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La araña negra, t. 6

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– Usted, por la izquierda.

Esteban se sintió violentamente empujado, y en el mismo momento vió arremolinarse toda la escolta, echándose los fusiles a la cara.

Era que el fiel muchacho, después de empujar a su amo hacia la izquierda, se había arrojado con velocidad aplastante sobre el soldado que iba a la derecha, y arrojándolo al suelo huía por la calle de Lope de Vega, con dirección al Prado.

Prodújose en la obscuridad un desorden espantoso. El teniente gritó con indignación tan espontánea, que hacía honor a su disimulo, y los soldados apuntaron sus fusiles e hicieron una descarga cerrada sobre aquella parte de la calle.

– Creo que va herido – gritó uno de los soldados que pasaba por tener una vista portentosa, e inmediatamente, más de la mitad de la escolta se lanzó en la obscura calle en persecución de Perico.

Todo esto había pasado como una exhalación a los ojos, de Alvarez. El estampido de la descarga le sacó de la estupefacción producida por la rápida fuga de su asistente; vió a los soldados de espaldas a él haciendo fuego, y al mismo tiempo, el vizconde, mientras gritaba animando a sus soldados a la persecución, le largó un sablado de plano, como indicándole que huyera en seguida, antes que la escolta volviera de su sorpresa.

El revolucionario escapó por la izquierda de la calle, corriendo junto a la pared, con la cabeza baja y el cuerpo encogido, para presentar escaso blanco, por si le hacían una descarga.

Estaba ya cerca, de la calle de San Agustín, cuando un soldado bisoño se apercibió de la fuga de Alvarez.

– ¡Que se escapa el otro! – gritó; y a esta voz, los pocos soldados que quedaban al lado del teniente volvieron la cabeza hacia la izquierda de la calle. Parecíales distinguir la sombra que proyectaba en la obscuridad el fugitivo, pero ninguno pudo hacerle fuego, por haber disparado poco antes sus fusiles.

Dos gastadores, los mismos que habían reconocido a Alvarez, según aseguraba el vizconde, fueron los que salieron en su persecución.

– ¡No es necesario que carguéis! – dijo uno de ellos a los compañeros – . Nosotros tenemos buenas piernas y lo traemos aquí.

Y los dos muchachotes, con el fusil colgado del hombro, salieron al escape de sus veloces alpargatas, y en la sombra se perdió el retintín que producían sus armas al agitarse con la violencia de la carrera.

Al teniente le disgustó que fueran aquellos dos hombres los que salieran en persecución de Alvarez. Sabían seguramente quién era, y por el afán de ser premiados no dejarían de hacer los más grandes esfuerzos para apresarle.

Los dos gastadores, con su excelente vista de labriegos acostumbrados a ver en la obscuridad, distinguieron cómo el fugitivo doblaba la esquina de la calle de San Agustín.

Cuando ellos entraron en dicha calle la abarcaron en una mirada, y desde su entrada a la plaza de las Cortes no vieron persona alguna.

Por mucho que corriera el fugitivo, y con la escasa ventaja que les llevaba, era imposible que hubiese atravesado toda la calle. En ella, pues, debía estar, y los dos la recorrieron despacio, fijándose en todas las puertas.

Una sola encontraron abierta perteneciente a una casa antigua, de modesta apariencia, y cuyo portal era tan reducido, que la escalera comenzaba muy cerca del umbral.

Los dos muchachos se miraron sonriendo.

– Aquí está – dijo con acento de certeza uno de ellos.

– No es difícil adivinarlo; es el único refugio que ha podido encontrar. Tal vez nos estará oyendo metido entre la puerta y la pared. ¿Qué hacemos, Juanico?

– ¡Bah! A éste lo fusilan si nosotros lo llevamos allá. ¿Te parece bien que maten como a un cualquiera a un hombre de que contaban tantas proezas en el regimiento? ¡Sí, allá en Africa dicen que le llamaban Matamoros! Además, era el más fino de todos los oficiales cuando estaba en el regimiento, y yo le oí decir al sargento de la escuadra que sabía más que un cura. Mira, chiquio, lo que a él le pasa son desgracias que le pueden ocurrir a cualquier hombre, y esto son cosas de política en que no debemos mezclarnos. Dejémoslo en paz; para eso nos hemos encargado de seguirlo.

El llamado Juanico tenía gran ascendiente sobre su compañero, pues éste se limitó a levantar los hombros en señal de conformidad.

– Vámonos…; pero, no, aguárdate un poco. Que conste esto que hacemos, pues ese señor de seguro que está ahí.

Y Juanico se acercó a la entreabierta puerta y la golpeé con la culata de su fusil.

– Mi capitán – dijo con voz leve acercando su cabeza al espacio que la puerta dejaba libre – . Sabemos que está usted ahí, pero no pase cuidado. Comprendemos lo que son estas cosas, y para nosotros, un hombre es un hombre.

El gastador iba a retirarse después de este rasgo de elocuencia, en que condensaba todos sus sentimientos, cuando creyó prudente añadir para que el servicio no quedase en el misterio.

– Yo soy Juan Cuesta, y mi compañero, Pablo García, de la escuadra del segundo batallón, la que mandaba el cabo Ravianco. Somos de Belchite. Usted, de seguro, no tendrá el honor de conocernos, pero nosotros nos acordamos de cuando usted mandó, por una temporada, nuestra compañía. Aún me acuerdo de las dos guantadas que le atizó usted al cabo Solimán, aquel que tantas panzas les largaba a los reclutas. Parece que lo estoy viendo… ¡Qué buenos puños tiene usted!

Y el muchachote, como si temiera enfrascarse en aquellos recuerdos que le hacían sonreír, se apartó un poco, disponiéndose a retirarse.

– Vaya, ¡adiós, mi capitán!.. Ese que iba con usted no sé qué suerte habrá tenido. Creo que alguna de las chinas le habrá alcanzado. Que tenga usted mejor fortuna, capitán; procure que no le coja la Policía o la Guardia civil, que ahora mismo irán a la husma de los fugitivos.

Y el soldado aragonés se retiró, pero cuando ya estaba al lado de su compañero volvió, sobre sus pasos, como si hubiese olvidado algo importante.

Le repugnaba retirarse sin tener una muestra de agradecimiento del perseguido, y acercando su cabeza a la entreabierta puerta, volvió a hablar:

– Mi capitán, ya que tal vez no nos veamos más, haga el favor de darme la mano. Soy un buen muchacho y tengo gusto en estrechar la mano de un valiente.

El gastador vió asomar por el borde de la puerta una mano varonil que apretó con toda la rudeza de un vehemente sentimiento.

– Bien, mi capitán; es usted todo un hombre. Da gusto hacer bien a valientes como usted. No se mueva; ahora mismo me voy.

Y volviéndose a su camarada le llamó con un ligero siseo.

– ¡Eh, tú! ¡Pablico! Ven aquí, que el capitán quiere darte la mano.

El otro aragonés acudió solícito a estrechar aquella mano que surgía de la obscuridad como la de una aparición fantástica, y los dos soldados, después de sonreír estúpidamente por aquel honor, se retiraron, no sin antes decir el más avispado:

– Guárdese bien, mi capitán, que no lo cojan. Y si algún día cambian los tiempos y usted es algo, acuérdese de estos pobres. No lo olvide; somos de Belchite.

Los dos gastadores se alejaron, y en su apostura notábase la interna satisfacción que experimentaban.

– ¿Ves? – decía Juanico – . Da gusto hacer favores a hombres que son hombres. Te digo que el dar la mano al capitán me ha puesto más contento que cuando la Pepa me regala un real para vino. ¿No piensas tu así?

El compañero afirmó con una cabezada.

– Ahora – continuó el gastador aragonés – mucho mutis. Hemos hecho lo suficiente para ir al Fijo de Ceuta. Aunque Dios baje del cielo a preguntarte, cuidado con mover la lengua.

Cuando los dos llegaron a la entrada de la plaza de Jesús vieron reunida ya a toda la escolta y sentado sobre un fusil que sostenían por ambos extremos dos soldados al desgraciado Perico, que había sido herido en una pierna al escapar hacia el Prado.

Los soldados, al recogerle del suelo bañado en sangre, aplacaron su furor, y perdonándole la carrera y la alarma que les había proporcionado le trataban con bastante consideración.

La escolta púsose en marcha, y los dos gastadores, en el silencio con que el teniente acogió su declaración de no haber alcanzado al fugitivo, comprendieron que no habían obrado del todo mal.

Cuando Alvarez, oculto en aquel portal obscuro, oyó alejarse a los soldados empujó la puerta tras la cual se guarecía, y cerró suavemente.

Ya estaba en salvo, aunque sólo fuera momentáneamente. Sentado en los primeros peldaños de la escalera, envuelto en aquella densa oscuridad y oyendo de vez en cuando sordos ruidos que provenían de los habitantes de los pisos superiores, pasó Alvarez gran parte de la noche, considerando aquel refugio incómodo y peligroso como un lugar de delicioso descanso, después de las terribles aventuras de aquel día.

De vez en cuando sonaba a los lejos el galopar de algún pelotón de caballería, y en la misma calle, se oyeron varios veces los pasos de patrullas que marchaban lentamente recorriendo la ciudad para efectuar registros en las casas sospechosas y detener a cuantos transeúntes de aspecto equívoco encontraban.

Alvarez, sumido en aquella oscuridad, presa de cruel incertidumbre sobre su porvenir, y a merced del primero que llamase a la puerta o bajase la escalera, sentía desvanecerse por momentos su presencia de ánimo.

La situación no podía ser más crítica. Mientras había durado en el la excitación del combate, los peligros le habían parecido sin importancia; no había sentido la menor conmoción en las barricadas, ni al ver cerca de la cara de Enriqueta los fusiles de la guardia civil apuntados a su pecho: estos sucesos, así como la reciente fuga, recordábalos con toda la vaguedad de un sueño, pero ahora, al considerar fríamente su situación, sentía miedo y deseaba salir cuanto antes de tan angustioso estado.

Permaneciendo allí, estaba a merced del primero que lo encontrase en la escalera, y esta consideración le impulsó varias veces a subir para pedir a los vecinos de las habitaciones superiores que le auxiliasen; pero siempre se detuvo. Los habitantes de aquella casa, a juzgar por el portal reducido, mísero y sin portería, debían ser gentes pobres; pero aunque esto alentaba al fugitivo, por otra parte, atemorizábale la idea de encontrar arriba alguna mujer que asustada por su presencia, diese voces que pusieran en alarma a toda la calle.

 

Alvarez prefirió permanecer quieto, y allí, estuvo muchas horas sentado en el duro peldaño y martirizado por la carencia de tabaco y fósforos.

De poder fumar, se hubiera distraído y alejado de sí aquella idea cruel y obsesionante de comparar su situación a la de un muerto y creerse en el fondo de una tumba, a causa de la oscuridad y del absoluto silencio.

Desesperado por la seguridad de que allí permanecería toda la noche y que al día siguiente sería descubierto y preso, entreteníase en contar las horas que iban sonando en todos los relojes del barrio. Así oyó desde las nueve hasta la una de la madrugada.

Daban aún tal hora los relojes más atrasados del barrio, cuando en la calle, por la que hacía mucho tiempo ya no transitaba nadie, sonaron las pisadas de una persona que se detuvo ante la puerta. Aquello hizo levantar de un salto a Alvarez, y su alarma, aun subió de punto, al oír que introducían una llave en la cerradura.

Escondióse en el espacio que quedaba entre la pared y la puerta al abrirse ésta y oprimiéndose contra el muro, esperó.

Abrióse la puerta lentamente y un hombre entró en el oscuro portal, cerrándola tras sí. Después, en la oscuridad, sonó el chasquido de un fósforo al ser raspado y encenderse, y una claridad rojiza se esparció por aquel reducido espacio.

Alvarez, al cerrarse la puerta, había quedado al descubierto, así es que vió inmediatamente al recién llegado y fué visto por éste.

Era un hombrecillo de enteca y mísera figura, que tenía como rasgos más salientes en su aspecto, una nariz más que regular y una chistera mugrienta, cuyas alas daban sombra a una melena, lacia y canosa, que bajaba a cubrir de mugre el cuello de la camisa. La levita raída a fuerza de cepillo, pregonaba una pobreza extremada pero digna, y todo en aquel vejete delataba al desgraciado que sabe llevar con nobleza su miseria y que aun la anima con algo de esa alegría serena y dulce, patrimonio de los hombres bondadosos.

Al ver a Alvarez, que sin sombrero, con las ropas rotas y el rostro ahumado, nada tenía de tranquilizador, el viejo experimentó gran sorpresa y se hizo atrás instintivamente, pero pronto se repuso y con ademán que pugnaba por ser imponente, se acercó al desconocido y empinándose sobre las puntas de los pies, al mismo tiempo que se afirmaba las gafas sobre el extremado caballete de su nariz, preguntó con voz hueca:

– ¿Qué hace usted aquí, caballero?

El fugitivo contestó con voz trémula y con una dignidad que no pasó inadvertida para el viejo. Pedíale auxilio, que lo ocultase en su casa para librarse de una muerte cierta.

– ¡Ah! Todo lo comprendo, caballero. Usted es sin duda de los comprometidos en esa jarana que ha aterrado a Madrid durante todo el día. Muy bien, caballero; está muy bien.

Y se quedó pensativo por algunos instantes. Alvarez no esperaba nada bueno de aquellas reflexiones y aguardaba el momento en que el vejete le ordenase salir de allí, insultándole por meterse en las casas y comprometer a las personas honradas.

Por esto su sorpresa fué grande cuando aquel hombrecillo señaló la escalera y con entonación propia de un personaje de drama, le dijo:

– Sígame usted, caballero. Arriba hablaremos.

Procurando hacer el menor ruido al subir los peldaños, iba el vejete delante encendiendo fósforos y casi pegado a su levita seguíale el fugitivo Alvarez, a quien después de lo ocurrido, le parecía aquel hombre la figura más simpática que había encontrado en su vida.

Vivía en el cuarto piso, en una habitación que tenía el aspecto de un desván y que ofrecía un golpe de vista raro. Había en ella más libros que muebles y más papeles que libros. El único adorno de la pared, era un gran retrato al óleo de una mujer bastante fea, con soberbio marco dorado, que estaba pregonando su procedencia de la época en que el dueño de la casa había gozado de mejor posición social.

El viejo, después de enterarse de quién era Alvarez, sentía verdadero afán por corresponderle relatándole su propia vida. Aquel retrato, era el de su difunta Ramona, el único ser que en este mundo le había comprendido, y había hecho justicia a sus méritos, desconocidos por el vulgo.

El también había sido revolucionario… ¡je! ¡je!.. y miliciano nacional; aun debía tener en la cómoda, como recuerdo, los botones del uniforme. Las prendas las había gastado para ir por casa. ¡Jo! ¡jo!.. Y el viejo reía recordando el año 54, cuando él, en su evolución mil y tantas acerca de la utilidad de sus facultades, había pensado dedicarse a político. En el bienio progresista había perorado en los clubs, y hasta llegó a sargento furriel de una compañía del batallón de Ligeros que mandaba Sixto Cámara; pero no le llamaba Dios por el camino de la política, y la dejó para dedicarse a inventar el movimiento continuo.

Aquel Don Pedro Corrales – éste era su nombre – resultaba un ejemplar precioso de ese tipo que tanto abunda en nuestra sociedad, de hombre listo que sirve para todo, que no encuentra asunto que no crea profundizar y dominar, y que, al fin, muere en la miseria sin haber hecho nada, ni servir en lo más mínimo a la sociedad.

A la muerte de sus padres era rico, y ahora estaba en la miseria. No era vicioso, ignoraba lo que eran locuras, y a pesar de esto, el dinero se le fué de entre las manos como si fuera azogue. No siguió carrera alguna porque se sentía poeta, y el genio no puede encadenarse a la monotonía universitaria. Amigo de todos los grandes hombres del período romántico, para revolucionar el teatro se metió a empresario, y perdió media fortuna; fué después editor, y su bolsa experimentó una segunda derrota; metióse en empresas industriales y acabó con su fortuna, sin que las desgracias lograsen quitarle aquella manía de hombre extraordinario llamado a transformar cuanto tocaba.

La miseria y el olvido no habían desvanecido ninguna de sus ilusiones, y oyéndole hablar se esperaba de un momento a otro que se golpease la frente, y como Andrés Chenier, exclamara:

– ¡Aquí hay algo!

En medio de la lástima que inspiraba a Alvarez oyéndole contar su vida tan llena de ilusiones, el revolucionario sentía por el viejo una viva simpatía cada vez que éste cortaba su relación, y mirando aquella cara fea del retrato decía con visible ternura:

– ¡Oh! ¡Si viviera mi Ramona! Esa me comprendía, y sabía animarme. Sin ella me siento incapaz para todo.

El presente del buen viejo era bastante triste, pero a pesar de esto, aun hacía sonreír a aquel niño de cabellos blancos, destinado a bajar a la tumba con la virginal corona de sus primeras ilusiones. Ganábase la vida con un puesto de memorialista que tenía en la plaza de Isabel II, y según él aseguraba, sonriendo irónicamente, no podía quejarse de su suerte; los del oficio le tenían envidia en secreto por su gran clientela, y muchas criadas iban a buscarle desde el otro extremo de Madrid, conociendo su buena mano para inventarse cartas amorosas en verso. Además, en los ratos desocupados escribía piececitas para el teatro Infantil, único coliseo donde había logrado ver admitidas sus producciones. Le quedaba aún mucho de su antigua afición.

Y el vejete enumeraba las ventajas de su vida, con la misma entonación que un galán de comedia recita un parlamento.

– En fin, caballero; que lo paso ricamente, y sería un crimen quejarme de mi fortuna. Otros lo pasan peor y han tenido principios superiores a los míos. Hoy, a pesar de que la sarracina comenzó muy de mañana; he querido ir a mi cajón de memorialista, porque la puntualidad en el ejercicio de la profesión, es la base del crédito. Como hasta allí llegaban las balas, me he metido en el bodegón donde me dan de comer, y he estado en él hasta el anochecer en que he ido al café donde todas las noches me reuno con algunos amigos. No he encontrado a ninguno de ellos, el café estaba casi vacío, pero yo he pasado la noche hablando con el camarero, y no me he retirado hasta la hora de costumbre. La puntualidad; siempre verá usted en mí lo mismo, caballero.

Alvarez oía al viejo, ocupado en roer una libreta de pan bastante dura, que el viejo había encontrado registrando toda su habitación, y la mojaba en un vaso de vino rancio. El único sibaritismo de don Pedro, al hacerse viejo, había consistido en tener siempre en su casa algunas botellas del añejo que compraba en el bodegón.

El revolucionario, después de aquel día de terribles emociones, en el que apenas había comido, sentía un hambre nerviosa, y procuraba aplacarla con aquellas sopas con vino.

De buena gana se hubiese tendido en la cama, que estaba en un extremo de la habitación, pues el cansancio propio de una jornada tan agitada, entumecía sus miembros; pero el viejo, desde que sabía que su protegido era un antiguo capitán, y por añadidura ayudante de Prim, no quería que le tomase a él por un cualquiera y hablaba sin descanso, relatando todos los incidentes de su vida. El mutismo a que le obligaba habitualmente la soledad de su vivienda, hacíale en la presente ocasión ser charlatán hasta el aburrimiento.

El, aunque ahora era un pobre memorialista, había sido el amigo y el protector de todos los grandes hombres. ¡Cuánto le quería Pepe Espronceda! ¿Pues y Marianito Larra? Mayores favores le debía Pepe Zorrilla, el autor del Tenorio, y no es que él se quejase de ingratitud; pero como el otro estaba ya tan alto y él tan bajo, siempre que lo veía de lejos, don Pedro se avergonzaba y escurría el bulto, pues su timidez sublevábase con la más leve suposición de ser molesto a un amigo que podía sentir repugnancia ante su miseria.

Y el anciano seguía enumerando todos los amigos, grandes y medianos, que había tenido en su juventud y alcanzado alguna notoriedad.

– ¡Y pensar que yo que he sido dueño del teatro Español, que he tenido en la calle de la Montera la más hermosa casa editorial que se ha conocido, y que en Chamberí levanté una fábrica que asombró a cuantos la vieron, vivo en esta casa pobre y abandonado, sufriendo las impertinencias de soeces vecinos! ¡Qué vueltas da el mundo! ¿eh, caballero capitán?

Alvarez, rendido de cansancio, y arrullado por la voz dulce de don Pedro, estaba próximo a dormirse; y si aun conservaba los ojos abiertos y contestaba con signos a las palabras del viejo, era porque tenía empeño en acabar de ablandar con vino el último pedazo de aquella libreta que tan rebelde se mostraba entre sus dientes.

Lo que mejor comprendió el capitán, es que hubiera corrido un gran peligro, si en vez de permanecer inmóvil en el patio, hubiese llamado en los pisos superiores demandando protección. ¡De buena se había salvado! En el primer piso vivía una vieja prestamista, de conciencia intranquila, gruñona, y que le bastaba oír el ruido de un ratón, para imaginarse que los ladrones forzaban su puerta y pedir socorro a los vecinos. Si Alvarez hubiese llamado a su puerta, de seguro que la vieja usurera hubiera contestado con chillidos suficientes para poner en alarma toda la calle.

En el segundo vivía una buena moza, querida de un cabo de Policía, sujeto de malas entrañas, del que había que guardarse en adelante, pues era dedicado en especial a la persecución de delincuentes políticos. La moza no era de mejores sentimientos que su amante, y de haber llamado Alvarez a su puerta, diciendo quién era, de seguro que la policía no hubiese tardado en echarle mano.

– De todos modos, señor Alvarez – decía el viejo con su entonación dramática y caballeresca – , más vale que tengamos vecinos de tal clase. Usted estará aquí muy seguro solamente con que tenga prudencia y no se deje ver, pues a nadie se le ocurrirá venir a registrar una casa donde vive el sabueso más listo de la policía. ¡Vaya por Dios! Alguna vez debía servir para algo esa vecindad soez.

Y el pobre anciano, por el modo de decir estas palabras, daba a entender la repugnancia que le producía el trato con esas gentes incultas, que guardan todos sus sarcasmos y desprecios para los pobres de levita que se ven obligados a vivir entre ellas, y a los que odian por su superioridad de educación.

La sencillez con que don Pedro se comprometía a tenerle en su casa por un plazo indeterminado, hasta que pudiera salvarse, conmovió a Alvarez hasta el punto de desvanecer la somnolencia en que estaba.

 

Dióle las gracias con un vigoroso apretón de manos, y después sacó del bolsillo interior de su levita una abultada cartera. Tenía allí más de tres mil pesetas que era el sobrante de los fondos que la Junta revolucionaria le había entregado para la preparación de una parte del levantamiento.

Quiso que don Pedro tomase la cantidad que juzgase necesaria para atender a los gastos que pudiera proporcionarle, pero el viejo rehusó con un gesto imponente que recordaba a los héroes de tragedia, rechazando la cicuta mortal.

– No; sería la primera vez que tomaría dinero a cambio de un favor. Guárdese sus billetes, señor de Alvarez. Aunque soy pobre, aún tengo algunos duros en esa cómoda y puedo hacer mi santa voluntad sin que nadie me ayude.

Alvarez no insistió, pues había conocido el verdadero carácter de aquel hombre.

Eran ya las tres de la madrugada, y don Pedro, excitado por aquella charla extraordinaria, no pensaba en dormir. Fumaba cigarrillo tras cigarrillo y hacía que el capitán bebiera copitas del añejo, según él decía, para que se le pasasen los muchos sustos que había experimentado durante el día anterior.

A las cuatro, cuando ya comenzaba a romper el día, se decidió a dormir, pero antes, aun quiso mostrar a su huésped lo que él llamaba museo retrospectivo, y de dentro de un cofre viejo sacó un grueso manojo de anuncios de teatro y algunas docenas de pequeños volúmenes, encuadernados en pasta.

Los primeros, eran los prospectos teatrales de cuando él era empresario y estrenaba dramas propios que vivían en el cartel una sola noche. Los libros constituían una biblioteca que él había publicado en pleno furor romántico, con el título de Galería de espectros trágicos y sombras ensangrentadas, colección de novelas con más prodigios que una comedia de magia y en las cuales las protagonistas ostentaban puñales y botes de veneno como quien lleva el abanico, y todos los héroes eran melenudos, de ojos satánicos y con palidez verdosa, como si todas las mañanas se desayunasen con vinagre.

La excitación de la charla y un par de copitas habían puesto a don Pedro en una situación tal que, al contemplar aquellos recuerdos de gloria, se enterneció hasta el punto de que le saltaron las lágrimas por bajo de las gafas.

– ¡Ah, caballero! – gimoteaba el viejo – ; aquélla fué mi grande época. Tenía dinero en abundancia, era respetado y querido por todos, se me consideraba como hombre llamado a hacer grandes cosas, y, sobre todo, tenía a ésa– señalando al retrato – , a mi Ramona, que era un dechado de perfecciones. Yo la maté, señor Alvarez: no quiero ocultarlo, yo fuí quien la maté, con mi afán de actividad y de especulaciones atrevidas. La pobrecita no pudo sufrir la ruina ni familiarizarse con la miseria. Había nacido en la opulencia y murió en el hospital. El primer día en que ella me vió en el cajón de memorialista, esperando a criadas y aguadores que entonces no venían, la infeliz cayó enferma. Era demasiado señora para sufrir aquello. Crea usted que estos recuerdos son lo único que en esta vida me pone triste.

El anciano encerró los libros y papeles en el cofre y se dirigió a la cama, no sin beber antes otra copita, para olvidar aquello que tanto le afligía.

Los dos iban a acostarse en la misma cama, y cuando estaban ya en ropas menores, y don Pedro, dejando las gafas sobre la mesa, iba a apagar el hermoso quinqué, dijo al militar:

– Antes de dormir arreglemos nuestra vida, señor de Alvarez. Mientras yo esté, como de costumbre, en el cajón, usted permanecerá quietecito aquí, cuidando de no cometer imprudencia alguna para que no se aperciban las gentes de abajo. Puede usted entretenerse leyendo los libros que hay desparramados por ahí; además, le dejaré mi Galería de espectros trágicos y sombras ensangrentadas: se la recomiendo, hay en ella cosas muy buenas. El orden de las comidas lo arreglaremos en la siguiente forma: yo almorzaré a las doce, en el cajón, según costumbre; usted hará lo mismo con fiambres que ya le traeré a usted mañana. A las seis volveré a casa, y como es la hora más a propósito para que ningún vecino curiosee, subiré yo mismo un pucherete con algo más que nos guisarán en una taberna de esta misma calle. ¿Está usted conforme?

Alvarez sonreía enternecido por la bondad de aquel viejo, que socorriendo a un desgraciado, parecía poseído de un gozo infantil.

Don Pedro apagó el quinqué, y buscando a tientas la cama, fué a acostarse al lado del revolucionario.

– Ahora, a dormir – dijo con voz queda – . Estará usted mucho tiempo aquí como prisionero. Esto le será molesto, pero, ¡qué diablo!, lo importante es librar la piel y aguardar que vengan tiempos mejores. Ya veremos de salir de este paso.

Calló el viejo, pero al poco rato sonó en la obscuridad su risita infantil.

– ¿Sabe usted por qué río, señor de Alvarez? Me hace mucha gracia el engañar al Gobierno teniéndole a usted aquí. ¡Ji, ji! ¡Cuánto me reiré cada vez que vea a ese groserote policía que vive abajo!

Al capitán le causaba cierto remordimiento la alegría del sencillo anciano.

– Piense usted bien lo que hace, don Pedro, socorriendo a un revolucionario. Estos Gobiernos son capaces de fusilar a un viejo por haber ocultado a un desgraciado.

Reinó el silencio, pero al poco rato contestó el anciano, con voz grave:

– Me importa poco lo que pueda sucederme por hacer bien a un semejante. Aunque soy viejo, no me asusta la muerte. ¿Cree usted que si yo tuviera valor no hubiese ido hace ya tiempo a reunirme con Ramona?

Alvarez se estremeció escuchando aquellas palabras sencillas, que delataban una desesperación tranquila y un amor póstumo a toda prueba.

Los dos no tardaron en rendirse al sueño, y aquella noche Alvarez soñó que era pequeño, muy pequeño y que dormía abrazado a su padre, del cual apenas si se había acordado en mucho tiempo.

Más de un mes permaneció Alvarez en aquel escondite, haciendo la vida ordenada por don Pedro.

Este no sólo le llevaba la comida a su huésped, sino que abandonaba su cajón y corría todo Madrid para cumplir los encargos que le hacía Alvarez.

A pesar de las precauciones que tomaban los vencidos, ocultos en Madrid, don Pedro, siguiendo las indicaciones del capitán, pudo ir enterándose de cuál había sido la suerte de cada uno.

Alvarez, seguro de su escondite, no tenía prisa en huir, convencido de que cuanto más tardase en salir de Madrid, menos obstáculos tendría que salvar en su fuga.

El embajador de Inglaterra, que había ya arreglado la escapatoria a los principales comprometidos en la revolución, era el encargado de facilitarle los medios de huída.

La Policía andaba muy escamada, según decía don Pedro, que ahora hablaba más frecuentemente con el vecino polizonte, y había que esperar a que se presentase una ocasión oportuna.

Una dama inglesa, que había venido a España muy recomendada al embajador, con el sólo objeto de ver corridas de toros y pintar en su cuaderno de acuarelas algunas cabezas de gitanos, fué la que se encargó de salvar al revolucionario.

Propúsole el embajador a la romántica miss que al regresar a Inglaterra llevara hasta la frontera de Francia, en calidad de criado, a un capitán español condenado a muerte, y la descendiente de Ofelia aceptó, encontrando la aventura muy novelesca y propia para causar sensación en los salones de Londres.

Don Pedro, que servía para todo, afeitó a su protegido concienzudamente, le ayudó a vestirse un traje que había comprado el día antes, y Alvarez quedó convertido en el tipo perfecto de esos criados elegantes y respetables que constituyen la aristocracia de la domesticidad.

Aquella misma noche, a fines del mes de agosto, el revolucionario, llevando el saco de noche en la enjuta y huesuda miss, que le precedía, atravesó el salón de espera y el andén de la estación del Norte, pasando por entre la Policía que vigilaba atentamente a los viajeros.