hizo odiar aún con más fuerza el régimen político contra el cual conspiraba.

FIN DEL TOMO SEXTO